sábado, diciembre 26, 2020

¿CULTURA GENERAL O CULTURA DE WHATSAPP?

 

  


          Estamos viviendo unas navidades extrañas, marcadas por la soledad que impone la prudencia de no reunir a cuantos quisiéramos ver en torno a una mesa compartiendo alegría y afectos. Zalabardo dice que jamás ha conocido unas navidades así; tampoco yo. Y aprovecha la situación para entregarse a la nostalgia de recordar otros tiempos y otras circunstancias. Pero como la memoria camina por donde le da la gana pronto aparecen los temas más heterogéneos que podamos imaginar.

            Removiendo en ese revuelto baúl de recuerdos que parecen olvidados, mi amigo me pide que piense en aquel tiempo en que la gente cifraba sus esperanzas en algo poco valorado hoy. Los padres, de eso es de lo que me habla, aspiraban a que sus hijos conociesen al menos las cuatro reglas, porque ese podía ser el camino para sortear la miseria. Luego, ya se vería cómo se daban las cosas; y a eso le siguió otro objetivo guiado por la misma esperanza: que, al menos, llegaran a tener una cultura general.

            En nuestro mundo tan altamente especializado, ambicionar una cultura general se entiende como síntoma de conformismo en quien no es capaz de otra cosa. Nos puede el prejuicio de que hay que saberlo todo, aunque acumulemos más ignorancia que verdadero conocimiento. Si damos por bueno que la cultura es el conjunto de modos de vida, conocimientos, costumbres, nivel de desarrollo artístico o industrial que define y cohesiona a un grupo social o a una época, deberíamos entender que la cultura general es el equivalente a aquella meta que se impusieron los humanistas de siglos pasados.

            La cultura humanística supone disponer de una serie de conocimientos que, aunque no sean muy profundos, abarquen una amplia variedad de temas. Es una cultura que nos capacita para construir un criterio propio, que nos proporciona instrumentos para responder de manera exitosa a cuestiones de muy diferente naturaleza con las que topamos cada día.



            Esa cultura no nos convierte en especialistas de nada, pero nos abre vías para levantar un pensamiento opuesto al pensamiento único imperante. La adquirimos, o nos ayudaban a adquirirla en nuestra primera edad, en la escuela; después, en nosotros estaba ampliarla accediendo al ámbito universitario. Pero puede lograrse también mediante medios más informales, la simple curiosidad por lo que nos rodea o la experiencia que los años nos va aportando. También la titulitis es una pandemia sin vacuna eficaz.

            La conclusión a la que quiere llegar Zalabardo es que la cultura general de otra época va siendo sustituida por una cultura de Internet. Zalabardo la llama cultura de whatsapp. Es una cultura pobre, de cimientos débiles y que, consecuencia del lastre de una mala utilización de Internet, demuestra que tener a nuestro alcance más información no siempre enriquece nuestro bagaje de conocimientos.

            Esta cultura de whatsapp es, por lo pronto, acrítica y propia de quien no sabe argumentar sus opiniones. La manifestación más visible la tenemos en la moda de los reenvíos indiscriminados. Pensamos que cualquier chorrada publicada en Internet es dogma y nos falta tiempo para difundirla sin analizar su contenido y sin, eso es lo peor, detenernos un segundo en determinar su veracidad.

            La falta de mentalidad crítica queda patente cuando no somos capaces de ver que en Internet circulan demasiadas frases, juicios, opiniones que asumimos solo porque bajo ellas aparece el nombre de algún personaje ilustre, ya sea literato, científico, pensador o político. Y dado que la mayoría de las veces ese personaje es un difunto que no puede aclararnos la duda, deberíamos ser cuidadosos para no difundir lo que algún desaprensivo ha inventado. Porque, una vez colgados en la red, nadie podrá detener esos falsos mensajes, por muchas voces que alerten de su carácter apócrifo.



            Se podrían poner muchos casos, pero ayudo al razonamiento de Zalabardo con algunos muy concretos. Dolores de Cospedal, del PP, atribuyó a don Quijote, durante un discurso, una frase que Cervantes no escribió: Hoy es el día más hermoso de nuestra vida, querido Sancho; los obstáculos más grandes, nuestras propias indecisiones… A mayor abundancia, poco después la repitió Begoña Villacís, de Ciudadanos, en un acto del Día del Libro. El PSOE felicitó a sus militantes un Día de Andalucía con un poema de García Lorca que, vaya por Dios, era en realidad la letra de unas sevillanas de Los Amigos de Gines. Dos cosas muestran este tipo de errores: que quienes los cometen no han leído ni a Cervantes ni a Lorca, lo primero; lo segundo, que no disponen de lo que ayudaría a no cometerlos, como saber que nunca don Quijote llama querido a su escudero o que difícilmente Lorca pudo hablar del Puente de San Rafael, inaugurado por el general Franco en 1953, casi veinte años después de la muerte del poeta. Saber eso sería cultura general.

            ¡Cuántas citas falsas e interpretaciones erróneas nacen del desconocimiento del Quijote! El tan repetido Ladran, luego caminamos tampoco lo encontraremos en su boca, pues pertenece a un poema de Goethe, posiblemente inspirado en un antiguo proverbio árabe. Y el Con la Iglesia hemos topado, Sancho también prueba el desconocimiento de la novela, pues Cervantes no escribió Iglesia, sino iglesia, y tampoco topado, sino dado. La frase no ataca nada, solo constata un hecho simple. Vagaban de noche por El Toboso buscando el palacio de Dulcinea y don Quijote, al verse ante un alto edificio, aclara a su escudero: Con la iglesia hemos dado; es decir, lo que hemos encontrado es la iglesia del pueblo y no el palacio que buscamos.



            Pero no se trata solo del Quijote o de Lorca. En Internet circula un poema, El día más bello, hoy, que se atribuye falsamente a Teresa de Calcuta. O la frase Creo que es necesario pasar tiempo solo. Necesitas saber cómo estar solo y no estar definido por otra persona, que pronunció la actriz Olivia Wilde y no Óscar Wilde a quien se atribuye. Ninguno de los muchos desmentidos ha servido para que la gente se convenza de que el poema La marioneta no es de García Márquez, sino del mexicano Johnny Wech. Y el vizcaíno Alfredo Cuervo escribió en 2001 el poema Queda prohibido llorar sin aprender, que circula como si fuera de Pablo Neruda. Y, teniendo en cuenta de la dificultad de saber qué escribió o no Buda, sorprende que se le atribuyan unas palabras de san Pablo a los Corintios.

            Pero así funciona la cultura de whatsapp. Y no creamos que solo caen en la trampa quienes carecen de estudios. Porque el papanatismo actual (aquí podríamos colocar la cita de Einstein acerca de que hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana…, pero tampoco Einstein dijo nunca tal cosa), es de tal magnitud que una y otra vez encontramos personas muy especializadas en un tema que, no obstante, están horros de esa cultura general, más modesta, pero tan valiosa como la otra.

            Volveremos el año próximo. ¡Felices fiestas!

sábado, diciembre 19, 2020

ESTAR EN EL SÉPTIMO CIELO

      Me confiesa Zalabardo su preocupación y hastío, consecuencia de la situación por la que atravesamos. Lo que le provoca ese sentimiento, me dice, no es tanto la pandemia, que, al cabo es una de las grandes calamidades que cada cierto tiempo azotan a la humanidad. Lo que no acaba de entender es que los rectores de la sociedad no salgan del absurdo debate sobre si interesa más la economía que la salud y lo que lo enfada es la falta de alguien con criterio claro y mano firme que nos haga comprender que siempre será mejor una sociedad de pobres vivos que de ricos muertos. Y no puedo menos que estar de acuerdo con él.

            Por eso vemos bien iniciativas como la del Ayuntamiento de Parauta, en la Serranía de Ronda, que han invertido el dinero presupuestado para las fiestas navideñas en comprar un jamón y otros productos para cada familia de la localidad. Con trabajo y voluntad, la economía se recupera y la Navidad puede ser celebrada sin tener que recurrir a aglomeraciones peligrosas; la salud perdida, en cambio, no hay quien la recupere.

            Ayer, caminando por Gibralfaro, el monte, no el castillo, solos, sin necesidad de mascarillas porque allí ni corríamos riesgo de contagio ni nos convertíamos en transmisores del virus, pensábamos en todo esto. Hacía un día fantástico y sobre nuestras cabezas brillaba un cielo esplendoroso. Le pregunté a Zalabardo si recordaba Il cielo in una stanza, la bella canción de Gino Paoli: “Cuando estás conmigo, la habitación no tiene paredes sino árboles en número infinito y no existe otro techo sino el cielo sobre nuestras cabezas”; más o menos, así dice la canción. Allí estábamos nosotros con el cielo sobre nuestras cabezas y sin otras paredes que ese laberinto de árboles en los que jugueteaban las ardillas.

            “Esto es estar en el séptimo cielo”, dijo mi amigo, para, a continuación, pedirme que le explicara el origen de la expresión. No es que la palabra cielo tenga muchos significados en nuestra lengua ni que estos sean complejos (‘esfera aparente azul que rodea la Tierra’, ‘morada de ángeles y santos que gozan de la visión de Dios’, ‘providencia’, ‘parte superior de algo’, ‘lo que se mira y considera con embeleso’ y poco más).

 


           Sí es cierto que hay expresiones necesitadas de alguna explicación: clamar al cielo es ser algo manifiestamente escandaloso; escupir al cielo es hacer algo que se vuelve en contra de uno  mismo; juntársele a alguien el cielo y la tierra es verse en trance peligroso; ser algo llovido del cielo significa que nos llega de manera impensada en el momento necesario; tomar el cielo con las manos es enfadarse dando clara manifestación de ello; ve el cielo abierto quien haya la coyuntura favorable que lo saca de un apuro…

            Y estar en el séptimo cielo se dice de quien se encuentra en situación o lugar extremadamente placentero. ¿Pero qué es ese cielo, dónde se halla y cuántos otros hay? La cultura en que nos hemos criado nos hace pensar, primero, en Dante: pero sucede que su Paraíso está dividido en nueve círculos o cielos, no en siete, de los que el séptimo es el de la meditación, el que acoge a quienes se dedicaron a actividades contemplativas. Si atendemos a la tradición judaica, nos enfrentaremos a la disputa de si son dos, tres, siete o diez los cielos existentes, según nos aclara Robert Graves en Los mitos hebreos. Quizá, entonces, llamo la atención de mi amigo, deberíamos echar mano de la tradición islámica, que tan honda herencia dejó por estas tierras, aunque muchos se resistan a aceptarlo. En el Corán, 71, 14-15, se lee: “¿No habéis visto cómo ha creado Dios siete cielos superpuestos?” Y el séptimo de esos cielos es el paraíso del que disfrutarán los bienaventurados.

            Sin embargo, aclaro a Zalabardo, yo me adhiero a las palabras de Sebastián de Covarrubias, el autor de nuestro primer diccionario, en 1611, Tesoro de la lengua castellana o española, que dice: “No me meteré en averiguar el número de los cielos, ni sus movimientos, ni si su materia es corruptible o no; quédese [esa disputa] para los filósofos, y principalmente para los teólogos”.

            Tampoco nosotros nos dejamos llevar por esas disquisiciones. Nos bastaba estar allí arriba, el mar ante nuestra vista, el cielo sobre nuestras cabezas, y las ardillas retozando en los árboles.




domingo, diciembre 13, 2020

SOBRE LEYES, LIBERTADES Y DERECHOS


 


          Tras unos meses de soportar la ineptitud, o falta de voluntad, o ambas cosas a la vez, de nuestros políticos para hacer frente común a la pandemia que aún no logramos contener, asunto que no es político, sino sanitario, y que afecta a toda la ciudadanía —al parecer ya no somos ciudadanos ni ciudadanas, ahora nos corresponde ser ciudadanía—, llegamos a un periodo en el que los partidos se ponen a lo que, en teoría, sería su función básica: gobernar unos y controlar a los que gobiernan, otros.

            Pero tampoco en esto de la gobernanza —otra palabra apreciada por quienes atienden más a lo que dicen que a lo que hacen— hay visos de que las cosas marchen por los cauces deseables. A Zalabardo y a mí no nos escandaliza que haya disparidad de opiniones respecto a cualquier cuestión. La discrepancia es natural y conveniente, una especie de prueba del algodón de la libertad. Lo que nos escandaliza es el modo en que se manifiesta esa disparidad y las consecuencias que ello tiene para el pueblo llano.

            Hablamos de esto porque, recientemente, hemos asistido a sesiones parlamentarias que deberían sonrojarnos. Primero, porque el debate ha sido sustituido, sin el menor atisbo de disimulo, por el insulto; y, segundo, porque cuesta entender determinados comportamientos políticos. Todo ello a raíz de la aprobación de los presupuestos, lo que debería ser motivo de tranquilidad para el país y de la tramitación de dos leyes, una ya votada sobre el sistema educativo y otra, en periodo de discusiones, sobre la eutanasia.

 


           En los tres procesos ha sido duro el enfrentamiento. Y eso que hablamos, al menos en las dos leyes citadas, de cuestiones que tocan muy de cerca a los derechos de las personas, derechos que estarán siempre por encima de cualquier ley o derecho dictados por un grupo social concreto o por un Estado, sea este del signo que sea. El derecho a la educación y el derecho a una vida, y una muerte, dignas caen de lleno entre los derechos humanos. Pese a ello, en la situación presente, como en otras anteriores en las que los gobernantes eran de otro signo, los partidos han respondido exactamente igual: no con argumentos, sino con la amenaza de que esas leyes serán derogadas el día que ellos lleguen al poder.

            Zalabardo me pregunta si no estaremos siendo víctimas de un dilema semejante al terrible que hubo de afrontar Antígona: cumplir el ineludible deber de honrar al hermano muerto y darle sepultura o respetar un decreto redactado por una bandería con el fin de escarmentar al disidente. Con todas las salvedades que queramos hacer, me gusta la manera en que mi amigo me plantea el problema que sufrimos; porque estoy convencido de que es algo que realmente todos padecemos.

            Ninguno de los dos somos expertos en Derecho, ni en Moral ni en Ética. Pero recordamos lo que decía Montesquieu sobre las leyes: que son herramientas políticas necesarias para generar mayor prosperidad individual y social. Desde esta perspectiva, coincidimos en que la ley, cualquier ley, debiera ser útil, justa y duradera; que pueda ser puesta en práctica sin problemas y sin forzar ninguna conciencia; que sea adecuada a las circunstancias en que se ha de aplicar y que su finalidad sea la de buscar un bien. Las leyes, más que una imposición, deberían ser una garantía de la defensa de los derechos. Una ley que defienda un derecho de todos, sin obligar a ninguno, que proteja la libertad de que cada persona pudiese ejercer su voluntad, no tendría que ser condenada por nadie.

            Pero parece que eso es difícil. En la reciente aprobación de los presupuestos, nos ha extrañado que un partido, con responsabilidad de gobierno pese a su representación parlamentaria escasa, en lugar de buscar el necesario consenso en cuestión tan importante, haya puesto todo su interés en que vote en contra otro partido que estaba dispuesto a apoyarlos. A la par, el partido mayoritario en el gobierno ha aceptado el feo juego con tal de no perder apoyos.

            Y, en lo de las leyes citadas, le expreso a Zalabardo mi preocupación sobre si es admisible tan virulento choque a la hora de hablar de principios que habría que considerar inherentes a la condición de persona. Porque cuesta entender que, pese a que se parta de supuestos ideológicos distintos, sea tan difícil alcanzar acuerdos en temas de tal calado.

 


           La Declaración de los derechos humanos dice en su artículo 2 que “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole”. Y en el artículo 5 que “Nadie será sometido a torturas, ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.

            ¿No es la educación lo que nos hará ciudadanos más libres y más capaces y más preparados para conseguir una sociedad más justa, más culta y más rica, en todos los sentidos? Luego nadie debería manifestar recelo sobre la necesidad de construir el mejor sistema educativo posible. Sin embargo, los recelos enturbian cualquier otro criterio. Y sobre la eutanasia, ¿no es cruel y degradante negar a las personas, cuando queda demostrada la incapacidad médica y social para garantizar una vida digna, que tenga al menos la opción de una muerte digna?

            Dicho lo anterior, me apunta Zalabardo que ninguna ley sobre educación podrá evitar que quien lo desee sea un borrico, como no evitará a nadie estudiar y practicar la religión acorde con sus creencias; eso sí, en el lugar adecuado. Del mismo modo, ninguna ley sobre eutanasia podrá conculcar los derechos y las creencias religiosas de quien no quiera acogerse a ella.       

            Por eso nos extraña que quienes más las atacan sean partidos que hunden sus raíces en un sistema cuyo cuerpo legislativo lo componían, en su mayor parte, leyes restrictivas y represoras de cualquier tipo de libertad. Porque es una incongruencia que ahora apoyen sus demandas en la exigencia del respeto a la libertad y a los derechos quienes fueron los primeros en negar todo derecho y toda libertad.

sábado, diciembre 05, 2020

UNA COPA, GARCÍA LORCA Y CÓMO UN BELLO NOMBRE PUEDE CONVERTIRSE EN INDESEADO

 


            Bajábamos de pasear por el monte y, a medio camino, hicimos una parada para comprar un poco de vino moscatel en la Venta El Mijeño. Mientras nos lo preparaban, nos extrañó ver un raro artilugio de hierro que colgaba del techo. Una especie de corona con dos horcones cruzados. Del centro pendía una cadena acabada en un gancho de cuatro puntas; y, de la parte circular, otras cinco cadenas, más cortas, también terminadas en ganchos, aunque menores y de solo tres puntas.

            Preguntamos al ventero por él. Aunque desconocía su nombre, nos dijo que, según le habían contado, se utilizaba antiguamente para sacar de los pozos los cubos que caían al fondo por haberse roto la cuerda. Zalabardo y yo recordábamos haber visto alguno en el pueblo, pero no de tanto artificio como este; en mi casa había uno que era un gancho simple; lo llamábamos, si mal no recuerdo, rastra.

            Lo que son las cosas. Al llegar a casa, envié la foto a amigos del pueblo. Les avisaba que no era ninguna adivinanza, sino que les preguntaba simplemente si conocían aquello. Las respuestas casi me abochornaron, de sólidas y firmes que eran. “Claro que sí; eso se usaba para rescatar los cubos caídos a los pozos y creo que se llama copa”, fue una respuesta; “Eso es una copa y en mi casa teníamos una igual que mi madre acabó regalando”, era otra y, por fin, otra que me dio la puntilla: “Todo el mundo sabe que eso es una copa”.

            Al parecer, Zalabardo y yo no formamos parte de todo el mundo, pues no recordábamos ese nombre, copa, ni haber visto una de esas características; sí otras más sencillas. Hemos buscado después en diccionarios diversos, sin éxito. No lo recoge el DLE ni el María Moliner. Tampoco el Vocabulario andaluz, de Alcalá Venceslada, ni en Vocabulario popular andaluz, de mi amigo Álvarez Curiel, ni en el clásico Vocabulario popular malagueño, de Juan Cepas, ni en el Palabrario andaluz, de David Hidalgo… En ninguno, copa aparece con ese significado. Encontramos rastra, que sí conocía, gancho, que es muy genérico, y garabato, que creo que se usa más en otras funciones. Pero nada de copa, lo que me hace pensar, le digo a Zalabardo, que sea muy específica de mi pueblo, Osuna, o de su entorno.



            La copa me ha hecho pensar en el pozo, más estricto en su significado que aljibe (¡cuántos recuerdos me trae el de mi instituto!) y algunos términos relacionados con él y que también van quedando en desuso: el brocal o pretil, antepecho de mampostería, de hierro, bronce o, incluso, mármol para evitar. La garrucha por la que se desliza la cuerda que sujeta al cubo; creo que en mi pueblo nunca se ha dicho roldana y motón es término más bien marinero. El arco sobre el brocal que sostiene a la garrucha creo que se llama horcón o machón, pero esto no puedo asegurarlo.

            Hablando de pozos, Zalabardo me pregunta si recuerdo los pozos medianeros. ¡Cómo no recordarlos! Nunca hubo ninguno en mi casa, pero sí conocí el de la casa de mis abuelos. Los pozos tenían un valor importante en tiempos en los que no existía agua corriente en las viviendas y el pozo medianero, aparte de su carácter solidario por compartir su caudal entre dos casas colindantes —una tapia lo dividía en dos— tenía una función social grande, pues los vecinos se comunicaban a través de ese hueco. También podía resultar indiscreto, ya que por aquel vano uno podía enterarse de cuanto pasaba en la casa vecina, aunque sus moradores no quisieran.

            Y el pozo, le digo a Zalabardo, hace que me remonte a García Lorca. Se dice que uno de sus últimos escritos, La casa de Bernarda Alba, está inspirado en la historia real de Frasquita Alba, de la que Lorca se enteró a través del pozo medianero que había entre la casa de esta Frasquita y la de su tía Matilde, en la que el poeta pasaba largas temporadas, especialmente en verano. Aquel pozo medianero sirvió para que escaparan todos los secretos que, quizá, Frasquita Alba hubiera deseado mantener ocultos.



            ¿Y qué tiene que ver cuanto llevamos hablado con eso del nombre bello que se convierte en despreciado?, me pregunta Zalabardo. Le cuento entonces que la toponimia nos revela esas curiosas historias sobre el nombre de los lugares. La tía de Lorca, y su vecina Frasquita Alba, vivían en Asquerosa, a apenas 5 kilómetros de Fuente Vaqueros, pueblo de nacimiento del poeta, y sus habitantes estaban mohínos con el nombre, que generaba para ellos el gentilicio de asquerosos. Tanto es así que hacia 1940 decidieron cambiarle el nombre por el de Valderrubio. ¿Por capricho?, No, por una cuestión muy simple, la de que el pueblo vivía fundamentalmente del cultivo del tabaco rubio y, por tanto, el nombre equivalía a ‘valle del tabaco rubio’.

            Es posible que los valderrubienses desconocieran el origen del nombre viejo, o, aun sabiéndolo, prefirieran sacrificar el bello nombre por otro que no los hiciera sentirse tan incómodos. ¿Pero puede ser bello un nombre como Asquerosa?, me pregunta Zalabardo. Y le respondo que Asquerosa no, sino el que debería haber sido en condiciones normales. No es muy seguro, pero parece que el nombre primitivo del pueblo procedía del latín Aqua rosae, ‘agua de rosa’, que debió derivar hacia Acuarosa o algo parecido; pero, cosas del destino, y de nuestra fonética andaluza, apareció ese antipático Asquerosa indeseado. Y eso no hay, al parecer, quien lo soporte.


[Imágenes: una copa; patio y pozo de la antigua Universidad de Osuna; patio de la casa de Valderrubio con su pozo medianero]

 

sábado, noviembre 28, 2020

VÍSTEME DESPACIO, QUE TENGO PRISA

 

 


           En el acto de presentación de Crónica de la lengua española 2020, la Real Academia de la Lengua manifiesta que su intención es difundir sus trabajos, explicar los problemas que afectan a la lengua y exponer los posibles criterios para enfrentarse a ellos y solucionarlos en la medida de lo posible. En resumen, confiesa su deseo de transparencia e información en su labor.

            La intención es muy loable, pues no pocos son los que consideran que la Real Academia es un refugio de momias, un lugar en el que los elegidos, que ocupan el cargo de forma vitalicia, acuden a rascarse la barriga, a tomar café, a contarse sus batallitas o a entablar otras con los compañeros de sillón que no les resultan simpáticos. En suma, que allí no se hace nada de provecho, creencia que es falsa de toda falsedad.

            Zalabardo y yo somos de los que creemos que en la Real Academia se trabaja y que la tarea que se les pide no es baladí. Eso de limpiar, fijar y dar esplendor no es fácil, eso de ser vigilante de lo que el pueblo habla, no para censurar o elogiar, sino solo para dar fe del estado en que el idioma se encuentra y reflejar el resultado de la observación en el Diccionario y en la Gramática es más complejo de lo que muchos creen. Hay que tener un criterio sólido para limitarse a informar lo que la palmaria realidad muestra, huyendo de imponer lo que pudiera ser una opinión particular.

            El trabajo de los académicos es, o debiera ser, abnegado y callado. Y lento, pues la lengua nunca ha mostrado prisas en su evolución. Cualquier cambio, cualquier modificación se ha ido gestando de modo pausado hasta asentarse y crear el poso suficiente para mantenerse. Observar este proceso, analizar los diferentes estadios y dar cuenta de todo ello es la misión de los académicos.

 


           Pero vivimos en una sociedad de prisas, donde se prefiere la inmediatez al análisis sereno —me parece una estupidez la actitud del jefe prepotente que lanza a su subordinado un ¡lo quiero para ayer!— y la RAE parece haberse contagiado o haber cedido a las presiones de quienes la acusan de inoperancia. Y, para que no acusen de vagos a sus miembros, se lanza a su peculiar ejercicio de visibilización, palabra muy de estas modas y prisas.

            Creo percibir lo que digo en el DLE, el diccionario canónico de nuestra lengua. Todo diccionario exige revisiones, porque, como digo, la lengua pasa por una serie de estadios sucesivos que se van imponiendo unos sobre otros de forma natural. Pero noto que los intervalos de revisión son cada vez más cortos y no se concede el tiempo necesario para que un término se asiente o no. Y la Academia, imitando a los medios que dan cuenta de ello, lanza periódicamente al aire el número de adiciones, modificaciones, aclaraciones, etc. que tienen lugar: ¡2557 nuevas palabras en el Diccionario de la Real Academia! Se diría que se comportan como esos usuarios de las redes que presumen no tanto de la calidad de lo que suben a sus cuentas sino de la cantidad de seguidores y amigos que tienen.

            Y no debiera ser así. La lengua pide calma, sosiego. Los hablantes deberíamos ser menos impulsivos y más rigurosos. Y la Academia no debería precipitarse ante la avalancha de peticiones sobre por qué no entra esta palabra o se quita aquella otra, por qué no se cambia una acepción y se pone otra y cosas así. No se trata de llegar al millón de palabras que nos dé el premio, sino de tener las justas para una comunicación fluida y eficaz.

            De esto hablamos Zalabardo y yo al mirar la lista de adiciones, rectificaciones o aclaraciones que aparecerán en la próxima versión. Porque encontramos cosas curiosas. ¿Erróneas? No, simplemente que demuestran esas prisas o esa presión del entorno. La gente debería entender que para que una palabra sea válida no tiene por qué aparecer en ningún listado; basta con que haya quien la utilice y nos entendamos con ella. Su empleo se generalizará o no, pero ahí está. Y ya digo que la lista actual no es que me parezca errónea, sino que no pasaría nada si algunas no estuvieran.

            Uno de los temas que me plantea Zalabardo es la rapidez con que se da entrada a todo el vocabulario referido a la lamentable epidemia que sufrimos. Entre ellas, vemos cuarentenear, ‘pasar la cuarentena’. La palabra se ajusta fielmente al modo en que nuestra lengua puede generar nuevas palabras; por tanto, es legítimo su uso. Pero, si le damos entrada en el Diccionario, ¿no sería justo dársela también a gripear, ‘pasar la gripe’ o jaquequear, ‘estar padeciendo jaqueca’ o tantas más parecidas? En este caso concreto, sorprende el rápido ingreso de covid y que solo ahora aparezca ébola, palabra de más larga historia.

 


           Otro caso: se añade a galdosiano —será por eso del centenario— y berlanguiano; ¿por qué no aparecen machadiano, lorquiano, juanrramoniano, valleinclanesco y todas las que hacen referencia al estilo o seguimiento de un autor? Y si se puede hablar de precipitación al dar entrada a algunas palabras, ¿por qué esa tardanza en recoger chupasangre o pegapases, que ya tienen sus añitos? Lo mismo sucede con términos arquitectónicos como naos, escena, orquesta y algún otro que hasta ahora no aparecían recogidos del modo debido.

            Podría continuar porque hay más. Pero no quiero callar lo que más ha sorprendido a Zalabardo, tal vez porque los dos somos de pueblo y, además, de un pueblo que en gran medida vive del cultivo de la aceituna y el cereal. Me pregunta mi amigo cómo hasta ahora el DLE no se había enterado de que no todas las aceitunas son iguales, sino que hay variedades: hojiblanca, verdial, cornicabra, arbequina, picual… Que les pregunten, si no, a nuestros amigos Curro Garrido o Antonio Delgado, que de esto saben un rato, si esas aceitunas existían o no antes de que el DLE recogiera sus nombres.

            En fin, bienvenidas sean las adiciones, rectificaciones y supresiones; pero que no se olvide que nunca las prisas fueron buenas y nunca ha sido mal consejo eso de que, para andar bien, es importante dar los pasos de uno en uno.

sábado, noviembre 21, 2020

¿QUIÉN ESTÁ EN LA PRIMERA BASE?



            Quien no conozca ese hilarante diálogo de Bud Abbott y Lou Costello debería buscarlo en Internet y pasar un rato verdaderamente divertido. Y si, por ser jóvenes, no saben quiénes fueron Abbott y Costello o de qué diálogo hablo, pueden pensar en la película Rain Man, en la que el personaje autista encarnado por Dustin Hoffman lo repite en algunas escenas. Zalabardo y yo disfrutamos cada vez que lo ponemos.

            Mi propuesta sería un ejercicio de desintoxicación frente a frases que, bien a nuestro pesar, nos toca soportar de vez en cuando: esa manida, fallida y lamentable nueva normalidad del presidente Sánchez, la inefable afirmación de Rajoy cuando dijo que las decisiones importantes se toman en el momento de tomarlas, la perla que nos soltó Carmen Calvo sobre que el dinero público no es de nadie. Aunque ninguna alcance la grandeza de la inolvidable definición de España como unidad de destino en lo universal que, aún a mis años trato de entender. Como quien trata de enterarse del nombre de Quién’ está en la primera base.

            Ahora nos arrojan a las narices la octava reforma educativa en cuarenta años. Se llama, creo que se nos van acabando los nombres para las próximas leyes de reforma, LOMLOE (o sea, Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación). Me acuerdo del absurdo diálogo de Abbott y Costello: “¿Qué modifica esta Ley orgánica? La Ley orgánica” y me lo tomo a risa por no llorar, pues lo cierto es que me exasperan estas ocho reformas, todas fallidas, porque ninguna nació amparada por el consenso de que la educación no es cuestión de rencillas partidistas, sino acompañadas de la amenaza de la oposición: Será derogada en cuanto gobernemos nosotros. Y, para nuestro mal y desgracia del sistema educativo, la amenaza siempre se ha cumplido.


            Es desesperante, confieso a Zalabardo, que hayamos de sufrir a unos políticos, y aquí no se salva ninguno, incapaces de comprender que un sistema educativo ha de estar desligado de las intrigas y ambiciones de cada partido. ¿No hay quien tenga el nivel de inteligencia preciso, que no es tanto, para ver que solo un gran pacto nacional, libre de fanatismos, pondrá fin a esta cuesta por la que nuestra educación se desliza dejando tras de sí generaciones cada vez peor formadas y una sociedad cada día más ignorante?

            Sin caer en el corporativismo, quiero salvar de esta debacle al profesorado (necesitado también de reformas) porque ellos, junto a los alumnos, son los primeros en sufrir tanta sinrazón. Esta ley de ahora amenaza con que removerá de sus puestos a los profesores que demuestren falta de condiciones para ocuparlos y engaña a los alumnos con el señuelo de que se podrá obtener el título aun sin aprobar. Seamos serios. ¿No han pasado esos profesores por unos años de aprendizaje y formación universitaria y no han superado un proceso de selección, una oposición regulada por la Administración que ahora dice que hay muchos que no valen? ¿Quién anima a trabajar a unos alumnos a los que se empieza diciendo que aun sin aprobar se puede alcanzar el título? ¿No sería mejor remover de sus puestos a los gobiernos, ministros y políticos incapaces de poner en marcha un sistema educativo eficaz?

            Siempre he dicho a Zalabardo que nuestro sistema educativo necesita una reforma a fondo, como también la necesita el profesorado en su formación; pero nunca de la manera tan zafia como se viene haciendo una vez tras otra. Defiendo la enseñanza pública, lo que no significa atacar a la concertada, aunque a esta hay que prohibirle prácticas que ahora se le consienten e impedir que, por estar sostenida con dinero público, convierta un derecho inalienable de las personas en negocio; creo en una educación igualitaria que no segregue por sexos ni por extracción social; creo que hay que estudiar la razón que provoca el alto índice de repetidores en nuestro sistema y poner los medios para rebajarlo, pero no me parece solución conceder los títulos aun careciendo de los conocimientos y formación precisos; creo que a las personas que presentan una discapacidad cualquiera hay que atenderlas del modo más adecuado a su situación y necesidades, integrarlas lo más que se pueda en el sistema regular, pero sin olvidar la educación especial; creo que la religión, cualquier religión, es algo que pertenece al ámbito privado de cada persona y nunca un centro educativo debiera ser lugar de catequesis ni que la solución sea que la nota cuente o no para el expediente (¿se puede calificar la religiosidad de alguien tal como se califican sus conocimientos matemáticos, por ejemplo?). Podría seguir.

            ¿Y qué piensas de ese problema de que el castellano, o español, que de las dos maneras se llama, sea o no lengua vehicular?, me pregunta Zalabardo. Me veo precisado a aclararle a mi amigo qué es eso de lengua vehicular. El Diccionario Panhispánico del Español Jurídico dice que es la usada habitualmente por la comunidad educativa en sus relaciones cuando existen diferentes lenguas maternas entre sus miembros. Y el Diccionario de enseñanza y aprendizaje de lenguas dice que es aquella empleada como medio de instrucción en la educación formal. Suele tratarse de la variedad estándar de la lengua oficial, como, por ejemplo, el italiano en Italia. En países plurilingües, la lengua empleada para este fin puede variar dependiendo de la zona: tal es el caso, por ejemplo, de España, donde se emplean, además del castellano, el gallego, el catalán, el valenciano y el euskera. En ningún caso se dice que una lengua vehicular excluya el conocimiento de ninguna otra.



            Según esto, digo a Zalabardo, si en España hubiésemos alcanzado un nivel de normalidad democrática, esta cuestión ni se plantearía. Bastaría conocer la Constitución. El punto 1 del artículo 3 dice que el castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Y el punto 2 añade: Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos. Es triste que esto no se entienda en el sentido que realmente tiene y sigamos manejando el conflicto lingüístico como moneda de cambio a la hora de dar o quitar un voto. Es una de las facetas del fanatismo, le pongamos el color que le pongamos. A quienes usan el idioma como arma arrojadiza y moneda de transacciones partidistas habría que decirles que la vía para solucionar los problemas no está en silenciar la vehicularidad del castellano, sino en el cumpliendo la Constitución y en el reconocimiento de la efectiva cooficialidad de las otras lenguas españolas en sus territorios. ¿Acaso olvidamos que el Tribunal Constitucional suprimió algunos aspectos de la Ley de Educación de Cataluña, pero avaló la constitucionalidad de los artículos referidos a la inmersión lingüística? Así que la patochada de ahora sobra, pues no es sino un hipócrita e indigno silencio sobre algo que no se puede silenciar para reconocer algo más que reconocido en una R.O. de 1979 y en una ley de 1983, reconocimiento avalado por el Tribunal Constitucional en 2019. Lo que hay es que cumplir las leyes que ya existen.

sábado, noviembre 14, 2020

ÍTACA (DOS)

 

  



  

        Al sentarme a escribir, caigo en la cuenta de que Zalabardo y yo nos lanzamos a la aventura de escribir esta Agenda hace ya catorce años y de que, en ese tiempo, llevamos superamos las novecientas entradas y hemos recibido casi trescientas mil visitas. Nos gusta, de vez en vez, revisar algunas de las viejas entradas. Anoche nos paramos en una que lleva por título Ítaca, fechada el 11 de septiembre de 2008 —o sea, que tiene ya doce años—. Su tema era el afloramiento de un recuerdo a partir de un encuentro casual. Leyéndolo, sentí ganas de volver sobre ello y rehacer lo que entonces escribí.

            Revisábamos unos libros con intención de ordenar y limpiar un poco, y Zalabardo encontró entre las páginas de una antología de poemas, justo donde aparecía Ítaca, el poema de Cavafis, un sobre amarilleado por el tiempo. Es antigua costumbre mía guardar recuerdos de momentos que han tenido un sentido especial: una entrada de cine, el programa de una exposición, algún recorte de periódico, papeletas de examen de la facultad, un billete de autobús… Los guardo en cualquier sitio, pero una razón justificaba la estancia del sobre entre aquellas páginas. Me preguntó qué contenía y le pedí que lo abriera.

 


           Dentro, una reseca hoja de ficus con un texto escrito no en su haz, sino precisamente en el envés: 25-V-64. A Anastasio para que no se le olvide el día que estuvimos en el parque Mª Luisa estudiando ‘libertad’. Con mucha simpatía Mª Isabel. Seguía una observación final que siempre me hace sonreír: Esto ahora no tiene valor pero dentro de 3 ó 4 años (D.M.) gusta leerlo y verlo. Le conté a mi amigo la historia de aquella hoja, la extravagante idea de irnos (en mayo, en Sevilla) al Parque de María Luisa con aquel tocho de manual de Filosofía cuyo autor era Antonio Millán Puelles para estudiar un examen. Nos fuimos, sí, pero no estudiamos. Éramos tres, Maribel, entrañable compañera, hermana del dramaturgo Alfonso Romero, Carmelita Olid, paisana, compañera y amiga querida desde los años de instituto, y yo.

 


           Conservo esa humilde hoja de ficus y, aunque me sé de memoria lo que hay escrito en ella, sigo sacándola de su escondrijo de vez en cuando y me quedo observándola. Siempre reacciono igual. Me río al leer lo de “tres o cuatro años”; cuando la encontró Zalabardo, habían transcurrido ya cuarenta y cuatro años y, hoy que vuelvo a aquel apunte y la rescato de la compañía del poema de Cavafis, cincuenta y seis. Releo lo que Maribel escribió y el poema junto al que reposa. Y, siempre, me detengo en los versos que aconsejan: Ten siempre a Ítaca en tu mente. / Llegar allí es tu destino. / Pero nunca vayas deprisa en tu viaje. / Que dure muchos años.

 


           Mi destino, mi Ítaca, el paraíso de mi niñez, adolescencia y primera juventud, perdidos ya niñez, adolescencia, juventud y paraíso, es Osuna, mi pueblo, que, por circunstancias familiares, abandonaría pronto. Allí quedarían, muchos amigos a quienes no he olvidado nunca, ni siquiera en la lejanía ni en tiempos en que reinó oscuro silencio entre nosotros: Pepe Zamora y José Manuel Ramírez, con quienes más sintonizaba; o Pepe Navarro, con quien, secretamente, competía porque sacaba mejores notas que yo; y Manolo Galindo, a quien los frailes del colegio solían confiar los papeles protagonistas en las veladas teatrales del colegio; y Pepe Ruiz, que vivía junto al colegio y en cuyo patío caían los balones que perdíamos jugando al fútbol durante el recreo; y Mari Pepa Márquez, pizpireta y polvorilla como nadie más; y María Medina, hacia quien sentía un loco y absurdo enamoramiento que ella miraba con desdén; y Mercedes Montes, su prima; y Pepe Núñez, Pepe Sarria, Mati Pérez, Pérez Moreno, Castañeda, Murillo, las dos Angelitas, Amador, Carmelita Ruiz y el hijo de un zapatero que vivía en la cuesta del Casino y cuyo nombre siento no recordar… Algunos, lamentablemente, ya no están con nosotros; de otros he perdido toda noticia.


            No faltaron ocasiones a lo largo de los años en que sentía el impulso de regresar para recomponer los hilos debilitados por el tiempo, aunque, al final, aplazaba la idea, tal vez pensando, como Cavafis, que es preferible el camino a la meta. El camino, el recuerdo, en mi caso, se mantuvo vivo y palpitante, sin que el tiempo lo debilitara. El camino fue siempre la constante remembranza de aquella mañana de mayo, de aquella revista que hacíamos con una vieja y desvencijada multicopista, de aquellos paseos interminables por la Plaza de España en las largas tardes de verano, o las dilatadas veladas en la terraza del Casino, de la participación en los concursos de la radio…

            Luego, un día, el azar volvió a reunirnos a todos. Pero, le digo a Zalabardo, por mucha alegría que proporcione un reencuentro, nada es comparable a caminar acompañados del recuerdo de cómo eran, de cómo éramos, obviando la degradación que sobre todas las cosas ejerce la edad. Porque todo camino es sed de vida. Y el día que alcancemos la meta, la jornada en que lleguemos ante las puertas y las plazas de Ítaca, tal vez estemos arrojando todo en el oscuro pozo del olvido y a nosotros mismos en los fríos brazos de la muerte.

sábado, noviembre 07, 2020

EL ANGLICISMO NUESTRO DE CADA DÍA

 

 


  Elena Álvarez Mellado, lingüística computacional, ha creado una herramienta llamada Observatorio Lázaro, nombre con el que pretende homenajear al ilustre filólogo Fernando Lázaro Carreter, y su objetivo es rastrear el empleo de anglicismos en la prensa española. Su campo de estudio lo forman ocho medios de comunicación de primera línea. Según ella declara no la guía ningún propósito de afear, señalar o criticar ese uso, sino solo observar, describir y analizar.

            Zalabardo me pide que le explique, antes de continuar, qué es eso de lingüística computacional. Como tampoco yo entiendo mucho del asunto, ya que la aparición de estas avanzadas tecnologías nos cogió a los dos con una edad y en unas circunstancias en las que hasta el simple lenguaje de programación basic, nos parecía un trabalenguas insalvable, recurro a palabras de Ana Torrijos: es un campo interdisciplinar que se ocupa del desarrollo de formulismos que describan el funcionamiento del lenguaje natural de modo que puedan ser transformados en programas ejecutables por un ordenador. Porque, avisa Torrijos, cuando pensamos en IA (Inteligencia Artificial) y Big Data (consideración de datos con mayor variedad, que se presentan en volúmenes crecientes y a una velocidad superior), imaginamos que en este campo trabajan ingenieros, matemáticos, científicos, informáticos y programadores, pero poca gente piensa que, a su lado, también hay bastantes lingüistas.

            Lo que importa, le digo a mi amigo, es que la herramienta creada por Álvarez Mellado analiza cada día miles de textos periodísticos españoles y localiza en ellos los anglicismos utilizados. En la reseña que de este trabajo hace Álex Grijelmo, dice que en la prensa española (en esos 8 medios que se toman como referencia) aparecen 400 anglicismos diarios, número que baja a 200 si se excluyen las repeticiones; de ellos, hay una media de 20 no han sido detectados en el análisis anterior. O sea, que nos entran 20 anglicismos por día.


            ¿Es esto motivo para preocuparse? Sí y no; no, porque durante toda su existencia nuestra lengua ha permitido la entrada de neologismos de las más variadas lenguas. Hasta de las lenguas esquimales tenemos préstamos, como muestran las palabras kayak o anorak. El problema no está en el préstamo ni en su origen —¿cuántos tenemos de procedencia árabe?—. Sí, porque son muchos y, aunque el problema no radica en el número, pudiera preocupar el criterio, o la falta de él, con que se les da entrada.

            Ya en el siglo XVIII Feijoo llamó la atención sobre este asunto y reprendía a los puristas que se oponían a la adopción de nuevas palabras. Contra ellos gritaba: ¡Pureza! Antes se deberá llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad. Todos los filólogos serios han sido de esta misma opinión. Lo que se censura es el uso indiscriminado y carente de criterio, la adopción de palabras por simple mimetismo, sin prestar atención a si poseemos o no término equivalente o si es palabra de adaptación fácil a nuestra lengua.

            Álex Grijelmo, en su libro Defensa apasionada del idioma español, después de una extensa exposición sobre los numerosos préstamos que nuestra lengua ha ido aceptando a lo largo de los años, se extraña solo de cómo parece que al inglés se le ha concedido una especie de salvoconducto para imponer palabras difíciles de adaptar a nuestra fonética y prosodia. Y dice: Pero el idioma sabe defenderse solo. Únicamente necesita tiempo y que lo dejen tranquilo. La mayoría de los anglicismos que recogía Ralph Penny en su Gramática histórica del español han ido claudicando ante palabras equivalentes del español. Entonces, ¿a qué tanta veneración? Sucede algo parecido a cuando, en la España de posguerra, se impuso aquella costumbre navideña de Siente a un pobre en su mesa. Hoy parece que se nos dice machaconamente Ponga un anglicismo en su vida. Y así, no hay quien se compre un televisor, porque lo que hay que adquirir es un smart tv, y no buscamos comprar o viajar por un precio barato, sino que sea low cost.



            Lo que un observador externo halla reflejado en los informes del Observatorio Lázaro, es esa veneración injustificada que denuncia Grijelmo hacia el inglés, el uso indiscriminado de palabras que pudiéramos considerar absolutamente innecesarias. Le pido a Zalabardo que echemos un vistazo a esos términos que inundan el mundo de la comunicación en nuestro país. Entonces encontramos que las redes sociales están llenas de influencers en lugar de influyentes; que muchos establecimientos anuncian take away en lugar de comida lista para llevar; que se nos alaba el buen trabajo de tal anchorman, o anchorwoman al señalar a un presentador o presentadora; que un pedido no nos lo llevará un repartidor, sino un rider; que las televisiones sitúan sus productos estrella en prime time, no en horario preferente o permiten ver una película en streaming en lugar de en emisión permanente (¡ay, como me acuerdo de aquellas sesiones continuas de los cines de antes!); que ya no se nos destripa el contenido de un libro, película o cualquier otra historia, sino que se nos hace un spoiler; que las publicaciones digitales son newsletters; que no tenemos una reunión tras el trabajo, sino que hacemos un afterwork; que no hay de éxito de ventas, sino block buster; que apenas nada es convencional o mayoritario, pues queda mejor que sea mainstream

            Aquí viene bien, le digo a Zalabardo, la reflexión de Grijelmo: habrá que dar tiempo y dejar tranquilo al idioma, que él se sabe defender bien solo. No lo atosiguemos poniéndonos intransigentes. Pero, al mismo tiempo, sigo diciéndole a mi amigo, podríamos aconsejar a esos veneradores del inglés, que pongan mayor cuidado con la lengua propia y no confundan siniestralidad con siniestro, analítica con análisis, problemática con problema o que no nos digan que en una determinada tarea han intervenido tres efectivos, ignorando que la palabra designa al conjunto de quienes integran una unidad militar o una plantilla de un determinado cuerpo, pero nunca a cada uno de sus miembros. Ese desconocimiento es más preocupante que el uso de un anglicismo de moda.

sábado, octubre 31, 2020

EL DESPIDO IMPROCEDENTE DE USTED

         

 


           Salíamos del ambulatorio tras ponernos la vacuna contra la gripe, a nuestra edad cualquier precaución es poca y Zalabardo se mostraba cabizbajo, algo mohíno. Le pregunté qué le ocurría y me respondió: “¿Tú crees que se ha perdido el sentido del respeto?” Pensé que le preocupaba el lamentable espectáculo de los recientes rifirrafes parlamentarios, pero él iba por otro lado. Me dijo: “¿Has visto a la enfermera esa, tan jovencita que podría ser mi nieta? Ni me conoce de nada ni la conozco yo. Pero me ha despedido diciendo: Ea, ya estás listo. Hasta el año que viene”.

            Ahí comprendí su actitud. Zalabardo, como yo, pertenece a una época en que todavía se tenía una noción clara de qué diferencia hay entre y usted. A las personas que no conocíamos, a los mayores, a los profesores, al carnicero o al cartero nos dirigíamos usando usted. El lo dejábamos para los iguales en edad y condición, para los parientes cercanos, para una muy acusada familiaridad.

            Las formas de tratamiento, los pronombres con los que nos dirigimos a otra persona en función de la relación que pueda haber entre el emisor y el receptor presentan una historia curiosa; esa relación viene dada por el nivel de confianza, el grado de cercanía por familiaridad o edad, el nivel jerárquico, el sentido de respeto… En fin, muchos y variados son los factores que intervienen en la elección del tratamiento.

 


           La Gramática de la Academia habla inicialmente de trato de confianza y trato de respeto, aunque de manera inmediata da cuenta de que esta relación no siempre se aplica, pues hay casos de confianza en que se utiliza la forma de respeto, sobre todo entre personas mayores; dos jubilados que se ven frecuentemente en el parque o juegan al dominó todos los días puede que se llamen de usted. En cambio, son muchas las ocasiones en que alguien que no tiene ninguna confianza con nosotros; por ejemplo, el caso de la enfermera que ha dolido a Zalabardo, nos habla de .

            Por eso la Academia cambia las denominaciones anteriores y habla de trato simétrico y de trato asimétrico. El primero consiste en que emisor y receptor utilizan la misma forma; podríamos decir que es una manera de comunicarse entre iguales; lo mismo da que se utilice o usted. El trato asimétrico, en cambio, aparece cuando uno de los interlocutores utiliza la forma y el otro emplea usted; sería la forma propia de comunicación entre sujetos a los que separa la edad, la jerarquía, la ausencia de confianza, el respeto, etc.

            La evolución de las formas de tratamiento ha sido compleja a través de los siglos e intento explicársela a mi amigo, aunque le advierto que pienso solo en el modelo del español de España, pues si metemos en la charla el español americano hablar del voseo alargaría la exposición.

 


           Como siempre en nuestra lengua, hemos de partir de nuestra fuente materna. El latín solo disponía de tu para dirigirse a un individuo y de vos para referirse a varios, aunque, hacia el siglo IV, se observa que comienza a usarse como forma de respeto. En el español primitivo, el funcionamiento no fue muy uniforme, pero parece relativamente claro: se convirtió en el término no marcado (es decir, que puede servir indiferentemente para varios tratamientos) de la confianza. Atendiendo a los textos literarios de la Edad Media, vemos que se emplea para dirigirse a inferiores, mientras que se suele usar vos entre iguales. En el Libro de Buen Amor, el narrador se dirige a los posibles oyentes usando el tuteo: …del que olvidó la mujer te diré la fazaña…, pero cuando los personajes de la historia hablan entre sí, emplean el vos familiar; Pitas Payas dice a su esposa: …yo volo fer en vos una bona figuraDoña Endrina pregunta a la vieja Trotaconventos: …dezidme quál es ése o quién que vos tanto loades. Sin embargo, es curioso notar que, cuando se habla con la divinidad, se utiliza ; en el cuento de El clérigo y la flor, de Berceo, el fraile a quien se aparece la Virgen pregunta: ¿Qui eres que me fablas? Y en el Poema de Mío Cid, oímos la oración del caballero en los primeros versos: ¡Grado a ti, Señor, Padre que estás en alto!

            Sobre el siglo XV parece darse un desgaste de vos, que se ve sustituido por vuestra merced, que evolucionará hacia usted, como manifestación de trato respetuoso. Y para los siglos XVI y XVII, el sistema presentará los modos de uso que ya consideraríamos propios de la época moderna: para el trato familiar, para la confianza o para dirigirse a inferiores y usted queda reservado para indicar respeto. En el Lazarillo de Tormes, leemos este diálogo: , mozo, ¿has comido? A lo que contesta Lázaro: No, señor, que aún no eran dadas las ocho cuando con Vuestra Merced encontré.

            Le digo a Zalabardo que, desde vuestra merced hasta el moderno usted, hay una historia larga, no tanto en el tiempo como en los grados de evolución. Es curioso encontrar en un mismo texto del siglo XVII atribuido a Quevedo, el Entremés de Pan Durico, hasta diez formas diferentes de ese proceso evolutivo: vuesa merced, vuesarced, vuested, vuacé, uced, ucé, vuesasted, vusted, usted.

            El último estadio del proceso, cómo usted va desapareciendo y ve su lugar ocupado por , es inimaginable en los siglos XVIII y XIX; la confusión entre usted/ no se entiende más que si media un sentido e intención irónicos. Pero en el XX, de manera paulatina el tuteo va ocupando todo el espacio de lo que son las formas de tratamiento. Las causas parecen fáciles de explicar, aunque no sean del todo definitivas. La Academia, en su Gramática, cita algunas posibles: la aparición de movimientos políticos defensores de una conciencia igualitaria y de supresión de clases; el valor que las sociedades modernas conceden a la juventud, en contraste con el que se dispensaba en otras épocas a la madurez y la experiencia; y otra muy importante, la publicidad, que antepone las formas de confianza sobre las de respeto con el deseo de predisponer al oyente hacia un mayor acercamiento.



            Todo eso junto cala en los hablantes, que acaban viendo natural el y demasiado rígido el usted. De todas formas, todavía hay quienes consideran, si no ofensivo, sí inadecuado, el uso del tuteo de un cliente hacia el empleado de una tienda o el camarero que nos atiende; el de un sanitario hacia el paciente no habitual; el de los alumnos hacia sus profesores; el de cualquier persona hacia otra persona adulta a la que no se conoce o hacia cualquier profesional. Todo esto, le digo a Zalabardo, salvo en el caso de que los interpelados otorguen su consentimiento.

            Lo que ya nadie sabe es si, pensando en la evolución natural de la lengua, estamos asistiendo a un despido improcedente de usted, a un simple cambio semántico o a un paso en ese principio de economía que los lenguajes siempre buscan.

sábado, octubre 24, 2020

HISTORIAS DE PALABRAS: DEL CARRO AL COCHE

 

 


           Hay palabras que recorren un llamativo camino a lo largo del tiempo. Algunas aparecen y desaparecen luego para, más tarde, reaparecer con un aspecto que, aun sometido a transformaciones de forma o de significado, sigue recordando lo que fueron en sus orígenes. Supongo, le digo a Zalabardo, que conoce la historia de azafate, del árabe safat, ‘cesto o bandeja en que se ponían las joyas o vestidos de la señora’. Por metonimia, el nombre del objeto no tardaría en ser utilizado para nombrar a quien lo portaba; y, así, se llamó azafata a la doncella que sostenía esa bandeja. Mucho tiempo después, ya en el siglo XX, hacia 1950, la compañía aérea Iberia introdujo en sus vuelos una figura semejante a lo que en otras líneas aéreas se llamaba air hostess, por lo general mujer joven que asistía durante el vuelo a los pasajeros. Entre los nombres barajados por la compañía española acabó triunfando azafata, que se recuperaba así de la lengua medieval, aunque con un sentido diferente.

            Al hilo de esta conversación, Zalabardo, curioso de nacimiento, me confiesa una duda que siempre lo ha intrigado: por qué razón, frente a las soluciones adoptadas por otros países de nuestro entorno y gran parte de la América española, nosotros utilizamos para el automóvil la palabra coche. Me veo precisado, entonces, a explicarle qué relaciona a los vocablos carro, carroza y coche e, incluso a estos con otros diferentes.

 


           Tenemos que remontarnos hasta una raíz indoeuropea kers-, ‘correr’. En latín vemos que de ella surgen dos líneas de evolución distintas, pero no tan diferentes en el fondo. Una es la del verbo curro, ‘correr’ y la otra, por influencia celta, la del sustantivo carrus, ‘vehículo o armazón con ruedas que sirve para transporte’. El verbo nos ofrece una historia curiosa, porque de él nace el sustantivo curso, ‘movimiento o recorrido de un río por su cauce’; pero, mediante una metáfora, también ‘tiempo señalado para asistir a unas lecciones’. Y, por supuesto, cursillodiscurso, transcurrir, corredor y otras.

            La historia de la segunda no es menos interesante. Carrus es el origen de carro y de carruaje, ‘cualquier medio de transporte’, carroza, ‘carro para transporte de personas’ o carrera, vía por la que transitan los carros’, de donde también tendremos carretera, carril, etc. Carrera, y en esto se ve la relación con el término originario, pasa a ser también ‘camino que se recorre para conseguir un título, para labrarse un nombre en un campo determinado, etc.’

           Pero vamos a centrarnos en carro, que es el interés de Zalabardo. El carro pareció especializarse como medio de transporte para mercancías, mientras que, para el transporte de personas, el latín formó carruca, la carroza. El tiempo, como es su costumbre, no dejó de correr y, llegados al siglo XIX, alguien inventó un motor que, acoplado a carros y carrozas, permite sustituir la tracción animal por otro de tracción mecánica. Para ese carro, diferente, se busca un nombre que se encuentra en el neologismo automóvil, ‘que genera su propio movimiento’. En este punto, nos encontramos con lo que intriga a mi amigo. Las lenguas germánicas, fieles al término primitivo que designaba al vehículo de transporte, continuaron usando car, en inglés, o karren, en alemán. En cambio, las lenguas románicas rebuscaron en el latín hasta echar mano de vectura, que se refiere también a un tipo de transporte. Eso explica el francés voiture, el italiano vettura o el portugués viatura. El italiano, incluso, emplea macchina.

            ¿Qué sucedió en español? En principio, la mayor parte de los países de Hispanoamérica se decantaron por carro. Sin embargo, en España, carro seguía siendo el vehículo de tracción animal para transporte agrícola, principalmente. Al carro, o carroza, para transporte de personas, se le llamó coche, nombre que adoptaría también el automóvil. ¿Cuál es la razón? Vamos con la historia.


            En Hungría, al menos desde el siglo XIII o XIV, hubo una pequeña ciudad, Kocs, que se hizo famosa por la construcción de diferentes carruajes, tirados por dos o tres caballos, destinados específicamente al transporte de personas: disponían de asientos acolchados en la carlinga, inicialmente hecha de mimbre, que, si se tenía en cuenta también el sistema de suspensión de que dotaron a las ruedas, proporcionaban gran comodidad a los viajeros. Todo el mundo conoció aquel carro como Kocsi szekeret, más o menos ‘la cesta de Kocs’. ¿Cómo llegó esto a España? Le aclaro a Zalabardo que no he hallado un documento acreditativo de su veracidad, pero se cuenta que, en el siglo XVI, Fernando I de Habsburgo, que llegó a ser rey de Hungría, envió como regalo uno de estos lujosos carruajes a Carlos I, de quien era hermano.


            Por un juego metonímico como el explicado para azafata, el Kocsi szekeret acabó siendo simplemente kocsi, que en español se pronunció, y se escribió, como coche, ya que es lo más parecido a la pronunciación húngara. Y esa es la razón por la que, en nuestro país, el vehículo para transporte de personas, tanto si se mueve arrastrado por caballos como si lo hace gracias al motor de combustión, es llamado coche, palabra que se convierte en una isla léxica dentro de los países de nuestro entorno y tradición lingüística.