Así iniciaba Juan Ramón Jiménez, aún joven, Eternidades, de 1916: «No sé con qué decirlo / porque aún no está hecha / mi palabra». Pueden servir esos versos para expresar cuánto nos cuesta a veces decir lo que pensamos. Fórmulas recurrentes que empleamos son: «No sé cómo te lo diría…», «A ver cómo te lo digo…». No siempre encontramos la palabra precisa o la sentimos insuficiente para exteriorizar lo que nos bulle dentro.
Es complicado
delimitar el campo significativo de una palabra; no es fácil decir qué
entendemos por palabra. Eso debería servir para contenerse y no arriesgarse a
según qué juegos, para pensar el uso que hacemos de las palabras. No en vano los
gramáticos vienen luchando, sin haber llegado aún a una meta válida, para encontrar
una definición de lo que la palabra es.
Una de las más
tradicionales la describe como un elemento lingüístico compuesto por uno o
varios fonemas dotado de un significado. Definición insuficiente porque, entre
otras cosas, la realidad nos muestra que una palabra puede tener varios
sentidos. El estructuralismo quiso solventar la cuestión proponiendo la
oposición entre término y palabra; el término, propio de
los lenguajes técnicos, designaría el empleo monosémico de una unidad léxica. La
palabra aludiría a la unidad léxica esencialmente polisémica. Intento
que tampoco prosperó, porque lo que más utilizamos en nuestra relación con los
demás son palabras y no términos.
Dejemos, pues, que
sean los especialistas quienes resuelvan la cuestión. Me interesa denunciar cómo
tantas veces, al apropiarnos de una palabra, la prostituimos. Porque las
palabras, sus significados ―uno o múltiple― no son propiedad exclusiva de nadie,
son de todos y nadie tiene derecho a imponerles un sentido único e interesado. Es
Zalabardo quien me sugiere hablar de esto, porque mi amigo no es un personaje
que asiente a cuanto digo, sin rechistar, o que se doblega sin resistencia a mi
pensamiento como alguien ha insinuado. Zalabardo es, eso sí, prudente y
educado.
En una época de
crispación desatada, en la que desde una tribuna del Congreso se llama hijo de
puta al presidente de la nación, en que el presidente de un partido, despechado
por no haber conseguido la investidura, lo llama mentiroso, en que el
presidente de otro partido incita a la rebelión y al golpe de estado, vemos
usar las palabras con enorme irresponsabilidad. Zalabardo, en cambio, guarda la
compostura y la serenidad y es él quien me aconseja moderación cuando el cuerpo
me pide decir palabras más gruesas. Mis palabras no son una defensa de Pedro
Sánchez; ni a Zalabardo ni a mí nos gusta; pero pensamos que el ciudadano
de a pie muestra su disconformidad en las urnas; y el político profesional, que
habla en representación de los ciudadanos que lo han elegido, debe hacer valer
sus ideas en el Parlamento con argumentos veraces y no en la calle con
algaradas e insultos.
Asistimos al
bochornoso espectáculo de dejar volar libremente demasiados insultos y no el
argumento, al reinado de la desmesura y no la razón. En eso pensaba al señalar
la dificultad de hallar la palabra necesaria Y lo peor es que esa falta de
comedimiento, esa propensión a la injuria, se disimula tras el empleo,
prostituido, de palabras que merecen mayor respeto: nación y patria.
Cuando tal cosa sucede, a Zalabardo y a mí se nos plantea la duda de si, al
hacerlo, se sabe de qué se habla, si se hace a sabiendas o de forma ignorante.
Sería un proceso largo
de explicar e intentaré resumir. Nación, aunque pueda extrañar,
proviene de una raíz indoeuropea gen-, ‘dar a luz’. De ahí procede
gente, ‘tribu, pueblo’. Una forma sufijada *gna-sko-
acaba en el latín nascor, germen del que salen tanto nacer
como nación. Porque nación es el ‘lugar en que se
ha nacido’. La evolución de su significado tampoco es fácil. Un artículo muy
interesante y documentado de Andrés de Blas Guerrero y Pedro Carlos
González Cuevas incluido en el Diccionario Político y Social del
siglo XX Español nos puede orientar bastante. De ahí tomo que, en
España, se han dado dos formas principales de entender qué sea una nación.
Una interpretación,
que podría llamarse «liberal», la entiende como una gran comunidad aglutinada
en torno a la defensa de un orden de derechos y libertades. Es una
interpretación política, fruto de la historia, que admite emergentes nacionalidades
culturales que podrían hallar su encaje dentro de un «Estado integral».
Otra interpretación, «conservadora», la entiende como la decantación de un
largo pasado de raíz católica. España, defiende esta postura, nace con la
conversión al catolicismo del rey visigodo Recaredo, se desarrolla a lo largo
de la Reconquista y llega a su plenitud con los Reyes Católicos, que logran la unidad
nacional y la evangelización de América.
En la guerra civil,
los sublevados monopolizaron la causa nacional retomando la tesis tradicional
conservadora (aunque excluyendo el liberalismo y la Ilustración del XVIII).
Negaron los hechos diferenciales, las pluralidades lingüísticas, o cualquier
intento de descentralización del Estado. A la muerte de Franco, la
democracia recupera la idea de que en la nación que llamamos
España cabe el autogobierno de las regiones y que somos una «nación de
naciones» o un «Estado plurinacional». La Constitución lo
recogió así, aunque con la oposición de Alianza Popular, que se arrogó
el papel de defensora de la «unidad de la patria».
Y en esas estamos, porque quienes defienden un concepto centralista, unitario, de nación, se amparan en un viejo y manido concepto de patria, que, frente a lo que se pretende hacer creer, debería ser un concepto más fácil de entender. Patria deriva de la raíz pðter-, ‘padre’, y designa ‘lo relativo al padre’ aunque, de manera más amplia, pasa a designar ‘la tierra natal o adoptiva a la que se siente unido el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos’, noción que nos permite hablar de la patria chica para hacer mención del lugar en que hemos nacido. Eso debería convencernos de que puede haber una patria catalana, una patria asturiana, una patria motrileña…, sin que ninguna de ellas tenga que entrar en colisión con una patria española. Salvo que queramos abandonar el terreno de lo político, que acoge a todos, y adentrarnos en el más farragoso de los sentimientos religiosos, que apuntan más a lo personal.
No estaría mal recordar
las palabras de Cicerón en De natura deorum: «Non curat
singulos homines. Non mirum: ne civitates quidem; non eas; ne nationes quidem
et gentis», es decir, que Dios no se cuida de los individuos particulares, ni
tampoco se cuida de las ciudades, ni tampoco de las naciones ni de los pueblos.
También deberíamos recordar que Neruda decía que, a veces, las palabras
se arrastran como serpientes. O que Blas de Otero pedía la palabra, sí,
pero unida con la paz.