Recordamos a bastantes personas por un gesto, por el color de su pelo o por su carácter —le digo a Zalabardo—, pero yo recuerdo a algunas por las palabras que utilizaba. Por ejemplo, un compañero apreciado, palentino, sabio en muchas cuestiones, Juan Ángel de la Calle, solía adjetivar cuanto le gustaba como guapo, ya fuese un libro, una camisa, una forma de andar o una película. Y una compañera de estudios en Granada, Beatriz Nevot no decía nunca menos mal, sino buenos mal. Pienso en ella cuando oigo a Arguiñano insistir con almóndiga en lugar de albóndiga o cuando alguien se empeña en decir entre la espalda y la pared confundiendo espalda con espada, que es lo correcto.
A lo que iba. Yo recuerdo el timbre de voz de mi madre,
su manera de sonreír, la prudencia y el recato con que manifestaba sus enfados;
pero, casi por encima de todo eso, la recuerdo cuando me llamaba bilorio,
‘persona inquiera’ o cuando se quejaba de que le dejábamos la casa hecha una almáciga,
‘desordenada’. La primera, cuyo origen nunca he conseguido saber, solo la vi
una vez en el libro Palabrario, que recogía términos andaluces;
el autor, David Hidalgo, afirmaba haberla recogido en Osuna, mi pueblo,
de donde la consideraba endémica; lo curioso del caso es que mi madre era
originaria de otro pueblo y, sin embargo, apenas si oí pronunciar esa palabra a
alguien más.
La segunda, almáciga, requiere una
explicación diferente. La he recordado al leer un artículo de 2007 escrito por el
académico Pedro Álvarez de Miranda: Palabras y acepciones fantasma
en los diccionarios de la Academia. El concepto de palabra
fantasma lo creó, según nos cuenta, un lexicógrafo británico, Walter
Skeat para referirse al despiste o error causante de una creación léxica,
un neologismo, que acaba naturalizándose cuando indebidamente se incluye en un
diccionario. Su origen puede estar en una errata de imprenta, en un error de
transmisión o en una lectura o interpretación inadecuadas. Será más grave si la
encontramos en un diccionario que ejemplifica sus entradas con documentación
textual. A hablar de palabra fantasma, debemos entender que también
puede haber acepción fantasma.
El Diccionario común, actual Diccionario
de la Lengua Española, nos lo recuerda Álvarez de Miranda fue en
sus inicios una descendencia del Diccionario de Autoridades, y mantuvo
los ejemplos hasta 1780. La conclusión a la que quiere llegar en su artículo es
la de que este diccionario, el DLE, está necesitado de una
limpieza de las palabras fantasma que aún conserva, aunque ya
muchas hayan sido expulsadas de donde no debieron estar. Y nos cuenta algunas
historias que cómo llegaron dichas palabras al Diccionario
académico.
Por ejemplo, el inexistente término amarrazón
entró en el Diccionario de Autoridades como ‘conjunto de las
amarras de un barco’, apoyado en una cita sacada del tomo 1, capítulo 46, del Quijote.
Si queremos comprobarlo, jamás encontraremos esa cita. Tendremos que ir al 29
de la segunda parte, pero lo que leemos es: cortar la amarra con que este
barco está atado. ¿Cómo se produjo el error? El DA había
tomado como referencia, una edición tardía en que ponía, equivocadamente, la
amarraçon que este barco, que un tipógrafo de 1714 quiso corregir
añadiendo la preposición que a su juicio faltaba, con lo que convirtió la frase
en la amarrazón con que este barco. A estos se unieron otros
errores. Como la cita aparecía en la página 146 de la segunda parte, alguien interpretó
146 como tomo 1, capítulo 46. En fin, que dicha palabra fantasma
se mantuvo en el Diccionario hasta 1984.
Los ejemplos se multiplican, pero quiero citar solamente dos más por ser el autor del desaguisado un ilustre paisano mío, don Francisco Rodríguez Marín, unos de los más prestigiosos cervantistas de todos los tiempos. Mi paisano escribió un artículo, Dos mil quinientas voces castizas y bien autorizadas que piden lugar en nuestro léxico, en el que reivindicaba la inclusión en el Diccionario de dichas palabras. Pero hasta el mejor escribano echa un borrón y Rodríguez Marín también colaboró, muy a su pesar, en la creación de palabras fantasma engañado por textos poco fiables. Así, defendió apaliar, que decía recoger de El Criticón, pero que en realidad no era más que una errata por paliar. Y del mismo modo defendió la presencia de almodonear, ‘revolver un asunto’, en El juez de los divorcios, de Cervantes, y que se consideró derivada de almodón, ‘tipo de harina’; la verdad es que el verbo que usó Cervantes fue almonedear, ‘gritar’, que tiene que ver con almoneda, por el modo de levantar la voz para vender algo. Las dos palabras inexistentes tuvieron su lugar en el Diccionario.
Pero le digo a Zalabardo que se me ha ido un poco el
santo al cielo, ya que yo hablaba de las palabras de mi madre. Retomo el hilo.
Ya he dicho lo de bilorio. Pues leyendo el artículo de Álvarez
de Miranda me entero de que almáciga como ‘cosa desordenada’ es
consecuencia de una acepción fantasma. En El libro de
Agricultura, de Gabriel Alonso Huertas se lee la expresión poner
a almanta, ‘plantar las vides de manera desordenada’, y alguien
equivocó la lectura e interpretó almáciga, ‘lugar donde se
siembran vegetales que luego hay que trasplantar’. Almanta, por
su parte, es la ‘porción de tierra entre dos surcos para dirigir la siembra’. La
interpretación errónea de almáciga, le digo a Zalabardo, es la
que llegó a mi madre y yo se la oía decir.
Y quiero terminar con dos palabras que ya no son de mi madre. Una se la leí al malagueño Narciso Díaz de Escovar, en un artículo del siglo XIX, surriguista, palabra que no hallo en ningún lugar y que supongo derivada del latín surrigo, ‘levantarse’; y la otra palabra es gaitán. El famoso Caminito del Rey se encuentra en el Desfiladero del Chorro o, mejor, Desfiladero de los Gaitanes. ¿Por qué ese nombre? Gaitán, leí hace tiempo, es el nombre de un ave de la familia de los quebrantahuesos, que abundaba en la zona, junto a las águilas y los buitres, y hoy extinta. Al parecer, el último gaitán fue abatido por un cazador inglés hacia 1920 y, se dice, puede verse disecado en un museo londinense. Pues tampoco encontraremos gaitán en ningún diccionario. Por error, la gente del lugar sigue llamando gaitanes tanto a los buitres como a las águilas que sobrevuelan el desfiladero.
Por eso le digo a Zalabardo que no solo hay palabras
fantasma. Hay también lo que yo llamaría palabras extraviadas,
que vagan por ahí sin que nadie las recoja. Extraviadas andan bilorio,
almáciga (en el sentido que mi madre le daba), surriguista
o gaitán. Y a saber cuántas más.
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