martes, marzo 29, 2011

EL CUADERNO ESCONDIDO. 15. J.R.J. (Leyendo a Juan Ramón Jiménez)


Hay autores que se leen con suma facilidad. Desde el principio, se entra en ellos como penetra el cuchillo en la mantequilla, sin apenas hallar resistencia.
En cambio, hay otros para los que se encuentra una mayor oposición y conviene ir paso a paso. Otros que, aunque en principio pudieran parecer tarea fácil, requieren mayor atención y dedicación para calar en el meollo de cuanto escriben. Porque van cubriendo etapas como quien mide sus pasos antes de lanzarse al vacío.
Bien es verdad que esto es muy subjetivo, que no se puede dar como dato irrefutable, que depende de cada una de las personas y, si nos apuramos, de cada uno de los momentos en que pretendamos iniciar la lectura.
Valle-Inclán, por citar un caso, es ejemplo de los primeros. Siempre resulta fácil, agradable de leer. En cambio, J. R. Jiménez es diferente. Requiere una mayor disciplina en el acercamiento. Recuerdo que lo primero suyo que cayó en mis manos fue Platero, en un volumen con encuadernación en tapa dura y bellas ilustraciones al que le faltaba alguna hoja del principio sin que ello afectase a la integridad del texto. Era yo pequeño y entonces ignoraba que aquel autor pudiese escribir cosas que no tratasen del borriquillo.
Más tarde, como por casualidad, me encontré en diferentes antologías con algunos poemas suyos que me atrajeron: La carbonerilla quemada, Ya están ahí las carretas, Mañana de la Cruz... Me impresionaron sobremanera dos de igual título, Adolescencia, y de ellos, más el que comienza Aquella tarde, al decirle / yo que me iba del pueblo, / me miró triste...
El viaje definitivo me ofreció una faceta diferente de su producción, sensación que volvió a presentarse con el soneto Octubre. Cada vez, me iba interesando más saber quién era quien escribía aquellos poemas. Y me llegaban noticias, como si alguien quisiera poner trabas a un acercamiento hacia él, de su ansia por lograr la expresión de la belleza y también de su fama de poeta antipático, cargado de suficiencia, encerrado en su torre de marfil.
Por entonces leí el Diario de un poeta recién casado, Eternidades y Piedra y cielo. Creí entender que en él había más de lo primero que de lo segundo. Como también creí entender qué era eso de “obra en marcha” a que tanto se refería Juan Ramón. Seguí buscando, buceando en su poesía. Y me atreví con Dios deseado y deseante y con En el otro costado. Aquello era asistir al exultante encuentro del poeta con la poesía, con la interna asunción de la poesía, de la belleza.
Hasta que un día me sorprendí leyendo Espacio, que, en palabras de su autor, es un poema seguido, sin asunto concreto, sostenido solo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz, la ilusión sucesivas, es decir, por sus elementos intrínsecos, por su esencia [...], sucesión de hermosura más o menos inesplicable y deleitosa [...] la contemplación de la permanente mirada indecible de la creación: la vida, el sueño o el amor.
Uno de los mejores poemas que se hayan escrito nunca.


Juan Ramón Jiménez (1881-1958): Espacio. Fragmento primero: Sucesión (fragmento)


«Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo.» Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por vivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido. ¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios, puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es? Si hay quien lo sabe, yo lo sé más que ese, y si quien lo ignora, más que ese lo ignoro. Lucha entre este ignorar y este saber es mi vida, su vida, y es la vida. Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas soles como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como dioses. Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia: sólo con lo que es producto de lo vivo, lo que se cambia todo; sí, de fuego o de luz, luz. ¿Por qué comemos y bebemos otra cosa que luz o fuego? Como yo he nacido en el sol, y del sol he venido aquí a la sombra, ¿soy de sol, como el sol alumbro?, y mi nostaljia, como la de la luna, es haber sido sol de un sol un día y reflejarlo sólo ahora. Pasa el iris cantando como canto yo. Adiós iris, iris, volveremos a vernos, que el amor es uno y solo y vuelve cada día. ¿Qué es este amor de todo, cómo se me ha hecho en el sol, con el sol, en mí conmigo? Estaba el mar tranquilo, en paz el cielo, luz divina y terrena los fundía en clara, plata, oro inmensidad, en doble y sola realidad; una isla flotaba entre los dos, en los dos y en ninguno, y una gota de alto iris perla gris temblaba en ella. Allí estará temblándome el envío de lo que no me llega nunca de otra parte. A esa isla, ese iris, ese canto yo iré, esperanza májica, esta noche. ¡Qué inquietud en las plantas al sol puro, mientras, de vuelta a mí, sonrío volviendo ya al jardín abandonado! ¿Esperan más que verdear, que florear y que frutar; esperan, como un yo, lo que me espera, más que ocupar el sitio que ahora ocupan en la luz, más que vivir como ya viven, como vivimos; más que quedarse sin luz, más que dormirse y despertar? En medio hay, tiene que haber un punto, una salida; el sitio del seguir más verdadero, con nombre no inventado, que llamamos, en nuestro desconsuelo, Edén, Oasis, Paraíso, Cielo, pero que no lo es, y que sabemos que no lo es, como los niños saben que no es lo que no es que anda con ellos. Contar, cantar, llorar, vivir acaso; «elojio de las lágrimas», que tienen (Schubert, perdido entre criados por un dueño) en su iris roto lo que no tenemos, lo que tenemos roto, desunido. Las flores nos rodean de voluptuosidad, olor, color y forma sensual; nos rodeamos de ellas, que son sexos de colores, de formas, de olores diferentes; enviamos un sexo en una flor, dedicado presente de oro de ideal, a un amor virjen, a un amor probado; sexo rojo a un glorioso; sexos blancos a una novicia; sexos violetas a la yacente. Y el idioma, ¡qué confusión!, qué cosas nos decimos sin saber lo que nos decimos. Amor, amor, amor (lo cantó Yeats) «amor es el lugar del escremento». ¿Asco de nuestro ser, nuestro principio y nuestro fin; asco de aquello que más nos vive y más nos muere? ¿Qué es, entonces, la suma que no resta; dónde está, matemático celeste, la su-ma que es el todo y que no acaba? Hermoso es no tener lo que se tiene, nada de lo que es fin para nosotros, es fin, pues que se vuelve contra nosotros, y el verdadero fin nunca se nos vuelve. Aquel chopo de luz me lo decía, en Madrid, contra el aire turquesa del otoño: «Termínate en ti mismo como yo». Todo lo que volaba alrededor, ¡qué raudo era!, y él qué insigne con lo suyo, verde y oro, sin mejor en el oro que en el verde. Alas, cantos, luz, palmas, olas, frutas me rodean, me envuelven en su ritmo, en su gracia, en su fuerza delicada; y yo me olvido de mí entre ello, y bailo y canto, y río y lloro por los otros, embriagado. ¿Esto es vivir? ¿Hay otra cosa más que este vivir de cambio y gloria? Yo oigo siempre esa música que suena en el fondo de todo, más allá; ella es la que me llama desde el mar, por la calle, en el sueño. A su aguda y serena desnudez, siempre estraña y sencilla, el ruiseñor es sólo un calumniado prólogo. ¡Qué letra universal, luego, la suya! El músico mayor la ahuyenta. ¡Pobre del hombre si la mujer oliera, supiera siempre a rosa! ¡Qué dulce la mujer normal, qué tierna, qué suave (Villon), qué forma de las formas, qué esencia, qué sustancia de las sustancias, las esencias, qué lumbre de las lumbres; la mujer, madre, hermana, amante! Luego, de pronto, esta dureza de ir más allá de la mujer, de la mujer que es nuestro todo, donde debiera terminar nuestro horizonte...

martes, marzo 22, 2011


EL HABLA MALAGUEÑA


Hay unos grandes almacenes que fundamentan toda su propaganda en el eslogan que afirma que, si no queda satisfecho, se le devolverá su dinero. Hace unos días que me compré un libro cuyo contenido es suficiente para poner en práctica tal eslogan. El libro se titula El habla malagueña y lleva por subtítulo Compilación de voces y dichos populares del habla de Málaga. Su autor, digámoslo ya todo, es Alfredo Leyva. Quienes me conocen, saben la afición que siento por la dialectología, no en vano fui discípulo de Manuel Alvar y Antonio Llorente, autores del impagable Atlas lingüístico y etnográfico de Andalucía. Ello hace que no me resista a adquirir cualquier libro que trate esa temática y la curiosidad con la que reviso aquellos libros que exponen el vocabulario o las peculiaridades lingüísticas de una zona.
Pero, le comento a Zalabardo, algunas veces se lleva uno un chasco muy grande al enfrentarse con una de estas obras, pues la dialectología es una disciplina lo suficientemente complicada como para que caiga en manos de simples diletantes.
El libro empieza por ser descuidado en su redacción, pues incurre bastantes veces en confusiones ortográficas (se escribe echa en lugar de hecha varias veces, se confunde sino con si no o se escribe el presente de saber, , sin la preceptiva tilde) y gramaticales, la más grosera la de llamar artículo a la preposición de.
Lo que más me ha llamado la atención de esta obrita es su declarado carácter de texto bilingüe. Cuando veo la cara de extrañeza que Zalabardo pone le digo que ha oído bien, que todo, o casi todo, el texto está escrito en idioma malagueño, como lo llama el autor, seguido de la correspondiente traslación al español. Para que os hagáis una idea, sirva de ejemplo el contenido de la primera palabra del Vocabulario, que es la parte fundamental del libro: Abanto: personahe inzenzible, ehtirao, orgullozo. Y, a continuación, dice que personahe significa en español persona y que los adjetivos andaluces inzenzible, ehtirao y orgullozo significan respectivamente insensible, creído y presuntuoso. ¡Mire usted qué bien!
No deja de ser curioso el capítulo dedicado a la caracterización de nuestro ‘idioma’. Me conformo con dar unas breves muestras del mismo. Cuando habla de semántica, por ejemplo, dice que “la utilización de los verbos en el ‘idioma’ malagueño es muy particular, cambiando unos por otros a su antojo de forma que a un vallisoletano le puede complicar su comprensión”. Vaya por Dios, no podía faltar el tópico de Valladolid como paradigma de buen uso del castellano. Pero es que uno de los ejemplos que da es Zi zigueh calentándome la perola, cojo la puerta y me voy, tras el cual afirma que el consabido vallisoletano no entenderá que calentar la perola (cabeza) significa molestar, dar la lata más de la cuenta ni que coger la puerta es irse.
En otra parte, al hablar de fonética, nos hace la siguiente “interesante” exposición sobre la aspiración: A veces, la “h” sustituye a la “j”, pero no se pronuncia; teheringo (tejeringo). O, también: En otros casos, la “h” se pronuncia como una vocal larga en sustitución de otra consonante; paloduh (palodul). A propósito, podría haber buscado una palabra más malagueña que ese extraño (aquí) tejeringo.
Pero entremos de lleno en el Vocabulario, que ya digo que es la parte fundamental del libro, que no es tanto un estudio del habla de Málaga cuanto una recopilación de vocabulario malagueño. Lo que más me ha llamado la atención es la ortografía utilizada. Me causa extrañeza el disparatado criterio empleado. Así, de forma sistemática marca el ceceo de la zona escribiendo indiscriminadamente z donde habría que escribir c, ya que ambas letras representan el mismo sonido, aparte de que la segunda letra es obligada cuando le siguen e o i (siendo el caso, además, de que la mayoría de palabras que él menciona no se pueden dar como ejemplos de ceceo). Y de esta forma nos encontramos con zarzilloh, zebollón, zembrao, zenachero, zierro, zinohoh o zipote. Y de la misma manera, si por un lado trata de esmerarse tanto el autor en dejar muestra de las aspiraciones de s o de j, resulta que nos encontramos con jersey, jubón, jábega, jamacuco, jaramagoh, jiñaera o jofifa, por citar algunos casos.
Pero, para terminar, los fallos más graves se cometen, a mi juicio, en el ya mencionado Vocabulario, cuando se ofrecen como malagueñas, palabras que no lo son. Ya he hablado en otras ocasiones de la dificultad de hacer un vocabulario malagueño, o sevillano, o cordobés, o de donde sea, porque resulta muy complicado establecer los límites de las zonas y porque, salvo unas cuantas, casi todas las zonas andaluzas utilizan las mismas palabras. Una cosa es que una palabra se use en Málaga, por ejemplo, y otra muy distinta que sea específica y exclusiva de aquí.
Por eso, y repito que quiero dar pocos ejemplos para no cansar, debe saberse que chavea, pinrel o andoba no son malagueñismos, sino gitanismos. Que barda, bardal o bardilla (‘valla, pared de separación’) es un aragonesismo que se usa en toda Andalucía. Que ajilimójili no es una zarza (salsa) malagueña, pues, como especialidad culinaria, se da en toda Andalucía, aunque hay quienes dicen que procede de Jaén; de cualquier forma, el significado peculiar de ajilimójili en Andalucía no es el que se relaciona con la cocina, sino gracia, donaire, garbo, con que ya lo utilizaron los hermanos Álvarez Quintero. Que picoleto es un término de argot para designar al guardia civil. Que almóndiga es un vulgarismo general de toda España. Que pleita, hatillo o jeta, como muchos otros que aparecen, son términos castellanos y no solo andaluces ni, mucho menos, malagueños.
Y acabo con un ejemplo peculiar, muestra de ese descuido general con que está compuesto el libro. Quebrao es el término que se utiliza también para designar al herniado. Una hernia, según los lugares, es una quebradura, quebrancía o potra. Ignoro qué relación tiene eso con la suerte, pero hay dos expresiones coloquiales que son tener potra, ‘tener suerte’ y tener más suerte que un quebrao. Por ello extraña que el autor de este libro redacte tal artículo del siguiente modo: quebrao: m. ehpr. 1. Tenéh máh suerte cun quebrao. Tenéh potra. 2. Herniao, roto. Ehem. Me quebrao un brazo.
Ah, las abreviaturas que utilizo son las que él usa: ehem. es ehemplo, ehpr. es ehprezión, tal como ehz. es etzétera.
Me indica Zalabardo que tal vez haya sido muy duro en la reseña que hago del libro y le respondo que, cuando uno no domina un tema, lo mejor es no meterse en berenjenales y que bastante hago con no ir a la librería para que me devuelvan mi dinero.

martes, marzo 15, 2011

14. EL CUADERNO ESCONDIDO. 14. EMILIO (Leyendo a Bertolt Brecht)


Por los anchos y altos pasillos de lo que fue la antigua Fábrica de Tabacos, donde ahora estaban las Facultades de Letras, Derecho y Ciencias, su figura pasaba desapercibida, se diría incluso que resultaba insignificante. Su vestimenta casi siempre oscura, pantalón gris y chaqueta negra no sufría cambio en ninguna estación; si acaso, cuando llegaba la primavera y los calores comenzaban a sentirse por las calles de Sevilla, se despojaba de la chaqueta y aparecía siempre con camisa blanca.
Emilio, que ese era su nombre, había nacido en un pequeño pueblo de la sierra de Huelva, de la zona de donde proceden los fandangos. Entre los compañeros pasaba por ser persona discreta y callada. Si por algo destacaba era por su constante y apasionada defensa de las novelas de Pío Baroja.
Casi nadie sabía dónde vivía, aunque a mí me llevó un día a su casa con el pretexto de que revisáramos unos apuntes. Vivía en un destartalado edificio de la calle Golfo, cercana a la Plaza de la Alfalfa. Allí, en casa de una viuda gorda y de aspecto desaliñado, tenía alquilada una oscura y apenas ventilada habitación. La única nota feliz de aquella vivienda era una sobrina de la dueña que se pasaba el día con la radio a todo volumen y acompañando con su propia voz las canciones que emitían.
Emilio, tan discreto, tan silencioso, tan poco dado a explayarse con nadie, me hizo partícipe, sin que yo supiera por qué, de su mayor secreto, no sin antes exigirme que no hablaría de ello con nadie.
—Es que contándote esto puedo poner en peligro a muchas personas.
Tuve que terminar jurándole que sería mudo como una tumba.
—Verás, es que yo soy correo y necesitamos a otra persona que nos ayude en esta función.
Yo no tenía la menor idea de qué era aquello de lo que hablaba y, un poco en broma, le contesté que yo no conocía a otro correo que el del Zar, Miguel Strogoff, y a los carteros que cada día salían con sus enormes carteras del edificio de la Avenida.
Emilio me dijo que me hablaba de algo muy serio. Me contó que pertenecía a las Juventudes Socialistas y que sobre él recaía la misión de recibir cartas y comunicaciones de otras personas y organizaciones para evitar que los responsables fuesen descubiertos. Según me dijo, en Sevilla se movía en la clandestinidad un grupo con mucha influencia y había que evitar por todos los medios que la policía pudiese llegar hasta ellos. Y me mencionó, entre otros, a un tal Isidoro, del que hablaba con fascinación.
—Por supuesto que Isidoro es un nombre ficticio y yo de él no conozco salvo su nombre, pues todos cuidan muy bien de que no se sepa quién es. La cosa es que necesitamos alguien más que haga de correo y yo había pensado en proponértelo.
Le contesté que yo era muy miedoso y que no me atrevía a lo que me solicitaba, aunque podía estar seguro de que no hablaría de aquello con nadie.
Desde aquel día, sin embargo, fuimos muy amigos. Él me buscaba a veces por los pasillos de la Facultad y juntos nos íbamos bastantes tardes a pasear por los Jardines de Murillo o por las orillas del Guadalquivir.
Me hablaba de sus proyectos políticos, asunto del que yo casi no entendía nada, y me animaba a que asistiera a las asambleas de la Facultad. En alguna ocasión, me rogó que le guardara un libro, o un sobre cerrado, o algunos documentos. Yo le hacía el favor, sin preguntarle nunca nada y sin ser consciente del conflicto en que podía verme involucrado.
Periódicamente me prestaba libros que, decía, no se podían conseguir en España y me hablaba de poetas a los que yo no conocía y de una poesía distinta a aquella de la que nos hablaban en clase.
En casi todas sus conversaciones, antes o después tenía que salir aquello de “cuando muera el general...” porque, añadía, era muy difícil pensar en un triunfo revolucionario que devolviera las libertades mientras el general viviera. Y es que él no decía nunca “Franco”, sino “el general”.
Estábamos en 1966 y la Universidad era un foco de continuados conflictos. Por supuesto, ninguno de los dos, como casi nadie, éramos conscientes de que no mucho después estallaría lo que pasó a la historia como “el mayo francés del 68”, que tanto supondría en toda Europa, y del que aquí apenas si nos enteramos.
Poco después, cuando ese curso acabó, nos tuvimos que separar. Emilio seguiría en la Universidad sevillana mientras yo me marchaba a otra para completar mis estudios. Desde entonces, no hemos vuelto a vernos.


Bertolt Brecht (1898-1956): General, tu tanque es más fuerte que un coche


General, tu tanque es más fuerte que un coche.
Arrasa un bosque y aplasta a cien hombres.
Pero tiene un defecto:
necesita un conductor.


General, tu bombardero es poderoso.
Vuela más rápido que la tormenta y carga más que un elefante.
Pero tiene un defecto:
necesita un piloto.


General, el hombre es muy útil.
Puede volar y puede matar.
Pero tiene un defecto:
puede pensar.

miércoles, marzo 09, 2011


PONER EN VALOR


Estábamos Zalabardo y yo sentados en la terracita de un bar pequeño, leyendo el periódico y disfrutando de una copa de vino tinto al tiempo que gozábamos de una agradable mañana de este variable e imprevisible invierno que se nos ha presentado. Cada vez más, los años (que, según se dice, piden sopitas y buen vino) nos van exigiendo recrearnos con situaciones de ese tipo y olvidarnos de otras menudencias y quehaceres. Como digo, en esas estábamos cuando Zalabardo levantó la cabeza de su periódico y me lanzó, como si fuera un escopetazo, la pregunta: ¿Qué razón explicará esto? Yo, más atento a las páginas deportivas del periódico que tenía entre manos que a su pregunta, le respondí displicente: ¿Qué cosa? A lo que él añadió: Que se impongan en el lenguaje, así como así, modas que no tienen nada de atractivas ni de razonables. Con eso atrajo mi ateención
Debo aclarar, por si no lo he dicho en alguna ocasión anterior, que Zalabardo es enemigo acérrimo de las modas por las modas, sobre todo si quienes las siguen no tienen ni puñetera idea de aquello que adoptan con tan alto empeño. Y debo aclarar, y esto sí creo que lo he dicho, que a mí me pasa otro tanto cuando a lo que afectan estas modas es al lenguaje.
Le pregunto entonces qué es lo que origina su pregunta. Él me pasa su ejemplar de prensa y me señala con el dedo dónde debo leer. Y eso es lo que hago: Creo que se ha perdido una oportunidad (el texto habla sobre la puesta en marcha del proyecto de visitas nocturnas y guiadas de la Mezquita-Catedral de Córdoba) para poner en valor este activo en una ciudad que apuesta por ser capital cultural.
Ahí está, me insistía señalando con un dedo acusador, ¿qué es eso de poner en valor? Le digo que tiene razón en su queja, pero que ignoro cómo y por qué se ha impuesto este giro. Le añado, además, que la razón de muchos de los cambios en el lenguaje y de los usos que de ellos hace la gente resulta difícil de explicar.
Sea por lo que sea, la cosa es que hoy se oye por doquier, a cada instante y casi siempre en boca de políticos (ellos son quienes más tics idiomáticos asumen y, a la vez, contagian) esa feísima locución poner en valor. Conste que no es nueva en nuestra lengua; lo que sí es novedoso es su proliferación.
¿Y qué es lo que pasa con poner en valor? En principio, que no es más que un galicismo. En efecto, nuestra vecina lengua dispone de mettre en valeur, que significa, simplemente, poner de relieve; ¿a que eso suena más, y mejor, en nuestros oídos? Pero no es solo cuestión de eufonía; lo principal del caso es que en nuestra lengua, para eso, ya disponemos de destacar, valorar o valorizar e, incluso, revalorizar, es decir, ‘reconocer, estimar el valor o mérito de alguien o algo, aumentar el valor de algo’.
¿Y no se puede aceptar el préstamo? Se pregunta la gente. ¿Cuántas veces se ha dicho aquí que el préstamo es absolutamente legítimo solo cuando viene a rellenar un hueco, una carencia de nuestro sistema lingüístico, lo que no es el caso con la locución que tratamos?
El DRAE no recoge la locución de que hablamos, lo que no impide que la propia Academia cometa el desliz de usarla en una noticia difundida en su propia página web: el objetivo de la iniciativa (la presentación de los dominios multilingües en Internet) es poner en valor la lengua española en Internet. ¿Veis, en este ejemplo, lo que decía hace algún tiempo acerca de la humanidad de los académicos?
El Diccionario de uso del español de María Moliner, que me parece el más serio de los diccionarios españoles, tampoco la recoge. Y el Diccionario del español actual, de Manuel Seco, es el único que le da cobijo en sus páginas (prueba de su novedad), aclarando que poner en valor significa ‘hacer que algo sea más apreciado, resaltando sus cualidades’. Y la página de la Fundación para el español urgente, http://www.fundeu.es/, deja claro que: Aunque muy empleada, esta expresión es un galicismo equivalente al castellano valorizar. Cuando se trate de reconocer o estimar el valor o el mérito de algo o alguien o de referirse a las acciones o medidas por las que se intenta aumentar el valor de algo prefiérase la forma valorizar.
Zalabardo me dice que le resulta suficiente lo dicho hasta el momento y que no necesita más explicaciones. Por tanto, seguimos enfrascados en nuestras respectivas lecturas, gozando de la agradable tibieza del sol y de las mediadas copas de tinto que tenemos sobre la mesa.

martes, marzo 01, 2011

EL CUADERNO ESCONDIDO. 13. EL FEO (Leyendo a Rafael de León y Antonio Quintero)


Sin duda corrían tiempos difíciles. No habían pasado tan pocos años como para que todos tuviesen plena conciencia de la negra experiencia de la guerra ni tantos como para que alguien pudiese creer que estaba libre de sus consecuencias.
Los niños, pues, corrían y jugaban sobre el polvo de las calles ajenos a la pesada losa que aún gravitaba sobre la cabeza de los adultos; los hombres procuraban allegar cada día a sus casas lo necesario para el sustento de la familia y las mujeres soñaban una vida menos ingrata identificándose con las heroínas de las novelas de la radio y escuchando los programas de discos dedicados.
Fuera de eso, el pueblo podía huir, siquiera temporalmente, de sus miserias en ocasiones contadas: el concurso de villancicos por Navidad, las procesiones de Semana Santa, la feria y la función teatral de los frailes del convento del Carmen.
Los frailes acostumbraban cada año a organizar una función a beneficio de la comunidad. Para ello solicitaban la colaboración desinteresada de artistas locales. La relación de actuaciones se alteraba poco de un año a otro: Maruchi Pulido, canzonetista amateur, como se decía en los programas de mano, interpretaba boleros y rancheras mejicanas; Adelardo Tabares, del comercio, ejecutaría maravillosos juegos de magia y prestidigitación; el Terele ofrecería un sentido repertorio flamenco acompañado a la guitarra por Paco el de la Puri; Rodolfo Ortiz, rapsoda, deleitaría al distinguido auditorio con los más destacados poemas de los mejores poetas de nuestra tierra; y fray Anselmo, de la comunidad, protagonizaría, secundado por alumnos del Colegio, un divertido entremés.
De todo el elenco, lo que más atraía al público era la actuación del rapsoda. Rodolfo Ortiz, hijo de viuda, pasaba casi todos los días de su vida tras el mostrador de la pequeña tienda de comestibles de su madre. Rodolfo Ortiz, decían las malas lenguas, era tan feo como buen hijo. Tenía labia y simpatía que desarrollaba atendiendo a la clientela, pero ya había sobrepasado la edad de treinta y cinco años y su fealdad había conseguido que ninguna mujer se enamorara de él. A esto había que unir que poseía una pierna más corta que la otra y que una exagerada suela de casi quince centímetros no lograba disimular su nada grácil cojera sino que incluso la acentuaba.
Pero Rodolfo Ortiz no vio agriado su carácter por tan poco atractiva figura. Y buscando una salida a las dotes que pudiera tener, se aficionó a la poesía, empujado por el ejemplo de los recitadores que escuchaba en Radio Sevilla o en Radio Madrid. Y de esta forma, de noche y en la soledad de su dormitorio, imitaba el estilo de las figuras a quienes admiraba, y procuraba conseguir la modulación de la voz, el sentimiento y el dramatismo que percibía en sus modelos. Hasta que, un año, Rodolfo Ortiz se ofreció a los frailes para el espectáculo.
Su actuación hizo furor. Durante días no se habló de otra cosa en el pueblo. Es verdad que, pese a su éxito, seguía sin que ninguna mujer se enamorase de él. Pero ya no era solo el tendero solícito y amable que atendía en la tienda de su madre. Ahora conmovía los corazones de quienes lo escuchaban recitar aquellos poemas populares de los autores de la tierra. En el pueblo, algunos llegaban a defender que recitaba incluso mejor que los actores que lo hacían en la radio.
Así, no había fiesta en el pueblo que no requiriera su presencia. A él, el poema que más le gustaba interpretar, porque, según decía, él no recitaba sino que interpretaba, era el del Piyayo, de José Carlos de Luna. Ponía un especial énfasis y todo su cuerpo parecía trasformarse cuando decía aquello de ¡A chufla lo toma la gente!... / ¡A mí me da pena / y me causa un respeto imponente! Tampoco le disgustaba el de La Chata en los toros, de Rafael Duyos. Sin embargo y pese a eso, decía entre sus amistades más cercanas que el que creía que le quedaba mejor era el de Gabriel y Galán Mi vaquerillo.
Pero, lo que son las cosas, lo que la gente más le pedía y lo que, por eso mismo, solía quedar para cerrar sus actuaciones era el Romance de “El Feo”, de Rafael de León y Antonio Quintero, pareja que con el Maestro Quiroga formaron la primera trinidad de la copla andaluza; la segunda, ya se sabe, la integraron Ochaíta, Valerio y Solano. Alguna vez receló si no habría intención malévola en tal petición. Pero su madre hacía desaparecer los nublados de su mente y lo convencía de que todo era porque lo recitaba muy bien y ponía en él mucho sentimiento. Y así, Rodolfo Ortiz se habituó a cerrar sus actuaciones con aquella melodramática historia.





Rafael de León (1908-1982) y Antonio Quintero (1895-1977): Romance de “El Feo”


Ya se me olvidaba, amigos,
que ayer prometí contaros
los motivos y razones
de por qué soy legionario.
Mientras leía esta carta,
lo estaba recordando.
Yo era el chaval más humilde,
más bueno y más desgraciao
que se inscribió en los padrones
de la Cabecera el rastro.
Y aunque mi madre era guapa,
según los que la trataron,
mi padre fue, por lo visto,
un feo tan exaltao,
que se miró en un espejo
y, al verse, palmó en el acto.
Y esta cara fue la herencia
que mis papás me dejaron:
moreno-verde-aceituna,
pelos tiesos, chiquitajo,
nadie me llamaba Antonio,
—que así es como me llamo—,
sino “El Feo”. Con el nombre
de “El Feo” me bautizaron
las comadres que llevaban
a sus retoños en brazos
llamándoles rey del mundo,
tesoro, mi cielo, encanto.
Yo jamás supe lo que era,
ni de limosna, un halago.
De pequeño, me vengaba
con los chavales del barrio;
patás en las espinillas,
mojicones, cascotazos,
a este le quito la gorra,
tumbo a aquel otro en el fango,
que polvos de pica-pica
por el cogote a puñaos,
que al que pesco en una fuente
lo empujo y al agua, pato.
Del Feo todos decían
que era de la piel del diablo,
y el Feo todas las noches
se adormilaba llorando...
Y al fin le salió la barba;
y allá va un mocito honrao
que sabe ganarse a pulso
la vida con su trabajo.
Le siguen llamando El Feo...
¡Qué más da! Si al fin y al cabo
los hombres pueden ser hombres
aunque no estén... ondulaos.
De novias, con mi carita,
¿pa qué iba a meterme en gastos?
Le digo a cualquiera “envido”
y, al verme, le da un colapso.
Pero el sino se presenta
cuando menos lo esperamos.
Un chaval que lo bautizan
a escote los de mi patio,
una madre que, en los ojos,
lleva escrito el desengaño.
Yo, que me muero de pena,
que me doy tres latigazos,
que se me olvida mi rostro,
que me acerco al cristianao,
y en una copla, a la madre,
mi corazón le regalo:


“Con esa fló de tu rama,
voy a hasé una caridá,
yo tengo cuatro apellíos,
los cuatro le voy a dá,
como si fuera hijo mío.”


Y lo cumplí; a los dos meses
yo era ya un hombre casao
con una mujer bonita, seria,
leal, de buen trato,
y con un hijo que, sobre el alma,
yo me lo puse a caballo.
Los que me llamaban feo
me lo siguieron llamando
con razón; pero ella nunca
puso tal nombre en sus labios
y yo, se lo agradacía;
y así vivimos tres años
sin ella decirme “El Feo”
ni yo nombrarle el pasao.
Recuerdo que fue un domingo...
Yo tenía al chico en brazos
cuando una sombra en la puerta
preguntó: “—¿está la Rosario?
—Está para mí —le dije—,
para usted ya la enterraron.
—Pues vengo a resucitarla
y a llevarme ese macaco,
porque lo feo se pega
y usté lo es un rato largo.”
No dijo más... Ni un suspiro...
Cayó como cae un árbol
cuando lo siegan de golpe
los cien cuchillos de un rayo.
Pero ella sí que me dijo
viendo en tierra aquel guiñapo...
Me lo dijo sin palabras...
Me miró de arriba abajo
de una manera tan fina,
diciéndomelo tan claro,
que nunca pensé que un mote
pudiera hacer tanto daño.


Los jueces dijeron: “¡Libre!”
Yo respondí: “¡Condenado!
¿A quién vuelvo yo los ojos?
¿Dónde encamino mis pasos?”
Y la bandera de España
me contestó: “—A mí, muchacho!
¡Ven, que yo seré tu madre,
que te daré amor y amparo,
y te enseñaré el secreto
de andar con la frente en alto
y a ser novio de la muerte,
que es la novia de los guapos!”
Y aquí estoy, con esta carta
que hoy ha llegado a mis manos,
donde un chiquillo me dice:
“—Papá, tengo tu retrato.
Me gusta mucho que seas
caballero legionario,
porque, con ese uniforme...
¡mecachis, que sí estás guapo!”