sábado, octubre 28, 2023

VENIMOS DE LA GUERRA


Afirma Alessandro Baricco, dramaturgo, novelista y periodista italiano, autor de una versión de la obra homérica que «no son unos años cualesquiera para hablar de la Ilíada. Son años de guerra». Y en el poema Fin y principio de la escritora polaca Wislawa Szymborska, premio Nobel 1996, leemos: «Después de cada guerra /alguien tiene que limpiar / No se van a ordenar solas las cosas. / Digo yo / […] También habrá quien a veces / encuentre entre hierbajos / argumentos mordidos por la herrumbre / y los lleve al montón de la basura».

            Le recuerdo a Zalabardo estos dos textos porque, en efecto, da un no sé qué ―qué bien explicó Feijoo, el fraile del XVIII, no el político de ahora, pues los políticos actuales enredan más que aclaran, el valor de esta expresión para lo que a veces no acertamos a decir― hablar en estos momentos ―demasiado largos y continuados― de la Ilíada, obra que, según define igualmente muy bien Baricco, «es esencialmente una historia de guerra y uno de sus propósitos es cantarla, glorificarla». Y el segundo texto, el de la escritora polaca, lo escojo porque en él aparecen unidas, no sé si la autora era consciente de ello dos palabras, guerra y basura, que tienen el mismo origen y se remontan a un significado común.

            En el Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, de Roberts y Pastor, encontramos que de la raíz wers-, ‘confundir, mezclar’, nos llega, a través del latín verrō, barrer y basura. Sin embargo, la misma raíz derivó en las lenguas germánicas primitivas a *werz-a, ‘desorden, discordia, pelea’, que los germanos que llegaron a la Península Ibérica sobre el siglo V nos transmitieron como guerra, desplazando al latín bellum, del que nos quedan solo unos cuantos cultismos.



            Hago partícipe a Zalabardo de que la guerra no debería ser una excusa para entretenerse en meras cuestiones filológicas. Como dice Baricco, son años de guerra. ¿Y cuándo, desgraciadamente, no lo son? Pero le digo a mi amigo que, si acudo a este novelista y periodista italiano, amante de la obra de Homero, es porque defiende que «la experiencia de la guerra ha sido la más alta, la más noble para muchas sociedades. Nosotros no nos reconocemos ya en esos valores, pero venimos de ahí, no de sociedades pacifistas. Venimos de sociedades que glorificaban la guerra. Eso nos ha de volver más realistas y despojarnos de falsas ilusiones». Ya se quejaba Hécuba en Las troyanas, de Eurípides: «hoy termina la guerra y empieza otra cosa que quizá sea peor». Esta frase apoya la desconfianza de que habla el italiano. Nos llamamos pacifistas, sí, pero con mucha facilidad olvidamos que venimos de la guerra, que somos herederos de una estructura social que se sustenta sobre la guerra. Una guerra que no acaba. Sirvan de muestra los medios de comunicación: aún no ha concluido una y ya hay otra que concita nuestro interés y nos hace olvidar la anterior.

            Si vivimos ―me pregunta Zalabardo― en un mundo que viene de la guerra, una guerra que no acaba, ¿tiene sentido que defendamos la lectura de la Ilíada? Tengo que responderle a mi amigo con palabras de Baricco: «La muerte en batalla es el punto más alto de la civilización homérica, pero la Ilíada contiene también una gran resistencia contra la guerra. Es como una gran contradicción en el seno de la obra. Numerosos personajes, especialmente las mujeres, expresan un deseo de paz. La Ilíada es un gran monumento a la guerra que encierra amor a la paz». Dice Andrómaca a Héctor en el canto VI: «Marido querido, tu valor será tu perdición; piensa en tu hijo pequeño, y en mí, desdichada, que muy pronto seré tu viuda, pues los griegos te atacarán todos a una y acabarán contigo». Y en el canto IX será Aquiles quien diga: «Valoro más la vida que todas las riquezas de Troya cuando estaba en paz antes de que llegaran los griegos, o que todos los tesoros que hay bajo el suelo de piedra del templo de Apolo en los acantilados de Pito. Los corderos y las vacas se pueden robar y, si se desea, se pueden comprar trípodes y caballos, pero la vida no se puede robar ni comprar cuando se pierde».



            Y aunque Hécuba, en Las troyanas, tras la caída de Troya, dijera que serán los vencedores quienes escriban la historia, Alessandro Baricco sostiene que «una de las cosas más sorprendentes de la Ilíada es la fuerza, yo diría, la compasión, con que son referidas las razones de los vencidos. Es una historia escrita por los vencedores y, a pesar de todo, en nuestra memoria permanecen también, cuando no sobre todo, las figuras humanas de los troyanos».

        Casandra había dicho: «Sensato es el hombre que huye de la guerra. Pero si esta ocurre, solamente queda no convertirse en un infame». Muchos siglos después, Baricco apostilla: «Hoy la paz es poco menos que una conveniencia política; no es, en modo alguno, un sistema de pensamiento». O sea, que Hécuba se equivoca: la guerra no ha terminado hoy y lo que empieza es peor de lo imaginado; y habrá muchas Andrómacas viudas y niños huérfanos, si no muertos. Porque fluye mucha infamia por este mundo nuestro y son demasiadas las víctimas inocentes. Es mucha la basura que nos deja la guerra, aunque ambas palabras tengan la misma cuna. 

sábado, octubre 21, 2023

¡VAYA TELA!


El jueves y el viernes pasados he estado con los amigos, con los compañeros que iniciamos juntos el bachillerato allá por 1956 (¡vaya tela!), compartiendo unas horas y recordando episodios de aquellos tiempos, y también más recientes, cosa que, mientras hemos permanecido juntos, nos ha hecho felices y permitido olvidar cualquier tipo de preocupación presente (¡tela marinera!). Y como suele decirse que la mejor tertulia es la que se celebra en torno a una mesa, si el vienes comimos, más informalmente, en el Bar Bistec, de la Plazuela de Santa Ana (¡tela!), el jueves tuvimos la comida oficial en la Plaza de San Lorenzo, en AZ-ZAIT (¡vaya tela del telón!), donde, dada la calidad de lo que nos pusieron y la atención prestada, a nadie se dolió lo más mínimo soltar la tela.

            Naturalmente, a esta reunión no pudo acompañarme Zalabardo, pero yo le doy cuenta de todo ―quizá de todo no, porque habría mucha tela que cortar―, aunque sí de lo principal; y no porque él me vaya a poner en tela de juicio, sino porque disfruta con mis cosas tal como yo disfruto con las suyas. Y ya de paso, aprovecho para hablarle un poco de tela y las expresiones en que aparece.

 


           Las telas de que hablo ―le explico a Zalabardo, aunque él de esto también sabe tela― tienen dos orígenes distintos y, lógicamente, significados diferentes. Existe en latín un vocablo telum, ‘dardo, lanza, arma arrojadiza’, de donde deriva la forma tela, casi absolutamente perdida en nuestra lengua salvo en la expresión poner en tela de juicio. El otro es el vocablo tela, ‘paño’, que es del que proceden las demás expresiones.

            Deberíamos comenzar por la primera, que quizá se explique en menos tiempo y suena algo más rara. Poner en tela de juicio, como muy bien explica José Luis García Remiro en Estar al loro, es poner en duda la certeza o el éxito de una cosa. Su origen hay que buscarlo en la Edad Media. La tela, ‘lanza’, pasó primero a designar la ‘valla que se colocaba en las lizas para que los caballos no se topasen’ y, posteriormente, el ‘lugar donde se dirimían los pleitos y apuestas’. Por eso, se pone en tela de juicio a alguien cuando se juzga que su comportamiento u opinión se pone en entredicho. De ahí también que se pueda entender como ‘examen, disputa o controversia’.

            La otra tela está más relacionada con el tejido y con la marinería. Por eso ―aunque esta afirmación no pueda no pasar de ser una suposición mía, le digo a mi amigo― las primeras de todas las interpretaciones deban de ser las de tener (o ser) tela marinera y tener tela que cortar. Tanto en un caso como en otro, se hace alusión a la complejidad o lo increíble que algo pueda parecer y, por tanto, a su naturaleza asombrosa. La tela marinera es la que se emplea para hacer las velas para los navíos, tarea que precisa gran cantidad de tejido y tiempo para su elaboración, que debe ser cuidadosa y, por lo mismo, difícil. Y, claro está, por el tipo y variedad de velas, es mucho lo que se tarda en cortar y coser las diferentes piezas. Ya tenemos, pues, que tener algo tela que cortar, es, al mismo tiempo, algo que requiere paciencia, porque es largo, porque exige destreza, porque es difícil y que asombra, porque no todos pueden dedicarse a ello.

 


           Pero no olvidemos, señalo a mi amigo, que, por lo que se pide a la velas, hay que usar un tejido de calidad y resistente. Esa calidad y el trabajo que requiere su elaboración supone un alto desembolso económico. Quien tiene velas, tiene tela, que vale un dinero. Ya surgió el nuevo significado, ‘dinero’. La persona que tiene tela es un adinerado y soltar la tela es pagar el precio de algo. Nos queda ya menos. En este proceso evolutivo, llega un momento en que tela también adquiere valor de adverbio con el sentido de ‘mucho’. Por eso se dice tener tela de (dinero, tiempo, trabajo, dificultades, miedo, etc.) y, con la compañía de vaya, en exclamación que manifiesta nuestro asombro admirativo o nuestra queja ante lo que nos parece excelente o ante lo que nos provoca fastidio. Si digo ¡Vaya trabajo!, me puedo referir tanto a la magnífica suerte que he tenido, a lo bien que me ha salido o a lo que me molesta por su dificultad.

            Concluyo. Si poner en tela de juicio es una expresión muy generalizada, todas las demás se circunscriben más al territorio andaluz. Y dada nuestra tendencia a la hipérbole, si queremos expresar de algo el alto valor que le concedemos, no decimos solo ¡vaya tela! ―que podría resultar ambiguo―, sino que decimos ¡vaya tela del telón! Y para rematar, le digo a Zalabardo que ¡vaya tela la lluvia que nos cayó el jueves! Pero falta hace; que nadie se queje.


sábado, octubre 14, 2023

CUESTIÓN DE FE

 


He paseado este viernes por el sendero que une Parauta y Cartajima, atraído, como otras muchas personas, por publicidad en torno al llamado Bosque Encantado. La sensación que traigo es agridulce, más agria que dulce. La belleza del Valle del Genal es innegable y, en cualquier estación, podemos gozar de un paisaje de ensueño. Dentro de pocos días, esa masa de castaños adquirirá el característico y maravilloso color que le ha valido el nombre de Bosque de Cobre.

            ¿Pero qué es el Bosque Encantado de Parauta? Sinceramente, le digo a Zalabardo, me ha parecido un pastiche, un intento de convertir la naturaleza en parque propio de la factoría Disney. Con el agravante de que siempre quedará la duda de hasta qué punto lo hecho allí ―tallar y pintar de chillones colorines unos cuantos árboles― no provocará daño en esos árboles. El Valle del Genal es un paraje lo suficientemente bello que no necesita artificios que agreden su más fiel esencia.


            De un sendero tranquilo, delicia de senderistas y paso obligado de quienes faenan sus parcelas de castañares, han hecho una feria. Incluso el Ayuntamiento ha adaptado el polideportivo como aparcamiento. ¿Por qué esa avalancha de visitantes? Está claro: por la publicidad, por cuanto se ha dicho acerca de las «maravillas» de un sendero cuyo encanto se ha sustituido por otro de guardarropía. No se acude para apreciar la belleza de los castaños; se va a ver muñequitos de colorines que jalonan el camino. Se diría que en cualquier ocasión y ambiente, así se lo digo a mi amigo, se cumple lo que decía Goebbels sobre que repetir una mentira con insistencia la convierte en verdad. Claro que le contraargumento con una frase de Isaac Bashevis Singer en Keyle la Pelirroja: «Que una mentira perdure en el tiempo no demuestra que sea verdad.

            ¿Cuál pudiera ser la razón―me pregunta Zalabardo― de que acuda tanta gente como dices? Le contesto que no estoy muy seguro, pero que, me temo, sea la fuerza persuasiva de las redes sociales. Facebook, WhatsApp, Tik-Tok, Twitter (ahora X) no paran de bombardearnos con mensajes que, reenviados tantas veces, acaban por calar en la gente. No culpo a las redes, culpo al uso inadecuado que hacemos de ellas. Rosa Montero habla de esas numerosas personas temerosas de que «el decorado de la vida se les desmorone». ¿Vivimos quizá en un decorado? Muchas veces pienso que sí y que no cejamos en el afán de buscar nuevos decorados por si perdemos este en que estamos. Y ese decorado, que puede ser una mentira repetida miles de veces, acabamos por sentirlo como verdad: «Si tantos lo dicen…» Esa es la frase que nos hace creer aun sin la evidencia de que sea cierto lo que se dice. O sea, que es cuestión de fe. Vivimos en un mundo en el que se valora la fe muy por encima del análisis.

 


           Hubo un tiempo en que se censuraba que los medios de comunicación empleasen el llamado condicional de rumor porque tal cosa significa presentar suposiciones o rumores como si fuesen noticias. Un mensaje como el oído hoy en televisión: En la contraofensiva israelí habrían muerto… no contiene certeza ninguna si no hay confirmación de lo que se dice. En la actualidad, son las redes la vía por la que discurren suposiciones, rumores e incluso desvergonzadas mentiras. Y los desprevenidos usuarios acaban creyendo tantas informaciones carentes de confirmación. Tantas, que la Comisión Europea para investigar la Ley de Servicios Digitales ha llamado la atención de las principales empresas del sector y les pide que corten el flujo masivo de informaciones sin contrastar que circulan a través de internet.

            Has mencionado la fe ―me dice Zalabardo―. ¿Pero qué es la fe? Y yo le contesté que ojalá lo supiera. De pequeño, me inculcaron que fe es «creer lo que no vemos». A falta de argumento más sólido, en el más aséptico de los diccionarios, valga el de Manuel Seco, leemos que la fe es la «creencia [en algo de lo que no se tienen pruebas o evidencia]». Y en Wikipedia, esa especie de chistera que nos permite extraer conejos como cualquier mago, se dice que la fe es la «seguridad o confianza en una persona, cosa, deidad, opinión o doctrina».

            ¿Y qué es tener seguridad o confianza en algo? Llegaríamos a la conclusión de que es crearse (y creerse) una ilusión de verdad. Recurro de nuevo a Rosa Montero que nos tilda a casi todos de picajosos porque exigimos que cuanto se nos pone por delante sea verdadero dando a la palabra verdad un sentido notarial. Al exigir ese cien por cien de verdad en todo, piensa ella que estamos excluyendo lo que sea novela, ficción, lo que no pasa de imaginado. O sea, que nos empeñamos en que lo que no pasa de ser decorado, que es artificio, sea verdad. Lo que yo he visto hoy no es un bosque, ni está encantado. Es un decorado, una ficción; y he acudido a ella, como han acudido cuantos por allí pasan, movido por la fe, por una confianza que me ha defraudado.

            Si acudo a mentes más serias y preclaras que la mía, encontraremos definiciones demoledoras de la fe. Bertrand Russell (1872-1970), filósofo, matemático y escritor, premio Nobel de Literatura, nos pide que nos fijemos en que cuando hablamos de la seguridad, o confianza o creencia en algo, nunca nos referimos a que dos más dos son cuatro o a que la Tierra es redonda. Según su tesis, la fe aparece cuando, ante la falta de evidencias, recurrimos a las emociones. Por eso mantiene que la fe es dañina, porque la evidencia, que debería ser idéntica para todos los seres, es sustituida en diferentes culturas por emociones no coincidentes.

 


           Y Peter Boghossian (1966), filósofo y pedagogo, profesor universitario, duda de casi todas las definiciones que en la actualidad se dan de la fe, porque en nuestros días se comprueba que quien dice «yo tengo fe en tal cosa» no está expresando su confianza o esperanza de que tal cosa sea verdadera, sino que lo que afirma es «yo que tal cosa es verdadera». Le digo a Zalabardo que, en mi opinión, lo que nos empuja a lanzar tal aserto es la influencia de los medios y las redes que nos asedian: «lo ha dicho la tele, o la radio, o lo he visto en internet; ¿cómo va a ser mentira?» Pero eso es lo que digo yo. Lo que Boghossian mantiene es que, dado que la fe siempre se sostiene en la «ausencia de evidencias que apoyen la creencia», la mejor definición que de ella se podría dar es que la fe es «fingir saber algo que no se sabe». 

            ¿Y cómo se descubren y desarman los argumentos de quienes mienten? Ahí está la madre del borrego. Si alguien quiere entretenerse en averiguarlo, podría comenzar estudiando la paradoja del mentiroso, cuyo primer planteamiento se atribuye a Epimónides, en el siglo VI a.C. ―«Todos los cretenses mienten» y él era cretense; ¿mentía o no?― Y desde entonces no se ha dejado de volver a ella. Pablo de Tarso la utilizó en su epístola a Tito. Y Cervantes la reprodujo en el Quijote, en el episodio del puente, la horca y la pregunta que se haría a quien quisiera pasar. Quizá por esta dificultad aún nos aferremos tanto a la fe.

sábado, octubre 07, 2023

HISTORIA DE PALABRAS. MARRANO


Si le decimos a alguien que es un zorro, un lince, un asno… lo alabamos o lo insultamos aplicándole cualidades que consideramos propias del animal que sirve de comparación (la astucia, la agudeza de visión, la torpeza…). Es posible que no exista demostración científica de que tales cualidades definan de manera cierta a esos animales, pero la conciencia colectiva ha asumido esa idea y la defiende. Tanto, que raro es el animal al que no concedemos una cualidad que no pueda ser aplicada a una persona (hiena, elefante, gallina, buitre, león…).

            Sin embargo, le digo a Zalabardo, extraña toparse con una palabra en la que se ha producido el viaje inverso, en que primero está la persona a la que asignamos un adjetivo o un sustantivo y luego el animal al que aplicamos ese adjetivo o ese sustantivo. Eso es lo que sucede con marrano, pese a que la controversia acerca de qué fue primero, la gallina o el huevo, el nombre de un animal o el que se aplicaba a una persona, no esté del todo resuelta.

            Le pido a mi amigo que coja un diccionario, cualquiera, y busque marrano. En todos encontraremos, como primera acepción, ‘cerdo’; y en las siguientes aparecerán ‘persona sucia y desaseada’, ‘persona grosera, sin modales’, etc. Aunque no siempre fue así. De hecho, esos mismos diccionarios recogen, ya al final, la siguiente acepción: ‘Dicho de un judío converso. Sospechoso de practicar ocultamente su antigua religión’.

            Sabemos que, durante un determinado periodo de nuestra historia, entre los siglos XV y XVI, hubo un movimiento de intolerancia grande hacia judíos y musulmanes no solo en España. Pero dice el historiador Joseph Pérez que «solo en España se llevó a cabo una intolerancia organizada, burocratizada, con un aparato administrativo». Judíos y musulmanes eran implacablemente perseguidos, se les privaba de sus bienes y se los obligaba a acatar la religión cristiana, bajo pena de expulsión e incluso de muerte. Para evitar los peores males, la expulsión o incluso la muerte, muchos rabinos judíos aconsejaron cristianizarse formalmente, aunque luego en privado y en conciencia se siguiera manteniendo la fe anterior. A estos falsos conversos es a quienes se llamó, con un matiz claramente peyorativo, marranos.



            Y aquí viene plantearse el porqué del nombre. Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana recoge las dos tesis en disputa. Por un lado, dice que muchos judíos conversos pedían «que no se les forzase a comer carne de cerdo porque les provocaba náusea y fastidio». Y cuando se descubría que uno de estos conversos no lo era de corazón, se los llamaba con el nombre que daban a aquel animal impuro que, según su religión, debían rechazar, el marrano.

            No obstante, a continuación, habla del verbo marrar, procedente de una raíz indoeuropea mers-, ‘perturbar’ y dice que significa ‘faltar’ y que de ella viene la palabra marrano, que se da al judío que faltaba a su juramento y no se convertía llana y simplemente. Esta es la razón, deduce Joseph Pérez, de que este nombre marrano pasara también a designar al animal considerado impuro que los judíos se negaban a comer.

            García de Cortázar señala en su Breve historia de España que «la renuncia a su fe no ahuyentaba del todo el peligro; los conversos seguían marginados por las leyes, rechazados por los pobres e incluso por los poderosos, que levantan barreras de autoprotección con el concepto de limpieza de sangre». O sea, que la medida no solucionó, sino que aumentó el problema. Ni siquiera, le digo a Zalabardo, una de las figuras más señeras de la Inquisición, fray Tomás de Torquemada, se libró de críticas, ya que era descendientes de conversos. Quizá esto explique que sean precisamente ellos, los conversos de conveniencia, no ya los judaizantes, los marranos primitivos, los que muestren siempre mayor nivel de fanatismo e intolerancia, siquiera sea como recurso para disimular su falsa conversión.

            En cualquier caso, le digo a mi amigo, las dos tesis continúan enfrentadas en la actualidad. Pero no es el caso de los judíos el que me interesa. El meollo de la cuestión lo veo en quienes, tras abjurar públicamente de una idea, en su interior no ha abandonado la idea que defendían anteriormente. Y si olvidamos los conflictos religiosos ―cualquier idea religiosa es respetable aunque no la compartamos―, podríamos recuperar la palabra marrano para este sentido, es decir, para el falso converso a una idea. Pensaba esto anoche cuando, en la presentación de un libro de Juan Carlos Usó, en El Tercer Piso, de Librería Proteo, el farmacólogo José Carlos Bouso pedía la recuperación de la palabra droga frente a alucinógeno, porque no considera correcto que ocultemos una palabra que nos resulta incómoda y la sustituyamos por otra sin tener en cuenta que un problema no desaparece con un simple cambio de palabra.

Así, le digo a Zalabardo, no estaría mal recuperar marrano para todos aquellos advenedizos a una idea, para quienes proclaman una conversión que resulta falsa según todas las evidencias. Serían, pues, marranos los políticos que piden austeridad y respeto a unas leyes al mismo tiempo que las vulneran y se suben el sueldo. Serían marranos los obispos que predican la pobreza o la castidad y viven en un palacio y justifican los abusos sexuales de los clérigos bajo su mando. Serían marranos los empresarios que exigen moderación salarial a la vez que critican a los gobiernos que les piden tributar por sus desmedidas ganancias. Serían marranos quienes dicen «yo no soy machista [o racista, o…], pero…». Quienes pretenden imponer un pensamiento único, un lenguaje único, un sentido de la libertad único… también entrarían en esta categoría de marranos. Es decir, cuantos presumen de una condición que desmienten con su conducta.