lunes, enero 24, 2011


“JUSMO” Y “MÁRCHAMO”


¿No os ha pasado nunca tener deseo de alguna cosa que, por cualquier razón que sea, no se ve cumplida? En estas cuestiones del senderismo, ya sabéis que es una actividad que practico con placer, hace tiempo que deseaba realizar dos rutas que, por uno u otro motivo, nunca llegaba a realizar: una es la subida a la cumbre de la Maroma, esa altura máxima de nuestra provincia que sirve a la vez de límite con Granada. Muchas veces lo he intentado, pero siempre se presentaba una causa que imposibilitaba llegar a la cumbre: el hielo o la nieve, la niebla, la lluvia… Sigo aspirando a subir un día, pero dudo si se cumplirá el deseo.
La otra ruta es mucho más simple: la del Tajo de la Caína, en la Sierra de las Nieves, en Yunquera. No será porque no fuésemos a la zona. Simplemente ocurría que siempre orientábamos nuestros pasos en otra dirección. Pero, mirad por dónde, un soleado sábado de este pasado otoño pudimos cumplir este deseo y recorrerla.
La temperatura era deliciosa, más bien picando un poquitín de calor; el cielo lucía limpio y el sol iluminaba radiante. Nadie diría que era un día de un otoño ya casi mediado. Pero no quiero hablar de las condiciones climáticas del día ni siquiera de la propia ruta, sino de un encuentro que tuvimos, diría, que por pura casualidad. Un encuentro con personas sí, pero sobre todo con una palabra.
La zona del Tajo de la Caína está atravesada por una vía pecuaria, cuestión que desconocía, y dio la coincidencia de que cuando nosotros llegábamos arriba, un nutrido rebaño de ovejas transitaba por el lugar. Cuidándolo, tres pastores. Como a Zalabardo, igual que a mí, le gusta pegar la hebra con quienes nos cruzamos en los caminos, nos paramos un instante con ellos y departimos un rato sobre su actividad. Los tres pastores vivían en Tolox y habían subido ese mismo sábado a la sierra para recoger el ganado, que normalmente pasta libremente por aquellos montes, y bajarlo a una corrala cercana al paraje para separar las crías y las hembras preñadas y con ello evitar que jabalines, zorros y perros salvajes las atacaran y devorasen. Les preguntamos si abundaban por allí tales animales y uno de ellos nos dijo: Sí, pero en cuanto sienten el jusmo de las personas desaparecen. Y ya teníamos allí la palabra a la que aludía. El jusmo, con esa aspiración tan característica de nuestro dialecto andaluz, no es sino el husmo, así la recoge el diccionario de la RAE, ese ‘olor que desprenden de sí las cosas y las personas’. Ese sustantivo está relacionado, claro es, con los verbos husmar y husmear.
Cuando regresábamos, Zalabardo y yo quedamos citados para ver luego, en televisión, uno de los muchos partidos de fútbol que dan por televisión. Y durante el transcurso de la retransmisión, el comentarista del evento nos regalaría la otra palabra de las dos que forman el título de este apunte. En un momento determinado, dijo así: Era un balón que llevaba márchamo de portería. Zalabardo me miró y yo miré a Zalabardo. Los dos parecíamos decirnos: ¿Pero qué dice este hombre? Ese hombre quería decir, simplemente, que el balón, impulsado por uno de los jugadores, parecía llevar la dirección de la portería. Lo que sucede es que la palabra que este hombre quería utilizar no era otra que marchamo, llana, y no márchamo, esdrújulo tan feo e incorrecto como carácteres, telégramas, tángana, cónsola y algunos otros que circulan por ahí.
Pero hay más. Porque marchamo, según el diccionario, significa: 1. ‘Señal o marca que se pone en los fardos o bultos en las aduanas, como prueba de que están despachados o reconocidos’ y 2. ‘Marca que se pone a ciertos productos, especialmente a los embutidos’ (sí, esa chapita metálica que traían antes chorizos y salchichones). El marchamo, pues, es la marca, la señal de garantía y calidad de un producto. En la jerga futbolística nació, no sé cuánto tiempo hace, el giro tener [un balón] marchamo de gol para indicar un disparo que milagrosamente no ha terminado en gol, por interponerse un poste, por una intervención providencial del guardameta o porque un defensa lo ha impedido in extremis. De ahí, tal vez por contagio, sacó nuestro buen locutor ese feo giro de llevar márchamo de portería.
Luego, Zalabardo y yo considerábamos las dos palabras que se nos habían presentado delante ese soleado sábado. La una, jusmo, puesta en la boca del pastor, tenía toda la validez, fortaleza, naturalidad y espontaneidad del lenguaje vivo. Es vocablo directo y justo de lo que se quiere decir. La otra, márchamo, en cambio, puesta en boca de alguien a quien debe suponerse conocedor de, por lo menos, la jerga de su oficio, ofrecía la fealdad y artificiosidad de quien se deja arrastrar por la afectación y el rebuscamiento. Para esa clase de personas parece no contar aquella máxima de Valdés: Solamente tengo cuidado de usar de vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolo cuanto más llanamente me es posible, porque, a mi parecer, en ninguna lengua está bien la afectación.
O, al menos, eso es lo que nos parece a Zalabardo y a mí.

martes, enero 18, 2011

EL CUADERNO ESCONDIDO. 10. UN CORAZÓN LIBRE (Leyendo a José Mª Blanco White)


Corre el año 1810. El primer día de febrero, José Bonaparte hizo su entrada en Sevilla y se instaló en el Alcázar ya como rey de España. El día 23 de ese mismo mes y año, José María Blanco y Crespo (Blanco White), que ha tenido que salir precipitadamente de la ciudad hispalense, embarca en Cádiz con dirección a Liverpool.
Acodado sobre la borda del buque Lord Howard, contempla cómo, a la par que el sol asoma su faz por el horizonte, los blancos edificios de la ciudad de Cádiz van quedando sumergidos en las aguas. En ese momento ignora que nunca más regresará a su patria.
Piensa en su niñez, cuando en la refrescante y grata sombra de un patio sevillano gustaba de ver los grabados de atlas y libros de viajes. Entonces, abrir un atlas y pasar las coloreadas páginas donde aparecían reproducidos todos los países y todos los continentes era una evasión, un sueño; era dejar que la imaginación volase libremente; y era transportarse como en una alfombra mágica por todos los más recónditos rincones del mundo. Ahora, en cambio, sabe que su huida es una salida al exilio, un poner tierra, océano en su caso, por medio, para salvar la vida.
¿Cuántos más como él se han visto precisados a abandonar su tierra no ya solo perseguidos por la represión invasora, sino a la vez incomprendidos y hostigados por la intransigencia de los propios paisanos? ¿Cuántos como él, espíritus libres y deseosos de tener alas, se han visto obligados a tomar la resolución de autoexiliarse porque sobre ellos cae con saña la atmósfera opresiva y silenciosa del no dejar pensar, del no dejar hacer nada que no venga refrendado por los cánones del oscurantismo y la intolerancia?
Pero, en los años que vivimos, su ciudad, su tierra, España, no está preparada para que un espíritu libre pueda dar rienda suelta a sus pensamientos. Él, que había criticado a la Iglesia, al Poder, a la Sociedad, se enfrenta ahora, por si fuera poco lo anterior, al invasor francés.
Lo que nadie sabe, porque no lo sabe ni él, es que este espíritu sevillano, liberal e inquieto, que ahora navega hacia el exilio, habrá de permanecer durante años en el olvido de sus compatriotas. Aunque pronto escribirá un soneto que se habrá de considerar entre los mejores compuestos en lengua inglesa y aunque se convertirá en modelo e imagen representativa del artista romántico con otro poema en el que describe un mar tem-pestuoso y nocturno, reflejo de las inquietudes que confunden su alma.




José María Blanco White (1775-1841): Night and Death (Traducción de Jorge Guillén)


¡Oh, noche misteriosa! Cuando te conoció
nuestro padre inicial, según sacra noticia,
y tu nombre escuchó, ¿no tembló —ya nocturno—
por el dosel glorioso de fulgor y azul?


Pero tras la cortina —traslúcido rocío—
que traspasan los rayos de occidental hoguera,
Héspero con la hueste de aquellos cielos viene,
y a los ojos del hombre la creación se ensancha.


¿Quién imaginaría que dentro de los rayos
se ocultase la sombra, quién, oh Sol, pensaría
mientras se nos revelan hojas, moscas, insectos,


en orbes invisibles, porque tú nos cegaste?
¿Y en tal ansiedad luchamos con la muerte?
¿Si así la luz engaña, no habrá engaño en la vida?

martes, enero 11, 2011


RAYUELA


La mañana ya se notaba como propia de invierno; y, aunque suele decirse que en nuestra ciudad no existe el invierno, lo cierto es que el día era desapacible. Cielo nublado, amenaza de lluvia y una leve brisa fresca que se dejaba sentir en la punta de los dedos. Mi paseo tenía como meta la Finca de la Concepción y la presa del Limonero. Y mientras mis pasos atravesaban Ciudad Jardín, o mejor, la zona de la barriada La Palma, en una de las calles de este barrio, me la encontré, allí pintada en el suelo. Era una rayuela.
Tenía esta, de los diagramas posibles que conozco de dicho juego, uno de los más sencillos: dobles las casillas 5 y 6, 8 y 9, y simples las demás, como podéis ver en la foto. Otras rayuelas contemplan una casilla inicial, Tierra, y una final, Cielo, o presentan diagramas más complejos. Pero la que yo encontré es la que os muestro.
Me llevé una gran alegría porque hubiese jurado que, al menos en la ciudad, tanto este como otros muchos juegos infantiles habían desaparecido: la comba, la rueda, pídola (en mi pueblo se decía piola), el salto del moro, el trompo (otro que reaparece en los últimos tiempos), las bolas o canicas, el pañuelo, las prendas y tantos más. Y es que, ya, de bastantes de estos juegos los niños no tienen apenas noticia, porque se jugaban en las calles y hoy no hay calles en las que puedan jugar los niños. Hoy, por el contrario y a lo que parece, todo el tiempo de ocio de nuestros niños lo ocupan, sobre todo, las consolas, los videojuegos e Internet.
Y esto que yo pensaba mientras andaba, lo comenté luego con Zalabardo cuando volví a casa. Fue él quien me hizo meditar en que cuando hoy decimos tiempo de ocio de los niños debemos pensar en el poco que les queda después de que los padres procuren ocuparles las más posibles de esas horas con las llamadas actividades extraescolares (se diría que la cuestión es que alguien tenga ocupados a nuestros hijos cuanto más tiempo mejor) si no es con clases complementarias, de repaso y refuerzo, de las que ya tienen en el colegio. Con ello, me decía Zalabardo, el problema de que no haya calles en las que se pueda jugar se minimiza al carecer los niños de horas para jugar en ellas.
Porque los juegos infantiles requieren, no lo dudemos, tiempo y sosiego aparte de espacio. De todo ello dan muestra las canciones con que se acompañaban. Por ejemplo, la comba se saltaba al ritmo que marcaba Al pasar la barca me dijo el barquero… o aquella otra que decía El cocherito, leré, me dijo anoche, leré…, o aquella otra tan bella que empezaba Una tarde florida de mayo cogí mi caballo y me fui a pasear… La rueda, a su vez, giraba al ritmo de canciones como El patio de mi casa es muy particular… Esas canciones que digo marcaban el ritmo de la cuerda, o el giro de la rueda, en un viene y va lento y tranquilo, sin completar la vuelta, y que parecía sugerir la propia monótona insistencia del discurrir del tiempo.
Me recuerda Zalabardo que no solo los juegos, o su ausencia, de los niños actuales son distintos a los de épocas ya pasadas e irrecuperables. También las chucherías han experimentado un gran cambio. Por supuesto que entonces había chicles y caramelos y pipas y rosetas o palomitas de maíz. Pero no había tantos azúcares y grasas generadores de problemas de obesidad.
Cada época del año, me sigue diciendo, tenía su propia carga de productos que consumíamos con fruición. En épocas como el otoño, quizás la que más, gozábamos de un nutrido surtido de frutillas silvestres: acerolos, majoletos, azofaifos, endrinas, madroños, almencinas, uvas de palma… Hace tiempo, pude ver en calle Nueva a un hombre que vendía madroños pinchados en una caña. Pero esa es una costumbre que se va perdiendo, aunque reste algún lugar, creo que Granada es uno de ellos, donde por el otoño, todavía es posible comprar lo que digo. Yo aconsejaría a quien quiera recordar aquellos tiempos, o que simplemente quiera probar estos frutos, se dé un paseo por los Montes de Málaga, por citar un lugar cercano. Por sus tranquilos y solitarios senderos y pistas, acompañado del agradable canto de los pájaros es posible disfrutar, cuando llega la época, del sabor de los madroños, de los majoletos, de las bellotas o de las algarrobas cogiéndolos directamente del árbol.
Todo esto que os cuento hoy es consecuencia de esa rayuela que vi pintada en el suelo de una calle del barrio de La Palma y de la nostalgia que sentí recordando unos tiempos ya pasados y unos juegos infantiles también (casi) desaparecidos. Y no se olvide que la rayuela, como muchos juegos, empieza en la Tierra para acabar en el Cielo.