sábado, abril 30, 2022

¿QUIÉN ENCONTRARÁ LA MUJER IDEAL?

 

El miércoles se presentó un poemario de Presina Pereiro titulado Arde Prometeo y que su autora edita con todos los derechos cedidos para la recuperación de la Librería Proteo, destruida por un incendio hará pronto un año. El gesto de Presina es uno más de los que se han unido a este loable propósito de que las llamas no sean el fin de la más prestigiosa librería malagueña, entre ellos Todos con Proteo, libro colectivo cuya edición he tenido el placer y el honor de coordinar.

            Presina Pereiro, novelista, Licenciada en Historia, especialista en el siglo XVI, y colaboradora en bastantes movimientos defensores de los derechos de las mujeres, fue presentada por José Infante, poeta de reconocido prestigio que también había participado en Todos con Proteo. En la acertada semblanza que hizo de la autora de Arde Prometeo, tuvo el acierto de llamarla (creo que esa fue la expresión) feminista a la antigua, pues, explicó, Presina no levanta ninguna bandera para luchar contra los hombres, sino que centra su lucha en conseguir los justos derechos de las mujeres.

            Bastantes feministas estarán en desacuerdo con José Infante y dirán que solo derribando, con los medios que sea, esa barrera levantada durante siglos por una sociedad dominada por hombres, alcanzará la mujer el lugar que le corresponde. Puede que tengan razón, pero yo me alineo junto a Infante al defender que es más efectivo un feminismo reivindicativo que otro revanchista. Figuras como Carmen de Burgos, Clara Campoamor o Emilia Pardo Bazán, entre otras, ya representaron este sentir en el siglo XIX e hicieron mucho en favor de las mujeres de nuestro siglo, para las que deberían servir de modelos.

            El feminismo militante denuncia la vigencia de un exceso de resabios heredados de una mentalidad patriarcal con muchos siglos de existencia. Tiene razón también en eso y tiempo va siendo de desterrarlos. Pero no hay que olvidar que la oposición al ideal feminista no viene solo de los hombres, sino que hay un peligroso quintacolumnismo formado por mujeres fieles a un modelo que ya se elogiaba en uno de los libros sapienciales de la Biblia, el de los Proverbios. En su capítulo 31, en especial los versículos 10 al 31, se define a la perfección. «¿Quién encontrará a la mujer ideal?», a lo que se responde con la enumeración de las dotes que han de concurrir en ella: busca lana y lino para trabajarlos, se levanta antes de que amanezca para preparar la comida de toda la familia, impedirá que pasen frío confeccionando la ropa que visten, cuida de que la casa esté siempre limpia y ordenada, trabaja con energía sin distraerse para que nadie pueda decir que no se ha merecido el pan que come, se viste con sencillez y dignidad despreciando la gracia engañosa y la belleza fugaz… Por estas y otras cualidades, el marido será felicitado cuando se sienta en la plaza a conversar con los amigos.


           Le digo a Zalabardo que, aunque sea un pensamiento forjado por hombres, llama la atención que, después de casi tres mil años, haya tantas mujeres adheridas a ese ideal. En España, ese concepto de mujer lo defendió con fuerza, no mucho después de nuestra guerra civil, Pilar Primo de Rivera, autora incluso de una Guía de la buena esposa (o sea, la mujer ideal bíblica), donde afirmaba que «la única misión que tienen asignada las mujeres en la tarea de la patria es el hogar»; junto a este principio básico se aconseja a la mujer ser sumisa, no hacer deporte, «que no se empache con libros… porque la mujer no tiene que ser intelectual»; y en la larguísima serie de consejos, se advierte sobre las relaciones sexuales (por supuesto, dentro del matrimonio), recomendando que accedan mansamente a los deseos del marido porque «la satisfacción del hombre es más importante que la de la mujer».

            Numerosos detalles y conductas constatan la existencia de prejuicios que entorpecen el acceso de las mujeres a una situación de igualdad. Hace unos días, le cuento a Zalabardo, difundía yo, en tono de humor, una versión del lamentable accidente de Belén Esteban. No me gusta lo que Belén Esteban hace, no me gustan esos programas, no me gusta una televisión chismosa y barriobajera. Hasta ahí llego. Pero como hay muchos modos de ser persona (hombre o mujer) y, en principio, todos son respetables, no tengo nada contra el camino que cada cual elija para ganarse la vida. Belén Esteban es libre de hacer lo que hace. Por eso, siento rabia al ver que la manejan como a un muñeco y no puedo evitar pensar qué vida le espera el día que esa televisión deje de considerarla rentable.

            Inmediatamente, aclaré que hacía un chiste inocente ―todo en la vida se puede tomar con humor― y pasé a denunciar la imperdonable falta de ética que refleja el hecho de que el programa continuase como si nada hubiese ocurrido. En la última novela de Garriga Vela, un personaje (guionista de televisión) dice no hay que ofrecer nada que haga pensar al espectador, porque cambiará de canal, que hay que ofrecer imágenes poderosas, «como la familia deshecha por el dolor… tras haberse encontrado entre la maleza el cadáver de la hija desparecida». En el caso que cuento, esa televisión mostró desde todos los ángulos la imagen de una Belén Esteban dolorida y llorosa porque acababa de romperse tibia y peroné. Vergonzosa conducta.


           La triste anécdota que contaba motivó una pequeña discusión, intrascendente y sin mayores consecuencias; alguien me dijo textualmente: «Ella se lo ha buscado. Ahora que se aguante». Duro juicio que me sorprendió porque parece alinearse con la defensa de la mujer ideal y fuerte de la que habla la Biblia o la sumisa que pedía Pilar Primo de Rivera, al que no se ajusta Belén Esteban. Pero tampoco puedo prohibir a nadie que piense como mejor le parezca. En eso estriba la libertad

            No sé, le confío a Zalabardo, si este apunte me ha quedado como un confuso batiburrillo; en cualquier caso, le aclaro, lo que quiero decir es que las trabas al objetivo feminista no las ponen solo hombres; que las dificultades para que la mujer consiga una plena igualdad social proceden también de muchas mujeres.

sábado, abril 23, 2022

DÍA DEL LIBRO 2022

Me pidieron hace unos días que, con motivo del Día del libro, grabara un vídeo de no más de 30 segundos en el que hablase de cuál es mi libro preferido y por qué razones y en el recomendase un libro y explicara por qué. Zalabardo me miraba y yo lo miraba a él. No entendíamos qué tal cosa fuese posible en tan escaso tiempo. Mi amigo se reía: «Te lo han pedido a ti», me decía, dando a entender que poca ayuda podía prestarme.

            No soy capaz de elegir mi libro preferido por la sencilla razón de que no existe tal libro; tendría que citar varios, tal vez demasiados, porque cada libro posee algo peculiar que no solo lo convierte en una experiencia concreta e irrepetible, sino que te habla de una manera diferente cada vez que regresas a él. Lo tópico, lo que primero se viene a la boca es responder que el Quijote. Y en mi caso pudiera ser, entre otras razones porque casi aprendí a leer en él, en una edición infantil, y jamás olvidaré cómo mi maestro de primaria nos ponía en semicírculo e íbamos pasando el libro de una mano a otra. En la actualidad, lo sigo leyendo regularmente y cada vez que me enfrento a un capítulo hallo algo que no había visto en la lectura precedente. Tengo, creo, que seis ediciones diferentes, entre ellas la anotada por Rodríguez Marín, mi paisano, y la ilustrada por Dalí.

            Pero no podría quedarme ahí. Si hago memoria, no puedo callar las lecturas juveniles que me atrajeron de manera especial; quizá la que más, La isla del tesoro, de Stevenson y el conjunto de las novelas de Verne, con Miguel Strogoff y 20000 leguas de viaje submarino a la cabeza.


            Un día descubrí, casi por casualidad, Platero y yo y mi admiración, con una laguna grande de años por medio, acabaría derivando en un respeto muy grande hacia la hondura poética de Juan Ramón Jiménez, en especial Dios deseado y deseante y el extenso poema Espacio. Entre medias, se me aparecieron los clásicos, Homero como abanderado con la Iliada y la Odisea. Ya bastante tarde, he conocido el inmenso Poema de Gilgamesh. Que no se olvide la Carta a Meneceo, de Epicuro. En los clásicos está todo lo que un lector quiera encontrar, creo que nada hay en la literatura que no tenga su origen en ellos.

            A lo largo de mi dilatada vida se han ido añadiendo libros y autores. Joseph Conrad y El corazón de las tinieblas, las Hojas de hierba de Whitman; Las uvas de la ira, de Steinbeck y el delicioso cuento La perla. ¿Y dónde deja uno El viejo y el mar, de Hemingway? Y mientras escribo esto, pienso que he olvidado mencionar a Dante y su inmortal Comedia, que he callado los nombres de Montaigne, de Machado, de Valle-Inclán, de Delibes… ¿Esconderemos a Dostoievski o a Kafka? ¿Y a Goethe? ¿Hay un libro de amor más profundo que El cantar de los cantares?

            Y, claro, al hablar de preferencias, debo citar ineludiblemente al mejicano Juan Rulfo y su impresionante Pedro Páramo, para mí la mejor novela en español después del Quijote; si el realismo mágico tiene un profeta y un origen puede que ahí esté una cosa y la otra. Caigo en la cuenta, entonces, de qué pasa con La amortajada, de la chilena María Luisa Bombal, que ya anticipó ese género en 1938. O con Madame Bovary, de Flaubert, pilar de la novela moderna.

            Con esos antecedentes, ¿puedo elegir un libro que y considerarlo mi preferido? Es de todo punto imposible. ¿Y recomendar? ¡Qué tarea más complicada! ¡Qué riesgo aconsejar a alguien que lea tal o cual libro y, más aún, razonar por qué ha de hacerlo! Si es antiguo, por lo ya dicho; si actúa, porque se publica tanto que a uno le quedan muchos buenos libros por descubrir. Por eso, cada persona ha de encontrar su libro, sus libros, porque cada lector es diferente a los demás y cada libro encierra universos infinitos que no todos percibimos de igual manera.

            Zalabardo sabe que, en esta cuestión, siempre prefiero decir qué estoy leyendo antes que recomendar que otros lo que han de leer. Por ejemplo, en estos instantes estoy leyendo Apología, de Antonio de Nebrija, alegato en el que defiende el criterio filológico para la revisión de la Biblia para hacer frente a los fanáticos que quisieron llevarlo ante la Inquisición. Y, como estamos en el año de su centenario, releo también Ulises, de James Joyce, como he vuelto a leer El infinito en un junco, de Irene Vallejo, la Comedia de Dante, la Odisea y los Poemas de Allan Poe. Creo que vivo una etapa en que releo más que leo. Y ya que soy más aficionado a la novela que a otros géneros, lo último ha sido Volver a casa, de Yaa Gyasi; Horas muertas, de Garriga Vela; A corazón abierto, de Elvira Lindo; Volver a dónde, de Muñoz Molina y Sacramento, de Antonio Soler. En este proceso de revisión de preferencias, ¿habría que dejar fuera los diccionarios?

           Mañana, Zalabardo me avisa que ya hoy cuando escribo, es el Día Internacional del Libro y de los Derechos de Autor, que esa es la denominación oficial. Por eso le cuento a mi amigo algunos detalles. Por ejemplo, que esta fiesta comenzó a promoverla en 1923 un español, Vicente Clavel, creador de la Editorial Valencia. En 1926, mediante decreto, se estableció el Día del Libro Español, que inicialmente se celebraría el 7 de octubre, para pasar en 1930 a la fecha actual de 23 de abril. Y que, en 1995, la UNESCO decidió establecer en tal fecha el actual Día Internacional del Libro. Le explico también a mi amigo que, pese a lo que se afirma, Cervantes y Shakespeare no coincidieron en morir es esta fecha. Cervantes falleció el 22 de abril de 1616 y el 23 fue sepultado. Pero en España regía el calendario gregoriano mientras que los ingleses se guiaban por el juliano; y el 23 de abril de este último se corresponde con el 3 de mayo nuestro. Por último, que esa fecha de 23 de abril es también la fecha del fallecimiento del Inca Garcilaso, de William Wordsworth o de Josep Pla.

domingo, abril 17, 2022

TRADICIONES, SEMANA SANTA Y “CORRER LA VEGA” EN ANTEQUERA


Definir con exactitud qué sea una tradición no es cosa fácil. Muchos estudiosos discrepan y defienden nociones diferentes. Aun así, sabemos que comer turrón en Navidad es una tradición. O, en Alemania, despedir el año fundiendo en una cuchara una pequeña figura de plomo que, una vez derretida, se verterá en un vaso de agua para interpretar la forma resultante como augurio del nuevo año. También es tradición granadina comer habas crudas el Día de la Cruz. Pues bien, hace unos días, un diputado ultraderechista sorprendió al Perlament catalán con una alocución en la que se mostraba contrario a felicitar las fiestas primaverales o «cualquier festividad extranjera ajena a nuestra tradición». Acabó su intervención afirmando que él solo felicita la Semana Santa y gritando: «¡Viva Cristo Rey!».

No seré yo, y menos aún Zalabardo, quienes discutamos el derecho que asiste a cada persona a practicar una religión. O a hacer pública ostentación de ello. Sin embargo, coincidimos en pensar que este diputado cometía errores de bulto en su intervención. Por ejemplo, el de que, en un estado laico, declaraciones de ese tono sobran en la tribuna de un parlamento. Segundo, que tales palabras reflejan una idea no muy clara sobre lo que sea la Semana Santa, conmemoración cristiana de los últimos días de Jesucristo, los de su pasión y su muerte; ¿tiene sentido que alguien felicite a nadie por ello? Y, por último, que es discutible considerar la Semana Santa “una tradición nuestra”, como si fuese una propiedad de los españoles y nada tuvieran que ver con ella otras sociedades “extranjeras”.


           Zalabardo y yo pensamos que la Semana Santa es conmemoración tan importante para el cristianismo, como es importante la Pascua para los judíos o el Ramadán para los islámicos. Cada una recuerda un hecho crucial para sus culturas. Conocido lo que es la Semana Santa, le explico a Zalabardo que el Ramadán, noveno mes del calendario islámico, recuerda la aparición del ángel Gabriel y la revelación a Mahoma del Corán. Para los creyentes de esa fe es un periodo de ayuno y expiación mediante el que se logra la liberación de los pecados. Y que la Pascua judía, la única que de verdad es fiesta, celebra la liberación del pueblo hebreo de su esclavitud en Egipto. En resumen, son conmemoraciones a las que se unen determinadas tradiciones que no han de confundirse con ellas.

            La Semana Santa es algo que rebasa la simplista consideración de “tradición española”. Ya en sus orígenes observamos su relación con la cultura judía y la celebración de la Pascua. La última cena, que podemos ver como instauración de la eucaristía y fundamento de una nueva religión, lo prueba. Jesús envió a sus apóstoles a que prepararan el lugar para celebrar la Pascua y comer. El cristianismo primitivo, que no duda en llamar Cordero a Jesús, por comparación con el que se sacrificaba en aquella fiesta, se esforzó, sin embargo, en romper cualquier relación con el judaísmo. En el primer concilio de Nicea, siglo IV, se estableció que la Pascua (de resurrección) tuviese lugar obligadamente en domingo y que no coincidiera con la Pascua judía; el asunto de la determinación de la fecha se resolvió en el siglo VI: la Pascua cristiana tendría lugar el domingo inmediatamente posterior a la primera luna llena del equinoccio de marzo, lo que tiene lugar entre el 22 de marzo y el 25 de abril. El diputado que desligaba la Semana Santa de cualquier celebración primaveral debería saber esto.

            Estas festividades de las que hablamos tienen sus propias tradiciones, costumbres, formas de expresión adoptadas por una comunidad, que varían de un lugar a otro. Para seguir llevando la contraria al diputado catalán, Alberto Tarradas es su nombre, le digo a Zalabardo que, en Antequera, una tradición arraigada es la costumbre de correr la Vega durante los días centrales de la Semana Santa. Tenía ganas de presenciar esa fiesta, pues fiesta es y como tradición la defienden los antequeranos, y el Viernes Santo me fui a ver las procesiones de la Virgen de la Paz y de la del Socorro y a compartir la emoción de los antequeranos viendo correr la Vega en la Cuesta de la Paz y en la Cuesta de Zapateros. Muchos jóvenes, y no pocos mayores, que tal vez no sean religiosos, que no siguen las procesiones de la Paz o del Socorro, a la hora precisa se concentran en la plaza de san Sebastián ansiosos de que los tronos enfilen las cuestas para correr ante ellos. Al concluir, se sentirán orgullosos por haber corrido la Vega jaleados por una multitud enfervorizada que los animaba.

 


           Contagiado de ese entusiasmo general, apretujado en la estrecha acera de la cuesta, primero la Paz, luego Zapateros, aprovechaba los intervalos entre la subida de un trono y otro para hablar con la gente y pedirles que me contaran qué es eso de llamar correr la Vega a una subida desenfrenada por una cuesta en la que no faltaban caídas y accidentes. Nunca graves, un desollón en la rodilla o perder un zapato, nada más. Me daban versiones distintas, aunque coincidentes en el fondo. No sabían dar fechas ni explicar su evolución hasta la forma actual. Pero todos hablaban de una época lejana en que la procesión iba por otro lado hasta llegar a un cerrillo, la cuesta de Archidona, desde donde se divisa toda la vega antequerana. Allí, pedían a las imágenes que bendijesen la vega para que las próximas cosechas fuesen buenas. Con el tiempo, los recorridos procesionales cambiaron y se inició la costumbre de ese ascenso desenfrenado, que alguien califica como «algo que se ha hecho toda la vida». Pero ninguna razón histórica importaba a los que hablaban conmigo. Era Viernes Santo y, en aquel momento, solo contaba el latido acelerado de los corredores de la Vega y la admiración de los espectadores. Correr la Vega es una tradición con la que todos los antequeranos se identifican, sin atender a la condición ni creencia de nadie.



sábado, abril 09, 2022

¿HAY PALABRAS FEAS?

En el canto XXII de la Odisea (deseo no equivocarme porque empiezo a escribir este apunte en un chiringuito de playa de Rincón de la Victoria mientras hago tiempo para una reunión de amigos), Atenea, antes de prestar su ayuda a Ulises para acabar con los pretendientes de Penélope, adopta forma de golondrina y se retira a una viga ennegrecida desde donde observa hasta qué grado conserva su fuerza el héroe de Troya.

Comienzo así porque, leyendo un artículo sobre cuáles son las palabras más feas de nuestra lengua, me viene el recuerdo de que, cuando yo estudiaba bachillerato allá en mi pueblo, Osuna, había dos palabras francesas que me parecían bellísimas: una era hirondelle, golondrina, palabra que me sugería la elegancia del plumaje del pájaro designado; la otra era coquelicot, amapola, que en mi oído sonaba con la fuerza del destello rojo con que aparecía entre el verdor de los trigos en el Cerro de la Gallega, al lado mismo del instituto.

He leído solo por encima este artículo que menciono, pero ha sido suficiente para enterarme de que, según algunas encuestas, seborrea, garruño y otra serie de palabras encabezan esa lista. Le digo entonces a Zalabardo que no estoy muy seguro de que pueda hablar de palabras feas o bonitas y prefiero hablar de palabras que me gustan y palabras que no. La fealdad, si acaso, se encontraría en lo designado por ellas. Veamos si no un caso. Estos días, nos duelen los oídos, la vista y el corazón de tanto oír la palabra guerra y de contemplar la tragedia que asola Ucrania. Pero, por nombrar una realidad aborrecible, pienso que puede ser fea sin merecerlo. Porque, atendiendo a esa aspereza velar de la /g/ y a la fuerza de la vibrante /r/, le encuentro a guerra un atractivo fonético del que otras carecen, aunque no me gusta aquello que transmite.


Si queremos hablar de fealdad, feas serían todas las palabras que significan cuanto quisiéramos desterrar. En una película de Woody Allen se decía algo así como que «las palabras más hermosas no son te amo, sino es benigno», porque te libran de un miedo que tenías. Por eso, le digo a mi amigo, para mí es fea posverdad, una manera indecente de nombrar la mentira, palabra que también debiéramos detestar, y fea y condenable es reduflación, puesta de moda por la crisis económica y con la que comerciantes poco escrupulosos disimulan ese timo de mantener el precio de un producto a cambio de entregarnos menor cantidad del mismo; leo, por ejemplo, que una marca de macarrones mantiene el precio de un paquete con un 10% de contenido menos, lo que, paradójicamente, supone que al comprador le resulte un 15,7% más caro.

Nos desagradan, pues, las realidades significadas por guerra, posverdad o reduflación, no las palabras en sí. Tal vez por esa razón hasta nos cuesta encontrar otras palabras con que sustituirlas. Intento demostrárselo a Zalabardo con dos ejemplos. La mariposa es un insecto que sin duda gusta a cualquier persona. ¿Explicará lo que digo que en euskera haya hasta treinta maneras diferentes de nombrarlo?: tximeleta, mitxilokotoe, inguma, ollopapillum, txiripinton, marisorgin, yinkoaren, bestelakoak, abekata y, así, ya digo que hasta treinta, sin dejar atrás, creo que lo comenté un día, pinpilinpauxa, considerada como la palabra más bella del euskera.

Y una profesora de la Universidad de Santiago de Compostela, Elvira Fidalgo, ha reunido hasta setenta palabras para nombrar la lluvia, otra realidad bella. La lluvia débil es chuvisca, orvallo, barbaña, froallo, zarzallo…; si es lluvia fuerte, entonces será chuveira, chaparrada, arroiada, treixada, bátega…; si se acompaña de rayos y truenos hablaremos de treboada, trebón o torbón; y si cae en forma de nieve, cebriña, salabreada, escarabana, sarabiada…, hasta completar la larga lista.

Si es inevitable la existencia de muchas realidades desagradables que no podemos suprimir, quedémonos con aquello que nos gusta y no culpemos a las palabras. Le recuerdo a Zalabardo el comienzo de la novela La familia de Pascual Duarte: «Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo». O lo que decía la entrañable Jessica Rabbit, de la película ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, cuando dice «Yo no soy mala, es que me han dibujado así».

sábado, abril 02, 2022

SOBRE LA HECATOMBE Y EL CHIVO EXPIATORIO

 


Con la excusa de que este año se cumple un centenario de la publicación de Ulises, la novela de Joyce, me he propuesto emprender su relectura utilizando la edición conmemorativa que ha sacado Lumen, con traducción de José María Valverde. Ya de paso, le digo a Zalabardo, no es mal momento para volver a leer la Odisea y me acojo a una edición también reciente, la versión de Samuel Butler publicada por Blackie Books en su colección Clásicos liberados.

            Zalabardo me dice que se niega a leer la novela de Joyce, pero que le parece bien echarle una ojeada a las peripecias de Ulises. Y no ha tenido que avanzar muchas páginas para lanzarme un comentario: «¡Hay que ver estos griegos, que no eran capaces de dar un paso sin celebrar una hecatombe!» Su comentario nos da pie para hablar acerca del importante valor que en todas las culturas tiene la religión. La palabra religión, de modo general, es el nombre que se da al conjunto de creencias, comportamientos y ritos con los que una comunidad quiere establecer su relación con una o varias divinidades. El hecho religioso, presente en todas las culturas y en todos los tiempos, posee un elevando componente de misterio y miedo, ya que nace de la curiosidad por saber si hay algo después de la muerte.

            Pero no es el hecho religioso el que nos atrae en este momento a Zalabardo y a mí, sino dos ritos concretos en que se manifiesta esa religiosidad. Por ejemplo, entre los griegos, la hecatombe a que aludía Zalabardo y, entre los judíos, el chivo expiatorio. Los dos ritos son formas de sacrificio con que contentar a la divinidad y pedir su protección; pero los dos, en la época actual, han pasado a tener un significado más profano, aunque, si los analizamos, vemos la clara relación que mantienen con el significado primitivo.

 


           En el canto III de la Odisea, por escoger un único ejemplo, leemos que, deseoso Menelao de emprender cuanto antes el viaje de regreso, «Agamenón pensaba que debíamos esperar hasta ofrecer hecatombes para aplacar la cólera de Atenea». Hecatombe significa literalmente ‘cien bueyes’ y designaba el sacrificio que se hacía a algún dios para recabar su ayuda. Hesiodo cuenta que el origen de este rito se remonta a un episodio en que Prometeo, tras sacrificar un buey hizo dos lotes: en uno, bajo las pieles, colocó las mejores piezas del animal; en el otro, colocó los huesos, recubiertos de brillante grasa. Pidió a Zeus que escogiera uno y el rey del Olimpo se dejó llevar por las apariencias y escogió el de los huesos. Molesto por este engaño, obligó a que cada año los hombres tuvieran que ofrecer a los dioses el sacrificio de cien reses. Con el tiempo, la costumbre fue degenerando y no fue necesario sacrificar cien animales ni que estos fuesen bueyes. En cualquier caso, para muchos resultaba gravoso este sacrificio y su significado se unió al de katastrophé, ‘ruina, trastorno grave’ y, ya en el siglo XVIII, ‘cualquier clase de desastre natural, mortandad grande, desgracia’, significado que ha perdurado hasta hoy.


            Con chivo expiatorio entendemos en la actualidad ‘la persona o personas sobre quienes, sean o no inocentes, se hace recaer una culpa, de manera que se convierten en excusa con la que los verdaderos culpables se liberan de cualquier acusación’. El origen hay que buscarlo en la religión judía y el Levítico lo explica muy bien. En la conocida como Fiesta de la Expiación, el Yom Kippur, se seleccionaban dos chivos. Mediante un sorteo, se decidía cuál de ellos sería sacrificado y ofrecido a Yavhé; el otro, que sería el chivo expiatorio, se convertía en depositario de todos los pecados y faltas de las personas y era abandonado en el desierto, donde, falto de comida y bebida, moría prontamente. Con su muerte, esa era la creencia, las personas se liberaban de sus culpas, expiaban sus pecados. Se cuenta así en el capítulo 16 del Levítico: «Pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra deshabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto».