domingo, octubre 17, 2021

LA ANTIPATÍA DE LOS CÓDIGOS

 


Escribía Rosa Montero en un reciente artículo: “Las ideas son y deben ser mudables, repensables, redefinibles. Si se convierten en una verdad intocable, ya no son ideas, sino dogmas. Y el dogma es la negación del pensamiento”. Zalabardo, contrario a la tiranía de los dogmas, asiente: “Si existiera algo —me dice— que fuese siempre igual, indiscutible, de lo que no se pudiera disentir, habría que suprimirlo por dañino”.

            Las palabras de Rosa Montero, medito mientras oigo a mi amigo, podemos aplicarlas a la lengua, mágico instrumento que organiza nuestros pensamientos y nos permite exteriorizarlos. ¿Cómo imaginarla inmutable si la esencia del pensamiento, como la de la sociedad y el progreso, es el cambio constante? Si fuera tan perfecta que no necesitara cambiar, seguiríamos hablando en latín, o en la lengua de la que se derivó el latín o en aquella de la que nació lo que terminó por ser latín.

A esa naturaleza viva y cambiante de la lengua se refiere Francisco Rico en otro reciente artículo en el que defendía la necesidad y conveniencia de leer a los clásicos en textos anotados porque “hay pasajes que un lector no puede descifrar si no es con la muleta de una glosa”. Nos habla de que, sin esa explicación, no sabríamos que si el Cid lloraba de los ojos es porque, en otro tiempo, llorar significaba también ‘lamentarse’, o que si Manrique escribe recuerde el alma dormida es porque recordar era más ‘despertar’ que ‘traer a la memoria’.


Sin embargo, no faltan entre nosotros, le hago saber a Zalabardo, quienes se empeñan en mantener una noción inmovilista de la lengua y, por ignorancia o cabezonería, solo juzgan correcto lo que muestran gramáticas y diccionarios. Craso error. Un personaje de Valle-Inclán afirmaba que nuestro teatro, enfrentado al de Shakespeare, “tiene la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática”. Afirmación certera, porque los códigos, si no admiten revisión, son dogmas que conducen al inmovilismo, trabas que se le ponen al progreso y que encorsetan la expresión natural. Por eso resulta triste el espectáculo que dan esos políticos que, para negarse a debatir un asunto sobre el que no quieren hablar, se escudan en la Constitución. Por eso también se entiende el recelo con que los adolescentes miran la Gramática.

Quienes defienden la prevalencia de diccionarios y gramáticas no conocen cuál es su verdadera naturaleza. Ignoran que la Nueva gramática de la lengua española, es decir, la amparada por todas las Academias, proclama ya en su prólogo que “la norma no es sino una variable de la descripción”. Eso indica que nuestra gramática es descriptiva, se limita a explicar un estado de la lengua, y no es normativa, pues no impone nada; si acaso, recomienda aquellos usos que se consideran mejores.

No otra cosa puede decirse del Diccionario. El DLE da fe de las palabras que se utilizan, sin imponer ni rechazar ninguna. Además, un diccionario va siempre muy a la zaga de la lengua viva, lo que justifica que algunas palabras o significados tarden en aparecer o desaparecer en su corpus. Aun siendo así, el Diccionario no deja de despertar dudas y podríamos preguntarnos por qué se da entrada a duopsonio o por qué se suprime birlibirloque. Feijóo, ya en el siglo XVIII, decía que pretender que un diccionario fije la lengua no es útil porque cerraría la puerta a muchas palabras que pueden ser convenientes; y no es asequible porque ningún escritor de calidad se aviene a encerrarse en los límites que un diccionario le imponga.


Las palabras nacen, mueren, cambian su significado, adquieren alguno nuevo o pierden otros que tenían. No hace mucho, mantuve un enfrentamiento con un amigo que me reprendía por haber escrito desunció el mulo; diccionario en mano, argumentaba, uncir es ‘atar o sujetar al yugo bueyes, mulas u otras bestias’. Yo le contesté que no le faltaba razón, pero que, también diccionario en mano —el de Manuel Seco, más actual, en parte, que el académico—, hay que saber que, con el tiempo, uncir ha unido a su significado original el de ‘unir o atar a alguien o algo a una cosa’.

Si no partiéramos de aceptar eso, que las palabras cambian, aumentan o restringen sus significados, a veces hasta grados que resultan paradójicos, no podríamos viajar en avión, palabra que, lo vemos en el diccionario de Covarrubias, el primero de nuestra lengua, designa a un ‘pájaro conocido, que por otro nombre se llama vencejo’; o habría que rechazar coche para automóvil, pues en el mismo diccionario leemos que coche es un ‘carro cubierto y adornado, con cuatro ruedas, que le tiran caballos o mulas’. Tampoco podríamos calificar como formidable ‘lo que causa admiración y elogio’ si ya en 1732, el Diccionario de Autoridades nos indica que ese latinismo significa ‘horroroso, pavoroso, que infunde asombro y miedo’.

La consecuencia que sacamos Zalabardo y yo es que no podemos conceder a diccionarios y gramáticas una tiranía que, ejercida con rigor, daña más que beneficia. Si no olvidamos lo que un diccionario es, estaríamos obligados a no confundir género con sexo, influenciar con influir o severo con grave. ¿Y qué decir de ventana para ‘cada una de los recuadros independientes en la pantalla de un ordenador’ o, como nos ha impuesto últimamente el fútbol, ‘momento en que se puede realizar un cambio de jugadores’? Tampoco deberíamos aceptar que el canarismo fajana, ‘terreno llano al pie de laderas o escarpes formado por los materiales desprendidos de las alturas que lo dominan’, se utilice para designar los ‘depósitos sobre el mar de la lava arrastrada por las coladas de la erupción de Cumbre Vieja, en La Palma, ya que, en puridad, es decir, de acuerdo con el código lingüístico, el dogma, eso no es fajana, sino delta lávico. ¿Pero quién evitará que, a fuerza de oír usar indistintamente ambos términos, acaben por llegar a ser sinónimos?

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