lunes, noviembre 28, 2016

SANTA ÚRSULA, LAS VÍRGENES, LOS AMIGOS, LAS REDES…



—Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?
—Hombre... ¿y por qué no? Pudo haber once mil vírgenes de la misma manera que hubo doce apóstoles y diez mandamientos y siete plagas y cuatro evangelistas… (Enrique Jardiel Poncela)

Martirio de santa Úrsula, de Filippo Vitelo
            Zalabardo puede dar fe de que no soy persona muy afecta a las redes sociales. Mantengo la opinión de que es muy necesario un serio tratado sobre Normas para una adecuada actuación en las redes sociales o algo por el estilo, pues el título me lo acabo de inventar, para no incurrir en errores frecuentes ni ser víctimas de actuaciones poco éticas.
            Hay una leyenda piadosa que trataré de resumir aquí confiando en no cometer demasiados errores. Se dice que hacia el siglo v existió en Bretaña una doncella llamada Úrsula que, convertida al cristianismo, decidió permanecer virgen. Al tratar su padre de entregarla en matrimonio a un príncipe bretón, Úrsula marchó con un indeterminado número de compañeras (parece que fueron diez) hasta Roma, donde fueron recibidas por el papa y ante él reiteraron sus votos de castidad. A la vuelta, sorprendidas por las tropas de Atila, fueron violadas y luego ejecutadas. Ahí nació la leyenda, otros la llaman historia, de santa Úrsula y las once mil vírgenes. Todo parte de un documento latino (confieso que no lo conozco) halladon en Colonia. Unos dicen que en él se habla de Ursula et Uximilia, virgenes; otros, que de Ursula et Undecimillia, virgenes. En cualquier caso, esta Uximilia o Undecimillia era una compañera de Úrsula. Pero la versión más verosímil dice que lo que aparece detrás del nombre de Úrsula es la abreviatura XI. M. V. Y unos afirman que significa undecim martyres virgenes (‘once vírgenes mártires’, o sea, Úrsula y sus diez compañeras), mientras otros se empeñan en leer undecim millia virgenes, es decir, ‘once mil vírgenes’. De ahí la irónica pregunta ¿pero hubo alguna vez once mil vírgenes?

           ¿Y por qué cuentas esto?, me pregunta Zalabardo. Naturalmente, como persona educada en un sistema en el que la urbanidad dictaba que toda pregunta merece su respuesta, le contesté. Y le dije que lo primero que veo en las redes sociales es abundancia, tal vez sin intencionalidad, de una tendencia a malear, deturpar, pervertir, deteriorar o degenerar los términos. No usé todos esos verbos por presumir de erudición, sino porque no sabía bien cuál expresa mejor lo que pienso. Degenerar y deteriorar señalan hacia procesos naturales debidos al uso; en cambio, pervertir, deturpar, malear, en cambio, indican un intencionado deseo de restarle a algo su condición natural (por lo general buena). Por eso, pervierten o malean las malas compañías y se deturpa cuando alguien, con pleno conocimiento, altera algo.
            Y vamos al meollo. ¿Pero es que ha habido alguna vez once mil amigos?, le pregunto a Zalabardo para que entienda la razón del relato anterior. No obstante, observamos que en Facebook, Twitter, WhatsApp y todas las que no conozco, hay quien presume de tener cien, doscientos, mil, cinco mil o más amigos. ¿Es posible eso? ¿Cuántos amigos tiene una persona? Mi conclusión es que o queremos decir otra cosa (seguidor, admirador, fanático…) o hemos alterado el significado de amigo. ¿Deterioro del término por el uso o degeneración natural? ¿No será que estamos maleando o deturpando la palabra, alterando a propósito su sentido?

           Algo parecido podríamos decir sobre el me gusta de esa clase de mensajes. Nos desvivimos por sumar cuantos más me gusta mejor. Incluso, si no se cliquea, el autor del mensaje podría interpretar que se siente animadversión hacia él. Y digo yo. ¿Se puede ser amigo de alguien y decir que no me gusta lo que está diciendo? Naturalmente que sí. Ya Confucio dejó dicho: Avisa a tu amigo con lealtad y guíalo con tacto. Si no es posible, no insistas o puede que te rechace.  Si un amigo ve que voy a tropezar y no me avisa o he tropezado y no me ayuda a levantarme, no creo que sea mi amigo.
            La realidad, por desgracia, nos demuestra que hay muchos de estos amigos hostiles, que solo nos quieren si pulsamos muchas veces me gusta en sus comentarios. Podría citar ejemplos reales. Solo diré que alguien me borró de sus contactos y luego quiso justificarse con la tonta excusa de que lo hizo porque “creía que no había forma de que me enterase de ello”. Y otro, con ásperos modales, me calificó como troll, término que yo desconocía y que, al parecer, en el mundo de las redes sociales, designa al provocador que hace comentarios con el intencionado propósito de molestar.

            Todo esto pasa, insisto a Zalabardo, porque no hemos aprendido a ser tolerantes y a aceptar las críticas. Y porque en las redes, aparte de otros muchos, hay dos grupos de personas de las que debemos cuidarnos: el de quienes se dedican a compartir contenidos sin pararse a analizarlos previamente y el de quienes (estos son los peligrosos), con no sé qué mala intención o torcidos intereses, inventan y difunden informaciones falsas o incorrectas. Y cuelgan manifiestos y declaraciones atribuidos a Pérez-Reverte, a Forges, a García Márquez, al papa Francisco o al Sursum corda, que estos nunca han firmado ni declarado. Ayer mismo leía la queja de Steve Coll, decano de la Escuela de Periodismo de Columbia acerca del alto número de noticias falsas que circulan por las redes.
            Le digo por fin a Zalabardo que echo de menos que los padres, en lugar de crear falsos debates sobre deberes sí o deberes no, podrían exigir a los centros escolares que los ayuden a educar a sus hijos (pues la responsabilidad es compartida) en un empleo más racional y prudente de este mundo de las redes, que no es que sea el futuro, sino que es un rabioso presente. Aunque a algunos nos haya pillado un poco mayores.

domingo, noviembre 20, 2016

LA PÉRDIDA DE LOS SÍMBOLOS



            En el caso del arte nuevo la disyunción se produce en un plano más profundo que aquel en que se mueven las variedades del gusto individual. No se trata de que a la mayoría del público no le guste la obra joven y a la minoría sí. Lo que sucede es que la mayoría, la masa, no la entiende. (José Ortega y Gasset)

            Consultando el Diccionario de temas y símbolos artísticos (1987), de James Hall, me he topado con que, en la introducción, Kenneth Clark se lamenta de que hacia 1930 y 1940 nació una corriente defensora del abandono en la pintura de los temas para dar importancia a la forma y al color. Eso desembocó en que el hombre de la calle fuese perdiendo su capacidad de reconocer esos temas y, como consecuencia, de entender el significado de las obras del pasado.
            Recordé entonces, así se lo dije a Zalabardo, que ya en 1925 había dicho algo parecido Ortega en La deshumanización del arte. Lo que dicen Ortega y Clark, siendo parecido, no es exactamente lo mismo. Este último no se detiene ya solo en el hecho de que se entienda o no el arte nuevo; lo que le preocupa es que no seamos capaces de entender el arte de otras épocas porque desconocemos los temas. Esos temas de que habla se construyen en gran medida con lo que llamamos símbolos. Y la conexión entre el hombre de hoy y los temas —sean bíblicos, mitológicos o legendarios— se ha cortado. Por ejemplo, ¿por qué un león alado simboliza al evangelista Marcos, una paloma la paz o un gallo Francia? 

 
Antoni Tápies
          
Afirmaba Charles S. Pierce que el símbolo es la representación de una relación —constante en una cultura dada— entre dos elementos, por oposición al icono, un retrato por ejemplo, que se limita a reproducir una impresión sensorial. El símbolo exige a los miembros de una cultura reconocer la relación entre los elementos; en el icono no hay que suponer nada. La paloma nos remite a la historia del diluvio y a la reconciliación de Dios con los hombres. Hemos de conocer, pues, ese tema. En cambio, si miramos Las meninas, vemos en él a la infanta doña Margarita con sus meninas, al enano Nicolasito, a los reyes y al propio Velázquez, que dibuja la escena. Es un retrato y no un símbolo. Nos agradará o no, como nos agradará o no Botero, le digo a Zalabardo. Pero, en cualquier caso, vemos lo que hay allí y entendemos el tema. Eso ya no nos pasa con Klee, Rothko o Tàpies, por seguir ejemplos. Frente a estos últimos, la opción no es que nos gusten o no, sino de que los entendamos o no.

Invierno. Parque de Málaga
            Me pregunta Zalabardo si hay una razón que explique esto. Le contesto que yo tengo mi propia teoría. En otros tiempos, el artista se enfrentaba al reto de explicar a una multitud inculta e iletrada asuntos (religiosos o no) a los que difícilmente tenían acceso. Y el símbolo es un recurso muy adecuado. La primavera podría representarse como una joven coronada con una guirnalda y flores o el invierno como un anciano cubierto con pieles. Hoy tenemos más información a nuestra disposición; distinto es que nos sirvamos o no de ella.
            El origen de los símbolos que representan a los evangelistas hay que buscarlo en el profeta Ezequiel, cuando habla de la visión de cuatro seres alados semejantes, cada uno de ellos, a un buey, un león, un hombre o un águila. La unión cada evangelista con una de las figuras surge de una tradición posterior. Mateo es el hombre porque su evangelio comienza con la genealogía de Cristo; Marcos el león porque empieza hablando de la voz que grita en el desierto; Lucas será el buey, ya que lo primero que nos cuenta es el sacrificio del sacerdote Zacarías; y Juan, el águila porque, de los cuatro, es quien más se aproxima a la visión de Dios

Metropolitan Museum. N.Y.
            Una salamandra, o el ave Fénix, son símbolos del fuego y de la resurrección. Una balanza simboliza la justicia, etc. La relación entre Francia y el gallo se remonta hasta Suetonio que fue el primero que llamó la atención acerca de que el término latino gallus designaba tanto al gallo como a los galos.
            Todo esto requiere unos conocimientos transmitidos de edad en edad en una comunidad dada. Y eso es lo que, según Clark, hemos perdido, la capacidad de entender el sustrato cultural que, a través de los tiempos ha hecho que relacionemos dos elementos aparentemente alejados. Conocimientos y capacidad que nos daban las disciplinas que se engloban bajo el nombre de humanidades (filosofía, arte, literatura, griego, latín…) y que vamos dejando arrumbadas. ¿Quién entiende hoy el sentido de El jardín de las delicias, de El Bosco? Ese no entender los símbolos, le digo a Zalabardo, es perder gran parte de nuestra cultura o, a lo peor, renunciar a lo que siempre hemos entendido por tal y dar entrada a una cultura de bases y objetivos completamente diferentes. Quizá haya que pensar que lo que ha dejado de interesarnos es el hombre. O que comenzamos a valorar símbolos de otra naturaleza. O, tal vez, que hoy, más que el símbolo, nos interesa el mito, lo que nos lleva a una nueva pregunta, ¿qué mito? Tal vez otro día hablemos de ello.

sábado, noviembre 12, 2016

PALABRAS EN CUARENTENA



            Voy a escribir ya; pero llego a este párrafo y no escribo. Que no es injurioso, que no es libelo, que no pongo anagrama. No importa; puede convencerse el censor de que se alude aunque no se aluda. ¿Cómo haré, pues, que el censor no se convenza? Gran trabajo: no escribo nada. (Mariano José de Larra)


            Tengo la impresión, le comento a Zalabardo, de que cada día somos más intolerantes a la hora de emplear el lenguaje con la naturalidad que se merece. Y todo, así lo creo, porque buscamos un chivo expiatorio con el que excusar defectos que no son más que nuestros. De un tiempo a esta parte, hemos emprendido una especie de cruzada, sin reparar en que los idiomas son instrumentos que nos sirven para relacionarnos con los demás, para intercambiar emociones, afectos, sentimientos. También, claro, con la lengua insultamos y ofendemos. Pero olvidamos que suele ser porque nuestra mala conciencia acaba convirtiendo en malas cosas que podrían ser buenas (y que posiblemente lo sean por naturaleza). ¿Es el martillo una herramienta útil y provechosa? Claro que sí. Pero si lo utilizamos para agredir, se torna arma peligrosa. ¿Dónde está el mal, en el martillo o en el uso que hacemos de él?
            Con la lengua sucede igual. Las palabras significan lo que significan, aunque esto parezca una perogrullada. Pero, además, han de cargar con todas las connotaciones —peyorativas o meliorativas— que queramos añadirles. Veamos un ejemplo: si  decimos ¡Qué listo es el muy cabrón!, parece quedar claro que elogiamos a alguien. En cambio, si decimos ¡El muy cabrón me ha engañado para quedarse con mi puesto!, la intención es muy diferente. Y así en todo. El diccionario, a fin de cuentas, se limita a recoger los usos que damos a las palabras.

            Hablaba antes de que somos intolerantes. Me reitero en ello; creo que nos movemos entre la hipocresía y la cursilería. Casi siempre por ignorancia. Por eso, unas veces nos empeñamos en condenar y poner en cuarentena palabras que, en sí mismas, son inocuas; otras, las tapamos o sustituimos porque eso es más fácil que solucionar el problema que tras las palabras pudiera esconderse.
            Veamos el primer caso. Son muchas las personas que consideran ofensivas, despectivas e incluso socialmente rechazables palabras absolutamente neutras. Y no cesan de aparecer asociaciones que solicitan que la Real Academia las retire del diccionario. Leo en un texto: Hoy día, los términos discapacitado, minusválido, inválido, minusvalía, retrasado, tullido o incapacitado deben ser sustituidos/eliminados de nuestro lenguaje y utilizar otros más correctos. Lo ideal sería sustituirlos por persona con discapacidad o persona con diversidad funcional.  Según esa tesis, no debe decirse negro, sino afroamericano o subsahariano, según proceda; y no debemos decir ciego, sino invidente, ni cojo, sino persona de movilidad reducida. Y así, todo lo que ustedes quieran. En otro texto, leo esta perla: ciego, sordo, aun siendo correctamente empleados, pueden ser considerados despectivos o peyorativos

            Lo que estas personas no piensan es que, si para evitar las palabras que consideran incorrectas hemos de usar discapacitado o disminuido se sigue insistiendo en lo mismo que condenan, ya que el prefijo dis- en nuestra lengua significa ‘negación, dificultad o anomalía’. Y dado que capacidad significa ‘aptitud, talento, cualidad que dispone a alguien para el ejercicio de algo’, hablar de discapacidad no es sino negarles la aptitud o el talento.
            Vayamos a lo otro, lo de sustituir o esconder palabras en lugar de corregir lo que señalan. Nos acordaremos todos de cuando se sustituyó criada por empleada del hogar o portero por empleado de fincas urbanas. La moda no ha desaparecido. Cercano tenemos el caso de un presidente de gobierno que negaba la existencia de crisis defendiendo que lo que había era una desaceleración económica. Y se habla de incrementos negativos en lugar de reconocer que hay pérdidas; como se habla de centros de reinserción para no decir cárcel.
            Le pregunto a Zalabardo si, teniendo en cuenta tantas admoniciones como hoy se hacen, tendríamos que reescribir el tratado primero del Lazarillo para no hacerlo mozo de un ciego, si estará mal visto llamar a Cervantes manco de Lepanto, recordar que Beethoven vivió aislado los últimos años de su vida a causa de su sordera o seguir llamando a Vulcano el dios cojo. ¿Y qué hacemos para narrar a nuestros nietos el cuento de Blancanieves y los siete enanitos? ¿Decimos las siete personas pequeñas?
            Zalabardo y yo nos reímos pensando que Nebrija, en 1495, ya citó la macrología como vicio del lenguaje que consiste en decir con un largo rodeo de palabras lo que se puede decir con brevedad. Pero el afán censor de nuestro tiempo, el ansia por poner en cuarentena determinadas palabras no es consecuencia más que de la ignorancia e incapacidad de solucionar los problemas que nuestra sociedad plantea. Porque, actuando sobre el lenguaje, lo único que logramos es tranquilizar nuestra conciencia.

sábado, noviembre 05, 2016

LOS PRECIOSOS RIDÍCULOS



            El estilo precioso no solo ha infestado París, sino que también se ha extendido por las provincias y nuestras ridículas doncellas han absorbido buena dosis (Molière)

            Hace unos días, mientras paseábamos extrañados por este raro otoño de que disfrutamos —a alguien oí emplear la palabra veroño—, recordábamos Zalabardo y yo la pequeña delicia titulada Las preciosas ridículas. En ella, Molière satiriza el desprecio por la naturalidad tanto en la expresión como en los sentimientos. Lo hablamos porque parece que hemos entrado de nuevo en una era en la que, más que lo que decimos, nos importa la manera de decirlo, las palabras que utilizamos. No nos preocupa ser entendidos, lo que fácilmente se consigue de la mano de la naturalidad y la sencillez, sino que nos afanamos en buscar el decir retorcido, el barroquismo con el que epatar a nuestros interlocutores. Mientras tratábamos del tema, me di cuenta de mi manera de expresarme y le dije a Zalabardo: “¿Lo ves? Yo mismo acabo de caer en lo que criticamos, ya que, disponiendo de deslumbrar o asombrar he recurrido, no obstante, al galicismo epatar, más desconocido por la gente común. Por tanto, he actuado como un precioso ridículo”.
            Y es que son muchos los preciosos ridículos que se asoman a las pantallas de nuestros televisores, se hacen oír en las emisoras de radio, pretenden ser leídos en las páginas de los diarios o lanzan mítines y mensajes políticos. Pero también, no se olvide, hay muchos, personas que caminan a nuestro lado y no disponen de tan poderosos medios de difusión, que se comportan como esos preciosos ridículos. Creemos que no se nos tendrá en cuenta si no buscamos la palabra llamativa, la frase extensa, la reiteración del concepto. Viendo esta semana en televisión un partido de fútbol, un comentarista, ese profesional que cree que ha de contarnos todos y cada uno de los detalles de lo que ya estamos viendo, tuvo la ocurrencia de soltar esta frase: El Sevilla no solo necesita golear, también necesita meter goles. ¡Bravo por la elocuencia!

            Molière, en la obra anteriormente citada, ponía en boca de uno de sus personajes: No hay nada más asequible hoy en día que la cultilocuencia. La afirmación sigue siendo tan o más valiosa en nuestra época. El francés utilizaba bel esprit, que el traductor trasladó al término cultilocuencia, en lugar de altilocuencia, quizá para reforzar ese sentido de retorcimiento del habla; tal vez lo hizo acordándose de aquella culta latiniparla, que dijo Quevedo. También Cervantes, en el capítulo xxvi de la segunda parte del Quijote, hace decir a Maese Pedro: Llaneza muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala.
            Y todo esto viene porque hoy nos ha acometido una de esas ansias de meter en cualquier discurso una palabra, en este caso el verbo empoderar, sin la que, pensamos falsamente, ningún parlamento tendrá sentido. En un documento sobre actuación educativa me encuentro, en un apartado que recoge objetivos, que se señala como uno de ellos: Empoderar al alumnado en la construcción de su aprendizaje. Confieso a Zalabardo que no entiendo qué se pretende con esa expresión, qué es lo que se quiere decir. Pero vayamos por partes. Lo primero será dejar claro que empoderar es un verbo español. Lo que sucede es que es tan sumamente antiguo que había caído en desuso. Ya Covarrubias, en 1611, decía que es un ‘vocablo antiguo castellano. Vale dar en poder o entregar’. Si consultamos diccionarios clásicos vemos que no aparece. En el de Autoridades, de 1726, lo encontramos y se dice que es ‘dar poder a uno y facultad y como constituirle y hacerlo dueño de una cosa’. En 1925 nos lo encontramos en el Diccionario de la Academia, donde se comienza por indicar que es desusado y equivale a apoderar, ‘dar poder a una persona para que otra la represente o poner en poder de uno alguna cosa’. Y creo que todos entendemos qué es apoderar: facultar a otro para que nos represente y actúe en nuestro nombre. Tienen apoderados los toreros, los artistas, los escritores… A veces, se utiliza en su lugar representante; otros prefieren hablar de manager

            Y avanzamos hasta nuestros días. El Diccionario del Español Actual, de Seco, que solo incluye términos que estén documentados a partir de la segunda mitad del siglo xx, no lo recoge siquiera. ¿Qué ocurre entonces? Pues es muy fácil: que alguien se ha encontrado en cualquier texto de agencia o redactado en inglés el verbo to empower y el sustantivo empowerment. Y, claro está, no ha tenido reparo en traducirlo por empoderar y empoderamiento. En el Diccionario de Oxford me encuentro que el término puede traducirse en español por ‘conferir poderes, otorgar o autorizar’. Más explícito es el Collins que dice que, de modo general, se puede traducir por ‘autorizar a alguien’, aunque aplicado a mujeres, obreros y minorías, habría que entenderlo como ‘atribuir poderes’. De ahí que el DRAE lo haya recogido en su última edición como ‘hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido’. Se ajusta al ejemplo que encuentro en uno de los diccionarios ingleses: La Unesco anima la iniciativa que promueve el empoderamiento de las mujeres.
            Pero es que no veo por ninguna parte que los alumnos de un centro educativo sean una minoría ni una clase desfavorecida a la que haya que empoderar. ¿Tiene el conjunto de los alumnos de un centro educativo poder para decidir cuál debe ser la línea del sistema educativo? Por supuesto que no; eso es responsabilidad de otros estamentos. Sin embargo, ¿hay que contar con ellos, tener en cuenta sus opiniones y sus intereses a la hora de diseñar esos sistemas? Aquí, la respuesta es rotundamente sí. Y ahí voy a parar, le digo  a Zalabardo. Para eso, ese viejo rejuvenecido empoderar, después de pasar por clínicas inglesas, no creo que sea el procedente, pues ya tenemos otro que significa mejor lo que queremos decir: implicar. El DRAE nos dice que significa ‘hacer que alguien participe o se interese en un asunto’. Ese sí sería un objetivo loable: Implicar (comprometer, hacer partícipes…) a los alumnos en/de su proceso de aprendizaje. Eso lo puede entender cualquiera. Lo otro, quizá no lo entiendan ni quienes han redactado la frase.
            Ese es el problema de los preciosos ridículos de hoy, que se elaboran una lista de palabras que hay que decir sí o sí para parecer más modernos y progresistas. Y resulta que, por lo común, el tiro les sale por la culata.