martes, marzo 29, 2011

EL CUADERNO ESCONDIDO. 15. J.R.J. (Leyendo a Juan Ramón Jiménez)


Hay autores que se leen con suma facilidad. Desde el principio, se entra en ellos como penetra el cuchillo en la mantequilla, sin apenas hallar resistencia.
En cambio, hay otros para los que se encuentra una mayor oposición y conviene ir paso a paso. Otros que, aunque en principio pudieran parecer tarea fácil, requieren mayor atención y dedicación para calar en el meollo de cuanto escriben. Porque van cubriendo etapas como quien mide sus pasos antes de lanzarse al vacío.
Bien es verdad que esto es muy subjetivo, que no se puede dar como dato irrefutable, que depende de cada una de las personas y, si nos apuramos, de cada uno de los momentos en que pretendamos iniciar la lectura.
Valle-Inclán, por citar un caso, es ejemplo de los primeros. Siempre resulta fácil, agradable de leer. En cambio, J. R. Jiménez es diferente. Requiere una mayor disciplina en el acercamiento. Recuerdo que lo primero suyo que cayó en mis manos fue Platero, en un volumen con encuadernación en tapa dura y bellas ilustraciones al que le faltaba alguna hoja del principio sin que ello afectase a la integridad del texto. Era yo pequeño y entonces ignoraba que aquel autor pudiese escribir cosas que no tratasen del borriquillo.
Más tarde, como por casualidad, me encontré en diferentes antologías con algunos poemas suyos que me atrajeron: La carbonerilla quemada, Ya están ahí las carretas, Mañana de la Cruz... Me impresionaron sobremanera dos de igual título, Adolescencia, y de ellos, más el que comienza Aquella tarde, al decirle / yo que me iba del pueblo, / me miró triste...
El viaje definitivo me ofreció una faceta diferente de su producción, sensación que volvió a presentarse con el soneto Octubre. Cada vez, me iba interesando más saber quién era quien escribía aquellos poemas. Y me llegaban noticias, como si alguien quisiera poner trabas a un acercamiento hacia él, de su ansia por lograr la expresión de la belleza y también de su fama de poeta antipático, cargado de suficiencia, encerrado en su torre de marfil.
Por entonces leí el Diario de un poeta recién casado, Eternidades y Piedra y cielo. Creí entender que en él había más de lo primero que de lo segundo. Como también creí entender qué era eso de “obra en marcha” a que tanto se refería Juan Ramón. Seguí buscando, buceando en su poesía. Y me atreví con Dios deseado y deseante y con En el otro costado. Aquello era asistir al exultante encuentro del poeta con la poesía, con la interna asunción de la poesía, de la belleza.
Hasta que un día me sorprendí leyendo Espacio, que, en palabras de su autor, es un poema seguido, sin asunto concreto, sostenido solo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz, la ilusión sucesivas, es decir, por sus elementos intrínsecos, por su esencia [...], sucesión de hermosura más o menos inesplicable y deleitosa [...] la contemplación de la permanente mirada indecible de la creación: la vida, el sueño o el amor.
Uno de los mejores poemas que se hayan escrito nunca.


Juan Ramón Jiménez (1881-1958): Espacio. Fragmento primero: Sucesión (fragmento)


«Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo.» Yo tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por vivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido. ¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios, puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es? Si hay quien lo sabe, yo lo sé más que ese, y si quien lo ignora, más que ese lo ignoro. Lucha entre este ignorar y este saber es mi vida, su vida, y es la vida. Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas soles como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como dioses. Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia: sólo con lo que es producto de lo vivo, lo que se cambia todo; sí, de fuego o de luz, luz. ¿Por qué comemos y bebemos otra cosa que luz o fuego? Como yo he nacido en el sol, y del sol he venido aquí a la sombra, ¿soy de sol, como el sol alumbro?, y mi nostaljia, como la de la luna, es haber sido sol de un sol un día y reflejarlo sólo ahora. Pasa el iris cantando como canto yo. Adiós iris, iris, volveremos a vernos, que el amor es uno y solo y vuelve cada día. ¿Qué es este amor de todo, cómo se me ha hecho en el sol, con el sol, en mí conmigo? Estaba el mar tranquilo, en paz el cielo, luz divina y terrena los fundía en clara, plata, oro inmensidad, en doble y sola realidad; una isla flotaba entre los dos, en los dos y en ninguno, y una gota de alto iris perla gris temblaba en ella. Allí estará temblándome el envío de lo que no me llega nunca de otra parte. A esa isla, ese iris, ese canto yo iré, esperanza májica, esta noche. ¡Qué inquietud en las plantas al sol puro, mientras, de vuelta a mí, sonrío volviendo ya al jardín abandonado! ¿Esperan más que verdear, que florear y que frutar; esperan, como un yo, lo que me espera, más que ocupar el sitio que ahora ocupan en la luz, más que vivir como ya viven, como vivimos; más que quedarse sin luz, más que dormirse y despertar? En medio hay, tiene que haber un punto, una salida; el sitio del seguir más verdadero, con nombre no inventado, que llamamos, en nuestro desconsuelo, Edén, Oasis, Paraíso, Cielo, pero que no lo es, y que sabemos que no lo es, como los niños saben que no es lo que no es que anda con ellos. Contar, cantar, llorar, vivir acaso; «elojio de las lágrimas», que tienen (Schubert, perdido entre criados por un dueño) en su iris roto lo que no tenemos, lo que tenemos roto, desunido. Las flores nos rodean de voluptuosidad, olor, color y forma sensual; nos rodeamos de ellas, que son sexos de colores, de formas, de olores diferentes; enviamos un sexo en una flor, dedicado presente de oro de ideal, a un amor virjen, a un amor probado; sexo rojo a un glorioso; sexos blancos a una novicia; sexos violetas a la yacente. Y el idioma, ¡qué confusión!, qué cosas nos decimos sin saber lo que nos decimos. Amor, amor, amor (lo cantó Yeats) «amor es el lugar del escremento». ¿Asco de nuestro ser, nuestro principio y nuestro fin; asco de aquello que más nos vive y más nos muere? ¿Qué es, entonces, la suma que no resta; dónde está, matemático celeste, la su-ma que es el todo y que no acaba? Hermoso es no tener lo que se tiene, nada de lo que es fin para nosotros, es fin, pues que se vuelve contra nosotros, y el verdadero fin nunca se nos vuelve. Aquel chopo de luz me lo decía, en Madrid, contra el aire turquesa del otoño: «Termínate en ti mismo como yo». Todo lo que volaba alrededor, ¡qué raudo era!, y él qué insigne con lo suyo, verde y oro, sin mejor en el oro que en el verde. Alas, cantos, luz, palmas, olas, frutas me rodean, me envuelven en su ritmo, en su gracia, en su fuerza delicada; y yo me olvido de mí entre ello, y bailo y canto, y río y lloro por los otros, embriagado. ¿Esto es vivir? ¿Hay otra cosa más que este vivir de cambio y gloria? Yo oigo siempre esa música que suena en el fondo de todo, más allá; ella es la que me llama desde el mar, por la calle, en el sueño. A su aguda y serena desnudez, siempre estraña y sencilla, el ruiseñor es sólo un calumniado prólogo. ¡Qué letra universal, luego, la suya! El músico mayor la ahuyenta. ¡Pobre del hombre si la mujer oliera, supiera siempre a rosa! ¡Qué dulce la mujer normal, qué tierna, qué suave (Villon), qué forma de las formas, qué esencia, qué sustancia de las sustancias, las esencias, qué lumbre de las lumbres; la mujer, madre, hermana, amante! Luego, de pronto, esta dureza de ir más allá de la mujer, de la mujer que es nuestro todo, donde debiera terminar nuestro horizonte...

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