Pese a lo dicho en el apunte
anterior sobre el exceso de asfalto, confieso a Zalabardo, en el Camino
portugués no escasean los bellos rincones, los senderos umbríos, los montes boscosos
que habitan el roble, el pino o el eucalipto, cuyos pies adornan los helechos, y,
por cada parroquia, la compañía de las hortensias.
Sé, le comento a Zalabardo, que la
fraga de Cecebre, donde se sitúa esta historia, está más al norte, ya casi en A
Coruña, pero a mí me venía a la cabeza en muchos momentos. Como cuando el
camino se adentra por la Vrea Vella da Canicouva. Las grandes losas de piedra que
cubren el camino flanqueado de árboles y la pendiente lo convierten en
escenario idóneo para ver desfilar la Santa Compaña. O cuando se desciende
por las agradables sendas del tupido Monte Albor, arrullados por el susurro
cantarín de las aguas del río Valga que discurren al fondo y hacen que el
peregrino se confíe. Al llegar abajo y antes de cruzar el puente que nos dirige
hacia San Miguel de Valga, el viajero puede hacer un descanso y recuperar el
resuello que ha temido perder en la umbría del monte.
Pero, para desmentir, o tan solo
disimular, esa aridez asfáltica del Camino portugués, he de insistir en la
abundancia y variedad de parajes y rincones con los que se pueden solazar la
vista y el espíritu.
Unas veces es el contraste lo que
nos admira. Así, tras la dureza de la subida al Alto de O Viso, apenas
doscientos metros después se nos ofrecía la placidez de la ría de Vigo, sobre
cuyas aguas navegaba la isla de San Simón, libre de las grandes ondas de que,
allá por el siglo xiii, hablaba Mendinho en el único poema que de él
conservamos. Como impresionan, a la salida de Pontevedra, los tajamares de
Ponte Sampaio, que salva el río Verdugo y fue escenario de un episodio de la
Guerra de la Independencia.
Pero no faltan los lugares
recónditos, íntimos. Como el recodo que acoge al Ponte das Febres, sobre el
arroyo San Simón, al que una postiza pasarela de madera trata de robar encanto.
El nombre, según la leyenda, procede de que aquí enfermó de muerte San Telmo, patrón de los marineros. Al
pie del puente, una inscripción sobre la base de un cruceiro recomienda que
recemos al santo para que hable a Dios por nosotros. O la frescura de la ribera
del río Bermaña, en Caldas de Reis, cuyas aguas acarician las piedras del
puente romano sobre cuyo pretil se alzó posteriormente un cruceiro y que es
punto de arranque del camino hacia Padrón.
¿Y los cruceiros? El Camino está
repleto de ellos. De todo tipo y naturaleza. Noche cerrada era cuando pasamos
junto a San Bartolomé de Rebordans, donde se cuenta que se acogió el arzobispo
Gelmírez cuando trasladaba las reliquias del santo. La escasa iluminación de la
plazoleta impedía ver con detalle iglesia y crucero. El de Amonisa, en Valbón,
mira hacia Santiago, como indicando el camino al peregrino. Pero los hay curiosos,
como el llamado de Os Cabaleiros, en Mos, policromado y flanqueado por dos
farolillos;
otros son modernos y, por la rareza de su modernidad, feos, como el
de Carracedo, levantado, como se indica en su base, en marzo de este mismo año;
peculiares, como el de Santa Comba de Ribadelouro, que forma un calvario de
cinco cruces; o misteriosos, como el que nos recibe a la entrada de Rúa de
Francos, considerado como uno de los más antiguos de Galicia y bajo el cual, se
dice en voz baja, se enterraban niños sin bautizar. Lo que son las cosas: el
más antiguo y el más moderno a pocos kilómetros de distancia.
No se puede olvidar el bello y
recoleto rincón del puente romano que hay apenas a trescientos metros de Rúa de
Francos, camino del Castro Lupario. Parece que el camino primitivo pasaba por
ahí, pero nadie supo decirnos la razón del desvío. Próximo queda el Pazo de
Faramello, antigua fábrica de papel, con bellos jardines. Su dueño, nos
contaron, hace gestiones para que el Camino portugués recobre su antiguo trazado
por aquellos senderos.
Y como una vez llegados a Santiago
teníamos un día libre antes de coger el avión de regreso a Málaga, decidimos
alquilar un coche y darnos un paseo por la costa hasta Finisterre. No es ya el
Camino portugués, pero nos sirvió para conocer un paraje que, creo, está poco
promocionado: la desembocadura del río Ézaro. Desde el monte, el río se despeña
sobre la ría de Corcubión formando una cascada de gran belleza.
Indudablemente, hay más cosas, pero
contarlo todo llevaría más tiempo y espacio. En el próximo apunte trataré de
contar detalles sobre el origen de la leyenda jacobea.
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