sábado, junio 05, 2021

FAHRENHEIT 451 Y PROMETEO

 

 


           En el capítulo V del Quijote, la sobrina del caballero se culpa de no haber hecho antes que se “quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos de ellos que bien merecen ser abrasados, como si fuesen herejes”. Y nada más comenzar el capítulo siguiente, cuando el cura propone al barbero ver qué libros podrían ser librados de aquel expurgo, la sobrina replica que “mejor será arrojallos por la ventana al patio y hacer un rimero dellos y pegarles fuego”.

            En 1953, Ray Bradbury publicó Fahrenheit 451, una magnífica e inquietante novela en la que se nos habla de una sombría sociedad totalitaria cuyos rectores consideran que los libros son un producto peligroso, por lo que buscan imponer su dominio mediante un proceso de analfabetización de los ciudadanos. Al cuerpo de bomberos, tras haberse conseguido unos materiales de construcción resistentes al fuego, se les asigna una nueva función: la de quemar libros.

            Hace unas noches, veía con Zalabardo la versión cinematográfica que de esta novela realizó en 2018 la plataforma HBO. Nos pareció un bodrio, sin el perturbador magnetismo de la novela en que se inspira ni la calidad de la película que ya en 1966 rodó Truffaut. Contar con más y mejores medios no mejora necesariamente lo que ya bastantes años antes había atraído el interés de lectores y cinéfilos.

            Mi amigo y yo no pudimos evitar hablar del desgraciado incendio que la Librería Prometeo ha sufrido en los primeros días de mayo. El papel es material fácilmente combustible que no resiste más allá de los 232º C (451º F, de ahí el título de la novela de Bradbury). Los libros son muy frágiles ante el peligro de las llamas, de las que se han de proteger tanto o más como de a la inquina de los fanáticos intolerantes.

            Zalabardo trata de reconocer semejanzas entre las dos obras, la de Cervantes y la de Bradbury en el sentido de que dan reflejo de mentalidades que miran los libros como focos de malas influencias, razón por la que deben ser destruidos. Le menciono a mi amigo que hay otro libro, más reciente, que gira en torno a esa misma idea, El nombre de la rosa, de Eco. Y le pido que recuerde que, si bien hablamos de tres obras de ficción, la historia está llena de ejemplos reales en que los libros se queman por contener ideas no compartidas por sus destructores.



            Muchos son los episodios en que, con saña fanática, se ha pretendido suprimir unas ideas quemando los libros que las contienen. Casos inolvidables son los varios atentados que entre los siglos III y V sufrió la Biblioteca de Alejandría, alentados por el poder del emperador Constantino o por el fanatismo del patriarca Cirilo; el cardenal Cisneros hizo quemar la Biblioteca nazarí o, en Florencia, Girolamo Savonarola organizó su peculiar hoguera de las vanidades. Y no vale pensar que aquellos eran tiempos lejanos; el nombre de Bebelplatz quedó marcado para siempre porque allí, en mayo de 1933 los nazis instigados por Goebbels procedieron a la quema de casi 20.000 libros. En el último volumen de sus memorias, Baroja cuenta cómo los requetés entraron en el Círculo de Unión Republicana de Vera, en los inicios de nuestra guerra civil, y un oficial fue arrojando desde el balcón libros a los que, tras ser apilados en la calle, les prendieron fuego; “entre aquellos libros —cuenta Baroja— había algunos míos que yo había regalado al pequeño casino”. Tampoco quedará relegada al olvido la ira insana del Estado Islámico que arrasó las bibliotecas en Irak, donde solo en la Biblioteca de Mosul de perdieron más de 8.000 volúmenes de gran valor.

            La mitología nos cuenta cómo Prometeo, benefactor de la Humanidad, enseñó el fuego a los hombres para ayudarlos a progresar, no para que lo utilizasen como elemento destructor; ese acto de solidaridad le acarreó duros enfrentamiento con Zeus. No hicieron mal quienes, con Paco Puche a la cabeza, dieron su nombre a una modesta librería que comenzó a respirar en un pequeño local de la calle Juan de Padilla, de Málaga; tampoco erraron quienes más tarde llamaron Proteo a la ampliación del primer proyecto. Una librería es un foco que irradia cultura y su pérdida será siempre una desgracia.


            Llegué a Málaga, le cuento a Zalabardo, en 1970 y hacía muy poco que había abierto la Librería Prometeo. La conocí por un amigo, José Luis Sarria, profesor de Matemáticas que impartía clases en el mismo centro que yo. Desde entonces, mi relación con Prometeo —me cuesta trabajo acostumbrarme a Proteo-Prometeo— no ha cesado. Ha sido mucho lo que esta librería, desde los tiempos de Paco Puche hasta los de Jesús Otaola que la dirige ahora, ha hecho por la cultura de Málaga. Prometeo también figura en la lista de las librerías españolas que, en los primeros años de la Transición, sufrieron algún conato de incendio provocado. Nos lo cuenta en su libro Pepe Guerrero. Que este incendio de ahora haya sido accidental no deja de conmover nuestras entrañas. Un solo libro que se queme supone una catástrofe de incalculables consecuencias. Una librería que desaparezca será un paso de retroceso hacia la ignorancia.

            Por todo ello le hablo a Zalabardo del amor y respeto que hay que sentir por los libros y por las librerías; y por eso le manifiesto mi deseo de que, del mismo modo que las llamas no han conseguido en ningún momento suprimir los libros, Prometeo, Proteo-Prometeo, renazca como el ave Fénix de sus cenizas y siga dándonos lo que desde hace más de 50 años nos viene dando.

No hay comentarios: