sábado, agosto 24, 2013

MENOSPRECIO DE CORTE Y ALABANZA DE ALDEA



Recuerdo que, cuando niño,
me parecía mi pueblo
una blanca maravilla,
un mundo mágico, inmenso;
las casas eran palacios
y catedrales los templos;
y por las verdes campiñas
iba yo siempre contento.
            (Juan R. Jiménez)

            Eso es lo que tiene la dichosa corrección política aplicada al lenguaje. Queramos o no, siempre hay un momento en el que nos vemos atrapados en la engañosa red que nos lleva a entender en las palabras lo que no intentan decir. Cuando estas, que son inocentes, no expresan más que lo que nosotros queremos, no lo que otros pretenden interpretar.
            Así me explico, le digo a Zalabardo, que, en el comentario al apunte anterior de esta Agenda, Javier se haya podido sentir molesto por el empleo que hago de pueblerino y crea observar una generalización negativa en su uso. Nada de ello hay y procuraré explicarme. Dos significados tiene el término, según el DRAE: uno neutro (‘perteneciente o relativo a un pueblo’) y otro peyorativo (‘de poca cultura y modales poco refinados’), que no tiene que ver con el primero, sino que sirve para señalar ciertas actitudes, con exclusión del lugar en que se haya nacido.           

           Lo anterior, si queremos, no es más que una explicación filológica y a mí me interesa ahora otra de carácter sentimental. Zalabardo suele decirme: eres más de pueblo que las amapolas, y yo me siento halagado por ello. En mi condición de profesor de literatura, asumo plenamente los propósitos del tópico que no sé ahora si fue Hita el primero que lo desarrolló en nuestra literatura con el ejemplo del mur (ratón) de Monferrando y el de Guadalajara: el menosprecio de corte y alabanza de aldea. Sigamos con la literatura. Los autores que más admiro (Juan Ramón y Valle-Inclán) nacieron en un pueblo. Y los creadores de las dos más hondas elegías compuestas en nuestra literatura (Manrique y Lorca) también eran de pueblo. Sin embargo, ninguno tenía nada de pueblerino.
            Continuamos con frases y tópicos. Se afirma que algo tendrá el agua cuando la bendicen. Y si, como dijo Manrique, nuestras vidas son ríos, los ríos, que son las venas que dan vida a la tierra, suelen tener su nacimiento en pueblos (¿quién conoce alguno que nazca en una gran urbe?). A propósito, este mismo mes, hace pocos días, me di el gozo de dormir la siesta tendido en la hierba, al lado mismo de la cueva donde nace el río Genal, en Igualeja, oyendo el murmullo del agua. Pocos placeres se le asemejan.

           Hubo un tiempo que, en vacaciones, la gente se iba al pueblo (dichosos los que pueden seguir haciéndolo). Hoy, en cambio, las costumbres son otras, la gente se entrampa hasta las orejas para poder ir, es un ejemplo, a las islas Seychelles, cuando la mayor parte de ellos no conocen, no digo ya las Canarias o las Baleares, paraísos a punto de sucumbir ante el feroz ataque del turismo moderno, sino el placer de pasear por los bosques de laureles de la isla de Cortegada, frente a Carril (¡sí, el pueblo de las almejas!), en la ría de Arousa. A veces me pregunto: ¿Qué me ofrece Nueva York que supere la explosión de naturaleza que me regala Bulnes, en los Picos de Europa? ¿Sabéis lo que es asistir a la proyección de una película muda de Charlot, en una noche de verano, al aire libre, en Cerbí, pueblo del Pirineo catalán, con dos habitantes de forma permanente (al menos cuando yo estuve) y unos ciento cincuenta en verano? ¿O disfrutar de una exquisita fabada bajo un hórreo, en Casa Geneoveva, en Pedroveya (Asturias), mientras la lluvia cae alrededor? Placeres nimios, dirá alguien. Sin embargo, a mí me bastan esos placeres pequeños.
            Por todo eso me gustan los pueblos. Por eso (y vuelvo al tema del apunte anterior), aborrezco el afán de poner puertas al campo y abomino de las fronteras. Quien pone una cerca a su tierra y piensa que no hay nada más fuera de ella, y cree que todo está dentro, no solo es un inculto, sino que es un ignorante y un pueblerino retrógrado.
            Y acabemos con otra frase. Se alaba a alguien afirmando de él que es más bueno que el pan. En estos días, por otras cuestiones, estoy leyendo la Topografía médica de la ciudad de Málaga, de D. Vicente Martínez, escrito en 1852. Este señor, hablando del pan que se consumía en Málaga, hace gran elogio del que se cocía en Churriana y en Alhaurín de la Torre. En Sevilla, siempre ha tenido fama el pan de Alcalá de Guadaira; en Granada, el de Alfacar; en Córdoba, el de Doña Mencía. Es decir, panes de pueblo. ¿Y qué mejor, si queremos elaborar un buen gazpacho o un insuperable salmorejo (ese es el nombre que se le da en mi pueblo, pues aquí es porra), que un pan cateto?
            Así que, Javier, no te preocupes del uso que yo haga del término pueblerino. De esa clase de pueblerinos insufribles hablaba al citar a los independentistas, soberanistas, separatistas o como queramos llamarlos que no ven más que su propio ombligo. Para los otros, esos que tú y yo sabemos, no tengo más que palabras de elogio.
            Ah, y Zalabardo también es de pueblo, como las amapolas.

sábado, agosto 17, 2013

LA TIRANÍA DE ALGUNOS SÍMBOLOS



            …Y la natural tendencia de las personas a someterse a ella según y cómo, me añade Zalabardo.
            Hay una anécdota de mi vida de profesor que difícilmente olvido y que suelo contar. Sería en torno a 1980 y daba clases a alumnos del último curso de la secundaria. Trataba de explicarles cuántos acontecimientos jalonaban el siglo xx y explicaban que la novela tuviese que ser radicalmente diferente de la del xix. En un momento, tuve la impresión de que lo que les comentaba y para mí resultaba tan natural, a ellos les sonaba a chino. Me callé un momento y les pregunté: ¿Cómo es posible que no recordéis la noche en que televisión nos mostró la llegada del hombre a la luna, la irrupción del movimiento hippie, la primavera de Praga, el pontificado de Juan xxiii, la revolución musical que representaron los Beatles…? Una chica me interrumpió y, con voz pausada e inocente, me dijo: Profe, es que cuando sucedió todo eso de lo que usted habla nosotros no  habíamos nacido. Y tenía razón. No reparé entonces en que los profesores sufrimos el hándicap de seguir cumpliendo años mientras que nuestros alumnos tienen siempre la misma edad.
            ¿Por qué recuerdo esto ahora y qué tiene que ver con el tema del apunte de hoy? A ver si soy capaz de explicarlo. Zalabardo me ha recriminado que en el último apunte sobre el viaje a Galicia adoptase cierto tono de reprobación (o eso le ha parecido)  ante el hecho de que los gallegos no conociesen el sentido y origen de los colores de su bandera. Y me lanzó un afilado dardo: ¿crees que si haces esa pregunta a los andaluces obtendrías respuestas más satisfactorias?

           No niego que me quedé pensando sus palabras. Y aún llegué a más: llegué a la conclusión de cómo, en determinados momentos, los símbolos ejercen una férrea y negativa tiranía sobre nosotros mientras, en otros momentos, mostramos una absoluta ignorancia respecto a los mismos. Ahora que comienza la liga de fútbol y estamos en plena efervescencia del fervor soberanista catalán, muchos juzgan con acritud que un equipo, el FC Barcelona, luzca una camiseta con los colores de la bandera catalana. Y se extiende como mancha de aceite un clamor popular contra el carácter separatista de tal decisión. Sabéis, estoy harto de repetirlo, que estoy en contra de cualquier tipo de nacionalismo, que los considero a todos muestra de mentalidad pueblerina y retrógrada. Y, por ello mismo pregunto, sin salirme del ámbito de los círculos futbolísticos, si esos que esgrimen esas actitudes anticatalanistas saben la razón de los colores que lucen un alto número de equipos de nuestra región. No voy a contar, pero lo puede hacer quien quiera, cuántos equipos de nuestra muestran en sus camisetas los colores verde, blanco, azul o rojo. Solo por dar alguna pista cito los más importantes: Betis, Córdoba, Sevilla, Almería, Granada, Huelva, Málaga… Valdría la pena preguntarse por qué.

          ¿Y qué pinta en esto Galicia y su bandera? ¿Cuántos andaluces saben la razón de los colores de la nuestra? Muchos dirán que fue un invento de Blas Infante. Y acertarán, en parte. Pero hay una larga historia detrás de esos colores, ligados todos con la cultura árabe. El predominio se lo lleva el verde, color, según se dice, del turbante del Profeta. Pero, junto a él, no deben olvidarse el blanco, el rojo o el negro. Los omeyas adoptaron el color blanco para sus estandartes frente al negro de los abasidas, aunque posteriormente, el califato omeya adoptó el verde. El blanco era el color de los almohades. Parece que la primera enseña blanca y verde ondeó en Almería en el siglo xi, y el poeta Abu Asbag Ibn Arqam habla de ello. Y a finales del xii, una bandera con los colores blanco y verde, en diagonal, ondeó en el alminar de la mezquita de Sevilla para celebrar el triunfo de Alarcos. Pero, en el xiii, tras los pactos entre Muhammad i de Granada y Fernando iii, el reino nazarí escogió una enseña roja con una banda diagonal blanca. Y roja y blanca fue también la enseña que poco después se impuso en Sevilla.

            Como creo que estoy mareando  demasiado con eso de los colores, doy un salto. En 1919, la Asamblea Regionalista de Córdoba, a propuesta de Blas Infante, aprueba como bandera andaluza la formada por tres bandas horizontales de igual anchura, verde, blanca y verde. Se inspiró en los colores de omeyas y almohades, pero también en la bandera que enarbolaron las mujeres del cantón de Casares Y no olvidemos que, en 1932, el  Centro de Estudios Andaluces quiso imponer, sin lograrlo, una de tres  bandas, azul, blanca y verde. Y no quiero entrar a hablar siquiera de la arbonaida. ¿Sabemos lo que es eso?

           ¿Reconocemos el valor simbólico de los colores citados al ver sobre el campo a nuestros equipos de fútbol? Y una pregunta para quienes tildan a otros de independentistas y soberanistas (recordad eso de la paja en ojo ajeno y la viga en el propio): ¿quién de nosotros recuerda los episodios dramáticos (eran los albores de nuestra recién recuperada democracia) en los que, durante una manifestación en pro de la autonomía, murió el joven José Manuel García Caparrós? Por aquellos tiempos, la boca se nos llenaba diciendo que queríamos ser como el País Vasco y como Cataluña.
            Ahora, pensando en lo que me dice Zalabardo sobre mis palabras en torno a la  bandera de Galicia, debo reconocer que tal vez la razón esté de su parte y yo me haya movido entre las mismas movedizas arenas de quienes observan los defectos de los demás, si es que los tienen, sin oír siquiera sus argumentos y sin reparar en los propios.

miércoles, agosto 14, 2013

EL CAMINO PORTUGUÉS 2013.Y 4: MISCELÁNEA



            Antonio. En el Camino portugués no se encuentra uno con mucha gente. En eso no es comparable al francés. Aun así, no faltan ocasiones para conocer personas e intercambiar vivencias. Como Luis y Carmela, el matrimonio de Fuengirola, que hace el Camino cada año desde que hace cinco se les murió un hijo. O como las chicas de Valencia a las que hallamos en un bar de Orbenlle (dos de ellas) preocupadas porque una tercera compañera se había perdido. Al final resultó que las estaba esperando en un área de descanso cincuenta metros más adelante. O como Giulia (¿o era Gina?), la italiana a la que, en Redondela, ayudamos a buscas una farmacia para atender sus llagados pies. O como Antonio, el portugués que conocimos en Padrón y que contaba, al borde del agotamiento, que peregrinaba desde Roma siguiendo la costa, primero la mediterránea y luego la atlántica. Mostraba, orgulloso, todas sus credenciales selladas y un pequeño cuaderno con fechas, saludos de ánimo, direcciones y nombres. Caía ya el día, pero decía que necesitaba llegar a Santiago aquella misma noche. A la mañana siguiente, a la altura de A Escravitude, vimos como alguien, desde lejos, en una fuente, nos llamaba con gestos vivos. Era Antonio. Empleé el zoom de la cámara. La foto salió movida, pero os la muestro. Nos acercamos extrañados de verlo aún por allí. El cansancio y el calor, nos confesó, lo habían rendido y durmió en un lavadero de la parroquia de Tarrío, sobre una manta que le dejó  una buena mujer para evitar la dureza del suelo. Desayunamos juntos y hablamos. Llevaba tres meses andando a una media de cuarenta kilómetros. Un cálculo rápido nos permitió deducir que había recorrido más de 3500.

            Cela y Rosalía. A Padrón entramos rodeándola, siguiendo el curso del Sar, Viendo sus aguas, pensé antes en Rosalía que en Cela. Los dos parecen disputarse la representación de su pueblo, pero casi todo muestra la diferencia de sus caracteres. Aunque ambos, cada uno en un extremo, presiden con sendas estatuas el Paseo del Espolón, la de ella es de granito, como su tierra; la de él, de bronce. A Rosalía se le dedica una pequeña calle en el casco antiguo; Cela se apropia de un largo tramo, con el nombre pomposo de avenida, de la carretera de Santiago. La casa-museo de Rosalía está en las afueras, apartada del bullicio; la Fundación Cela se levanta, imponente, frente a la antigua Colegiata de Iria Flavia, paso obligado y en cuyo cementerio reposa. Después de ducharnos y descansar salimos a comer. Gente del lugar nos aconsejó, “si queríamos comer bien, barato y comida casera”, ir a O Paraíso, cerca de la Plaza de Macías. Allí fuimos: pimientos de Padrón, tortilla de patatas, zorza y raxo. El pequeño local estaba vacío y pasamos la comida hablando con el dueño de todo lo divino y humano. En un momento, como el impertinente que pregunta a un niño si quiere más a papá o a mamá, solté si en el pueblo se apreciaba más a Cela o a Rosalía. No titubeó: “A Rosalía se la ama; dio nombre a Padrón. Cela, en cambio, fue un cabrón. ¿Alguien lo oyó alguna vez decir algo bueno de su pueblo? Y su Fundación no es sino una máquina de robar”. Cambié de tema y hablamos de lampreas. Por la tarde, cuando visitamos la iglesia de Santiago y cruzamos el puente sobre el Sar, recordé los versos de Rosalía:
¿Qué es soledad? Para llenar el mundo
basta a veces un solo pensamiento.
Por eso, hoy, hartos de belleza, encuentras
el puente, el río y el pinar desiertos.

            La bandera de Galicia. Una vez, le digo a Zalabardo, oí a Juan Ángel decir que la bandera de Galicia era un “error de diseño”, porque su banda azul representaba al río Miño y dicho río discurre de noreste a suroeste y no al revés como sucede en la enseña. Tenía curiosidad por conocer la opinión de los gallegos. Las respuestas fueron múltiples, aunque a todos extrañaba lo del Miño y casi nadie daba razón sobre los colores blanco y azul. En un bar, una camarera me dijo: “Mire usted, yo soy de pueblo y de esas cosas no entiendo”. Una encargada de una oficina de turismo contestó ingenuamente: “Eso lo estudié en la escuela, pero ahora no me acuerdo”. Un señor me dijo con aires de suficiencia: “El azul es la pureza”. En el ayuntamiento de Porriño reconocieron: “La verdad es que no lo sabemos, pero si nos deja su dirección, haremos la consulta y le contestaremos”. Recibí la respuesta. Me remitían a una página de Internet en que se habla de que la bandera de Galicia la diseñaron gallegos emigrados a Cuba y que el poeta Castelao fue quien primero relacionó la banda azul con el Miño; pero de la historia y significado de los colores no se dice nada.

            Gastronomía. Toda caminata pide, después, una buena comida. José María Bocanegra nos había recomendado la marisquería Romasa, de Arcade. Las nécoras, las navajas, las gambas y las cigalas, exquisitas. Sin embargo, con las ostras no nos atrevimos. Como tampoco nos atrevimos en otros lugares con las lampreas. En Pontevedra, el pulpo que preparan (en plena calle) en Ruzo está de muerte. Si se va a Finisterre, se debe visitar, en la playa de Langosteira, Tira do Cordel. Algo más caro, pero un día es un día. En Rua de Francos, en pleno camino y en lugar tan pequeño, sorprende un local como O Carboeiro. En Santiago es conocida A Taberna do Bispo, pero esta vez optamos por O gato negro, que también tiene fama, en la rúa da Raíña. Su aspecto (yo diría que es una tasca) engaña, pero la calidad y el precio son inmejorables y explican su éxito. No hay más que ver mi cara a la salida. En Galicia se come bien.

           A chave. No quisiera terminar sin mencionar un juego que conocimos en El Espolón, de Padrón. Se llama a chave. Se parece, es un decir, a nuestra rana, aunque en vez de rana, es una especie de veleta (en otros sitios una lengua de hierro) a la que hay que acertar con unos discos o pellos, también de hierro. Los que jugaban, hay competiciones, se quejaban de que se está perdiendo. Como tantas otras cosas.
            Y por este año se acabó. Volvimos cansados, pero felices. Pero ya hemos descansado. 


 

sábado, agosto 10, 2013

EL CAMINO PORTUGUÉS 2013. 3: BUSCANDO A LA REINA LUPA



            Todo propósito, ya lo dije, es válido para hacer el Camino. Solo se precisa voluntad para cargar la mochila al hombro y ganas de echarse a andar. Sin miedo al cansancio ni a las ampollas, que, al fin, todo se supera. Cada uno debe marcar su ritmo.
            Le había indicado a Zalabardo, y aquí lo dejé anotado, que este año aprovecharía para ahondar en los albores de la leyenda jacobea, para hablar con la gente sobre los orígenes. Y, en este aspecto, debo reconocerlo, el viaje ha sido un pequeño fracaso.
            Aymeric Picaud cuenta en el Códice
Calixtino que, tras su regreso desde Galicia a Palestina, Santiago fue condenado a muerte por Herodes. Algunos discípulos, se habla de Atanasio y Teodoro, robaron su cuerpo y lo depositaron en una barca que lanzaron al mar y, milagrosamente, llegó, siete días después, a Iria (la actual Iria Flavia, en Padrón). Unos afirman que la barca vino sola, con el cuerpo del santo. Otros, que la pilotaban sus discípulos. Hay quien sostiene que era de piedra. Los más niegan esto último y sostienen que la única piedra verdadera es el pedrón que da nombre al pueblo  y al que amarraron la barca. Aún puede verse bajo el altar de la iglesia de Santiago.
            Llegados a Galicia, sigue Aymeric, se presentaron ante la reina Lupa para que les concediera un terreno donde sepultar el cuerpo y erigir un templo. La reina, maliciosamente, los envió a Dugio (la actual Duio, junto a Finisterre) donde sería atendida su petición. Una vez allí, Atanasio y Teodoro fueron apresados. Sin embargo, con ayuda divina, escaparon. En la persecución, tras atravesar un río por un puente, este se hundió provocando la muerte de los perseguidores.
            Ne nuevo en el palacio de Lupa, le afearon su conducta y reiteraron la petición. Lupa los envió a un monte en el que hallarían unos bueyes; podrían coger los que necesitaran para uncirlos a un carro y transportar el cuerpo al lugar que creyeran conveniente. Pero en lugar de mansos bueyes encontraron fieros toros que, a la vista de la cruz, se amansaron. Tales portentos fueron causa del arrepentimiento y conversión de Lupa.
            Luego viene eso de que, en la conducción del cadáver del apóstol, sus discípulos vieron una noche cómo una brillante estrella iluminaba la cima de un cerro. Tomaron aquello como una señal divina y decidieron que allí tendría su sepultura el santo. Eso es lo que significa Compostela, campus stellae, ‘lugar de la estrella’.

            Aunque muchos piensan que el Camino de Santiago por antonomasia es el llamado francés, los lugares de la leyenda están más ligados al portugués, que también es más literario (se camina por la tierra de Mendinho, de Martín Codax, del rey don Denís). Pero, lo que son las cosas, el tiempo lo ha ido alterando todo y, para los viajeros actuales, y no sé si para la Xunta de Galicia y el Xacobeo, la cuestión parece asunto menor. En Rua de Francos, a escasos doce kilómetros de Santiago, nos detuvimos solo con la intención de visitar el Castro Lupario, solar de la reina Lupa. Gracias a quienes regentaban el alojamiento (que empezaron por extrañarse de nuestro deseo) supimos por dónde se accedía, aunque llegar a él no fue fácil. No había ni una sola señal, ni una indicación. Perdimos el camino y hubimos de volver dos veces sobre nuestros pasos; hallada la senda correcta, cuando nos vimos en la cima (eran las siete de la tarde y el calor aún apretaba) nada permitía imaginar la existencia de ruinas. Fue preciso exponernos a los arañazos de los zarzales y atravesar una espesa maleza (y uno no está ya para emular a Quatermain) para dar al fin con lo que resta del Castro Lupario: breves restos de muretes y amontonamiento de piedras que la vegetación ha ido engullendo y que, de no poner remedio, pronto hará desaparecer. A las fotos me remito.
            ¿Y qué queda de Dugio? No lo sé. El último día, aprovechando las horas que restaban para coger el avión de vuelta, fuimos a Finisterre. Pero ningún mapa de carreteras de Galicia, llevábamos el oficial de la Xunta, marca cómo se llega Duio, el pueblecito actual. El dueño del restaurante donde comimos trazó, sobre un mapa que adjunta a la publicidad de su local, tres diseños diferentes porque no estaba seguro de que ninguno fuese fácil de interpretar. Y eso que, afirmaba, estábamos solo a tres o cuatro kilómetros. Pues bien, no lo encontramos. Ignoro si por torpeza nuestra o por falta de señalización adecuada. Tal vez por las dos cosas. También espero que podáis apreciarlo en la foto.

            Hablar con la gente sirvió de poco. Encontramos pocas personas que supieran de la leyenda. Si acaso, conocían lo de la barca, aunque se mostraban incrédulos (tal vez sea cosa de los tiempos) sobre su pétrea naturaleza: “¿Quién ha visto alguna vez”, decía uno, “que una barca de piedra flote en el agua?” En tierra de poetas, parece no quedar mucho espacio para la poesía. En Tui, en la terraza de un bar coincidimos, mesa con mesa, con dos matrimonios mayores, ambos gallegos. El inusual calor fue el tema que dio pie a la conversación. Luego pasamos a lo que yo buscaba. Uno de los hombres sostenía, muy serio, que Santiago no desembarcó en Padrón, sino en Tui. “Compostela”, mantenía, “arrebató el santo a Padrón, que antes se lo había arrebatado a Tui”. El otro, con mayor seriedad aún, replicó: “Yo soy gallego como el que más, pero aunque nos pese, la historia es la historia: Santiago no llegó a España ni por Tui ni por Padrón; llegó por Cartagena”. Y no dijo más.
            Lo único de que puedo dar fe es de que, en Padrón, a orillas del  Sar y cerca de la iglesia de Santiago, hay una fuente sobre la que se puede ver tallada la escena de Atanasio y Teodoro transportando el cuerpo difunto de Santiago sobre la barca y encima, en una hornacina, Santiago bautizando a la reina Lupa. Llamativo anacronismo si no, en verdad, portentoso milagro; porque cuando ella se convirtió, si atendemos a la leyenda, el santo llevaba ya un tiempo separado de su cabeza.