viernes, diciembre 29, 2023

EL AÑO, EL CALENDARIO, LOS ALMANAQUES Y LOS DÍAS

 


Roberts y Pastor, en su Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, dicen que año viene de la raíz indoeuropea at-, que significa ‘ir’, en el sentido de ‘periodo que se va’. Le confieso a Zalabardo que carezco de conocimientos para poner en duda tal cosa, pero que, como un personaje de un relato mío sostiene, a veces creo que el tiempo no se va, por la sencilla razón de que no pasa, está inmóvil, y somos nosotros los que pasamos por él. La manía de medir y pesar todo es lo que nos lleva a dividir lo que tal vez sea indivisible, por ser eterno, ya que cualquier porción de eternidad habría de ser, a su vez, eterna.

            Sabemos bien, le digo a mi amigo, que ese razonamiento ―las matemáticas nos lo han demostrado― es falso. En el estudio de la aporía de Zenón sobre Aquiles y la tortuga se llegó, aunque costara, a la conclusión de que no es correcto que la suma de los infinitos tramos de un todo debe dar como resultado una distancia y un tiempo infinitos. Monterroso, en uno de sus magníficos microrrelatos escribió: «Por fin, según el cable, la semana pasada la tortuga llegó a la meta. En rueda de prensa declaró modestamente que siempre temió perder, pues su contrincante le pisó todo el tiempo los talones. En efecto, una diezmiltrillonésima de segundo después, como una flecha y maldiciendo a Zenón de Elea, llegó Aquiles».

            En cualquier caso, creemos que 2023 se va y hasta sentimos la ilusión de ver cómo, en un horizonte muy cercano, se nos acerca 2024. De hecho, ya estamos ansiosos por arrancar la última hoja de ese calendario que nos ha venido sirviendo de referencia y nos aprestamos a estrenar otro que, indefectiblemente, vuelve a comenzar con enero. O sea, eso del eterno retorno del que ya nos hablaron los estoicos y que también analizaba Nietzsche en Así habló Zaratustra.

            Como veo que Zalabardo me pone cara rara, me apresuro a aclararle que no es mi intención desarrollar aquí ninguna tesis filosófica ―para lo que, además, no estoy cualificado―, sino que solo pretendo tratar en este último apunte del año actual qué diferencia hay entre almanaque y calendario, aparte de comentar la razón de los nombres con que conocemos los días de la semana.


           Vaya por delante que calendario y almanaque pueden ser considerados la misma cosa, con no demasiadas diferencias, aunque haya que reconocer que el primero surgió antes y el segundo aparece en época más tardía. El calendario, en esencia, no es sino una especie de libro de contabilidad con el que intentamos registrar el paso del tiempo. Quizá fuesen los babilonios y los sumerios los primeros en contar el tiempo y la edad de las personas por el transcurso entre el invierno y la primavera. El descubrimiento del carácter cíclico de las estaciones sirvió para delimitar la duración del año. De mismo modo, parece que fueron los astrónomos babilónicos quienes establecieron la duración del día en 24 horas y la noción de semana.

            Desconocemos qué nombre dieron los babilonios a este registro, que fue adoptado por los hebreos durante su exilio en Babilonia. Calendario es un nombre latino. Procede de calendae, el primer día de cada mes, que servía para designar las nonas y los idus ―festividades sin fecha fija―. En ese día se liquidaban las cuentas y las deudas. Los primeros calendarios, con una antigüedad de unos 8000 años, fueron lunares. Los egipcios serían los primeros en utilizar el calendario solar, hace algo más de 3000 años. En Roma, los primitivos calendarios contemplaban un año de 10 meses y 304 días. Sería Julio César quien impusiera un calendario de 12 meses y 365 días (calendario juliano). Y el papa Gregorio XIII, en 1582 llevó a cabo una reforma con el fin de ajustar las festividades religiosas al cómputo del calendario civil. Ese calendario gregoriano es el que aún manejamos.

            El almanaque, palabra de origen árabe, al-manakh, ‘el clima’, además de recoger los meses y los días, añadía datos astronómicos, la entrada de cada signo del zodiaco, principio de estaciones y fases lunares, santoral, noticias referidas a actos civiles y religiosos e incluso predicciones sobre sucesos y acontecimientos. El siglo XVIII fue la época dorada de estos almanaques y Diego Torres de Villarroel, con el seudónimo de Gran Piscator, publicó numerosos de ellos, por los que adquirió gran fama. En uno de 1766, para los días 11 al 17 de marzo, predijo: «Un juez descuida en los procedimientos justos: levántase un motín en su pueblo». La casualidad de que se acercase a la fecha exacta, 23 de marzo, hizo que muchos lo interpretasen como anuncio del motín de Esquilache. No obstante, estos almanaques tuvieron grandes detractores. Feijoo escribió en su Teatro crítico: «La correspondencia de los sucesos a algunas predicciones, que se alega a favor de los astrólogos, está tan lejos de establecer su arte, que antes, si se mira bien, lo arruina». Zalabardo me recuerda que, aún hoy, se sigue publicando en España el Calendario Zaragozano, que fundara en 1840 Mariano Castillo Ocsiero y que responde a lo que hemos dicho que es un almanaque.



            Aclarada, muy por encima, esta cuestión, me pregunta Zalabardo por los días de la semana y, muy especialmente, por sus nombres. Ya he dicho antes que la semana es también una invención babilónica. La semana, de septimana, era un ciclo de siete días, cada uno de los cuales estaba dedicado a uno de los planetas clásicos conocidos: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y Luna. Judíos y cristianos argumentaban que fuesen siete por el hecho de que en el Génesis se dice que Yaveh creó el mundo en siete días. La ordenación fue variando según culturas, hasta acabar en el orden que hoy conocemos. El día del Sol, que iniciaba la semana, era festivo para los romanos.

Esa semana y sus nombres ha llegado hasta nosotros con leves modificaciones. El día del Sol, con la conversión de Constantino al cristianismo, desapareció en favor del día del Señor y pasó a ocupar el último lugar, puesto que fue el día que Dios descansó. Y el día de Saturno fue sustituido, por influencia, judía por Sabath. Según eso, le digo a Zalabardo, los nombres de nuestros días son: lunes (dies Lunae), martes (dies Martis), miércoles (dies Mercurii), jueves (dies Jovis), viernes (dies Veneris), sábado (Sábath) y domingo (dies Domini).

Llamo la atención a Zalabardo sobre un hecho. Esta distribución ha sido acogida en las principales culturas, aunque algunas lenguas, por ejemplo el inglés, han sustituido el nombre de algunos días por el de divinidades de su propia tradición o respetan el nombre anterior. Así, el domingo es sunday (por el Sol), el lunes es monday, el martes es tuesday (por Tiw), el miércoles es wednesday (por Woden, Odín), el jueves es thursday (por Thor), el viernes es friday (por Frigg) y el sábado es saturday (por Saturno).

sábado, diciembre 23, 2023

NAVIDAD. RELIGIÓN Y MITO

 

Cuando aparezca este apunte en la Agenda, le digo a Zalabardo, estaremos en las vísperas de la Navidad o en el día mismo de la celebración. Con independencia de las creencias religiosas de cada persona, estos días se celebra el nacimiento de Jesucristo. La palabra navidad procede de la latina nativitas, ‘nacimiento’. No quiero que nadie entienda en lo que sigue una actitud crítica frente a ninguna de las religiones que tienen su principio en este hecho. Solo pretendo aclarar la influencia que unas culturas tienen en otras.

            La historicidad de Cristo es algo que nadie discute. Pero sí podemos discutir sobre la exactitud de la fecha. La fecha del nacimiento de Cristo se desconoce, como se desconoce la de tantas otras importantes figuras de la antigüedad. La razón es obvia: faltan documentos fidedignos que apoyen ese dato. Zalabardo me pregunta por el valor documental de los evangelios. Los evangelios, le digo, recogen la base del cristianismo, pero en ellos no se habla de ese dato. Marcos y Juan ni siquiera hacen referencia a su nacimiento e inician su relato con Jesús presentándose ante el Bautista. Y Mateo y Lucas, que sí hablan de su nacimiento, nada aclaran sobre la fecha.

            Habría que esperar a un periodo a caballo entre los siglos III y IV en que el emperador Constantino reconoce el cristianismo y lo considera religión del Imperio. Serían este emperador y el decidido apoyo del papa Julio I quienes decidieran que el 25 de diciembre fue la fecha del nacimiento de Cristo. ¿Y por qué precisamente el 25? Por un lógico deseo de acallar ritos paganos muy arraigados en el pueblo y, a la vez, ganar prosélitos para la nueva religión. A fines de diciembre tiene lugar, en el hemisferio norte, el solsticio de invierno. Los días han alcanzado su momento de mayor brevedad y las noches comenzarán a acortar su duración. También ha terminado un ciclo agrícola y hay que ir preparándose para el nuevo. En esas fechas, entre los días 17 y 23 de diciembre, se rendía culto al Sol Invicto y se celebraban las Saturnalia para mostrar agradecimiento a Saturno, protector de la agricultura y las cosechas. Las familias se reúnían, se hacían regalos y se disfrutaba de festejos antes de dar comienzo al ciclo siguiente. ¿Por qué no presentar a Cristo como encarnación de ese Sol vencedor que viene a reinar sobre este mundo y a favorecer nuestras necesidades?


            En este punto, le aviso a Zalabardo, es cuando cabe hablar de qué distingue a una religión de un mito, ya que hay mitos que son germen de algunas religiones y religiones que se sirven de mitos existentes porque favorecen sus propósitos. Está más que demostrado que el sincretismo religioso (la hibridación y amalgama de culturas y religiones diversas) es una constante histórica. Comunidades mayoritariamente analfabetas entienden mejor una anécdota que un razonamiento teológico. Cultos, creencias y ritos relacionados con el solsticio de invierno se encuentran en las culturas romana, judía, celta, persa, nórdicas… Y no es raro descubrir cómo muchas formas de presentar estas creencias se iban pasando de una cultura a otra, de una religión a otra.

            El mito, dice Irene Martínez, «es una narración referida a un orden del mundo anterior al orden actual cuyo fin es explicar no una particularidad local sino una ley de la naturaleza de las cosas». Así, que Hércules separe con su fuerza dos puntos de la tierra y abra el estrecho de Gibraltar es leyenda, pero no mito; en cambio, la existencia de un diluvio o la creación del hombre sí son mitos que podrían incardinarse en una religión para reforzarla. Y, según la definición de Durkheim, la religión «es un conjunto de creencias, ritos y prácticas que unen en una misma comunidad a todos los que a ella se adhieren». Cristianismo, judaísmo, mazdeísmo, etc., son religiones.

            Por lo dicho, toda religión, para calar entre sus fieles, necesita de un relato, una exposición que la haga fácilmente entendible. Y aquí viene lo del sincretismo. Parece demostrado, le digo a mi amigo, que el relato de las principales religiones que conocemos tiene su origen en oriente. Empecemos por la que estos días nos ocupa. En el cristianismo, Cristo nace un 25 de diciembre, en un pesebre, de madre virgen, son unos pastores los primeros que acuden a adorarlo y unos magos, avisados por un suceso extraño, acuden a comprobar su nacimiento.

            Ya hemos dicho la razón del 25 de diciembre. Veamos cómo entre otras religiones y cultos se encuentran detalles coincidentes. Por ejemplo, de Mitra, divinidad indoirania, lazo entre Dios y los hombres, se dice que nació en una cueva, el 25 de diciembre, hijo de una virgen a la que se denomina «Madre de Dios» y que fue adorado por unos pastores y unos magos. En Roma, a Mitra se lo relacionó con una divinidad solar y el mismo Constantino, antes de declarar oficial el cristianismo, lo identificó como el Sol Invicto.

 


           Las religiones hinduistas cuentan que Krishna nació en una cárcel y que su madre fue la virgen Devaki, fecundada por Vishnú, que «bajó» hasta su vientre. O sea, que Krishna es uno de los avatares de Vishnú que nos hace pensar en lo que Juan dice sobre que «el Verbo se hizo carne» o aquello que narra Lucas sobre que María concibió «por gracia del Espíritu Santo».

            Los griegos nos cuentan la historia de Perseo. Hijo de Dánae, encerrada para evitarle cualquier contacto con hombre, no escapó del poder de Zeus, que, transformado en lluvia de oro, la fecundó. Ya mayor, Perseo sería enviado a cumplir una misión que parecía imposible, cortar la cabeza de Medusa, la única Gorgona mortal, cuya mirada no podía ser resistida por ningún hombre.

            Podríamos seguir contando historias ―de Osiris, de Horus, de Dioniso, de Rómulo y Remo…―, pero todas nos llevarían a más y más historias que se van entrelazando. Por eso le digo a Zalabardo que es mejor cortar aquí, centrarnos en estas entrañables y familiares fiestas, aunque a veces se nos van haciendo pesadas, y desear a todo el mundo, cualquiera que sea su creencia, muchas felicidades.

sábado, diciembre 16, 2023

EL FUEGO Y LA MEMORIA

 

Cuentan los más antiguos relatos de la mitología griega que el titán Prometeo, hijo de Jápeto y Clímene, creó a los primeros hombres, modelándolos con arcilla humedecida con su propia saliva. Pero eran grandes las calamidades que sufrían y muchos los problemas para subsistir. Carecían de útiles y herramientas, sus cultivos les rendían poco e incluso comían la carne cruda. Prometeo, compadecido, les enseñó el fuego y la manera de dominarlo, con lo que se ganó la enemistad de Zeus, que no solo lo castigó a él, sino que envió un gran diluvio sobre los hombres.

            Hablamos Zalabardo y yo de la presencia e importancia del fuego en los primeros mitos de todas las culturas y la ingente cantidad de celebraciones relacionadas con su culto. Se diría, me dice mi amigo, que el efecto purificador del fuego y la memoria de lo que en cada sociedad ha significado se extiende hasta nuestros días. El estudio de las antiguas culturas muestra que el culto al fuego estuvo asociado casi desde un principio, al culto al sol. Tal vez eso explique que tanto el solsticio de verano como el de invierno estén tan ligados a celebraciones en que el fuego es protagonista.

            El solsticio de invierno coincide con la noche más larga del año. Finaliza un ciclo agrícola, se inicia el tiempo de los fríos y la espera de un renacer de la naturaleza. En ese ambiente, las hogueras significan un deseo de ayudar al sol a reponerse y a recuperar su poder.

También en todas las sociedades se observa cómo el poder se ejerce y se mantiene por la fuerza de las armas y la influencia de la religión. Las religiones, para en su afán proselitista, no dudan en adoptar las antiguas ideas y tradiciones transformándolas a las necesidades del credo propio. Si hablamos del fuego, la evangelización del pueblo celta convirtió a Brigit, diosa del fuego, en santa Brígida a la que se hizo patrona de Irlanda hasta que fue suplantada por san Patricio. Del mismo modo, más hacia el sur, el cristianismo adelantó la celebración del solsticio del solsticio invernal a la noche del 12 de diciembre, víspera de la festividad de santa Lucía (‘la que porta la luz’).


            Pero, le digo a Zalabardo, aunque se alteren viejas tradiciones, aunque se implanten nuevas creencias, en la memoria de los pueblos permanece siempre algo difícil de desterrar y que, de un modo u otro, acaba aflorando. Esto lo pude comprobar el pasado 12 de diciembre en Casarabonela, bello pueblo de la Sierra de las Nieves, donde asistí a la curiosa Fiesta de los Rondeles. ¿Pero por qué en este pueblo se festeja a la Divina Pastora y no a santa Lucía? Una leyenda del siglo XVIII cuenta que un fraile capuchino encargó tallar la imagen que había contemplado en un sueño. La Virgen, narró al tallista, se le apareció bajo la sombra de un árbol, sentada sobre una roca y rodeada de ovejas que portaban en sus bocas rosas simbólicas.

            Pero, pese a todos los cambios que el tiempo haya ido imponiendo, la Fiesta de los Rondeles, le digo a Zalabardo, sigue siendo reflejo, aunque sea de manera inconsciente, de los antiquísimos cultos al fuego y al sol, retenidos en la memoria de los habitantes de este pueblo. Las formas, claro está, son otras y, tal como ahora se celebra, sigue un rito que se remonta a un periodo comprendido entre los siglos XVI al XVIII, cuando, terminada la molienda, se quemaban los capachos pringados de restos de aceite como agradecimiento a la Divina Pastora por la buena cosecha.

        La fiesta, no obstante, ha conocido vicisitudes que dan cuenta de que la idea de lo que primitivamente fue no se había perdido. Por ejemplo, el cambio de fecha del solsticio a la víspera de santa Lucía. En 1703, el cambio de advocación; la santa que recordaba a la diosa portadora de la luz fue sustituida por la Divina Pastora. Durante la guerra civil y, más tarde, entre 1960 a 1974, estuvo prohibida; entre otras cosas, porque se consideraba indecoroso que participaran mujeres en ella. Y ya hacia 1980, un grupo de habitantes decidió recuperar la costumbre y crear la Asociación que hoy se ocupa de ella.

            En esencia, la Fiesta es así: estando cercana la navidad, grupos de pastorales recorren el pueblo cantando villancicos hasta llegar a la ermita en que se encuentra la imagen de la Divina Pastora, en cuya puerta arde una gran hoguera. A la salida de la imagen del templo, se bendice en fuego en el que treinta miembros de la Asociación encenderán un rondel (‘capacho enrollado e impregnado de aceite’) que llevan sujeto en una larga pica. Se apagan las luces del pueblo y con la sola luz de estos rondeles (memoria del fuego ancestral), y el acompañamiento de las pastorales, la Pastora es procesionada hasta la parroquia.


            Si el fuego es protagonista de ese día, o esa noche, en Casarabonela, la memoria juega también su papel en el intento de conservar imágenes de otros tiempos. En estos días se ha abierto al público un antiguo complejo molinero ―Molino de Albaiva― dedicado a la molienda de harina y aceite y que ha sido restaurado gracias a una subvención oficial. El interés de este molino no radica solo en la posibilidad de recordar a los visitantes ―otra vez la memoria― la vieja maquinaria, arrinconada hoy por las modernas técnicas, sino el no menos interesante recuerdo de palabras que han ido cayendo en desuso o que, incluso, se han perdido.

            Si, por ejemplo, visitando este Museo Molino de Albaiva, muchos pueden recordar y ver qué son los trojes, qué es el cárcavo, el rodezno, el cubo o la tolva, también pueden conocerse otras palabras que no aparecen en diccionarios usuales. Por ejemplo, el empiedro, que es el lugar donde giran las muelas del molino, los rayones, que son las palas del rodezno, ‘noria’, que harán moverse esas muelas, o la tarara, máquina para limpiar de impurezas el trigo antes de ser molido. Además, como en su origen fue un molino hidráulico, puede verse el cubo y canal por donde entraba del agua que lo alimentaba, el arroyo Comparate, hoy inexistente y que fluía bajo las construcciones del pueblo actual.

Fuego y memoria, le digo a Zalabardo. El fuego inextinguible que nos acompaña desde el principio de los tiempos y la memoria de lo que fuimos y de cómo se llamaba aquello que nos permitía sobrevivir. El otro día comentábamos las palabras que van ocupando su lugar en el diccionario. Hoy hemos visto algunas que ya se van perdiendo. Que al menos la memoria impida su desaparición total.

sábado, diciembre 09, 2023

VÍSTEME DESPACIO…

 


No creo que haya muchos hablantes desconocedores de este refrán que aconseja no apresurarse cuando se tiene prisa para algo. Y es que, precisamente para que lo que pretendemos salga bien conviene andar paso a paso, no a saltos que nos pongan en peligro de caer; y aun que esos pasos sean cortitos y meditados. Le digo a Zalabardo esto porque, aunque la RAE publicara hace ya días su periódica reforma del Diccionario, he querido esperar a revisar con calma su contenido antes de emitir una opinión.

        Siempre que pienso en este tema, el de las palabras que acogemos en el Diccionario, tengo presente a FeijooBenito Jerónimo, el fraile gallego del siglo XVIII y no a su paisano, actual jefe de la oposición en el Congreso―. El Feijoo ilustrado, a quien considero modélico en el uso del idioma, nos legó algunos principios que nunca debiéramos olvidar: que no puede considerarse «vicio del estilo la introducción de voces nuevas o extrañas al propio idioma»; que para manejar esas palabras, las nuevas o las tomadas prestadas, solo «es menester un tino sutil, un discernimiento delicado»; o que «de no haber afectación, no ha de haber exceso». Más claro, agua.

        Le confieso a Zalabardo mi preocupación por que mis argumentos no sean bien entendidos. Y es que, cuando uno no muestra entusiasmo ante una novedad, siempre hay quien afirma que estás contra ella. Y no es así. Lo que pasa es que nos hemos acostumbrado a que cada año, o cada muy pocos años, la Academia saque una relación de modificaciones en el DLE, que se difunde y aplaude con fervor en casi todos los medios. Y yo, antes de decir nada, prefiero apoyarme de nuevo en Feijoo: «Aunque tengo por obras importantísimas los diccionarios, el fin que tal vez se proponen sus autores de fijar el lenguaje, ni le juzgo útil ni asequible. No útil porque es cerrar la puerta a muchas voces cuyo uso nos puede convenir; no asequible porque no hay escritor de pluma algo suelta que se proponga contenerla dentro de los términos del diccionario».


        Aquel fraile benedictino ―le digo a Zalabardo― defendía que no hay tener ninguna prevención contra neologismos o extranjerismos, siempre que seamos diestros y sutiles en su empleo. En cuanto al Diccionario. sus ideas caben en pocas palabras: ni todas las palabras pueden estar en un diccionario ni nadie debe cometer la tontería de usar solo las que en él aparezcan. Por eso carece de sentido preguntarse si una palabra está recogida por la RAE o por qué no se destierra tal otra. Mi madre usaba almáciga con un sentido no recogido en el DLE y nunca diré que hablase mal. Mi querida amiga Pepa Márquez usa jicá (y otras) que no aparecen en ese diccionario, y me encanta oír las voces que emplea. Y hoy mismo, paseando por Almogía, me encuentro con avareo y descapote, que tampoco están amparadas por la Academia.

        En el documento de la Academia veo cosas positivas y cosas que no lo son tanto. Aplaudo la inclusión de sinónimos y antónimos, algunas acepciones nuevas y algunas exclusiones que iban siendo precisas. Sin embargo, creo que se deja arrastrar, lo he dicho otras veces, por unas prisas excesivas. A las palabras hay que darles un tiempo para que se asienten y se generalicen en su empleo. No importa tanto si una palabra está o no como el uso que de ella se haga. El Diccionario de la Academia debe ser una obra con finalidad descriptiva; debe dar fe, como un notario, de las palabras que se han asentado entre los hablantes y certificar la defunción de las que ya no se usan. Ha de ir, pues, a la zaga de los hablantes, nunca por delante. Pretender que el diccionario sea normativo, que imponga lo que hay que decir, está fuera de lugar.

        Si este objetivo se quiere alcanzar con éxito, sobran las prisas. Pongo un ejemplo. El mundo de la tecnología es muy cambiante. ¿Recordamos aquellos discos de almacenamiento de datos en formato digital, los CD-ROM? Pronto aquello se españolizó como cederrón y entró a bombo y platillo en el DLE. Bien. ¿Quién se acuerda ya de lo que es un cederrón y quiénes hacen uso de ellos? Una palabra de esa naturaleza cabe, es mi opinión, en un diccionario específico, nunca en el general. Entre las introducciones ahora aceptadas, pienso igual de feng shui, de bracket o de big data.

        Me parece bien que se recoja bobsleigh, un deporte extraño en nuestras tierras y de complicado nombre, o esa nueva modalidad conocida como parkour (que me ofrece la misma duda ortográfica que okupa). Me extraña que se dé entrada a boccia, un tipo de petanca adaptada a paralímpicos, si ya tenemos bocha, que es exactamente lo mismo. ¿Pero tiene sentido conceder ese honor a balconing, que no es más que una práctica peligrosa e irresponsable que ojalá sea pronto una moda pasajera?

 


       Aparece también como nuevo inquilino porsiacaso, ‘lo que se lleva en previsión de necesitarlo’. Puestos a eso, ¿no se podría incluir también poyaque, ‘lo que se va añadiendo a una obra sin que esté en el proyecto inicial’, palabra que oí por vez primera, hace ya muchos años, en boca de mi buen amigo Carlos Rodríguez, o el nosequé que tan bien nos explicó Feijoo hace casi trescientos años?

        Loable el deseo de suprimir todo lo que suponga actitud machista en una sociedad que marcha hacia una auténtica igualdad, no conseguida aún del todo. Por eso, si desaparece periquear, ‘dicho de una mujer, disfrutar de una excesiva libertad’, se tendría que haber mandado también a tomar viento la acepción 7 de perico: ‘persona, especialmente mujer, que gusta de callejear, y es a veces de vida desenvuelta’. Aunque yo hubiese dejado las dos, suprimiendo esa alusión casi exclusiva a las mujeres.

        Por fin, señalo dos introducciones que no entiendo en absoluto. Todos sabemos que añadiendo el sufijo -mente a un adjetivo, obtenemos un adverbio de modo; o que basta unir un prefijo para otorgar a cualquier palabra un nuevo matiz en su significado. Si esto es así, ¿Por qué, entonces, aparecen ahora fácilmente y supervillano y no, pongo por caso, concretamente o superchalet?

        En resumen, le digo a Zalabardo, lo que más me molesta es esa atención desmedida de los medios, escritos y hablados, a las “novedades” recogidas en el Diccionario, cuando en esos mismos medios vemos continuamente que no se sabe diferenciar entre porqué, por qué, porque, por que; o se dice se investigan a tres personas, manifestando el desconocimiento de lo que es una construcción pasiva refleja, una reflexiva y una impersonal refleja; o se insiste en habían muchos espectadores, despreciando la norma, aquí si cabe, de que la impersonalidad  se construye en singular. Y cito solo tres ejemplos.

sábado, diciembre 02, 2023

SACAR LOS PIES DEL PLATO (SOBRE ORIGEN DE ALGUNOS DICHOS)

 

Zalabardo, de quien ya dije que es persona prudente, me transmitía hace unos días su preocupación ante la etapa que nos ha tocado vivir. «No hay rincón del mundo al que miremos», me decía, «que no sea escenario de conflicto». Y proseguía: «Incluso nuestra más cercana sociedad es nido de conflictos. Quizá ya no baste andar con pies de plomo; tal vez la sensatez nos aconseje no sacar los pies del plato». Coincido con lo primero, pues nunca está de más ser cauteloso, precavido y no tener demasiadas prisas al actuar o al hablar; ser como el buzo que trabaja en las profundidades marinas y utiliza ese calzado que da origen a la expresión. Pero yo, que no soy tan prudente, no tengo tan claro lo segundo.

            Durante nuestra conversación le he recordado la abundancia en nuestra lengua de expresiones formadas en torno a los pies: buscar los tres pies al gato, poner pies en polvorosa, tener pies de barro, hacer algo a pies juntillas, no dar pie con bola, echar a los pies de los caballos, al pie de la letra, dar el pie, nacer de pie, tener fríos los pies y caliente la cabeza, entrar con pie derecho, dar el pie y coger la mano, saber de qué pie cojea alguien, darse un tiro en el pie…; esa lista ni siquiera muestra la mitad.

            Responde mi amigo que las conoce, como la mayoría de la gente. Pero no acaba de entender por qué razón dudo de la validez de no sacar los pies del plato, expresión que nos aconseja ‘no ir más allá de lo lícito y razonable’.  ¿Y por qué no?, digo a mi vez, y me veo precisado a aclararle mi posición; todos las conocemos, sí, aunque a veces se nos escape el desvío que el tiempo ha ido dando a sus sentidos originales.

          Sacar los pies del plato fue, en tiempos, una expresión nacida entre quienes se dedicaban a la cría de aves. Para asegurar que todos los pollitos recibiesen la alimentación adecuada, se los metía en un tiesto o plato de barro con bordes suficientemente altos para que el animal no pudiese escapar, ya que hacerlo suponía verse privado del alimento y morir. Por ello, alguien debía cuidar que el pollito que saltaba estos bordes, que sacaba sus pies del tiesto o plato, fuese devuelto a su lugar.


          Hasta ahí, bien. Pero resulta que, en la actualidad, le damos otro significado, ‘excederse, ir más allá de lo lícito o razonable’. Podría ser una norma válida, le digo a mi amigo, salvo si se mete por medio la corrección política, que para mí es la más incorrecta de las políticas. ¿Por qué? La corrección política, en sus inicios bien intencionada, pretendía evitar cualquier palabra o comportamiento ofensivos para otros. Eso siempre es recomendable. Lo malo viene cuando se desvirtúa su sentido y se rebasan unos límites que son peligrosos. La denominada corrección política ha desembocado en una situación en la que no hay persona, grupo o asociación que no vea ofensa en cualquier cosa que no se ajuste a sus propias ideas. Consecuencia: surge la tentación de obligar a que nos pleguemos a una norma que nace del mero capricho de ese grupo. Se comienza rechazando una palabra y se acaba prohibiendo una representación teatral o la edición de un libro. Es muy fácil denunciar lo que no gusta e implantar una política censora y prohibitiva.

            Por supuesto que eso no es nuevo. Tampoco es algo que inventara Alfonso Guerra cuando soltó aquello de «Aquí, quien se mueva no sale en la foto». Con anterioridad se dieron incluso amenazas peores. Basta repasar un poco la historia: Hipatia, Galileo, Giordano Bruno, Miguel Servet, Edward Jenner, Dian Fossey… fueron rechazados por defender ideas diferentes a las imperantes, es decir, por sacar los pies del plato. La corrección política mal entendida, hoy y siempre, aspira a la uniformidad, al pensamiento único. Esa es la razón por la que le digo a mi amigo que nunca hay que tener miedo a disentir del pensamiento general. Si no hubiese sido por tantos como, a lo largo de los años, han sacado los pies del plato, fueron rebeldes frente a la norma impuesta, hoy nos veríamos privados de los avances que les debemos.

        Metidos en faena, decido contarle a Zalabardo el origen curioso de algunas de esas expresiones. Empecemos por la de entrar con el pie derecho, que es ‘iniciar algo del modo correcto para alcanzar el resultado apetecido’. Catalogada hoy como superstición de orígenes muy remotos, que su uso se afianzó gracias a una rúbrica recogida por el Misal católico. Las rúbricas, aclaro, son normas de obligado cumplimiento en la práctica de los ritos litúrgicos. En Ordinarios, Oficios, Ceremoniales y Cantorales, miro un ejemplar de 1805, en el capítulo Rúbricas o cánones generales, aparece esta: «Llegado al altar en que ha de decir Misa […] se hará inclinación de cabeza a la cruz bajo la ínfima grada […] Luego, moviendo primero el pie derecho […] sube al altar…» ¿Por qué comenzar la misa accediendo al altar con el pie derecho? Se afirma que Cristo está sentado a la derecha del Padre; y en la iconografía de la crucifixión, a Dimas, el buen ladrón, se lo sitúa siempre a la derecha. Ergo, al cielo se entra con el pie derecho.

            No menos curioso es el origen de la expresión hacer o decir algo al pie de la letra. Hoy aceptamos que es ‘repetir algo sin variación, de modo escrupuloso, para que sea entendido en la plenitud del sentido aquello a lo que nos referimos’. No obstante, en la Edad Media era diferente. Los textos, escritos en su mayoría en latín, eran de difícil comprensión. Se hacía preciso traducirlos. Una de las primeras técnicas fue la llamada ad pedem litterae, que consistía en ir escribiendo bajo cada una de las palabras, bajo su pie, el significado equivalente.

            En otros casos, la expresión ha ido sufriendo a través del tiempo cambios tanto en su forma como en su sentido. Por ejemplo, buscar tres pies al gato. Su forma más antigua, le indico a Zalabardo, era buscarle cinco pies al gato; así la recoge Covarrubias, quien afirma que significa ‘hacerle entender a alguien mediante embustes algo imposible’. Sin embargo, en el Quijote, nos la encontramos ya como buscar tres pies al gato, que, aunque mi paisano Rodríguez Marín dice que es ‘buscar ocasión de pesadumbre y enojo’ habría que entender mejor tal como hoy se emplea y señala el diccionario de Seco, ‘meterse en complicaciones inútiles o peligrosas’.

 

           Y dejo para el final, seguir resultaría demasiado prolijo, poner pies en polvorosa, es decir, ‘salir huyendo de forma precipitada’. Son dos las interpretaciones en liza. Una, pretendiendo su historicidad, dice que el rey leonés Alfonso el Magno atacó cerca la localidad palentina Polvorosa a las tropas musulmanas, entre las que un eclipse de luna provocó tal pánico que las hizo huir. Vuelvo a mi paisano Rodríguez Marín, quien, comentando la expresión, que aparece en el capítulo XXI de la primera parte del Quijote, afirma: «En el habla de germanía, polvorosa significa calle y senda». Y no es el único en mantener esta interpretación, que es hoy la que parece más acertada y lógica.