sábado, junio 26, 2021

QUITARSE LA MÁSCARA

 


Hoy puede ser un día raro para muchos. Comienza a regir la norma por la que el Consejo de Ministros nos permite, en ciertas circunstancias despojarnos de la mascarilla que nos ha venido martirizando, al menos a mí, desde hace más de un año. Y muchos, Zalabardo dice encontrarse entre ellos, lo hacen con recelo, pues igual que la pandemia se instaló entre nosotros sin que apenas nos diésemos cuenta hasta que, cuando fuimos conscientes, ya se había hecho tarde para tomar las medidas preventivas suficientes, puede que aún se encuentre agazapada entre nosotros —de hecho sigue mostrando su fea cara— y tarde en retirarse más de lo que sería deseable.

Hablamos Zalabardo y yo de la curiosa historia que nos ofrecen determinadas palabras. Por ejemplo, mascarilla, que en otras zonas de habla hispánica es nasobuco, barbijo, tapabocas y alguna más, no es sino una máscara pequeña que cubre solo una parte del rostro, entre la nariz y la barbilla. La curiosidad estriba, le digo a mi amigo, en cómo el tiempo ha hecho cruzarse dos palabras, máscara y persona, tan diferentes entre sí y que, sin embargo, acaban por designar la misma cosa.

Máscara que nos llega del italiano, aunque posiblemente pasando por el tamiz del catalán, se remonta hasta el árabe masharah, ‘lo que hace reír’ y también ‘payaso’. La máscara es, en efecto, un aditamento, una careta, con que nos cubrimos la cara con el objeto de no ser reconocidos, de disimular nuestro aspecto y ofrecer el de otro o para participar en determinados rituales.


Aquí es donde el término cruza su camino con persona, que nos viene del griego prósopon, palabra que designaba la careta con que los actores se cubrían el rostro no solo con el fin de reflejar mejor los distintos sentimientos, sino para que sirvieran como caja de resonancia y su voz llegase mejor a los espectadores. Aunque la expresión va desapareciendo, aún algunos llaman dramatis personae a los personajes que intervienen en el drama.

Le digo a Zalabardo que se fije en como las palabras, a poco que les demos libertad, comienzan a caminar a su antojo y van conformando modelos que, en definitiva, serán los que marquen el camino de nuestro pensamiento. Porque el caso es que prósopon pasó de designar la careta a designar al actor que se la ponía y, en un paso siguiente, a cualquier individuo, con lo que todos nos convertimos en personas, es decir, lo que mostramos de nosotros a los demás. Hubo entonces que adecuar una nueva palabra para el papel desarrollado por los actores, a los que se comenzó a llamar personajes, palabra que no tardaría en compartir este significado con el de ‘individuo importante’.

Y mientras persona adquirió ese sentido positivo y superior que ahora le damos, su primitivo significado vino a sumarse, pues casi eran lo mismo, a máscara, es decir, la careta, el antifaz. Hasta tal punto que no tardarían en nacer los verbos enmascarar y desenmascarar, ‘cubrir o descubrir algo’ y la expresión quitarse la careta, o la máscara, desprenderse de la falsedad y simulación que alguien representa y dejar a la vista lo que de verdad se es.


Quizá por eso, le digo a Zalabardo, y no tanto por razones higiénicas, tengamos ahora miedo a despojarnos de la mascarilla, o de la máscara, o de la careta, tras la que, por fuerza, nos hemos venido ocultando durante más de un año. Porque el miedo nace de que, aunque al quitarnos la mascarilla lo que dejamos al descubierto es la persona, olvidamos que, al fin y al cabo, esta no es sino otra careta, otra forma de ocultación, como muy bien nos enseñaron los griegos.

Y, como viene siendo habitual, Zalabardo y yo nos tomamos una vacaciones y dejamos esta Agenda en suspenso. Hasta la vuelta y felices vacaciones.

sábado, junio 19, 2021

ATRAPADOS EN LAS REDES

 

 


           Zalabardo es, en cierto modo, mi conciencia, pero no conciencia que condena, sino siempre abierta a la disculpa. Mi amigo mantiene con firmeza que nadie está libre de error y huye de los farisaicos defensores de una única línea de pensamiento. De ellos suele decir: “¡Qué sabrán de la cantidad de caminos que hay y de la dificultad para acertar con el conveniente en cada momento!”

            Jamás imaginé, cuando se la pedí, que esta Agenda durase tanto. Para mí, ha sido y sigue siendo un instrumento que me ha ayudado a exponer algunas cuestiones referidas al lenguaje y, si lo he considerado preciso, comentarios de temas ante los que he creído que no debía callar. Algunos han hallado interés en mis apuntes; otros, los han dejado correr como esa agua que no se bebe. Normal. Como instrumento, la Agenda no es mala en sí misma, porque ningún instrumento lo es. Su maldad, cuando la haya, habrá que achacarla al uso inadecuado que se le dé. Por eso no culpamos a un cuchillo de causar una herida; el culpable es quien lo blande con ánimo de dañar.

            Pero el peligro, que no el diablo, pues hasta el diablo es bueno, aunque lo pinten así, acecha en cualquier esquina. El día que se me ocurrió publicar No tendrías que haber vuelto, en la editorial me dijeron: “¿Tienes Facebook?” No, respondí. “¿Tienes Whatsapp?” No, volví a responder. “Pues ya te estás abriendo sendas cuentas, pues en este mundo no se es nadie si no se exhibe en el escaparate de las redes sociales”, me dijeron.

            Zalabardo, que es aún más torpe que yo en el manejo de las modernas tecnologías —nos cuesta manejarnos con el móvil, actualizar el portátil, acertar con el botón preciso de un smartv para ver cualquier cosa; él ni siquiera tiene móvil y si tiene televisor en color es porque ya no queda ninguno de aquellos en blanco y negro y con botones en lugar de mando a distancia— me lo advirtió: “¿Sabes en qué berenjenal te metes?”

            No lo escuché y tengo mi cuenta de Facebook y de Whatsapp. Con Twitter y demás redes posteriores ni siquiera lo he intentado. Confieso que he comprobado que esos instrumentos me ayudan. Accedo a la opinión de otros sobre diversas materias del mismo modo que puedo difundir la mía. En ocasiones, solvento una gestión en cuestión de segundos, envío una foto del lugar en que me encuentro como otros me la envían de donde están ellos. Puedo, en fin, ponerme en contacto con personas a las que había perdido la pista bastantes años atrás e incluso hacer nuevas amistades.

            Pero también, ay, he ido descubriendo cosas que no me gustan. Me causa desasosiego la facilidad con que se difunden bulos, infundios, ofensas injustificables, con qué descaro se pone en boca de otras personas lo que jamás han dicho. Por las redes las mentiras corren a velocidad de vértigo sin que nadie ponga coto a tanto desenfreno.



            Un día descubrí que existe algo llamado grupo de whatsapp. Y me sentí feliz porque gracias a uno de ellos conseguí contactar, tras más de cincuenta años, con quienes habían sido mis amigos de bachillerato. La alegría por sentirme de pronto junto a esas personas a las que no había olvidado ni dejado de querer, pero de las que no sabía nada fue inmensa. El grupo se puso en marcha y todo parecía el país de las maravillas.

            Por desgracia, a veces la felicidad es algo efímero. He visto que, no ya en el mío, en cualquier grupo de Whatsapp, se cometen los mismos errores que en Facebook. Lo que peor llevo son los reenviados, cuando no se revisa la veracidad de su contenido; y es un martirio recibir seis, siete, diez y más veces el mismo mensaje por otras tantas vías distintas. ¿Qué decir de los que portan el encabezamiento reenviado múltiples veces? Un ejemplo: estos días circula uno referido a la figura de Ángeles Alvariño. ¿Quedará alguien que no se haya enterado de quién es? Pero me pregunto, ¿alguien sabría algo de ella de no mediar una trágica noticia?; ¿alguien se ha preguntado por qué ella, y otras muchas mujeres, han tenido que alcanzar fuera el prestigio que en su país no consiguieron? Y me digo: ¿cometeré la torpeza de reenviarlo sabiendo que su destinatario lo habrá recibido ya tantas o más veces que yo? Decido dejar quieto el dedito y evitar a otros el suplicio que sufro yo sin desearlo.

            Mi conclusión sobre los grupos de Whatsapp es que jamás podrán sustituir a un verdadero grupo. Los grupos virtuales, además, tienden a olvidar la realidad. Analizo el mío. Quienes lo formamos, pasados sesenta años, no podemos pretender ser quienes fuimos en nuestra adolescencia. Porque la vida es cambio continuo y nadie se libra de él. En consecuencia, si voy a decir algo destinado a ese grupo, qué menos que ser consciente de esa indiscutible diversidad y no decir nada que pueda resultar molesto o herir alguna sensibilidad. Pero, por otra parte, el grupo carecerá de sentido si no se acepta la libertad y la espontaneidad. Con respeto, con actitud razonable, se puede hablar de todo. Y se puede criticar cuanto se considere criticable. Y ha de tener cabida el debate, que es camino para hallar un punto de encuentro. Lo que no es admisible es pensar que yo puedo lanzar un exabrupto y luego escandalizarme porque otro estornude.

 


           Zalabardo mira lo que escribo en esta noche del viernes, después de un delicioso día con parte de esos amigos (¿qué Whatsapp puede sustituir eso?). Ahora mismo, se da la coincidencia de que escucho al grupo Alameda que canta Despierta de tu silencio; amigo, coge el timón y pon rumbo a la esperanza… Y me pongo triste, porque veo que el grupo inicial va perdiendo la inocente alegría de los primeros tiempos. Y me he visto precisado a ir silenciando el contacto con algunos de esos amigos, pese a que los quiero con toda mi alma; pero prefiero el silencio antes que perder el lazo que me ha mantenido unido a ellos en los tiempos en que no había redes. No quiero que ninguna red se me convierta en una trampa fatal.

            Zalabardo me dice que me lo avisó y me recuerda unas palabras de Baroja: “Yo no creo que en nada haya sólo dos posiciones, decir sí o decir no. Me parece que la vida es bastante complicada para no tener más que soluciones simplistas”. Y le digo que no me gusta ningún grupo donde no se reconozca que entre sí y no cabe una inmensa cantidad de respuestas tan válidas las unas como las otras.

domingo, junio 13, 2021

LA INFLUENCIA DEL LENGUAJE TAURINO EN EL COMÚN

 

 


           Ayer mismo, mientras aguardábamos en una acera de Puerta de San Buenaventura a que Rosa Montero, sumada al movimiento de tantos escritores en favor de la librería Prometeo, nos firmara un ejemplar de La buena suerte, hablábamos Zalabardo y yo de las paradojas que uno encuentra. Mi amigo me recordaba que Pío Baroja mantenía que en ninguna cuestión se puede admitir que haya solo dos opciones, decir sí o decir no, porque bastante complicada es la vida como para que haya solo soluciones simplistas.

            Nuestras conversaciones son siempre distendidas y evitamos siempre caer en enfrentamientos insolubles. Sobre la situación de la librería Prometeo, mi amigo me decía que, para salir del atolladero en que se hallan, a sus gestores no les queda más remedio que atarse bien los machos y asomarse al balcón. Le pregunté si era consciente de que estaba empleando dos expresiones taurinas. Por supuesto que lo sabía.

            Tenemos una lengua plagada de expresiones nacidas en el mundo de la tauromaquia, que tampoco pasa por un momento boyante; no faltan quienes no solo le dan de lado, sino que abundan los que piden su completa abolición. A la cabeza, los partidarios de los movimientos animalistas. En este punto Zalabardo sacó la frase de Baroja, pues me decía no entender cómo colectivos que defienden para los animales derechos semejantes a los de los humanos, son tan reacios a reconocer esos derechos a los propios humanos; y me habla de quienes rechazan las migraciones, de la explotación laboral de niños, de los xenófobos, homófobos y cuantos “fobos” existen. Las paradojas que citaba más arriba.

            Aficionados amigos nuestros, José Manuel Ramírez o José María Pérez entre otros, saben bien que la tauromaquia ha pasado por periodos semejantes al actual, que su historia ha sido un continuo enfrentamiento entre detractores y defensores y momentos de auge se han visto seguidos de otros de prohibición. Pero, en el conflicto, tal vez debieran contemplarse aspectos que no se atienden, pues, lo decía Baroja, nada hay tan simple como para saldarlo con actitudes simplistas.

            Ni Zalabardo ni yo queremos entrar aquí en ese debate. Solo pretendemos dejar constancia de que el influjo de la tauromaquia ha sido tan grande en la sociedad española que nuestra lengua está plagada de expresiones taurinas que han pasado al lenguaje usual. Un estudio de Francisco Reus Boyd-Swan, de la Universidad de Alicante, así viene a demostrarlo. Se titula El léxico taurino en la vida cotidiana.

            Por ejemplo, con atarse bien los machos (machos son las cintas que ajustan la parte baja de la taleguilla o pantalón del traje de luces) aludimos al deseo de prepararse a conciencia para afrontar una difícil empresa de la que se quiere salir airoso. Se asoma al balcón el banderillero que se planta ante la cara del toro y se cuadra para colocar las banderillas del modo debido; en la vida diaria, asomarse al balcón es disponerse a ejecutar una tarea difícil aun conociendo el riesgo que comporta.

 


           Pero hay más. Asumir la responsabilidad de solucionar un asunto que no admite dilación, cuando otros temen actuar, es coger al toro por los cuernos. Y del que presume de su acción realizada una vez que ha desaparecido cualquier riesgo se dice que a toro pasado todo es fácil. Actuar sin ambages, sin prejuicio frente al qué puedan decir otros, tomando las medidas debidas, es actuar en corto y por derecho, porque esa es la forma de dar muerte al toro, citándolo de cerca y entrando con rectitud. Claro que si erramos en el intento hablaremos de pinchar en hueso. Quien se encuentra bajo de ánimoso o con pocas ganas de trabajar está de capa caída, pues el torero dispuesto a efectuar una buena faena sujeta su capote con firmeza y en alto. Por eso también, cuando deseamos prestar una ayuda echamos un capote al necesitado, igual que un torero trata de distraer al toro que acosa peligrosamente a otro diestro.

            Incluso cuando alguien presume de lo que se desconoce y mete baza en lo que no le concierne le diremos aquello de al torero en la plaza y al cómico en las tablas, con lo que damos a entender que a cada uno se lo conoce cuando interviene en su especialidad. Por el color del pelo y pinta de un toro, se los califica como azabaches, zaínos, mulatos, jaboneros, bragados, colorados, castaños… Es creencia generalizada que los toros castaños son bravos y peligrosos y, cuanto más oscuros, mayor su peligro. Por eso de cualquier situación complicada en la que son escasas las posibilidades de éxito se dice que pasa de castaño oscuro.

            Hay, no obstante, dos expresiones en las que ni Zalabardo ni yo lo tenemos claro ni acabamos de entender la interpretación que de ellas hace Francisco Reus. Por ejemplo, él recoge ir al hilo de y la explica diciendo que es cuando el toro persigue al diestro como si un hilo uniera a ambos hasta que lo obliga a refugiarse; pero, en su texto, la expresión que usa es hacer hilo. Si se consulta el DLE encontramos a hilo como ‘sin interrupción’ y ‘en línea paralela a algo’ y al hilo como ‘cortar algo siguiendo la dirección de sus hebras o venas y no de través’. Zalabardo cree que aquí hay cierta confusión y que lo que se usa en la tauromaquia es hacer hilo, queriendo indicar que el toro hiere al diestro, traspasando con sus pitones la ropa del toreador.

 


           Otra expresión para la que no encontramos explicación suficiente es la que afirma que no hay quinto malo. En casi todos los lugares consultados se lee que tiene su origen en la época en que aún no se hacía el preceptivo sorteo sobre en qué lugar se lidiarán los toros y a quiénes corresponderá su lidia. También se repite que era el ganadero, conocedor de su ganado, quien determinaba el orden y dejaba para el final el que consideraba mejor. Pudiera ser, ¿pero por qué llevar el buen toro al quinto lugar y no al sexto que cierra la corrida? Leo en otro lugar que Díaz-Cañavate, experto en tauromaquia aducía la razón de que todo era debido a que el famoso Guerrita exigía que se le otorgase para su segunda intervención el toro que consideraba mejor, hasta que apareció la figura de Mazzantini, que impuso el sorteo obligatorio. Parece lógico, pero la duda es si Guerrita actuaba siempre en segundo y quinto lugar.

            En fin, lo que aquí interesa es esa cantidad de expresiones que los toros nos han dejado, muchas de las cuales se nos quedan en el tintero: ser la hora de la verdad, haber hule, entrar al trapo, estar en capilla y muchas más.

sábado, junio 05, 2021

FAHRENHEIT 451 Y PROMETEO

 

 


           En el capítulo V del Quijote, la sobrina del caballero se culpa de no haber hecho antes que se “quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos de ellos que bien merecen ser abrasados, como si fuesen herejes”. Y nada más comenzar el capítulo siguiente, cuando el cura propone al barbero ver qué libros podrían ser librados de aquel expurgo, la sobrina replica que “mejor será arrojallos por la ventana al patio y hacer un rimero dellos y pegarles fuego”.

            En 1953, Ray Bradbury publicó Fahrenheit 451, una magnífica e inquietante novela en la que se nos habla de una sombría sociedad totalitaria cuyos rectores consideran que los libros son un producto peligroso, por lo que buscan imponer su dominio mediante un proceso de analfabetización de los ciudadanos. Al cuerpo de bomberos, tras haberse conseguido unos materiales de construcción resistentes al fuego, se les asigna una nueva función: la de quemar libros.

            Hace unas noches, veía con Zalabardo la versión cinematográfica que de esta novela realizó en 2018 la plataforma HBO. Nos pareció un bodrio, sin el perturbador magnetismo de la novela en que se inspira ni la calidad de la película que ya en 1966 rodó Truffaut. Contar con más y mejores medios no mejora necesariamente lo que ya bastantes años antes había atraído el interés de lectores y cinéfilos.

            Mi amigo y yo no pudimos evitar hablar del desgraciado incendio que la Librería Prometeo ha sufrido en los primeros días de mayo. El papel es material fácilmente combustible que no resiste más allá de los 232º C (451º F, de ahí el título de la novela de Bradbury). Los libros son muy frágiles ante el peligro de las llamas, de las que se han de proteger tanto o más como de a la inquina de los fanáticos intolerantes.

            Zalabardo trata de reconocer semejanzas entre las dos obras, la de Cervantes y la de Bradbury en el sentido de que dan reflejo de mentalidades que miran los libros como focos de malas influencias, razón por la que deben ser destruidos. Le menciono a mi amigo que hay otro libro, más reciente, que gira en torno a esa misma idea, El nombre de la rosa, de Eco. Y le pido que recuerde que, si bien hablamos de tres obras de ficción, la historia está llena de ejemplos reales en que los libros se queman por contener ideas no compartidas por sus destructores.



            Muchos son los episodios en que, con saña fanática, se ha pretendido suprimir unas ideas quemando los libros que las contienen. Casos inolvidables son los varios atentados que entre los siglos III y V sufrió la Biblioteca de Alejandría, alentados por el poder del emperador Constantino o por el fanatismo del patriarca Cirilo; el cardenal Cisneros hizo quemar la Biblioteca nazarí o, en Florencia, Girolamo Savonarola organizó su peculiar hoguera de las vanidades. Y no vale pensar que aquellos eran tiempos lejanos; el nombre de Bebelplatz quedó marcado para siempre porque allí, en mayo de 1933 los nazis instigados por Goebbels procedieron a la quema de casi 20.000 libros. En el último volumen de sus memorias, Baroja cuenta cómo los requetés entraron en el Círculo de Unión Republicana de Vera, en los inicios de nuestra guerra civil, y un oficial fue arrojando desde el balcón libros a los que, tras ser apilados en la calle, les prendieron fuego; “entre aquellos libros —cuenta Baroja— había algunos míos que yo había regalado al pequeño casino”. Tampoco quedará relegada al olvido la ira insana del Estado Islámico que arrasó las bibliotecas en Irak, donde solo en la Biblioteca de Mosul de perdieron más de 8.000 volúmenes de gran valor.

            La mitología nos cuenta cómo Prometeo, benefactor de la Humanidad, enseñó el fuego a los hombres para ayudarlos a progresar, no para que lo utilizasen como elemento destructor; ese acto de solidaridad le acarreó duros enfrentamiento con Zeus. No hicieron mal quienes, con Paco Puche a la cabeza, dieron su nombre a una modesta librería que comenzó a respirar en un pequeño local de la calle Juan de Padilla, de Málaga; tampoco erraron quienes más tarde llamaron Proteo a la ampliación del primer proyecto. Una librería es un foco que irradia cultura y su pérdida será siempre una desgracia.


            Llegué a Málaga, le cuento a Zalabardo, en 1970 y hacía muy poco que había abierto la Librería Prometeo. La conocí por un amigo, José Luis Sarria, profesor de Matemáticas que impartía clases en el mismo centro que yo. Desde entonces, mi relación con Prometeo —me cuesta trabajo acostumbrarme a Proteo-Prometeo— no ha cesado. Ha sido mucho lo que esta librería, desde los tiempos de Paco Puche hasta los de Jesús Otaola que la dirige ahora, ha hecho por la cultura de Málaga. Prometeo también figura en la lista de las librerías españolas que, en los primeros años de la Transición, sufrieron algún conato de incendio provocado. Nos lo cuenta en su libro Pepe Guerrero. Que este incendio de ahora haya sido accidental no deja de conmover nuestras entrañas. Un solo libro que se queme supone una catástrofe de incalculables consecuencias. Una librería que desaparezca será un paso de retroceso hacia la ignorancia.

            Por todo ello le hablo a Zalabardo del amor y respeto que hay que sentir por los libros y por las librerías; y por eso le manifiesto mi deseo de que, del mismo modo que las llamas no han conseguido en ningún momento suprimir los libros, Prometeo, Proteo-Prometeo, renazca como el ave Fénix de sus cenizas y siga dándonos lo que desde hace más de 50 años nos viene dando.