Como cualquier buen aficionado, Zalabardo y yo hemos admirado esta semana la exhibición de calidad que ofrecieron esos portentos futbolísticos llamados Mbappé y Haaland. Aunque los resultados fuesen contrarios a nuestros deseos, el espectáculo es siempre merecedor de elogio. Como otras veces, mi amigo me preguntó por qué los narradores de fútbol hablan de recepcionar y no de recibir, de manopla y no de guante, de dupla y no de pareja. Y, como no podía ser menos, me preguntó también por doblete y por triplete. Le contesto que las tres primeras no me gustan, aunque las otras son preferibles a cualquier otro vocablo de extraña procedencia.
Aprovecho ya para indicarle que también la lengua usa
estos términos para referirse a conjuntos de dos o tres palabras (y a veces
más) que tienen el mismo origen pese a que su camino de introducción sea
diferente: sigilo/sello o clavícula/clavija/lavija.
Y aunque sus significados sean dispares, le pido que observe que, analizadas con
detenimiento, quedan claras las relaciones que hay entre ellas.
Como lo veo interesado, paso a explicarle la razón del
fenómeno. Lo primero que hay que tener en cuenta, y esto lo dijo hace ya muchos
años el lingüista Charles Bally, es que hay una lengua transmitida
y una lengua adquirida, aunque en el fondo sean la misma cosa. La
primera, llamada también patrimonial o natural, es
la que se utiliza en la vida cotidiana, la que funciona y evoluciona sin que
los hablantes tengan conciencia de este funcionamiento y esta evolución. Es la
que utilizamos la mayoría de las personas y que, de manera imperceptible, se va
modificando a lo largo de los años y siglos. Nuestro español actual no es más
que el latín (modificado) que hablaban los romanos hace muchísimos siglos. En
cambio, la segunda, o artificial, es aquella en la que la
reflexión y la voluntad desempeñan un papel principal. La primera nos llega de
forma oral y sus palabras reciben el nombre de patrimoniales; la
segunda, en cambio, nos llega a través de la escritura y está plagada de
palabras que llamamos cultas o semicultas.
Esto, más o menos, ya era así en la época romana. En el latín se distinguía una forma llamada vulgar y otra llamada culta; pero estos adjetivos no se referían de ninguna manera a una noción de clase o de calidad. El latín vulgar era el convencional, el utilizado de forma oral por toda clase de personas, sin distinción de profesión o estrato social; el culto, en cambio, era el empleado en la escritura. El primero, se entenderá, era más fluido y cambiante; el segundo, más rígido y reacio a cualquier cambio.
Los comienzos de lo que llamamos lengua española suelen
fijarse entre los siglos IX y X. Era ya una lengua bien diferenciada del latín clásico;
algunos hablan de que se trataba de un latín arromanzado. Para la
mayoría de la gente, analfabeta, esta era su lengua vehicular
como algunos dicen hoy. Pero, también por aquellos años, la orden cluniacense
llevó a cabo una amplia reforma entre cuyos objetivos figuraba recuperar la
ortografía y fonética latinas de los primeros tiempos. Esa es la causa de que
coexistan dos registros de habla: uno que permanece fiel a la transmisión oral
y otro que retorna a lo que fue el latín culto o escrito.
En la literatura se dieron también dos corrientes
principales: la representada por los juglares, personas de menor formación que
seguían usando para escribir el registro oral, y la que representaban los
clérigos, personas de amplia formación, mejores conocedores del viejo latín. La
consecuencia de esto, le explico a Zalabardo, es la aparición de los dobletes.
Si para unos el delicatus latino pasó a ser delicado,
para otros fue delgado. Ya tenemos ahí un primer ejemplo de doblete.
Lo común es que el doblete esté formado por una palabra culta
o semiculta, muy parecida a la latina, y por otra patrimonial,
transformada por su oralidad. Son dobletes: litigar/lidiar,
frígido/frío, aurícula/oreja,
solitario/soltero, recitar/rezar,
augurio/agüero, etc. En ocasiones, las dos palabras
pueden ofrecer un significado idéntico (fosa/huesa,
clave/llave, estricto/estrecho,
coágulo/cuajo, etc.); pero otras veces las
diferentes formas caminan hacia distinto significado, aunque siempre sea
posible percibir el fondo común que las une (sigilo/sello,
espátula/espalda, regla/reja,
etc.)
Le digo, por fin, a Zalabardo, que, en el proceso de formación de estos dobletes, es frecuente que intervengan metáforas, metonimias y fenómenos semejantes que conducen a resultados que podríamos considerar curiosos e incluso divertidos. Por ejemplo, ¿quién relacionaría hoy amígdala con almendra? Ambas proceden del latín amygdala, fruto del almendro. Por su parecido con la almendra, término patrimonial, la medicina llamó amígdala, palabra culta, a este órgano; ¿o quién sospecharía que cátedra, palabra culta, se corresponde con cadera, patrimonial, porque ambas derivan de cathedra, ‘asiento’?; fingere, ‘aparentar’, derivó a fingir, ‘simular’, pero también a heñir, ‘amasar el pan’, porque se esconden los puños entre la masa; o attonitus dio atónito y, a la vez, tonto, por el gesto que se pone. Y así podrían seguir explicándose muchos casos.
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