sábado, mayo 21, 2022

POR LA BOCA MUERE EL PEZ

 

El abogado del Lincoln es una serie que emiten en Netflix. Zalabardo y yo hemos disfrutado viéndola. A los dos nos gusta este tipo de historias de abogados, detectives, etc. Creo recordar que la serie ya tuvo su versión en película, El inocente, y también recordamos Doce hombres sin piedad, El jurado, Las dos caras de la verdad, Testigo de cargo y tantas otras. En la serie, el protagonista, un abogado que dejó de ejercer por problemas personales, vuelve a desempeñar su profesión obligado por una jueza que le asigna todos los casos de otro abogado amigo al que han asesinado. No voy a contar aquí la serie. Me refiero a ella por un momento puntual de uno de los episodios. El protagonista mira un pez con la boca abierta disecado colocado en la pared y bajo el cual se lee: «Por tener la boca abierta».

            Hace unos días, envié por whatsapp a unos amigos varias fotos del atardecer en el paseo marítimo de Pedregalejo. Uno de ellos, Rafael Jiménez Pradas, me escribió contándome que él, hace tiempo, solía venir por esta zona y le gustaba entrar en el chiringuito Maricuchi. No sé cuánto tiempo es el «hace tiempo» que me indica. Cuando yo llegué a Málaga, hace cincuenta años largos, no conocía aún a Zalabardo. Quien quisiera comer buen pescado en la playa podía escoger entre Maricuchi, El Cabra, El Morata y poco más. Eran, creo recordar, los más populares. Con el tiempo, el paseo marítimo de Pedregalejo se ha llenado de una larga serie de chiringuitos, casi todos de calidad excelente.

            Viendo la serie que cito, le cuento a Zalabardo lo que Rafael me dice y le aclaro, además, que la fecha de mi llegada a Málaga trabajé en un colegio de la zona y entre mis alumnos tuve a un hijo del dueño de Maricuchi. Hay hechos fortuitos que nos llevan a enlazar el presente con el pasado. En este caso, una foto de un lugar, el recuerdo de un amigo, un chiringuito en la playa, una serie de televisión y el recuerdo, mío, de un antiguo alumno se aúnan para crear la sensación de que el tiempo se nos estrecha o ensancha de forma caprichosa.


            La anécdota, en este caso, resulta, además, divertida. En un ejercicio de clase pedí a los alumnos, entre otras cosas, que explicaran el significado del refrán Por la boca muere el pez. Y este muchacho, usando una forma de expresión muy gráfica, dijo exactamente, pues no olvido su respuesta: «Por la boca muere el pez quiere decir, como si dijéramos has metido la pata, mecachis en la mar».

            En efecto, Por la boca muere el pez nos avisa de la necesidad de ser discretos al hablar, de no hacerlo sin reflexionar bien lo que se dice, de que ser lenguaraces sin necesidad tiene el peligro de poner en dificultades a otras personas o a nosotros mismos. Todo ello, partiendo de la imagen del riesgo que para un pez supone abrir la boca ante el anzuelo que se le pone delante. Y bien que lo aclara Gonzalo de Correas en el siglo XVII al recoger esta variante: El pez que busca el anzuelo busca su duelo, por las negativas consecuencias que suele tener. José María Sbarbi nos dice que la forma original del refrán es Por la boca muere el pez: cuenta con lo que se habla, argumento al que se suma el filósofo Julián Marías cuando defiende la forma Por la boca muere el pez y el hombre por la palabra.

            El acierto de este refrán se observa, le digo a Zalabardo, en haber dado pie a otros parecidos que transmiten la misma enseñanza. Por ejemplo, estos dos en los que el sujeto de la imagen sigue siendo un animal: Si el juil (pez endémico de algunas zonas mexicanas) no abriera la boca, nunca lo pescarían o Cantó el cuquillo y descubrió su nido; u otros en que ya se alude claramente a humanos: En boca cerrada no entran moscas, Quien mucho habla mucho yerra o Cada uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que dice.

            Este consejo de ser prudente y discreto a la hora de hablar no se encuentra solo es esas perlas de la sabiduría popular que son los refranes. En Oráculo manual y arte de la prudencia, del siglo XVII, Baltasar Gracián escribe: «Hablar con prudencia. Con los competidores por cautela; con los demás por decencia. Siempre hay tiempo para soltar las palabras, pero no para retirarlas».

            Zalabardo y yo seguimos hablando de la cantidad de traicioneros anzuelos que se muerden por imprudencia y de la cantidad de palabras que ya no se podrán retirar por mucho que se quiera.

sábado, mayo 14, 2022

HACER NOVILLOS


Mi pueblo, Osuna, está de feria este fin de semana. A mediados de mayo, mi pueblo toma el relevo de la de Sevilla y de la de Jerez. Hace muchos, muchos años, que no voy por la feria de mi pueblo. Lo cierto es que me atraen poco las ferias, como me atrae poco cualquier tipo de festejo que congregue multitudes. No obstante, estos días regreso a mi niñez y recuerdo las casetas de tiro, los puestos de turrón y la bamba que se alineaban junto a las tapias de lo que era el Asilo. Como recuerdo mi atracción favorita, el látigo, y, cómo no, el Gran Circo Americano, en el que los payasos Hermanos Tonetti me hacían reír. No sé si la memoria me juega alguna mala pasada, pero así lo recuerdo yo.

            Con ocasión de la feria, sugiero a Zalabardo, no estaría mal una reflexión sobre la expresión hacer novillos ‘dejar de ir a un sitio donde se tiene obligación o costumbre de ir, particularmente faltar los chicos a la escuela para irse a jugar’, según la definición de María Moliner. Zalabardo pone cara de extrañeza, porque no entiende qué pueda tener que ver una cosa con otra. Le digo, por lo pronto, que feria, ‘festejo, tiempo de vacación y descanso’, era, en un tiempo, la fiesta que se celebraba en días de mercado, en especial en aquellos en que se compraba y vendía ganado. Y hacer novillos, quién lo duda, es como tomarse unas horas de fiesta, de feria.

            No era yo, según recuerdo, niño dado a hacer novillos. En el pueblo, durante el bachillerato, quienes hacían novillos se iban al cerro de la Gallega, a los paredones, a la fachada principal de la Colegiata o, los que alargaban más la ausencia, al camino de las cuevas, a la cueva del Caracol o a las canteras. Recordaba todo esto hace unos días viendo a unos grupos de alumnos del instituto en que me jubilé, aquí en Málaga, cómo tomaban el sol en el Parque del Norte en lugar de estar en clase. Benditos ellos que todavía tienen tantos años por delante.

            El origen de hacer novillos es bastante confuso. No acaba de convencerme lo que sostiene Alberto Buitrago en su Diccionario de frases hechas, que lo sitúa en la costumbre de algunos jóvenes de abandonar su obligación para irse a una dehesa con intención de torear a escondidas alguno de los becerros que en ella pastan. No lo creo porque, aparte de ser una costumbre solo de quienes pretenden ser toreros, es algo que tiene lugar por la noche; además, en el lenguaje taurino, a eso se le llama hacer la luna.

            Zalabardo me dice que sigue sin tener claro que relacione la feria con faltar a clase. Le aclaro entonces que, ya en 1611, Covarrubias recoge en su Tesoro de la lengua castellana o española la expresión ir a novillos, de la que dice que es ‘término aldeano cuando un mozo ha salido del lugar con ánimo de ver el mundo y se vuelve dentro de poco tiempo, como hace el que va a comprar novillos a la feria’. Ya tenemos aquí la feria y el acto de afirmarse como adulto saltándose una obligación. Pero tampoco acabo de estar convencido y me parece una explicación tan incompleta como la de Buitrago. Ya le digo a mi amigo que estamos ante una expresión de origen oscuro.


           Por eso tomo otro camino y le pido que recuerde el capítulo tercero de La vida y hechos de Estebanillo González, pero mi amigo confiesa no haber leído esta novela picaresca y me veo obligado a citarle este fragmento: «…cargando con quince tornillos, novillos amadrigados del Cuartel de Nápoles, los llevé de nuevo a Roma a que hiciesen confesión general…». Le explico entonces que, desde época temprana, se llamó tornillo al soldado que deserta de la milicia, porque ‘se torna y abandona su puesto’. Todavía recogen este significado la Academia y María Moliner. Y los novillos de que se habla en el Estebanillo no son toros, sino, nuevos, novatos, bisoños si preferimos el término italiano. Tal vez, por analogía, la expresión entrase en el lenguaje estudiantil y el tornillo novillo pasase a designar al estudiante que descuidaba sus obligaciones y abandonaba las clases. Hacer como los (tornillos) novillos quedó finalmente en hacer novillos.

            Lo que pudiera sorprender, le digo a Zalabardo, es la cantidad de variantes que, con el tiempo, han surgido para señalar la ausencia a clase. La más extendida, sin duda, es hacer novillos, la que hemos comentado. Pero en mi pueblo, de él hablaba al comienzo y los nacidos allí que me lean podrán dar fe, siempre se dijo hacer la rabona. Supongo su origen en lo que recoge el Vocabulario andaluz, de Alcalá Venceslada, que dice que los cazadores llaman rabona a la liebre que se les escapa y rabonero a ‘quien hace la rabona, que falta a su trabajo’.

            Cuando llegué a Málaga, me encontré con que lo común aquí es hacer piarda, o pialba, según recoge Juan Cepas. Y siento decir que no he encontrado ni texto ni persona que me aclare el origen de piarda. Por fin, para ‘faltar a clase’, el español de ambos lados del Atlántico nos ofrece una numerosa serie que es casi imposible enumerar completa: en Madrid, hacer pellas; en Cataluña, hacer campanas; en Valencia, hacer fuchina; en Asturias, pirar clases; en Canarias, hacer huyona; en Euskadi, hacer pira. Muchas de estas expresiones son corrientes también en el español americano. Más propias de allí son: echarse la brincona, en México; hacerse la pera, en Ecuador; hacer la chancha, en Chile; irse de jobillos, en Puerto Rico…




domingo, mayo 08, 2022

EL MAL DE PRIMAVERA

 

Tras abandonar la cama y disfrutar contemplando cómo Venus se va apagando entre las primeras luces del día, leía esta mañana una entrevista con Javier Marías en la que nos confiesa que escribe sobre temas que le parecen «peligrosos, injustos o estúpidos». Comentamos Zalabardo y yo que aquí se puede aplicar lo de que cada maestrillo tiene su librillo, por lo que hay que desechar cualquier intento de hallar dos escritores que escriban igual. Sirva si queremos en el curioso caso del Pierre Menard nacido de la mente de Borges, que emprendió la tarea de escribir un Quijote que, aunque idéntico punto por punto y coma por coma al de Cervantes, paradójicamente, era un libro diferente.

            Zalabardo me dice: «Fíjate en ti mismo. Si dejas a un lado la excepción de la historia de ese barco holandés que naufragó en Marbella, se observa en tu producción un interés por la memoria, por el recuerdo, y por la persistencia del pasado en tu vida actual que te acerca a muchos otros autores, aunque te sientas diferente».

            Tiene razón mi amigo. La novela en la que me ocupo ahora es la historia de un escritor que, ya al final de su vida, vive por voluntad propia en una residencia y, observando desde su ventana cuanto ocurre en el exterior, reflexiona sobre la muerte ―que de niño le robó a su madre y después le ha ido robando a su esposa y a la mayoría de sus amistades―, sobre el tiempo y sobre la memoria que se resiste a perder los recuerdos. ¿Qué te distingue? Que aunque escribas novela, y por tanto ficción, por todas partes aparecen episodios que, aun vividos por seres imaginarios, se anclan en tu personal experiencia. Valga este ejemplo de un profesor y el mal de primavera:

«La primavera es ya en sí misma, siempre, un regalo. Aunque, y eso me ocurrió en una época ya lejana, a veces pueda sentar mal. O eso fue lo que me dijo un profesor al que pedí aclaración sobre la razón de un suspenso. Su respuesta, que comenzó de manera extensa y razonada, concluyó, no obstante, con un cierre desconcertante: “Pero…, amigo mío…, le ha sentado mal la primavera”. No hubo descortesía ni desdén en sus palabras; su trato fue educado y sus palabras no permitían interpretar intención burlesca ni tono hiriente. Sentado tras la mesa de su despacho, me dispensó una acogida amable y me dirigía una mirada amistosa. A pesar de todo ello, los errores o las omisiones en mi ejercicio siguen siendo, después de tantos años, un enigma y permanecen extraviados en un limbo del que no podrán ser rescatados, imprecisos velados por una niebla que aún no se ha disipado, como sí se disipó la de esta mañana.


El destino caprichoso y voluble ha querido, no obstante, que esta primavera que se ha presentado llamando con su magnificencia a mi ventana, con el azul del cielo y el aroma del azahar, y el feliz añadido ―que Manolo llamaría añadiúra― de esa presencia inesperada, me haya transfundido unas dosis de optimismo que necesitaba, porque hay días en que me levanto con el ánimo abatido, impedido por los grilletes de un desconcierto similar al del día ya remoto en que viví un instante que pudo no haber sucedido pero que sí sucedió, un episodio que tiene más de ridículo que de incomprensible y que, porque no lo puedo olvidar, forma parte de mis pesadillas recurrentes. Me lo dijo así, llamándome amigo, él, tan rígido en su porte y conducta. No era frecuente en aquellos tiempos que un profesor, en la solemnidad de su despacho, llamase amigo a un alumno. Todos en la universidad, alumnos y profesores, ponían exquisito cuidado en guardar las buenas formas. Los profesores eran don Tal o don Cual y los alumnos éramos señor Tal o señor Cual. Incluso aquel profesor de latín tan enemigo de protocolos y formalidades, que predicaba en clase una ideología ácrata, que no dudaba en unirse a nosotros para tomar unos vinos, o nos acompañaba al teatro en las localidades más baratas, que participaba en las tertulias estudiantiles, y al que el resto del claustro miraba un poco de soslayo por su excesiva cercanía a los alumnos, respetaba este código. No como aquí, donde hasta el más humilde empleado, nos tutea: “¿Cómo andas hoy de ánimo?”, me ha preguntado al entrar en la habitación, sin dejar de masticar chicle, una rubia de mórbidos mofletes sonrosados, peinado juvenil y mirada que le confieren un aspecto aniñado, casi de nínfula. No la conozco. Nunca antes la había visto. La otra, la morena menuda y vivaracha que hojeaba mis libros, no ha venido. Estará de vacaciones. “Tienes que alegrar esa cara, que se note que estamos en primavera”, ha añadido. Incluso el jardinero que me provee de botellas de anís me habla de tú: “Que quede claro; si un día te pillan, yo no tengo nada que ver en esto”.

La repentina aparición de Eladio y la llegada de la primavera me han hecho recordar aquel suceso tan lejano y temer que el alevoso destino trate de chafarme tan gozosas coincidencias. Aquel profesor me lo soltó así, de improviso: “Amigo mío, le ha sentado mal la primavera”. Desde entonces, cada año recuerdo tan estrambótica anécdota y me pongo en guardia y me digo: “oído al parche, que ya estamos en primavera”; lo hago por precaución, por si debo aplicarme el pertinente antihistamínico que combata esa alergia que pudiera amargarme la estación. A ella, a Cloe, la divertía y disfrutaba recordando cómo me molestaron sus risas cuando le conté la entrevista. Me dolieron más esas risas burlonas que el suspenso en sí. No tardó en darse cuenta de ello y aprovechaba la menor ocasión para zaherirme; me soltaba a la cara, aunque no hubiera motivo suficiente: “¿Qué te pasa, te ha sentado mal la primavera?”, sin importar que estuviésemos en verano o en invierno. Ahora caigo en que recuerdo este episodio porque hace unas noches soñé con él, con aquel profesor tan serio que me suspendió por causa de la primavera que se me atragantó. No fue un sueño normal, sino una pesadilla. Tengo más pesadillas que sueños. Solía repetírselo con insistencia y ella me afeaba esa tendencia que yo parecía no notar: “Hijo, qué repetido eres, qué manía la tuya de decir lo mismo”. Tal vez eso, las pesadillas, no que lo repita, explique las pocas horas que duermo, la creencia de que he dormido todo lo que me tocaba dormir a lo largo de mi vida. Una mañana pregunté a Eladio, el hombre de la plaza, si su sueño era plácido o sufría pesadillas. “No necesito dormir para tener pesadillas”, me contestó con una frialdad que me dejó perplejo, “mi pesadilla es seguir aún vivo”. Fue una respuesta instantánea, acelerada, pero sin apresuramiento, que casi ni tuvo que meditarla. ¿De qué materia se nutrirán las pesadillas, como las mías o como las de Eladio, que no tienen fin? Hamlet se preguntaba por los sueños que sobrevivirán al de la muerte una vez nos liberemos del inexplicable torbellino de la vida. ¿Me atormentarán mis pesadillas aun después de muerto?»