sábado, octubre 23, 2021

LA LENGUA QUE VAMOS PERDIENDO

 


Entre las lecturas de estos días, señalo a Zalabardo que me está interesando de forma destacada Volver a dónde, novela de Muñoz Molina. Podría citar varias razones, no en vano es uno de nuestros más notables autores, pero me detengo en una: en la página 126, también en otras, me ha hecho recordar el apunte de la semana pasada. Hablando de su tío Juan, la novela tiene un fondo biográfico importante, dice: “En su vocabulario campesino, el color rojo es colorado, igual que una nube es un nublo, y la palabra nube significa tormenta, y las plantas se crían, no se cultivan, y un niño es un nene, y un burro un borrico, y el olivo se llama siempre la oliva…” Lo dice con un deje de nostalgia, no de queja ni de tristeza, a sabiendas de que esas palabras se van perdiendo de la memoria de muchas personas.

            La pérdida es irremediable, pues la lengua cambia, como trataba de argumentar la semana pasada. Todo cambia, porque todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre, que dijo Garcilaso. Y nadie debe escandalizarse por ello, sino acoger con naturalidad todo lo que es natural. Esa añoranza que deja traslucir el texto de Muñoz Molina, que también comparto yo, y así se lo confieso a Zalabardo, surge al observar cómo aquello a lo que en un tiempo hemos estado acostumbrados va siendo olvidado por las generaciones que nos siguen. Si pensamos en la lengua, esta entidad compleja con que nos entendemos con nuestros semejantes, tal vez lo que más cambie sea el léxico. Hay infinidad de palabras que van cayendo en desuso y acaban siendo desplazadas por otras que ocuparán su lugar. De no ser así, aún emplearíamos exida, como en el Poema del Cid, en lugar de salida, y refranes no habría desplazado a los retraheres del Arcipreste de Hita y tantas más. Y cuando ahora somos testigos de cómo bullying desplaza a acoso o link a enlace y, en páginas de internet, banner a anuncio no hay que pensar que ahí se acaba todo, pues ya nos avisaba Manrique que nadie se ha de engañar pensando que lo que aguardamos ha de durar más de lo que duró lo ya pasado. Tampoco esta lengua que ahora empleo será eterna.

            Vivimos un mundo de cambios vertiginosos, tanto que nos queda la impresión de que los cambios no se producen en cuestión de siglos o de años, sino de meses e incluso de días. Vemos que los pilares del progreso se fundamentan en una industrialización y una tecnificación que diluye ámbitos que en otro tiempo correspondían a los artesanos. Ya no se arregla un televisor, un paraguas, un mueble deteriorado. No vale la pena, se dice, y sale más barato comprar otro. La mayor parte de los procesos de producción están robotizados y la mano de obra deja de ser imprescindible.


            Zalabardo, que como yo es de pueblo, sabe muy bien que en el mundo rural estos cambios son más perceptibles, pues uno de los resultados de la agricultura hidropónica es que hasta el suelo agrícola se va haciendo innecesario. En los invernaderos, un ordenador se basta para controlar las tareas necesarias para cultivar, el tío Juan de Muñoz Molina diría criar, los tomates, pimientos, pepinos y demás productos hortícolas que adquirimos en los mercados. En consecuencia, las zonas rurales se van despoblando y aparecen los pueblos vaciados, que no vacíos, por una diferente concepción de los sistemas productivos. Hoy cuesta encontrar quien sepa lo que es un pegujal, un balate, un ubio o un amocafre. No solo son damnificados los términos rurales; también se ha perdido el conocimiento, y con ello el nombre, de objetos usuales en otra época como alcuza, damajuana o badila; o términos marineros como cofa, driza y motón. Por no hacer inacabable la lista, le pido a Zalabardo que piense que, en Málaga, casi han desaparecido madrevieja, casamata, chorrarera

            La preocupación por ese léxico que se olvida, esa lengua que se nos va, iguala a Muñoz Molina con Miguel Delibes. Hace años, Azorín, y en menor medida Unamuno, atendieron a aquellos vocablos que ya se iban entonces perdiendo, pero creo que Delibes es quien más ha destacado en la tarea. Jorge Urdiales se aplicó a estudiar el léxico rural de Delibes. Catalogó en sus novelas 1469 palabras poco usadas o en trance de desaparición; de ellas, casi una tercera parte ni siquiera ha llegado a ocupar un puesto en el Diccionario de nuestra lengua.

 


           Si Muñoz Molina elogia a su padre por haberle enseñado a reconocer plantas como el cerrajón o la corregüela y recuerda con cariño a su tío Juan cuando le hablaba del pezón de los higos o de los tomates de carne de doncella, un personaje de Delibes, en Mi querida bicicleta, no entiende el valor de una educación esmerada si luego no se sabe distinguir un cuco de un arrendajo. Y en Diario de un cazador nos topamos a cada paso fragmentos como este que le leo a Zalabardo: “El campo estaba hermoso y junto al puesto había una pradera cuajada de chiribitas y tréboles bravíos. A mano izquierda andaban acorrillando un majuelo. Ya en el tollo con la hembra a diez pasos dando el coriché se me olvidaron todas las cosas.”

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