domingo, febrero 28, 2021

ELOGIO DE ZALABARDO

 


            Son varias las teorías que pretenden explicar el origen de la palabra familia. Una de ellas, no sé si es la más válida, aunque la encuentro bastante lógica, es la que sostiene que proviene de un término itálico sin relación con el indoeuropeo, famulus, que significa ‘servidor’, el cual a su vez se derivaría de famel, ‘hambre’. Entre los romanos, la familia la constituían no solo los parientes, sino también todos los sirvientes y esclavos de la casa. Por eso se podría entender como conjunto de personas que viven, que se alimentan a expensas del señor o amo, a quien se le concedía el título de pater familias.

            En cierto modo, la noción de familia coincide con la de otros términos usados en distintas culturas, tribu, clan o, incluso, rama (de ahí lo de árbol genealógico), por reunir a cuantos acaban por aunar sus orígenes en un tronco común. La palabra que designa a este tronco, sea familia o sea tribu, acabó convirtiéndose en lo que hoy conocemos como apellido, sin que ahora sea preciso entrar en las formas diferentes que este pueda ofrecer, según pueblos y culturas. El apellido, pues, indica la pertenencia a una familia.

            Ya en los Evangelios se destaca la importancia de que Cristo sea de la familia de David; para mayor abundancia, Mateo da cuenta de su genealogía remontándose hasta Abraham; y otro evangelista, Lucas, se atreve a llegar hasta el mismísimo Adán, a quien llama hijo de Dios. Hay apellidos que, por muy diferentes razones, atraen la atención de todo el mundo: Médici, Rothschild, Borgia, Shakespeare, Hitler, Mandela, Rockefeller, Thyssen, Cervantes… Algunos apellidos españoles se remontan a los albores de nuestra historia y nuestra lengua: Díaz, Muñoz, Álvarez… Otros apellidos destacan por agrupar a un número muy amplio de personas, como García, el más común en nuestro país.



            Zalabardo me interrumpe y me pide aclarar qué objetivo persigo al hablar de apellidos, familias y genealogías. Y le contesto que lo hago en su honor, que hoy solo me apetece hablar de él y de su apellido, Zalabardo, porque son muchas las ocasiones en que me han preguntado quién es Zalabardo y de dónde había extraído ese nombre. Por lo general, quienes me preguntan no saben que es un apellido y pocos conocen la existencia de una pequeña red sujeta a un arco metálico llamada salabardo. Según los momentos, he contado una historia u otra, con la intención de dejar la incógnita sin resolver.

            Lo que nunca imaginé, es que la misma pregunta me la harían personas portadoras de dicho apellido. Por respeto a su intimidad, doy de ellos los menos datos posibles. El primero en hacerlo fue J. Zalabardo, profesor en una universidad inglesa; y hace solo unos días, sería M. Zalabardo, del ramo de la banca, quien se dirigiera a mí. La curiosidad de ellos estriba, eso supongo, en que hablamos de un apellido relativamente raro, escaso. Según el Instituto Nacional de Estadística, entre los 47.329.981 españoles que integramos el censo de 2020, apenas hay unos 200 con el apellido Zalabardo; un amigo que entiende de números me hace un cálculo que soy incapaz de realizar yo y me contesta que los Zalabardo españoles forman el 0,00042 % de la población.

            M. Zalabardo, de Málaga, me cuenta una historia sumamente interesante: un antepasado suyo, militar, anduvo por tierras de México, donde casó con una mexicana. Volvería a España a comienzos del siglo XIX, concretamente a Málaga, atraído por la pujanza industrial de la ciudad en aquellos años, y podemos encasillarlo como integrante de lo que se llamó “oligarquía de la Alameda”. Le digo que, caso de haberlo sabido antes, puede tener la seguridad de que su pariente habría aparecido como personaje de mi novela La última travesía del Goede Hoop, publicada en junio pasado y ambientada en 1823. Su trama se desarrolla entre Marbella y Málaga y las familias extranjeras o del norte de España, el apellido Zalabardo procede de La Rioja, desempeñan en ella un papel relativamente destacado.

 


           Mi Zalabardo, no obstante, es un individuo ficticio que, con el tiempo, se me ha vuelto más real que muchísimos de los seres con los que me cruzo por la calle. Apareció en mi vida por casualidad. Se presentó como uno de esos personajes abundantes en el cine negro cuya silueta apenas alcanza a cobrar contornos definidos en mitad de una neblinosa noche. Pero este personaje, Zalabardo, enigmático y algo esperpéntico en sus orígenes, se fue elevando hacia una categoría superior y se fue ganando mi aprecio gracias a su talante: afable, risueño, tolerante, comprensivo, leal, solidario. Modesto en grado sumo, parece siempre querer excusarse por una inexistente falta de formación; pero lo cierto es que posee una notable inteligencia y una claridad de ideas que no necesita de esos títulos que algunos personajes públicos se inventan, tal vez porque les falta confianza en sí mismos y carecen de la preparación requerida para los cargos que desempeñan; al fin y al cabo, el título es un papel, mientras la mente despierta es un don. Y no le gusta pavonearse ni exhibirse en lugares concurridos, prefiere pasar inadvertido.

            Zalabardo es amigo y confidente; es guía y consejero; le gusta, como a mí, el tute subastado, la cerveza y el orujo; y es magnífico conversador. Si Antonio Machado decía converso con el hombre que siempre va conmigo, yo converso constantemente con Zalabardo. Él me da ánimos cuando los necesito y pone freno a cualquier ataque de esa vanidad que a tantos nos cuesta reprimir. Pero, aunque no sea esto lo más importante, le estoy agradecido porque él me cedió, sin ninguna clase de contraprestación, esta Agenda de la que, desde 2006, vengo ocupando páginas.

            Ignoro si podríamos vivir el uno sin el otro. En nuestra relación, ninguno de los dos es ni amo ni servidor. Tal vez no seamos ni siquiera parientes. Pero, eso sí, constituimos una familia; cortita, pero bien avenida.

sábado, febrero 20, 2021

LOS DOBLETES LÉXICOS

 


            Como cualquier buen aficionado, Zalabardo y yo hemos admirado esta semana la exhibición de calidad que ofrecieron esos portentos futbolísticos llamados Mbappé y Haaland. Aunque los resultados fuesen contrarios a nuestros deseos, el espectáculo es siempre merecedor de elogio. Como otras veces, mi amigo me preguntó por qué los narradores de fútbol hablan de recepcionar y no de recibir, de manopla y no de guante, de dupla y no de pareja. Y, como no podía ser menos, me preguntó también por doblete y por triplete. Le contesto que las tres primeras no me gustan, aunque las otras son preferibles a cualquier otro vocablo de extraña procedencia.

            Aprovecho ya para indicarle que también la lengua usa estos términos para referirse a conjuntos de dos o tres palabras (y a veces más) que tienen el mismo origen pese a que su camino de introducción sea diferente: sigilo/sello o clavícula/clavija/lavija. Y aunque sus significados sean dispares, le pido que observe que, analizadas con detenimiento, quedan claras las relaciones que hay entre ellas.

            Como lo veo interesado, paso a explicarle la razón del fenómeno. Lo primero que hay que tener en cuenta, y esto lo dijo hace ya muchos años el lingüista Charles Bally, es que hay una lengua transmitida y una lengua adquirida, aunque en el fondo sean la misma cosa. La primera, llamada también patrimonial o natural, es la que se utiliza en la vida cotidiana, la que funciona y evoluciona sin que los hablantes tengan conciencia de este funcionamiento y esta evolución. Es la que utilizamos la mayoría de las personas y que, de manera imperceptible, se va modificando a lo largo de los años y siglos. Nuestro español actual no es más que el latín (modificado) que hablaban los romanos hace muchísimos siglos. En cambio, la segunda, o artificial, es aquella en la que la reflexión y la voluntad desempeñan un papel principal. La primera nos llega de forma oral y sus palabras reciben el nombre de patrimoniales; la segunda, en cambio, nos llega a través de la escritura y está plagada de palabras que llamamos cultas o semicultas.

 


           Esto, más o menos, ya era así en la época romana. En el latín se distinguía una forma llamada vulgar y otra llamada culta; pero estos adjetivos no se referían de ninguna manera a una noción de clase o de calidad. El latín vulgar era el convencional, el utilizado de forma oral por toda clase de personas, sin distinción de profesión o estrato social; el culto, en cambio, era el empleado en la escritura. El primero, se entenderá, era más fluido y cambiante; el segundo, más rígido y reacio a cualquier cambio.

            Los comienzos de lo que llamamos lengua española suelen fijarse entre los siglos IX y X. Era ya una lengua bien diferenciada del latín clásico; algunos hablan de que se trataba de un latín arromanzado. Para la mayoría de la gente, analfabeta, esta era su lengua vehicular como algunos dicen hoy. Pero, también por aquellos años, la orden cluniacense llevó a cabo una amplia reforma entre cuyos objetivos figuraba recuperar la ortografía y fonética latinas de los primeros tiempos. Esa es la causa de que coexistan dos registros de habla: uno que permanece fiel a la transmisión oral y otro que retorna a lo que fue el latín culto o escrito.

            En la literatura se dieron también dos corrientes principales: la representada por los juglares, personas de menor formación que seguían usando para escribir el registro oral, y la que representaban los clérigos, personas de amplia formación, mejores conocedores del viejo latín. La consecuencia de esto, le explico a Zalabardo, es la aparición de los dobletes. Si para unos el delicatus latino pasó a ser delicado, para otros fue delgado. Ya tenemos ahí un primer ejemplo de doblete. Lo común es que el doblete esté formado por una palabra culta o semiculta, muy parecida a la latina, y por otra patrimonial, transformada por su oralidad. Son dobletes: litigar/lidiar, frígido/frío, aurícula/oreja, solitario/soltero, recitar/rezar, augurio/agüero, etc. En ocasiones, las dos palabras pueden ofrecer un significado idéntico (fosa/huesa, clave/llave, estricto/estrecho, coágulo/cuajo, etc.); pero otras veces las diferentes formas caminan hacia distinto significado, aunque siempre sea posible percibir el fondo común que las une (sigilo/sello, espátula/espalda, regla/reja, etc.)



            Le digo, por fin, a Zalabardo, que, en el proceso de formación de estos dobletes, es frecuente que intervengan metáforas, metonimias y fenómenos semejantes que conducen a resultados que podríamos considerar curiosos e incluso divertidos. Por ejemplo, ¿quién relacionaría hoy amígdala con almendra? Ambas proceden del latín amygdala, fruto del almendro. Por su parecido con la almendra, término patrimonial, la medicina llamó amígdala, palabra culta, a este órgano; ¿o quién sospecharía que cátedra, palabra culta, se corresponde con cadera, patrimonial, porque ambas derivan de cathedra, ‘asiento’?; fingere, ‘aparentar’, derivó a fingir, ‘simular’, pero también a heñir, ‘amasar el pan’, porque se esconden los puños entre la masa; o attonitus dio atónito y, a la vez, tonto, por el gesto que se pone. Y así podrían seguir explicándose muchos casos.

sábado, febrero 13, 2021

PALABRAS EXTRAVIADAS

 


            Recordamos a bastantes personas por un gesto, por el color de su pelo o por su carácter —le digo a Zalabardo—, pero yo recuerdo a algunas por las palabras que utilizaba. Por ejemplo, un compañero apreciado, palentino, sabio en muchas cuestiones, Juan Ángel de la Calle, solía adjetivar cuanto le gustaba como guapo, ya fuese un libro, una camisa, una forma de andar o una película. Y una compañera de estudios en Granada, Beatriz Nevot no decía nunca menos mal, sino buenos mal. Pienso en ella cuando oigo a Arguiñano insistir con almóndiga en lugar de albóndiga o cuando alguien se empeña en decir entre la espalda y la pared confundiendo espalda con espada, que es lo correcto.

            A lo que iba. Yo recuerdo el timbre de voz de mi madre, su manera de sonreír, la prudencia y el recato con que manifestaba sus enfados; pero, casi por encima de todo eso, la recuerdo cuando me llamaba bilorio, ‘persona inquiera’ o cuando se quejaba de que le dejábamos la casa hecha una almáciga, ‘desordenada’. La primera, cuyo origen nunca he conseguido saber, solo la vi una vez en el libro Palabrario, que recogía términos andaluces; el autor, David Hidalgo, afirmaba haberla recogido en Osuna, mi pueblo, de donde la consideraba endémica; lo curioso del caso es que mi madre era originaria de otro pueblo y, sin embargo, apenas si oí pronunciar esa palabra a alguien más.

            La segunda, almáciga, requiere una explicación diferente. La he recordado al leer un artículo de 2007 escrito por el académico Pedro Álvarez de Miranda: Palabras y acepciones fantasma en los diccionarios de la Academia. El concepto de palabra fantasma lo creó, según nos cuenta, un lexicógrafo británico, Walter Skeat para referirse al despiste o error causante de una creación léxica, un neologismo, que acaba naturalizándose cuando indebidamente se incluye en un diccionario. Su origen puede estar en una errata de imprenta, en un error de transmisión o en una lectura o interpretación inadecuadas. Será más grave si la encontramos en un diccionario que ejemplifica sus entradas con documentación textual. A hablar de palabra fantasma, debemos entender que también puede haber acepción fantasma.

            El Diccionario común, actual Diccionario de la Lengua Española, nos lo recuerda Álvarez de Miranda fue en sus inicios una descendencia del Diccionario de Autoridades, y mantuvo los ejemplos hasta 1780. La conclusión a la que quiere llegar en su artículo es la de que este diccionario, el DLE, está necesitado de una limpieza de las palabras fantasma que aún conserva, aunque ya muchas hayan sido expulsadas de donde no debieron estar. Y nos cuenta algunas historias que cómo llegaron dichas palabras al Diccionario académico.

            Por ejemplo, el inexistente término amarrazón entró en el Diccionario de Autoridades como ‘conjunto de las amarras de un barco’, apoyado en una cita sacada del tomo 1, capítulo 46, del Quijote. Si queremos comprobarlo, jamás encontraremos esa cita. Tendremos que ir al 29 de la segunda parte, pero lo que leemos es: cortar la amarra con que este barco está atado. ¿Cómo se produjo el error? El DA había tomado como referencia, una edición tardía en que ponía, equivocadamente, la amarraçon que este barco, que un tipógrafo de 1714 quiso corregir añadiendo la preposición que a su juicio faltaba, con lo que convirtió la frase en la amarrazón con que este barco. A estos se unieron otros errores. Como la cita aparecía en la página 146 de la segunda parte, alguien interpretó 146 como tomo 1, capítulo 46. En fin, que dicha palabra fantasma se mantuvo en el Diccionario hasta 1984.



            Los ejemplos se multiplican, pero quiero citar solamente dos más por ser el autor del desaguisado un ilustre paisano mío, don Francisco Rodríguez Marín, unos de los más prestigiosos cervantistas de todos los tiempos. Mi paisano escribió un artículo, Dos mil quinientas voces castizas y bien autorizadas que piden lugar en nuestro léxico, en el que reivindicaba la inclusión en el Diccionario de dichas palabras. Pero hasta el mejor escribano echa un borrón y Rodríguez Marín también colaboró, muy a su pesar, en la creación de palabras fantasma engañado por textos poco fiables. Así, defendió apaliar, que decía recoger de El Criticón, pero que en realidad no era más que una errata por paliar. Y del mismo modo defendió la presencia de almodonear, ‘revolver un asunto’, en El juez de los divorcios, de Cervantes, y que se consideró derivada de almodón, ‘tipo de harina’; la verdad es que el verbo que usó Cervantes fue almonedear, ‘gritar’, que tiene que ver con almoneda, por el modo de levantar la voz para vender algo. Las dos palabras inexistentes tuvieron su lugar en el Diccionario.

            Pero le digo a Zalabardo que se me ha ido un poco el santo al cielo, ya que yo hablaba de las palabras de mi madre. Retomo el hilo. Ya he dicho lo de bilorio. Pues leyendo el artículo de Álvarez de Miranda me entero de que almáciga como ‘cosa desordenada’ es consecuencia de una acepción fantasma. En El libro de Agricultura, de Gabriel Alonso Huertas se lee la expresión poner a almanta, ‘plantar las vides de manera desordenada’, y alguien equivocó la lectura e interpretó almáciga, ‘lugar donde se siembran vegetales que luego hay que trasplantar’. Almanta, por su parte, es la ‘porción de tierra entre dos surcos para dirigir la siembra’. La interpretación errónea de almáciga, le digo a Zalabardo, es la que llegó a mi madre y yo se la oía decir.



            Y quiero terminar con dos palabras que ya no son de mi madre. Una se la leí al malagueño Narciso Díaz de Escovar, en un artículo del siglo XIX, surriguista, palabra que no hallo en ningún lugar y que supongo derivada del latín surrigo, ‘levantarse’; y la otra palabra es gaitán. El famoso Caminito del Rey se encuentra en el Desfiladero del Chorro o, mejor, Desfiladero de los Gaitanes. ¿Por qué ese nombre? Gaitán, leí hace tiempo, es el nombre de un ave de la familia de los quebrantahuesos, que abundaba en la zona, junto a las águilas y los buitres, y hoy extinta. Al parecer, el último gaitán fue abatido por un cazador inglés hacia 1920 y, se dice, puede verse disecado en un museo londinense. Pues tampoco encontraremos gaitán en ningún diccionario. Por error, la gente del lugar sigue llamando gaitanes tanto a los buitres como a las águilas que sobrevuelan el desfiladero.

            Por eso le digo a Zalabardo que no solo hay palabras fantasma. Hay también lo que yo llamaría palabras extraviadas, que vagan por ahí sin que nadie las recoja. Extraviadas andan bilorio, almáciga (en el sentido que mi madre le daba), surriguista o gaitán. Y a saber cuántas más.

domingo, febrero 07, 2021

INFODEMIA E INFOXICACIÓN

 

 


           Con frecuencia, repetimos tanto un concepto, un argumento, una idea, que corremos riesgo de vaciarlos de contenido hasta dejarlos en algo inútil. ¿Se habrá dicho y repetido—le indico a Zalabardo— que no es lo mismo información que conocimiento? Si así fuera, nuestra sociedad sería la más sabia de todos los tiempos por la cantidad de información que manejamos. Pero, y suena a paradoja, muchos auguran que caminamos precisamente en el sentido contrario.

            Tenemos toda la información imaginable, y hasta es posible que más, al alcance de un simple clic. Y, sin embargo, estamos expuestos, inermes, ante cualquier ataque de desaprensivos que llenan las redes de una ingente cantidad de información que no todo el mundo es capaz de procesar y, por tanto, se convierte en camino fácil para bulos, verdades alternativas, mentiras o como queramos llamarlas.

            Aquí entra en escena, le digo a Zalabardo, el término infodemia. Que el Diccionario de la Academia —tan proclive en los últimos años a aceptar cualquier palabra que alguien proponga— no recoja este término importa poco; la realidad está ahí y hay que darle nombre: infodemia cumple todos los requisitos de los acrónimos españoles, aunque su origen sea inglés. Se crea sobre información y pandemia. ¿Y qué hay tras ese nombre?: sobreabundancia de información (a veces veraz y rigurosa, pero otras muchas veces falsa) que dificulta que las personas encuentren fuentes de información fiables en el momento que las necesitan.

 

       Aunque no falta quien asocia esta situación con la pandemia actual, la palabra es anterior y abarca un campo más amplio que el de la covid-19. Sí es cierto que en estos últimos días ha cobrado especial vigor y hasta la propia OMS ha pedido que tomemos precauciones contra la infodemia que ha surgido en torno a la enfermedad; es decir, contra los bulos, mentiras, y falsas informaciones acerca del problema que padecemos.

       La organización Medicus Mundi se pregunta si el desconocimiento que tenemos del comportamiento y posibles efectos de la enfermedad es suficiente como para generar tanta alarma social. Y, sin quitar importancia a la pandemia, avisa de que la cantidad y naturaleza de las noticias que aparecen una y otra vez en todos los medios de comunicación y redes sociales generan en la población una sensación de angustia, inseguridad y de alarma que no ayuda, ni individual ni colectivamente, a encontrar las soluciones más adecuadas. Y nos recuerda que un bulo causó la muerte de 27 personas en Irán por ingerir alcohol industrial —ya pudimos oír a Trump hablar de la lejía—; que la gente acopia alimentos u otros productos sin que nada sostenga la necesidad de esas medidas; que se adelantan noticias —no confirmadas— sobre el posible cierre de una ciudad, originando con ello una huida masiva de sus habitantes que agrava el problema; que en zonas con situación similar, las autoridades toman medidas diferentes sin dar justificación de ello, por lo que la población no llega a tener noción clara de qué es la pandemia…



         Todo lo anterior, explico a Zalabardo, exige que tengamos que hablar de otra palabra emparentada con la infodemia y de la que tampoco se hace cargo la RAE, infoxicación. Mi amigo pone cara rara y debo decirle que infoxicación no es más que “enfermar” de exceso de información. Tampoco de esto tiene culpa la covid-19. ¿Cómo puede alguien notar que está infoxicado? Hay un artículo muy interesante de Alfons Cornella que lo explica perfectamente: cuando se está expuesto a recibir más información de la que se es capaz de procesar, cuando no se puede profundizar en ella porque importa más la exhaustividad que la relevancia y se valora más la cantidad que la calidad, cuando nos puede el ansia de recibir mensajes para luego reenviarlos, estamos infoxicados.

            Mantiene Cornella, y yo creo lo que dice porque lo veo a diario en los medios y en las redes, que acumular demasiada información limita la capacidad de comprensión. Ese exceso de información nos arrastra a creer que somos expertos cuando lo cierto es que no pasamos de ser “comepalabras”, que ni siquiera digerimos bien lo que leemos. Una vez que caemos en el irresponsable acto de reenviar a todos nuestros contactos de las redes todo aquello que, a la vez, hemos recibido de otros, sin pararnos a analizar su contenido, no solo estamos infoxicados, sino que nos hemos convertido en peligrosos focos de contagio.


            Entonces —me pregunta Zalabardo— el “caso” del sueldo de Messi, ¿es ejemplo de infodemia o de infoxicación? Le contesto que, en mi opinión, es un claro ejemplo de ambas cosas: alguien, con un objetivo malicioso que calla, lo que muestra su deseo de infoxicar, lanza una información en la que, sin mentir, se ocultan bastantes verdades. A partir de ahí, de todo se encarga la infodemia. Quien lo lee, que no tiene por qué conocer el fondo de la cuestión, se escandaliza y un mensaje que no ha sido entendido en su fondo es reenviado millones de veces. Infoxicados de esa manera nosotros, tal vez sin quererlo, empezamos a contagiar a otros.

            Sobre este último caso, le pido a mi amigo que se lea el artículo de Jorge Valdano publicado el viernes y titulado ¿Cuánto vale Messi? Ahí va a encontrar la información que muchos otros ocultan por ignorancia o por malicia.