lunes, diciembre 20, 2021

EL ORIGEN PAGANO DE LAS FIESTAS

 


Nadie es tan despistado que ignore, creo, que estamos entrando en la vorágine de las fiestas navideñas. Nochebuena, Navidad, Fin de Años, Reyes… Esperemos salir, según están las cosas, ilesos de tanto trapicheo. La covid es traicionera y aguarda tras la puerta. Lo que quizá no sea tan conocido, es que el origen de todas estas fiestas, a las que se asigna un importante sentido religioso, tienen, y no es un descubrimiento mío, un origen totalmente pagano. Del mismo modo que, así se lo digo a Zalabardo, deben ser bastantes las personas que no sepan qué quiere decir pagano, palabra a la que, en un tiempo, se le asignó un matiz peyorativo.

            La palabra pagano, si nos remontamos a su más remoto origen, proviene de la raíz sánscrita pak-, que significa, ‘fijar, atar, asegurar’; en definitiva, lo que nos une a algo o nos asegura. De ella, en latín, surgieron varias, entre las que destacamos dos. Por un lado, pax, nuestra paz, que significa, ‘vínculo, acuerdo’. Pero hay otra, pagus, que designa ‘la aldea, el poblado, el burgo’ y que nada tiene que ver con pacare, de donde sale pagar, ‘satisfacer lo que se debe’. De ahí que, en español actual, haya un pago, ‘satisfacer lo debido’, y un pago, ‘distrito agrícola, pueblo, aldea’.

            La vida en la aldea siempre ha estado más ligada a las faenas agrícolas, pues de ahí proviene su sustento. que es de lo que se vivía: la siembra, la vendimia, las cosechas… Y los aldeanos, como toda la humanidad en todas las épocas, llevados por un espíritu religioso, entendiendo por tal la creencia de que todo lo bueno y lo malo depende en última instancia de factores sobrenaturales que no comprenden, se aferran a unos ritos con la esperanza de que el sol y la luz les traigan buenas cosechas o los libren de enfermedades y de que no haya lluvias a destiempo que destrocen las cosechas. Esos ritos no excluyen la celebración de fiestas con las que honrar a esos seres que pueden mostrarse benévolos o malignos. Fiestas que coinciden con el final del invierno y el inicio del ciclo agrícola, con la primavera, con el verano y la recolección, el otoño y la vendimia. Con ellas, se agradecía lo recibido y se rogaba por lo esperado.

            Una de esas fiestas es la Navidad, que, en la actualidad, tiene dos modos de ser interpretada, como una de las máximas fiestas religiosas y como una fiesta mundana, equiparable a cualquier otra. Zalabardo y yo, que intentamos siempre ser tolerantes, respetamos cualquier interpretación y a sus defensores. Y por ello, rechazamos tanto la actitud de quienes en nombre de la religión desearían despojarla de su cara mundana como la de quienes, por el contrario, con el argumento del laicismo, piden su supresión. Modestamente, creo que se equivocan unos y otros.


            Si acudimos a la historia de las culturas, lo que es innegable es que la Navidad, como la mayoría de las fiestas, tiene más de pagano que de religioso y aquí retomamos lo que se decía al principio. En época del Imperio Romano se celebraban las Saturnalias, fiestas del solsticio de invierno, momento en que los días se alargaban; y el 25 de diciembre se honraba el nacimiento de Saturno, del sol y del fuego, que anunciaban el inicio del nuevo ciclo agrícola. En la cultura iraní, ese mismo 25 de diciembre era el día del nacimiento de Mitra, que traía la armonía y la luz que conduciría a los hombres hacia la verdad. Eran fiestas en las que se intercambiaban regalos que, sobre todo, se repartían entre los niños y los pobres.

            Los primeros cristianos se oponían a estas fiestas, que veían muy alejadas de la doctrina que ellos practicaban. Entre otras cosas, porque en el judaísmo del que procedían se celebraba más la muerte y Saturno y Mitra honraban un nacimiento. Pero el cristianismo, como todas las religiones, tiende al sincretismo, a mezclar ideas y ritos y a adoptar los de otras creencias para ganar adeptos. Así, cuando el emperador Constantino declaró el cristianismo como religión oficial y la única permitida, se encontró con que los pueblerinos, los aldeanos, veían con malos ojos la supresión de sus fiestas. Hay que pensar que el cristianismo se difundió más por las grandes urbes que por los campos. Esa es la razón de que, peyorativamente, los cristianos llamaran paganos, ‘campesinos ignorantes’, a quienes no seguían su doctrina. Y poco después, se llamó pagano a cualquiera que no abrazara el cristianismo. Aun así, el paso dado por Constantino requería dar un paso más. Y hacia el año 350, el papa Julio I dictaminó que el nacimiento de Jesús se produjo el 25 de diciembre. Con ello, unas fiestas paganas difíciles de erradicar se convirtieron, mediante decreto, en fiestas religiosas.


            La cuestión de la fecha no es algo baladí. Hay muchos estudios, incluso dentro del propio cristianismo, que defienden que el nacimiento de Cristo debió producirse entre finales de septiembre o comienzos de octubre. Un solo ejemplo, extraído del Evangelio de San Lucas. En el capítulo 2 se dice que había por allí unos pastores velando y cuidando de sus ganados. Los judíos, le digo a Zalabardo, eran más ganaderos que agricultores, solían tener sus reses en campo abierto hasta que el otoño anunciaba su final; entonces, los recogían para protegerlos de las inclemencias. Es, pues, difícil de creer que a finales de diciembre hubiese pastores en el campo con ganado suelto. También hay quienes sostienen que cuando en San Mateo, capítulo 15, Cristo dice: «en vano me honran enseñando doctrinas y mandamientos de hombres», se refiere precisamente a aquellas festividades en que se hacían patentes unas creencias que no eran las que él traía. Eso, dicen algunos, predispuso a los primitivos cristianos contra unas fiestas que acabarían en lo que hoy conocemos como Navidad.

            Le digo a Zalabardo que lo importante es respetar lo que crea cada uno y dejar que cada individuo celebre estas fiestas de acuerdo con sus creencias. Si es preciso, le digo, tendríamos que sentirnos todos paganos y no dejar que nadie nos imponga una línea de pensamiento. El espíritu religioso no es uniforme, siempre ha existido y, en el fondo, se puede observar que, en las historias de Mitra, de Saturno, de Nimrod, de Cristo, de Semíramis, de la Virgen María… confluyen elementos muy semejantes y sus orígenes vienen sostenidos por la gente sencilla, los paganos. Más tarde, se crearán las instituciones, que son las que lo quieren mangonear todo a su capricho.

sábado, diciembre 11, 2021

HOMO LOQUENS

 


Ni Zalabardo ni yo tenemos conocimientos de antropología que nos permitan meter baza en el asunto de la clasificación taxonómica de los seres humanos. Tampoco los tenemos de otros muchos temas. Por eso no nos veo como tertulianos en uno de esos programas televisivos en el que unos colaboradores habituales hablan con desparpajo de todo como si alguien pudiera conocerlo todo. O sea, que nuestra sapiencia antropológica va poco más a allá de distinguir que homo habilis es el capaz de utilizar instrumentos, homo faber, el que ya se fabrica los que necesita y emplea y homo sapiens, el conocedor, el que sabe, el grupo al que, dicen, pertenecemos.

            Sin embargo, aunque quede fuera de todo lo que admita la ciencia, antigua o moderna, cuando conversamos nos gusta decir que el punto más alto de la escala humana corresponde a lo que llamamos homo loquens, el que habla, el que dispone de una desarrollada facultad de lenguaje que lo capacita para comunicarse con su entorno con algo más que gestos y gruñidos. No se nos oculta ni a Zalabardo ni a mí que eso ya se le presupone al sapiens; pero, solemos decir, ahí está el quid, que se le presupone, como cuando hacíamos la mili se nos presuponía el valor. Y, con ese argumento, seguimos defendiendo a este homo loquens que nos hemos inventado.


            Hablar, emitir palabras con las que comunicarnos con nuestro entorno. Qué fácil y qué complicado. Deberíamos sentirnos orgullos. El habla nos identifica con tanta precisión como las huellas digitales. No en vano un refrán afirma que Cada uno habla como quien es, razón por la que se recrimina a los descuidados al hablar o lo hacen irreflexivamente. Pensando en estos surgieron expresiones como Hablar a tontas y a locas o Hablar por hablar. El mayor reproche quizá lo merezcan aquellos por quienes se dijo Hablar por boca de ganso; esos no son ya simples descuidados; son, a la par que ignorantes, presuntuosos que sin saber de qué hablan se limitan a repetir lo que otros con mayor formación dijeron. Explicar los motivos por los que a un pedagogo, a un maestro se lo llamaba antiguamente ganso daría pie a otro apunte de esta Agenda.

            Departir, conversar, dialogar, charlar; bellas palabras para referirnos al acto en que dos o más personas hablan de los más variados temas sin presumir de ser expertos, dejando que los asuntos vayan surgiendo por sí mismos, sin obedecer a programa prestablecido y, cosa importante, respetando los turnos de palabra, porque no hay que monopolizar ni la palabra ni el conocimiento. Se conversa mientras se toman unas cervezas o unos vinos, mientras se disfruta de una comida, mientras se refresca uno en las tardes veraniegas o se busca calor del sol invernal, mientras se pasea, mientras, con absoluta despreocupación, se deja pasar el tiempo. El teléfono y las redes sociales, que nadie lo dude, son modos sucedáneos de conversar que jamás proporcionarán el gozo del amistoso cara a cara.


           Hay otros modos de hablar que persiguen un fin más serio, que no más alto, porque la vida hay que tomársela en serio y no está exenta de problemas. Por eso, al parlamentar, los interlocutores exponen sus puntos de vista con el objetivo de alcanzar una idea común que derive en un acuerdo. Si debatimos, contrastamos opiniones diferentes valiéndonos de argumentos que las defiendan y puedan demostrar cuál es preferible. En un discurso, en una disertación o en una conferencia, alguien, este sí tiene que ser experto, expone sus conocimientos a un auditorio para difundirlos y compartirlos. Pero si el ponente hace una disertación débil o carente de interés, se dirá peyorativamente que discursea. Y cuando en un parlamento o debate se olvida que el fin es llegar a puntos de encuentro y no hay otro interés que la defensa de la opinión propia con absoluto desprecio de las del contrario habrá discusión, pero no otra cosa. De esto, por desgracia, tenemos bastantes muestras en nuestro país.

            Pero Zalabardo me preguntaba por las tertulias. En principio, tengo que decirle que la tertulia es el lugar idóneo para conversar, dialogar, hablar de mil cosas diversas aun sin deseo de llegar a ningún lado, porque manda el objetivo de disfrutar del puro placer de hablar. Las tertulias tienen una larga historia detrás, aunque las que más nos suelen venir a la memoria son las que se celebraban en los salones, el siglo XVIII o las posteriores de los cafés, en el siglo XIX, sin olvidar, le digo, las famosas tertulias de las reboticas o de los casinos. Escuchaba hace unos días en la radio a un antiguo camarero del Café Gijón, de Madrid, famoso por sus tertulias, como antes lo fueron Pombo, Nuevo Café de Levante y otros. Contaba este hombre múltiples anécdotas vividas en su trabajo, pero lo que más me gustó es lo que contaba respecto a dos normas que, según él, eran muy respetadas por quienes asistían. Una decía: Aquí se expone, no se impone. Y la otra, que era más cargada de humor y desinhibición: Aquí venimos a mentir y a no dejarnos engañar. Con la primera, le digo a Zalabardo, debemos entender que la conversación no es lucha y, por tanto, no debe dejar ni vencedores ni vencidos; y con la segunda deberíamos entender aquello que decía Machado (creo que fue él): No creáis todo lo que os digan; ni siquiera creáis todo lo que os digo yo.


            La verdad es que no tengo muy buena opinión sobre las actuales tertulias de radio y televisión. Pero, aunque acepto que hay de todo, creo que lamentablemente predominan las que denigran la esencia de lo que una tertulia debe ser. En muchas de estas mal llamadas tertulias se grita más que se habla, no se respeta la intervención de los demás, se exhibe demasiado narcisismo, se parte de posturas irreductibles y hay poca disposición a aceptar planteamientos que no coincidan con el propio; y lo que es peor, se miente y se injuria sin el menor recato, con el desvergonzado ánimo de que la mentira ha de ser tomada como verdad y la injuria se extienda y se comparta. O sea, que hay parloteo ruidoso, verborrea insufrible, pero ni amena conversación, ni esclarecedor debate.

sábado, diciembre 04, 2021

HISTORIAS DE PALABRAS: ESCLAVO, ADICTO Y CICLÁN

 


Rastrear el origen y significado de las palabras conduce no pocas veces a descubrimientos curiosos, unas veces debidos a las relaciones semánticas que se establecen con el tiempo, por ejemplo las que suponen desplazamientos o ampliaciones de significados, y otras a una sencilla razón de etimología. Eso me ha sucedido mientras trataba de recomponer el proceso que explicaba el término esclavo. Y me encontrado con la necesidad de dilucidar lo que lo une a adicto y ciclán. La primera y la tercera palabras comparten etimología, mediando las lenguas griega y árabe; la segunda se relaciona con la primera por su significado.

            El DEL, con la frialdad de los diccionarios, dice que esclavo deriva de una forma latina medieval sclavus, nacida sobre el griego bizantino sklávos, forma regresiva de sklabenós, que designa genéricamente a cualquier individuo perteneciente a uno de los pueblos eslavos, quienes se llamaban a sí mismos slověninŭ, cuando caían cautivos de otros pueblos. Y, con esos datos, ya se le vienen a uno a la cabeza que dentro de esta familia de esclavo habría que estudiar esclavina o eslabón; pero eso alargaría el apunte.

            Sin embargo, lo que nos interesa es esclavo. Aunque en Roma existía la esclavitud, ‘carecer de libertad y estar bajo la potestad de otra persona’, su lengua no tenía la palabra esclavo. La introducción de sclavus, le cuento a Zalabardo, fue muy tardía; y aprovecho para aclararle qué relación tiene con adicto y qué la une con ciclán.

            La sociedad romana estaba integrada por clases distintas y un hecho diferencial primordial era la desigualdad entre las mismas. Las dos que más nos suenan son la de los patricios, cuya estirpe podía remontarse hasta los fundadores de Roma y la de los plebeyos, que podían presumir de muchas cosas menos de nobleza y estirpe. Unos y otros eran libres, aunque los segundos apenas disfrutaran de derechos. La relación respecto al señor, el pater familias, conocía muchos grados.


            Por lo pronto, el término más extendido en latín, el genérico servus, designaba a criados, servidumbre y a cuantos, de una forma u otra, dependían del pater. Por ejemplo, la condición de mancipium se aplicaba a hijos y parientes directos que vivían bajo la tutela del pater y carecían de autonomía hasta que abandonaban el hogar común; entonces lograban la emancipación, término que aún subsiste. El famulus, a quien ya podemos considerar esclavo, era cualquier servidor que habitaba en la misma casa del pater; curiosamente, de ahí procede el término familia. Cualquier otro servus era el esclavo tal como hoy se entiende. Pero había un grupo peculiar, el de los addictus, integrado por quienes por alguna razón, podría ser una gran deuda no reparada, un tribunal ponía bajo la potestad de un señor que se convertía en su amo y podía disponer de él a voluntad hasta que la deuda se saldase; también era esclavo. De addictus procede el actual adicto, ‘persona sujeta a alguien o a algo de lo que no puede ser separado’.

            ¿Y la palabra esclavo? Llegó al latín, ya se lo he dicho a Zalabardo, muy tarde, en torno a los siglos V o VI. ¿Su origen? Probablemente del bajo latín sclavus tomado del griego bizantino sklávo, ‘eslavo’, aplicado a cualquier miembro de un pueblo eslavo. Aparte de esa procedencia griega, nos muestra que no podía ser palabra patrimonial latina la presencia del grupo -sl-, inexistente en dicha lengua; la epéntesis -skl- facilita la pronunciación. Lo que no tiene sentido, le digo a Zalabardo, es la absurda etimología que todavía cita en 1611 Covarrubias: ‘dicho del hierro (clavo) que ponen en los carrillos al siervo o cautivo díscolo y fugitivo’.

            El esclavo es pues, en origen, cualquier eslavo que caía cautivo de otro pueblo y se convertía en su servidor, perdiendo todo derecho, incluso el de la vida. Con el tiempo, a cualquier cautivo, fuese cual fuese su procedencia, que pasaba a ser propiedad de alguien, se lo llamó esclavo. Ese origen parece suficientemente probado, pero podemos ampliarlo aduciendo bastantes documentos de la baja Edad Media que dan cuenta de cómo pueblos alemanes vendían los cautivos eslavos que conseguían en sus luchas contra ellos a otros pueblos, entre ellos a los catalanes. No pocos de ellos eran enviados a Lucena (Córdoba), que tenía una afamada escuela de cirugía, donde eran castrados y revendidos en toda la extensión de Al-Andalus como cuidadores de los harenes. Los árabes llamaron a estos eunucos siqlâb, arabización de sclavus.


 

           Y del árabe apareció en castellano ciclán, que de haber significado en un principio esclavo, adquirió el nuevo significado de ‘castrado’ y más tarde ‘que carece de un testículo’. Podemos recordar un romance jocoso de Quevedo titulado Refiere las partes de un caballo y de un caballero, que comienza así:


Yo, el único caballero,

a honra y gloria de Dios,

salgo ciclán a la fiesta

por faltarme un compañón.

            Y es que, le aclaro a Zalabardo, compañón es uno de los sinónimos de testículo. Lo que le cuento a Zalabardo queda demostrado con una última curiosidad: en Cáceres existe un pueblo llamado Ciclavín, topónimo de origen árabe, Siqlabiya, es decir, ‘campamento de esclavos’, porque muchos antiguos esclavos que habían dejado de serlo repoblaron parte de aquella zona. No es de extrañar que muchos habitantes del pueblo defiendan otro origen para su nombre: Cella-vini, es decir, ‘bodega de vino’.

sábado, noviembre 27, 2021

UNA FELIZ REUNIÓN, LA JICÁ Y ALGO DE REFRANES

 


25 de noviembre, día de santa Catalina. Ocho personas reunidas en torno a una mesa bien surtida; amigos entrañables, compañeros de bachillerato, hace la friolera de 60 años, en el instituto Francisco Rodríguez Marín, de Osuna. Zalabardo no estaba presente, lo conocí mucho después. Pero le conté cómo discurrió la reunión. Que Pepa Márquez, ocurrente donde las haya y preciada arca que guarda el tesoro de tantas palabras que ya la gente va olvidando, es posiblemente la única del grupo capaz de hacer callar a Pérez Moreno. Bueno, esto también lo consigue Pelayo, pero pudo asistir.

Pues a lo que iba: Pepa Márquez pidió a alguien que le buscara en su bolso una guita y tirara de ella. La tal guita era el cordón del que pendía su teléfono. «¡Mira que decir guita, Pepa…!», le dijeron, a lo que Pepa respondió: ¿Qué quieres, que diga una jicá?». Ante la extrañeza de algunos, hubo de añadir: «¿De verdad no sabéis lo que es una jicá?». Bastantes habían olvidado que la jicá (o el jicá) es el hiscal castellano, una cuerda hecha de esparto. Yo lo recordaba porque, aunque hace 50 años que falto del pueblo, frente a mi casa de calle Sor Ángela de la Cruz, había una espartería y todavía hoy, poco más abajo, sigue habiendo una taberna de exquisitas tapas llamada Jicales.

            Todo esto se lo cuento a Zalabardo porque Francisco Rodríguez Marín (1855-1943), erudito, lexicógrafo, paremiólogo, cervantista y folclorista insigne nacido en nuestro pueblo, escribió en 1894 un opúsculo titulado Cien refranes andaluces de meteorología, cronología, agricultura y economía rural. Igual que Pepa siente que se pierdan palabras «que se han dicho toda la vida de Dios», en el prólogo de ese librito, dedicado a Micrófilo, seudónimo de su amigo Juan Antonio de Torre Salvador, otro ilustre folclorista, nacido en Guadalcanal, mi paisano se quejaba del escaso interés de los estudiosos en el folclore popular. Por suerte, la semilla que plantaron Demófilo, padre de los Machado, Micrófilo y mi admirado Bachiller Francisco de Osuna, acabó por prender en los estirados especialistas.

            Define Susana Panizo el refrán como una creación del pueblo con germen en un dicho individual fundado en la observación reiterada por la repetición de un trabajo. Apoyados en creencias y en formas de pensar antiguas, es manifestación de la sabiduría de la experiencia y la conciencia popular acaba por concederle la condición de cierto e infalible. Aunque de antigüedad muy remota, los refranes no se estudian sistemáticamente hasta el siglo XIX. Y precisamente Rodríguez Marín fue uno de sus iniciadores.

            De los que recoge este librito quiero dar cuenta aquí de algunos, comenzando por los él considera propios de Osuna:

            Cuando el sol se pone cubierto en jueves, a los tres días llueve.

            Cuando solano llueve, las piedras mueve.  (Por la fuerza con que cae el agua).

            Si la Gomera se toca, ¡aguárdate, poca ropa! (Si las nubes cubren este cerro, cercano al pueblo, lloverá casi con seguridad).

            Vaca esoyá (desollada) al levante, agua al instante. (Esa «vaca» es el nombre que se da a una nube que se aprecia en el horizonte con forma de faja colorada).


            En otro grupo reúno, en honor de Pepa Márquez, los que presentan palabras que a ella le gustan, o que no son comunes, o que se presentan en su forma popular:

            Cuando el serrojillo canta, agua lleva en la garganta. (El serrojillo es un pájaro llamado en otros lugares herreruelo).

            Dámelas escansás (descansadas) y no me las des alabás (alabadas). (Una tierra mediana tenida en barbecho produce más que otra mejor sometida a sementeras seguidas).

            Entre la grama y el lastón, se cría el buen melón (La grama y el lastón, gramíneas, vienen bien a los melonares, que requieren zonas soleadas, sin árboles).

            Años de pitones, año de montones (la abundancia de pitones, inflorescencias de las pitas, anuncia buena cosecha).

            El mugrón, con el cencerrón. (Enterrar el mugrón, sarmiento del que brotará una nueva planta, debe hacerse antes de la recogida de los cencerrones, pequeños racimos que van dejando atrás los vendimiadores).

            El que ha de arañar, no ha de volver la cara atrás. (El daño que pudiera hacer la rastra se compensa con el beneficio posterior de esta labor).

            Labrador chuchero, nunca buen apero. (Se dice de quien se dedica a la caza de la perdiz, chuchero, olvidando el trabajo).


            Por no cansar, quiero citar otros, los últimos que pondré, que, aunque de origen campesino, admiten una interpretación social más amplia:

           Abriles y señores, pocos hay que no sean traidores. (Por lo cambiante del clima abrileño y la exigencia de los amos a quienes se sirve).

            Cuando las hormigas se quieren perder, alas le han de nacer. (Aviso contra la ambición. Lo que parece un bien, el vuelo, puede convertirse en daño, por el peligro de ser presas fáciles para las aves)

            Más vale cagarruta de oveja que bendición de obispo. (La tierra produce más con abonos y cuidados que con rezos y deseos).

            Río, rey y religión, tres malos vecinos son. (Las avenidas de un río destrozan la cosecha; los privilegios e influencias de los poderosos empobrecen al campesino).

            El mozo y el gallo, un año; porque, al año, el gallo se pone duro y el mozo se pone chulo.

            Si Pepa estuviese aquí, diría: «¡Ese último lo dijo por Pérez Moreno!». Pero os aseguro que no. Le explico a Zalabardo que nuestro buen amigo José María, como aquella Jessica Rabbit de la película, no es malo, sino que lo han pintado así. Y Zalabardo me pide que, ya que él no pudo disfrutar de esa reunión, lo deje al menos cerrar el apunte con un refrán que, aunque no lo recoja Rodríguez Marín, no desentona con los suyos: Por santa Catalina, coge tu oliva. Y la vieja que lo decía, cogida la tenía.

domingo, noviembre 21, 2021

EL ANÁLISIS COMO ANTÍDOTO

 


En la última novela de Garriga Vela, Horas muertas, uno de los personajes dice a otro (ambos son guionistas de series de televisión) que «no era aconsejable obligar al espectador a cavilar después de cada frase porque entonces la visión se obstruía y cambiaba de canal».

            Zalabardo y yo cada día huimos más de ese tipo de televisión en el que todo es vértigo, celeridad, chabacanería, predominio de una imagen, la que sea, que impacte aunque no diga nada; esa televisión atiborrada de ruido y confusión en la que se persigue hacer adictos a un programa antes que espectadores críticos, esa televisión que sitúa el burdo espectáculo por encima de la verdad esclarecedora.

            Nos ha surgido hablar de este tema porque leemos, no sin cierto estupor, que el Ministerio de Igualdad y la Delegación del Gobierno en Madrid, premian a dos profesionales de la televisión, Ana Isabel Peces y Carlota Corredera por su trabajo en una docuserie sobre los conflictos familiares de Rocío Carrasco. En principio, nada tengo que alegar contra la valía profesional de estas dos profesionales. Sin embargo, nos extraña mucho que se justifique el premio con el argumento de que es una «contribución a la concienciación ciudadana» sobre la situación de la mujer.

            Confieso que no he visto ninguna de las entregas de dicho programa, y creo que Zalabardo tampoco. Desde la misma promoción de la docuserie supe que no me interesaba porque estoy harto de tantas rociocarrascos, belenesesteban y compañía que venden en almoneda y sin ningún pudor todas sus vergüenzas y desvergüenzas, que de todo hay, como si en ello hubiese algún ejemplo digno de ser imitado por los espectadores.

            Por eso me valgo de la opinión de un analista de televisión, Sergio del Molino, que afirma que se ha premiado una producción que se presenta como documental sin serlo, que conculca cualquier principio deontológico con el único fin de aumentar la audiencia, que exhibe de forma descarnada una versión unilateral de la historia y opiniones y juicios sin contrastar, pues se omite la participación de personajes implicados sin darles la menor oportunidad de exponer sus puntos de vista y defenderse. En resumen, que no se premia una labor de análisis de una cuestión que debe preocupar a la sociedad, sino el morbo y la explotación comercial de un escándalo.

            ¿Y para qué queremos análisis que nos hagan perder audiencia? Es lo que sostiene Garriga Vela en su novela. Hablamos de un programa de televisión, le digo a Zalabardo, en el que no se concede al espectador ni tiempo ni ocasión para cavilar, pensar y decidir, un programa en el que no se fomenta la actitud crítica, analítica ante un problema, pues resulta más rentable ganar adictos necesitados de esa droga de la que no se pueden desenganchar. Si se les permitiera por un momento pensar en lo que están viendo, es posible que cambiaran de canal. Y eso va contra el negocio. Que el Gobierno de la Nación fomente todo lo que mire hacia la consecución de igualdad de derechos para las mujeres es objetivo loable; pero pensar que tal fin se consigue con programas de esta índole es desalentador.

 


           Hace un tiempo, mientras me trasladaba en coche, escuchaba en la radio una tertulia en torno a la influencia de los medios de comunicación y las redes sociales. Una participante cuyo nombre no recuerdo, sicóloga de profesión, mantenía que el gran mal de los medios de comunicación (y de las redes) actuales es la ausencia de análisis. La rapidez, la inmediatez, el vértigo informativo prevalecen sobre el sereno y necesario análisis que busque la verdad. Analizar supone examinar minuciosamente los detalles de algo para conocer todas sus características y estar así en condiciones de formular conclusiones. El análisis pide distinguir y separar las partes para poder conocer la composición de un todo. El análisis no es solo reflexionar, sino también debatir, contrastar nuestras ideas con las de los demás.

            Cuando falta el análisis, el riesgo es acabar aceptando como verdades formulaciones que no lo son, aceptar como bueno lo que otros nos presentan como tal, aceptar y ayudar a difundir juicios que carecen de base. No analizar es renunciar a nuestra capacidad crítica, es entregarnos a la verdad que nos venden otros. ¿Y para qué queremos la verdad si nos va bien con el mito?


            Me entero de que se acaba de publicar El Libro del Génesis liberado, una versión del primer libro de la Biblia desprovista de cualquier enfoque religioso y que se nos presenta solo como un relato literario propio de una sociedad primitiva y comparable en no pocos aspectos a la Ilíada o al Poema del Gilgamesh. Me alegro, porque defender de manera apasionada y tenaz creencias y opiniones sin preocuparnos por la base en que se sustentan conduce al fanatismo.

            Es una pena que, en la sociedad actual, en la política y en la religión, haya tantos fanáticos. Lo son porque su temor al análisis los hace defender con inquebrantable tenacidad creencias y opiniones que pudieran no participar de la verdad. Y lo mismo que existen individuos remisos a vacunarse contra la covid los hay que no quieren entender que el mejor antídoto contra el fanatismo es el análisis.

sábado, noviembre 13, 2021

SUPERSTICIONES

 


En el tiempo que vivimos, abundan, con mayor aquiescencia de lo deseable, los bulos, las noticias falsas, eso que ha dado en llamarse fake news, como si ese extraño nombre les diese el valor que no tienen. Garriga Vela, en su reciente novela Horas muertas, un personaje se burla de otro porque llama tándem a lo que es un equipo, o dice skyline por línea del cielo, flashback en lugar de salto atrás, o jet lag por desfase horario.

            No es mi intención ahora, aclaro a Zalabardo hablar de la moda de los anglicismos, que pueden ser necesarios en algunos casos. Mi interés se centra en cómo buscamos una explicación mágica, esotérica, a aquello para lo que no disponemos de una razón que lo justifique. Feijoo, aquel fraile del XVIII de mente tan lúcida y sobre el que hizo falta que un rey declarara ser admirador suyo para que la Inquisición lo dejara en paz, dijo: «para defender opiniones falsas, se alegan experiencias u observaciones comunes que no existen ni existieron jamás sino en la imaginación del vulgo».

 


           Le digo a mi amigo que esta reflexión me nace al ver que algunas definiciones que la Real Academia ampara en su Diccionario de la Lengua Española nos hacen pensar en la contradicción que encierran. Por ejemplo, buscando superstición me encuentro: «creencia extraña a la fe religiosa y contraria a la razón». Intento explicar a Zalabardo que eso de que la superstición es lo que no se ajusta a la fe religiosa ya lo dijo hace muchos siglos Cicerón. Más acertada me parece la definición de Séneca, que afirmaba que la es superstición es un error insensato.

            Ya en su origen, superstición, de superstito, es lo que sobrevive, lo que permanece y se sostiene sin necesidad de fundamento racional. Por eso, para validarla es preciso acudir a una base mágica o apartada de lo que Feijoo llamaba «demostraciones matemáticas o metafísicas». La fe religiosa, debemos aceptarlo no se sostiene mediante la razón, sino mediante otros medios. Ya san Agustín decía, más o menos, que la fe es creer lo que no vemos, actitud que será recompensada con ver algún día aquello que creemos. El óbolo de Caronte, entre los antiguos griegos y romanos representa una idea semejante: nada me demuestra que esto sea así, pero el solo hecho de creerlo me premiará con que ocurra tal como lo creo. Eso no es sino una superstición, algo con lo que, sin que tengamos prueba de ello, esperamos librarnos de un mal o atraer un bien.

 


           Las supersticiones no se dan, claro está, solo en el ámbito de lo religioso, sino en todas las facetas de la vida. Por ejemplo, son supersticiones creer que un día de la semana, o un número van a tener consecuencias inesperadas sobre nosotros. Aconsejo a Zalabardo que lea dos breves textos de Feijoo, hoy me estoy valiendo de él casi de manera exclusiva, muy interesantes y que ayudan a comprender lo que digo; son los titulados Días aciagos uno y Observaciones comunes el otro.

            Nada sustenta la superstición, sino la ignorancia, aunque a casi todas se les pueda aplicar un origen que varía de una cultura a otra. Así, la mala fama del número 13 tiene tres explicaciones: para unos, surge de la leyenda nórdica que cuenta cómo en el Valhalla se reunieron doce dioses a los que más tarde se unió un decimotercero, Loki, que sería causante de la muerte de Balder, dios de la luz y la paz; otros hablan de la última cena entre Jesucristo y sus apóstoles, sumaban trece, y ya sabemos cómo acabó aquello; y, por fin, otros defienden que fue un día 13 cuando el papa Clemente V disolvió la orden de los templarios, hizo arrestar a sus miembros y los condenó a muerte. En cualquier caso, al 13 se unen otros números nefastos: el 4 para los chinos, el 9 para los japoneses, el 17 en Italia, el 39 en Afganistán… Y, claro, para todos tienen una explicación las creencias populares.

 


           ¿Trae en verdad mala suerte derramar la sal? No, pero el hecho de que en un tiempo la sal fuese considerada un producto tan valioso que se distribuía a los legionarios romanos como parte de su paga (la palabra salario procede de ahí)  alimenta la idea de que derramarla sea un derroche que debe evitarse. Los celtas creían que los conejos, por vivir bajo tierra, estaban en contacto directo con los dioses; conclusión, tener una pata de conejo trae buena suerte. Y los griegos no brindaban con agua porque temían que eso atrajese a la muerte, ya que las almas de los muertos vagaban por el río Leteo.

            Ninguna de esas creencias tiene un sustento lógico, racional, demostrable. Como no los tienen los muchos ritos que se practican en diferentes culturas y religiones: las sutras budistas para ahuyentar los espíritus, la catrina mexicana con que se supera el temor a la muerte, el baño en el río Ganges de los hindúes, la copa que se rompe en las bodas judías en recuerdo de la destrucción del Templo…, no son más que eso, ritos de participación de marcado carácter mágico.

            Sirva de ejemplo de cuanto digo este rezo, conjuro o canción recogido por mi paisano Francisco Rodríguez Marín y que encuentro en el artículo Religiosidad popular y superstición, cuyo autor es Antonio Lorenzo Vélez:

A la puerta del cielo Polonia estaba

y la Virgen María allí pasaba:

—Polonia, ¿qué haces?, ¿duermes o velas?

—Señora mía, ni duermo ni velo,

que de un dolor de muelas me estoy muriendo.

—Por la estrella de Venus y el Sol poniente,

por el Santísimo Sacramento que tuve en mi vientre:

¡que no te duela más ni muela ni diente!

domingo, noviembre 07, 2021

PINPILINPAUXA

 


El año 2010, le cuento a Zalabardo, la Sociedad de Estudios Vascos realizó una consulta para sondear entre los vascohablantes cuál era en su opinión la palabra más bonita de su lengua. Resultó ganadora pinpilinpauxa, una de las formas de llamar a la tximeleta, es decir, la mariposa del castellano. Llevado por la curiosidad, encuentro un artículo de Vanessa Sánchez Goñi que da cuenta de que hace ya muchos años el lingüista Gerhard Bähr dio a conocer que había encontrado casi cien maneras diferentes de nombrar en euskera a la mariposa: tximeleta, aitamatatxi, mitxeleta, pitxilota, abekate, pinpilinpauxa, miresicoleta… Y en una de sus novelas, Bernardo Atxaga incluye un poema, Muerte y vida de las palabras, en el que se pregunta dónde estarán ahora las cien maneras de decir mariposa.

            Pienso, le digo a Zalabardo, qué conciencia tenemos los españoles sobre la realidad lingüística de nuestro país y cómo la valoramos. Mientras hablo con él, recuerdo un libro de 1994 que recoge artículos diferentes sobre el plurilingüismo, ¿Un Estado, una lengua?, dirigido por Albert Bastardas y Emili Boix, en cuya introducción se afirma: «La realidad plurilingüe es aún una sorpresa para la mayoría de los ciudadanos españoles […], los recelos intergrupales continúan siendo muy considerables». Creo que casi veinte años después seguimos igual


           Algunos me dirán que es una manía que les tengo, que estoy equivocado y que no se pueden hacer afirmaciones tan generales y categóricas. Esa manía que menciono, esa afirmación categórica es mi creencia en que tenemos una clase política plagada de individuos de escaso nivel, en lo político y en lo cultural, que nos faltan personas con conciencia de estadistas y líderes preparados que se dejen guiar por el cerebro y no por las vísceras. Quizá no deba generalizar tanto, quizá me equivoque en parte, pero me excuso con las palabras de Calderón de la Barca en El alcalde de Zalamea: «¿qué importa errar lo menos / quien acertó lo de más?»

            En la política española, y no hay distinción entre grupos de derecha y de izquierda, es mayor el ansia de derribar al contrario que el deseo que encontrar soluciones para el país. Y no se les cae la cara de vergüenza a la hora de valerse de cualquier excusa para afrentar al «enemigo», que así se considera a quien no piensa igual. Lo hemos visto con la crisis de la pandemia, cuando, antes de hallar soluciones al problema, todos se afanaban en hacer recaer culpas en los otros. Y aun hoy estamos sin saber si han aprendido algo de lo que hemos pasado y de lo que aún no hemos dejado atrás.

            Pero hay otras cuestiones reveladoras de esa incultura, caso de que no sean más pruebas de auténtica hipocresía: la noción que tenemos de la España plurilingüe. Hace unos meses, Pablo Casado, presidente del PP y jefe de la oposición en el Parlamento español, con tal de mostrar su inquina hacia el nacionalismo catalán, tuvo la ocurrencia de decir en un mitin en Baleares que allí no se habla catalán, sino mallorquín, menorquín, ibicenco, formenterés… ¿Cabe mayor muestra de ignorancia? Esas hablas, todas ellas legítimas, no son sino formas dialectales del catalán. Decir lo que dijo es igual que decirle a un andaluz, a un murciano, a un extremeño, a un canario, o a un castellano-leonés que no hablan español. Este hombre, para comenzar, no tiene ni repajolera idea de lo que es lengua y lo que es dialecto.

            Claro que, si nos ponemos a pensar mal, puede que a este hombre se le hayan escapado por las costuras del traje muchos resabios no perdidos de la nostalgia franquista en la que vive gran parte de la derecha. Porque por mucho que algunos lo nieguen, sobre nosotros pesa todavía la propaganda de los años en que la dictadura quiso confundir la idea de unidad nacional con la de unidad de lengua. Y sobre un país de una admirable riqueza lingüística, el gallego dio las primeras muestras literarias españolas, hasta el punto de que el rey Alfonso X lo eligió para sus poemas, se aplicaron una implacable glotofagia (genocidio lingüístico) y una incesante serie de medidas coercitivas contra los hablantes de las que despectivamente fueron llamadas «lenguas regionales».


           Los nostálgicos del franquismo dirán, y tienen toda la razón, que con Franco no se dictó ninguna ley en contra del catalán, del gallego y del vasco. Cierto. Pero no podrán negar las innumerables órdenes ministeriales que imponían en todos los ámbitos un único idioma, el español, para uso público y general. Para hacer eso posible, a una de las lenguas nacionales se le concedía la exclusividad de representar a la nación en detrimento de las restantes.

            El proceso fue largo y tenaz. En la inmediata posguerra, se extendió el eslogan «Sé patriota. Habla español». El 18 de mayo de 1938 se emitió una orden por la que se prohibían los nombres que no estuvieran en el santoral o no estuviesen en castellano (no se pensaba que catalán, vasco y gallego fueran lenguas españolas). El 21 del mismo mes, otra orden prohibía los rótulos, títulos, razones sociales, estatutos y reglamentos no redactados en la lengua oficial. El 7 de marzo de 1941, se imponía esa lengua como única lengua válida en los telegramas. Y no mucho después, saldría la que imponía que el doblaje de las películas se haría solo en español. Y, aún en 1967, Manuel Fraga proclamaba que había que hablar de español y no de castellano.

           Así que, a Pablo Casado, o lo ha traicionado el subconsciente o le ha podido la nostalgia de un pasado que ya deberíamos haber olvidado. Alguien debería decirle que el 35% de los españoles tienen como lengua materna el catalán, el euskera, el gallego o el valenciano; ninguna castellana, pero todas españolas. Y a la hora de recabar votos, eso no es cuestión desdeñable.

domingo, octubre 31, 2021

DEJAD EL BALCÓN ABIERTO


Estamos ante la festividad de Todos los santos y la de los Fieles difuntos. Le comento a Zalabardo que no conozco una cultura que no tenga ritos de veneración y recuerdo de los muertos. Es posible que la Iglesia, siguiendo su habitual tendencia al sincretismo que le hace adaptar costumbres e ideas de culturas diferentes a las propias, no creyera suficiente disponer de lo que se dice en el Segundo Libro de los Macabeos: «Es, pues, un pensamiento sano y saludable el rogar por los difuntos, a fin de que sean libres de las penas de sus pecados». Por eso, para significarse frente a los demás, en el siglo VI el papa Bonifacio IV decretó que el día 13 de mayo se celebrase el Día de Todos los Santos, no solo de los que figuraban en el santoral, sino de cualquier otro que, aun sin canonizar, fuese merecedor de esa consideración. Y poco después, en el siglo VIII, Gregorio III, trasladaría la festividad al 1 de noviembre, para unirla a la de los Fieles Difuntos, es decir, aquellos cuyas almas aún vagaban por el purgatorio esperando ser merecedores de entrar en el paraíso. Con ello, procuraba marcar distancias frente a otros cultos paganos que pusieran su mirada en los muertos.

 


           Porque los ritos y creencias en torno a la muerte y los muertos tienen una extensión universal, tanto en el tiempo como en el espacio. En el más humilde enterramiento de cualquier excavación arqueológica se han encontrado útiles y joyas que no tienen otro fin que el de acompañar al difunto en su otra vida. Y la muerte y el más allá son explicados e interpretados de múltiples formas.

            Los indios chipayas, posiblemente la cultura más antigua de América, mantienen en una leyenda que la muerte es cuestión del azar. Un gran mago quiso hacer inmortales a los hombres y les aconsejó que recibieran amistosamente a un extranjero que los visitaría. Pero cuando ante ellos apareció un extraño cargado con una cesta repleta de carne podrida lo rechazaron de mala manera, pensando que era portador de la muerte. Al día siguiente, en cambio, acogieron afectuosamente a un agraciado joven sin saber que era la Muerte, que se quedaría entre ellos para siempre.


             Casi todas las culturas contemplan un Infierno o Reino de los muertos al que van las almas de los fallecidos. Pocas, o ninguna, piensan en la muerte como acabamiento total. Bueno, Epicuro sí. Hay un texto budista que cuenta este tránsito como un viaje melancólico por un territorio inhóspito. A su llegada al Infierno, el espíritu camina a tientas buscando cruzar el Río de los Tres Pasos. Un paso es un vado poco profundo que atravesarán quienes no han cometido en su vida más que faltas leves; el segundo paso, un puente construido con ricos materiales, conducirá al otro lado a quienes han llevado una vida piadosa; y el tercero es un abismo poblado de monstruos, reservado a los grandes pecadores. Pasado el río, aún habrán de enfrentarse a una anciana horrible que los despojará de cuanto lleven salvo que la sobornen mediante un pago; por eso, dicen, en el ataúd del difunto debe ponerse algo de dinero para compensar a la vieja.

 


           Este río y el rito de las monedas lo encontramos también en la Grecia antigua. La mitología helénica nos habla de que los muertos, al llegar al Hades, han de atravesar el río Aqueronte, lo que solo es posible si pagan una moneda al barquero Caronte para que los lleve a la otra orilla. Esa es la razón de colocar una moneda en la boca del muerto. Quien carezca de medios estará condenado a vagar por el Aqueronte sin encontrar reposo. Igual sucederá a los muertos privados de sepultura. Eso nos permite entender mejor el momento en que Príamo ruega encarecidamente a Aquiles que le entregue el cadáver de Héctor y la actuación de Antígona al desafiar todas las leyes dando sepultura a su hermano Polinices.

            En la mitología finlandesa se cuenta el origen de la cremación del siguiente modo: un hijo de Sovi bajó a los Infiernos para rescatar a su padre. A la vuelta, el padre le preparó una cama en la tierra; al preguntarle por la mañana qué tal había dormido, el hijo contestó que mal a causa de los gusanos y reptiles que querían devorarlo. Al día siguiente le preparó el lecho en un tronco hueco de un árbol; llegada la mañana, el hijo se quejó de las abejas y mosquitos. El tercer día, Sivo preparó una gran pira y depositó a su hijo sobre el fuego; por la mañana, este contestó que había dormido como un bebé en su cuna.


            Podría seguir contando a Zalabardo mitos sobre la muerte y el más allá, pero prefiero la importancia que en la literatura tiene el tema de la muerte. Le recuerdo lo que escribió Epicuro: «El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente nosotros no existimos». La verdad es que la muerte existe y nadie permanece indiferente. Mi amigo me propone entonces que digamos qué poemas sobre la muerte apreciamos más. Él comienza recordándome unos versos de Machado: «Y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar». Yo le confieso mis dudas entre dos poemas; uno de Juan Ramón que no muestra ni dolor ni miedo por morir, sino nostalgia por aquello que perderá, y que empieza: «Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando; / y se quedará mi huerto, con su verde árbol, / y con su pozo blanco…». Pero, al final, creo que me quedo con uno de García Lorca en el que manifiesta el ansia de vivir plenamente y la felicidad que lo embarga, incluso en el instante en que desaparezca, en el momento de su muerte, pues en su retina quedará cuanto tenga delante. Es el poema que empieza: «Si muero, / dejad el balcón abierto. / El niño come naranjas. / (Desde mi balcón lo veo)».

            Lo que me cuesta entender, digo finalmente a Zalabardo es la manera en que se van perdiendo tantas tradiciones populares sobre el día de los muertos, entre ellas la de la ureña, sobre la que tanto sabe mi amigo Juan Benítez, barridas por esa otra foránea, la de halloween, cuyo sentido y contenido ignoran muchos de cuantos la celebran.

           [Imágenes: Cementerio de San Miguel, Málaga; Cementerio de los ingleses, Málaga; Cementerio de Moya, Málaga; Cementerio de Casabermeja, Málaga; Cementerio de Sequeros, Salamanca]


sábado, octubre 23, 2021

LA LENGUA QUE VAMOS PERDIENDO

 


Entre las lecturas de estos días, señalo a Zalabardo que me está interesando de forma destacada Volver a dónde, novela de Muñoz Molina. Podría citar varias razones, no en vano es uno de nuestros más notables autores, pero me detengo en una: en la página 126, también en otras, me ha hecho recordar el apunte de la semana pasada. Hablando de su tío Juan, la novela tiene un fondo biográfico importante, dice: “En su vocabulario campesino, el color rojo es colorado, igual que una nube es un nublo, y la palabra nube significa tormenta, y las plantas se crían, no se cultivan, y un niño es un nene, y un burro un borrico, y el olivo se llama siempre la oliva…” Lo dice con un deje de nostalgia, no de queja ni de tristeza, a sabiendas de que esas palabras se van perdiendo de la memoria de muchas personas.

            La pérdida es irremediable, pues la lengua cambia, como trataba de argumentar la semana pasada. Todo cambia, porque todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre, que dijo Garcilaso. Y nadie debe escandalizarse por ello, sino acoger con naturalidad todo lo que es natural. Esa añoranza que deja traslucir el texto de Muñoz Molina, que también comparto yo, y así se lo confieso a Zalabardo, surge al observar cómo aquello a lo que en un tiempo hemos estado acostumbrados va siendo olvidado por las generaciones que nos siguen. Si pensamos en la lengua, esta entidad compleja con que nos entendemos con nuestros semejantes, tal vez lo que más cambie sea el léxico. Hay infinidad de palabras que van cayendo en desuso y acaban siendo desplazadas por otras que ocuparán su lugar. De no ser así, aún emplearíamos exida, como en el Poema del Cid, en lugar de salida, y refranes no habría desplazado a los retraheres del Arcipreste de Hita y tantas más. Y cuando ahora somos testigos de cómo bullying desplaza a acoso o link a enlace y, en páginas de internet, banner a anuncio no hay que pensar que ahí se acaba todo, pues ya nos avisaba Manrique que nadie se ha de engañar pensando que lo que aguardamos ha de durar más de lo que duró lo ya pasado. Tampoco esta lengua que ahora empleo será eterna.

            Vivimos un mundo de cambios vertiginosos, tanto que nos queda la impresión de que los cambios no se producen en cuestión de siglos o de años, sino de meses e incluso de días. Vemos que los pilares del progreso se fundamentan en una industrialización y una tecnificación que diluye ámbitos que en otro tiempo correspondían a los artesanos. Ya no se arregla un televisor, un paraguas, un mueble deteriorado. No vale la pena, se dice, y sale más barato comprar otro. La mayor parte de los procesos de producción están robotizados y la mano de obra deja de ser imprescindible.


            Zalabardo, que como yo es de pueblo, sabe muy bien que en el mundo rural estos cambios son más perceptibles, pues uno de los resultados de la agricultura hidropónica es que hasta el suelo agrícola se va haciendo innecesario. En los invernaderos, un ordenador se basta para controlar las tareas necesarias para cultivar, el tío Juan de Muñoz Molina diría criar, los tomates, pimientos, pepinos y demás productos hortícolas que adquirimos en los mercados. En consecuencia, las zonas rurales se van despoblando y aparecen los pueblos vaciados, que no vacíos, por una diferente concepción de los sistemas productivos. Hoy cuesta encontrar quien sepa lo que es un pegujal, un balate, un ubio o un amocafre. No solo son damnificados los términos rurales; también se ha perdido el conocimiento, y con ello el nombre, de objetos usuales en otra época como alcuza, damajuana o badila; o términos marineros como cofa, driza y motón. Por no hacer inacabable la lista, le pido a Zalabardo que piense que, en Málaga, casi han desaparecido madrevieja, casamata, chorrarera

            La preocupación por ese léxico que se olvida, esa lengua que se nos va, iguala a Muñoz Molina con Miguel Delibes. Hace años, Azorín, y en menor medida Unamuno, atendieron a aquellos vocablos que ya se iban entonces perdiendo, pero creo que Delibes es quien más ha destacado en la tarea. Jorge Urdiales se aplicó a estudiar el léxico rural de Delibes. Catalogó en sus novelas 1469 palabras poco usadas o en trance de desaparición; de ellas, casi una tercera parte ni siquiera ha llegado a ocupar un puesto en el Diccionario de nuestra lengua.

 


           Si Muñoz Molina elogia a su padre por haberle enseñado a reconocer plantas como el cerrajón o la corregüela y recuerda con cariño a su tío Juan cuando le hablaba del pezón de los higos o de los tomates de carne de doncella, un personaje de Delibes, en Mi querida bicicleta, no entiende el valor de una educación esmerada si luego no se sabe distinguir un cuco de un arrendajo. Y en Diario de un cazador nos topamos a cada paso fragmentos como este que le leo a Zalabardo: “El campo estaba hermoso y junto al puesto había una pradera cuajada de chiribitas y tréboles bravíos. A mano izquierda andaban acorrillando un majuelo. Ya en el tollo con la hembra a diez pasos dando el coriché se me olvidaron todas las cosas.”