sábado, junio 24, 2023

VALE

 

Cide Hamete cierra la segunda parte del Quijote, 1615, con unas palabras dirigidas a su pluma: «Aquí quedarás colgada de una espetera […] No ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna». A lo que Cervantes añade: «Vale».

            En 1979, más de 350 años después, una persona muy querida y respetada por mí, don Francisco Olid Maysounave, director del instituto en que cursé el bachillerato, me dirigió una amabilísima carta como respuesta a otra en la que le expresaba mi pesar por no haber podido asistir al homenaje que, tras su jubilación, se le dispensó. Se despedía así: «Ya sabes dónde me tienes a tu entera disposición. Mis afectuosos saludos para los tuyos y para ti un fuerte abrazo de tu ya viejo amigo.

P.D. En estos días se ha creado la ‘Asociación de Antiguos Alumnos del Instituto de Osuna’. Vale».

            Después de aquellas palabras de Cervantes, ya no hubo más Quijote. Tras las de don Francisco Olid, ya nunca volví a verlo ni a tener contacto con él. Pero le digo a Zalabardo que lo que me mueve a escribir este apunte es fórmula de despedida y cierre empleada en ambos textos, Vale, hoy prácticamente desaparecida, aunque permanezca en nuestro vocabulario con valor interjectivo de significado diferente.



            Dice el Diccionario Latino-Español de Agustín Blánquez, cuya primera edición se remonta a 1946, que vale es imperativo de valeo, ‘ser fuerte y vigoroso, estar sano’ y que en Plauto, Virgilio, Cicerón y otros se utiliza como cierre de un escrito con el sentido de ‘pásalo bien’, fórmula que acaba convirtiéndose en despedida, ‘adiós’. Aunque, por el empleo que hace Ovidio en el relato del mito de Eco y Narciso, pasa a entenderse también como forma de ‘último adiós a un difunto’. Por eso, en el DLE de la Academia, leemos que, aunque forma desusada, es ‘adiós o despedida que se da a un muerto, o el que se dice al término o remate de algo’.

            No obstante, este valor de despedida está casi totalmente desterrado en la actualidad. En su lugar ha venido otro significado a ocupar su puesto; el de ‘asentimiento o conformidad con lo que otra persona dice. A la pregunta «¿Vendrás esta tarde al cine?» es muy posible que se responda: «Vale». Lázaro Carreter ya avisaba en 1976 de este uso que ha venido a dejar a un lado otras formas como bueno, bien, de acuerdo, conforme, como quieras, etc., y lo considera empobrecedor porque se torna abusivo y reiterativo. Lo único bueno que le ve es que fue una forma efectiva para frenar «al yanquismo okay, de tan desoladora prevalencia en otras tierras».

            Dos advertencias quiero hacerle a Zalabardo sobre la opinión de don Fernando. La primera, que muchos dudan de que la Academia hubiese dado su beneplácito para acoger en su Diccionario tal empleo de vale; lo hizo en 1984, solo que incluyó este uso en valer y no en vale. La segunda, que a nadie debiera sorprender este tipo de cambios que se producen en la lengua. También hola manifestaba sorpresa en sus orígenes y hoy es una manera coloquial de saludo.

            Dicho todo lo anterior, Zalabardo y yo deseamos anunciar que, llegadas estas fechas, nos tomamos unas pertinentes, que no sé si merecidas, vacaciones y dejamos de dar la tabarra a quienes amablemente nos leen. Esta Agenda se abrió en 2006, casi veinte años ya, y han sido más de mil los comentarios recogidos en ella. Se dice que la vida útil (a pleno rendimiento) de un electrodoméstico es de dos años; y la de un automóvil dicen que cuatro. Tal vez a la Agenda de Zalabardo le haya llegado la edad de la jubilación. Meditaremos qué hacer con ella durante el verano. Entre tanto, como dijo Cervantes, como dijo don Francisco Olid y como terminaba Cicerón su carta a Létulo en la que le pedía que favoreciese a Aulo Trebonio -…meam commendationem non vulgarem fuisse. Vale. [‘…que mi recomendación no quede sin valor. Ten salud’]- aquí dejamos nuestro Vale.

domingo, junio 18, 2023

LA GATA, LA RATA Y LA VIOLENCIA INTRAFAMILIAR

 

En la segunda parte del Quijote, en el capítulo sexto, mientras trata de que su señor le asigne un pago por sus servicios, Sancho, hombre de escasa cultura, ruega al caballero: «Una o dos veces he suplicado a vuestra merced que no me emiende los vocablos, si es que entiende lo que quiero decir en ellos, y que cuando no los entienda, diga: ‘Sancho, o diablo, no te entiendo’; y si yo no me declarare, entonces podrá emendarme, que yo soy tan fócil…». Naturalmente, don Quijote aprovecha este fócil para, siguiendo la petición del escudero, hacerle ver su descuidada expresión. El buen Sancho, inculto pero no tonto, se percata del juego irónico de su señor y concluye: «Apostaré yo que desde el emprincipio me caló y me entendió, sino que quiso turbarme, por oírme decir otras doscientas patochadas».

            Le digo a Zalabardo que, en nuestros días, no ya al hablar, aunque al final tocaremos el tema, sino al escribir, es bastante frecuente que se escapen numerosas erratas, prefiero ser prudente y llamarlas así antes que errores, por causa de los dichosos correctores automáticos. La tecnología ha puesto muchos medios a nuestro alcance y el más simple de los smartphones, que deberíamos llamar teléfonos inteligentes o limitarnos al más corriente móvil, ya que en la actualidad casi todos entran en esta categoría, contienen la función predictora que ‘anticipa’ lo que queremos escribir. Igual función encontramos en los ordenadores personales. Con esta avanzada función conseguimos que el aparatejo evite que escribamos *bender en lugar de vender, o *exhuberante en lugar de exuberante, por no aburrir con más ejemplos.

            Pero móviles y ordenadores, con la riqueza de posibilidades que ponen a nuestra disposición, pueden ser menos listos que Sancho y carecen, por el momento, de capacidad para distinguir si queremos escribir balido o valido en atender al valido/balido o para diferenciar porque, por que, por qué o porqué en frases del tipo pregunto porque/por qué quería; y posiblemente se les fundiría el chip si tuvieran que decidir cuándo es correcto errar es humano y cuándo herrar es humano. Pero tampoco aquí quiero amontonar ejemplos. Me limito a aconsejar que se revise lo que se escribe en un mensaje antes de pulsar la tecla que determina el envío. Así evitaríamos que se nos ponga delante un puntilloso aspirante a caballero manchego que nos llame la atención por escribir reducir cuando pretendíamos poner relucir o que lo correcto es dócil y no fócil. O que haga divertidos juegos de palabras a costa de una confusión que nos ha llevado a emplear gata en lugar de rata, cuyo sentido escapa a quienes no recuerden que en el capítulo veintidós de la primera parte de la obra de Cervantes se utilizaban juntos los términos gato y rato, que en lenguaje de germanía significan ‘ladrones’.



            Pero ya le he avisado antes a Zalabardo de que no todo es errar ―con o sin intención― a la hora de escribir. Que hablando ―acto en el que no existe ninguna clase de corrector automático al que culpar― también cometemos deslices que pudieran ser más graves que los anteriores. El peor de todos es el que viene alentado por una ideología negacionista o nos arrastra hacia ella. Lo que no tiene nombre no existe, defienden algunos sin contar, aunque no sea el mejor argumento, con que ya el famoso ontológico de san Anselmo decía que basta pensar una cosa para inferir de ello la inevitabilidad de su existencia. Igual que hay quien, quizá consciente de lo anterior, procura disimular y sostiene que la mejor manera para negar la existencia de algo es no mencionarlo ―aquello de lo que no se habla no existe―. Y también existe, y esta es la actitud más sibilina, quien modifica la palabra, la sustituye por otra sobre la que hipócritamente sostiene que designa lo mismo, aunque el objetivo no sea otro que el de hacer que dicho concepto quede suficientemente diluido. Esa es la senda de quienes viven enganchados a las verdades alternativas.

            Cuando escribo esto, Zalabardo sabe que esa es la razón que me mueve a hacerlo, estoy pensando en unas declaraciones que quien posiblemente sea, si no lo es ya, presidente de la Cortes Valencianas, José María Llanos. Este señor dijo hace unos días en una entrevista radiofónica: «La violencia de género no existe. La violencia machista no existe». Se le da un ardite que, en un gesto muy poco frecuente en la política de nuestro país, en 2017, durante el gobierno de Mariano Rajoy se firmase un Pacto de Estado contra la violencia de género. En ese Pacto de Estado, todas las fuerzas democráticas ―Podemos no firmó porque le parecía insuficiente su contenido― denunciaban la violencia machista como problema estructural en el que las instituciones deben ser parte: para prevenirla, para desarrollar medidas, herramientas y presupuestos para luchar contra ella y trabajar con el objetivo último de erradicarla.

        Esta semana, José María Llanos, y el partido al que pertenece, VOX, vienen a descubrirnos que no existe violencia machista, que lo que hay es violencia intrafamiliar. ¡Qué forma más indecente de disimular su necio negacionismo intentando confundir al personal con dos expresiones que son muy diferentes tanto en su forma como en su fondo! Hablar de violencia intrafamiliar es retorcer el idioma para robar a nuestra sociedad cuanto, con mucho esfuerzo se viene haciendo para erradicar la violencia machista. Si don Quijote se hallara frente a José María Llanos o frente a cualquiera otro de su cuerda, le gritaría lo que a aquel comisario que conducía a los presos a quienes el caballero pretendía dar libertad: «¡Vos sois el gato y el rato y el bellaco

sábado, junio 10, 2023

ANALÍTICA DE LA PROBLEMÁTICA

Fernando Lázaro, allá por 1992, escribió un artículo que incluyó en aquella interesante serie titulada El dardo en la palabra. Me refiero a Macedonia de yerros, en el que dirigía uno de sus dardos al periodista que había escrito motivos economicistas en lugar de motivos económicos; afirmaba: «otro formidable barreno metido en el idioma lo constituye el prurito de injertar sufijos a los vocablos para darles apariencia más notable». Y llamaba la atención sobre cómo se iba extendiendo entre nosotros problemática en lugar de problema y analítica en lugar de análisis. Treinta y un años después, nos parece natural que un médico nos pida una analítica y no un análisis o que un asunto difícil, en lugar de crearnos un problema, dé pie a una compleja problemática.

            Le digo a Zalabardo que a estas palabras que se alargan mediante sufijos, sin que su significado se altere, se les llama archisílabos o, si recurrimos a un vocablo menos corriente, sesquipedales. Esta última, de origen latino ―sesqui- significa ‘uno y medio’, como en sesquicentenario, ‘100 + 50’―, proviene del campo de la versificación y designa a un verso que es más largo de lo normal. El DLE dice todavía que es ‘un verso o discurso largo y ampuloso’. Solo el Diccionario del Español Actual (1999), de Manuel Seco, recoge claramente: ‘palabra muy larga’. Hablamos de archisílabos o sesquipedales cuando se afirma que alguien «emplea una avanzada metodología (por método) en su trabajo»; o que en tal centro «se presta una atención personalizada (por personal) a los clientes»

 

           El dardo que lanzó Lázaro Carreter sirvió para que un catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV, Aurelio Arteta, emprendiese una particular lucha contra estos vocablos dilatados al publicar La moda del archisílabo (1997), al que siguieron Arrecian los archisílabos (2005) y Archisílabos a tutiplén (2010). Si ha escrito más sobre el tema, lo desconozco. En el último de los artículos que cito, me imagino que ya con espíritu resignado, reconoce: «Les espera larga vida entre nosotros. Me lo temía al observar que no han desaparecido del mercado lingüístico ni uno solo de los varios cientos ya divulgados, o cuando se constata, al contrario, la fruición con que los hablantes los siguen creando o paladeando».

            Y no miente al afirmar que son varios cientos los que él ha ido recogiendo y comentando pacientemente. Podríamos hablar de culpabilizar (culpar), conflictividad (conflicto), funcionalidad (función), obligatoridad (obligación). ¿A quién de nosotros, al pasar por una ventanilla cualquiera con intención de realizar un trámite, no le han pedido la documentación precisa en lugar de los documentos? Del mismo modo, comprobamos que se pierde la distancia, porque lo que hay es distanciamiento, que una relación está tensionada y no tensa, que se ha llegado a la finalización de un acto y no a su final

            Me ha causado cierta sorpresa encontrarme en una página web, Archiletras, un artículo publicado en 2019 en el que su autor, Julio Somoano, no habla de injerto de sufijos ni de archisílabos, sino que recupera el añejo término sesquipedal. Se titula el artículo Sesquipedilismo o el arte de lo rimbombante. Y compruebo que Manuel Seco, para darnos un ejemplo de sesquipedal elige una cita del periodista deportivo Antonio Valencia, que fue subdirector de Marca, quien, en 1970, habla de «emplear palabras sesquipedales y grandilocuentes, como salen cuando un casi iletrado decide escribir con afectado estilo…que pudiéramos llamar curial florido». O sea, que el fenómeno no es nuevo.

            Somoano define el sesquipedalismo como «creación de una palabra por derivación innecesaria de un verbo, adjetivo o sustantivo. El resultado es otro verbo, adjetivo o sustantivo con mayor número de sílabas, pero que dice lo mismo». O sea, matización en lugar de matiz; exceptuación en lugar de excepción, secuenciación en lugar de secuencia, etc. La lista sería interminable.



            Zalabardo, que es curioso por naturaleza me pregunta cómo se llega a esta situación, cómo aparecen los archisílabos. Le digo que todos los que han estudiado el tema coinciden en que este uso de palabras más largas de lo que debieran ser origina un estilo farragoso, pretencioso, ampuloso, rimbombante. O sea, que debiéramos evitarlo. Y Zalabardo insiste: ¿por qué, entonces, abundan? Por supuesto, le digo, estos usos no nacen en el seno del pueblo llano, aunque todos, alguien diría la totalidad, acabemos haciéndonos eco de ellos.

        Siempre se ha dicho que hay personas que, por su profesión, rango o prestigio, gozan de una autoridad entre el común de la gente. Estas personas deberían ser consciente de su gran responsabilidad en el momento de hablar y de escribir, porque el pueblo las imitará. Si un periodista deportivo dice una vez y otra, sea en radio o en televisión que un jugador ha recepcionado el balón, que se ha posicionado así o asá, o que ha obstruccionado a un contrario, quienes lo escuchan dejarán de hablar de recibir, de ponerse, de obstruir. Y si un médico pide que nos hagamos una analítica, o un periódico habla del sobredimensionamiento de un problema, o un juez legitimiza algo, o el mismo presidente del Gobierno nos asegura que todo va en pro de una mejor gobernanza, que nadie tenga dudas: dejaremos de decir análisis, sobredimensión, legitimar o gobierno. Así son las cosas. 

domingo, junio 04, 2023

JOB Y LA RESILIENCIA


 La Inquisición abrió proceso a Antonio de Nebrija porque en sus trabajos para la elaboración de la Biblia Políglota proponía una corrección de lecturas erróneas basada en cuestiones puramente gramaticales y olvidando lo referente al dogma, que dejaba en manos de los teólogos. En su defensa escribió Apología, donde exponía sus razones y criticaba a quienes pretendían una revisión de las Escrituras sin conocer siquiera las lenguas originales en que se escribieron. Dijo de ellos: «Ignoran de hecho tanto quienes reconocen francamente que no saben qué es aquello sobre lo que se trata, como los que entienden una cosa en lugar de otra, como los que fingen saber lo que no saben».

            Le digo a Zalabardo que recuerdo a Nebrija porque a veces se me acusa de decir cosas que no digo o se entiende mal lo que digo. Admito que me puede caber alguna culpa de ello. Sin embargo, siempre pretendo que mis palabras vengan avaladas por una autoridad superior a la mía. E interesándome más el análisis objetivo del tema escogido, trato de evitar el juicio directo que pueda incomode. Una persona se ha sentido molesta y mantenía que tan fanático es quien no es partidario de la monarquía como quien niega la existencia de la covid y que sabía muy bien a quién votar. O sea, ni sabe de qué iba el apunte ni entiende los matices del prefijo anti-.

            Ante estas conductas, Zalabardo me aconseja, como mejor remedio, manifestar mi nivel de resiliencia. Y este término, resiliencia, me da pie para el apunte de hoy. La lengua ―no es opinión exclusiva mía, sino de cualquier mentalidad clara que conozca su naturaleza― pertenece al pueblo. La lengua se va haciendo con el uso diario de la gente normal y no puede imponerse desde una tribuna política, ni desde un púlpito, ni desde una fatuidad erudita. Y, lamentablemente, hoy se tiende bastante a eso.

            Sería absurdo negar que la lengua, sobre todo en su léxico, cambia según pasa el tiempo. ¿Quién solicita hoy algo por uebos (por necesidad), o quién le huele el anhélito (aliento), o quién se excusa por estar romadizo (acatarrado)? Estos cambios se han ido sucediendo de manera natural. No existe fecha de caducidad para una palabra ni fecha oficial en que se ha de producir un cambio. Sin embargo, hoy abundan los comisarios lingüísticos, los iluminados de la corrección política, los que se creen que pueden obligar a que la gente hable como a ellos les salga del alma. Y no es así; o no debiera. Porque de tales pretensiones surgen esos casos chirriantes de jóvenas, miembras, todes, persona de color (¿carece alguien de un color de piel?), personas con capacidades distintas (¿no es natural que, aunque iguales, cada persona se distinga por su capacidad para lo que sea?).

            Otras veces, lo que nos hace vulnerar la mutabilidad natural del lenguaje ―aunque lo hagamos de manera inconsciente― es el ansia de emulación, el deseo de seguir la moda. Una persona emplea una palabra y muchas otras, por mimetismo, la repiten. Y pudiera darse el caso de que, con tanta repetición, la palabra acabe por imponerse y arrojemos a la cuneta sinónimos válidos que habían venido funcionando hasta el momento. Veamos tres ejemplos, tan solo: resiliencia, empatía y empoderar.

            Resiliencia. Fue el presidente Pedro Sánchez, creo, quien la sacó a la pasarela. Un día, estábamos inmersos en la tragedia de la pandemia, apareció en televisión para anunciar un Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. La palabra se empezó a repetir en medios de comunicación, la utilizaban los políticos y acabamos todos colgados de ella. Pero no era un invento. Consulto el CORDE (Corpus Diacrónico del Español) y encuentro que el término ya aparecía en un libro, Tecnología Mecánica, escrito en 1938 por José Serrat y Bonastre. Porque resiliencia es un tecnicismo procedente de la metalurgia, que señala la ‘capacidad de un material para recuperarse de una deformación causada por un esfuerzo externo’.

 


           De ahí pasó a la sicología y al sentido más general, que supongo es el que quería darle Sánchez de ‘capacidad de afrontar dificultades con ánimo constructivo’. Es decir, ‘tras superar un problema, volver a ser como antes’. Nada que objetar, pero ¿por qué todo se vuelve ahora resiliencia y nos olvidamos de adaptación, elasticidad, fortaleza, optimismo, recuperación, paciencia y cuantos otros sinónimos podrían convenir a cada situación concreta? En el Libro de Job, en la Biblia, se nos cuenta la inconcebible serie de calamidades que tuvo que soportar Job. Cuando todos se preguntaban cómo no se rebelaba, Job dijo: «¿Cuál es mi fortaleza para esperar todavía? ¿Cuál mi fin, para llevarlo en paciencia? ¿Es mi fortaleza la de las piedras o es de bronce mi carne?». Su virtud fue la paciencia y por él nació el dicho Ser más paciente que el santo Job. Con las tendencias de hoy, a Job habría que considerarlo patrón de los resilientes.



         La empatía, ‘capacidad de adoptar el punto de vista de otros’. Aunque palabra «reciente», su linaje se remonta a tiempos muy lejanos. Tiene que ver con la raíz indoeuropea kwent(h)-, ‘sufrir’, de la que procede el griego páthos, ‘sentimiento’ y ‘enfermedad’. El documento más antiguo que encuentro en el CORDE de empatía es de 1965. El arquitecto Fernando Chueca Goitia, en su Historia de la Arquitectura Española. Edad Antigua y Edad Media, hablando de la catedral de Burgos, escribe: «Su cohesión arquitectónica […] nos hace sentir, por empatía, toda la sublime espiritualidad de este estilo». Y en 1966, María Moliner, en su Diccionario de uso del español, incluye empatía como término propio de la sicología: ‘capacidad de una persona de participar afectivamente en la realidad de otra’. La RAE no la recogerá en su diccionario hasta 1984. Y ahora, cuando se pide empatía con los demás, no se nos ocurre utilizar comprensión, ni solidaridad, ni afinidad.

             Y nos queda empoderar. Esta es la más nueva de todas. El CREA (Corpus de Referencia del Español Actual), puesto que no aparece en el CORDE, me da como documentación más antigua un libro de Carmen Alborch de 2002 titulado Malas. Rivalidad y complicidad entre mujeres. Allí dice que es un derivado del inglés empowerment, y que significa ‘impulsar cambios culturales sobre las relaciones de poder’. Hoy se emplea como ‘hacer fuerte a un individuo de un grupo social desfavorecido’ y ‘dar a alguien autoridad e influencia para hacer algo’. Por eso, sin tener que rechazarla, también se podría decir fortalecer, potenciar, conceder autonomía o habilitar a alguien.