sábado, marzo 30, 2019

POR QUÉ LAS NOVELAS SE ESCRIBEN EN PASADO


Algunos días, Zalabardo se levanta con inquietudes filosóficas de las que me quiere hacer partícipe. Hoy, por ejemplo, tenía ganas de hablar sobre el tiempo. Me preguntaba si yo creía posible lo de aquel personaje de Javier Marías que pasaba cada día creyéndose en un año distinto de su vida y, por tanto, para él todo el tiempo era presente o retorno y nada era tiempo pasado o perdido. Trato de decirle que eso no es más que un puro juego retórico con el que viene a decir que nadie puede vivir más que en presente. “Sin embargo”, me repone, “Jorge Manrique, modelo de caballero medieval, lo que supone que al buen manejo de las armas unía buenas dosis del mejor conocimiento de su época, ya dejó bien claro que no hay otro tiempo más firme que el pasado.”
            Me sorprende este salto de mi amigo desde Marías a Manrique y que se haya fijado en esa diferencia. Le pido que me aclare en qué se basa para atribuir esa teoría al poeta medieval y, sin dudar, me remite a la segunda estrofa de las inmortales Coplas: si vemos lo presente cómo en un punto se es ido y acabado, si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado. Mi amigo deduce de estas palabras que, contra lo que Marías escribe, Manrique sostiene que el presente carece de entidad, es un mínimo punto en la línea del tiempo, pues en el mismo instante en que sucede se convierte en pasado. Y me lanza otra pregunta: “¿Por qué, si no, las novelas, incluso las pocas que parecen ser diferentes, se escriben en tiempo pasado?”
            Como digo, Zalabardo me desconcierta y siempre me obliga a pensar. Ahora me habla de que el presente es efímero; de que el futuro, por ser lo aún no existente, no cuenta hasta que se actualice; de que, entonces, será un presente que, dada su inconsistencia, de inmediato se incorporará a ese pasado que, al cabo, es lo único que tenemos. Ignoro si mi amigo piensa está hablando de filosofía o de gramática. Y como parece haberse levantado hoy en plena forma, me espeta: “¿Acaso hay diferencia entre una cosa y otra?”

            Y así empezamos a hablar del verbo y su naturaleza. Como mi amigo no gusta de meterse en laberintos teóricos, recurro a las explicaciones de Álex Grijelmo, magnífico y ameno divulgador de este tipo de cuestiones. En su Gramática descomplicada llama al tiempo verbal “reloj del idioma” que nos permite sincronizar el momento en que hablamos con el momento en que sucede el enunciado que emitimos: ahora, antes o después; es decir, lo que conocemos como presente, pasado y futuro, según leemos en la más simple de las gramáticas. Entonces caigo en la cuenta de que nuestra lengua dispone de abundantes formas para referirse al pasado; de algunas menos para el presente y de bastantes menos para el futuro. O sea, pienso, que Zalabardo va a tener razón.

           Decido, para coger el camino fácil, fijarme en la situación en que me encuentro, escribiendo este apunte para la Agenda de Zalabardo. En este preciso momento escribo esta línea, lo que significa que estoy en el presente; pero de forma inmediata, una vez concluida esa línea, su presente se ha diluido y se ha integrado en el pasado. Y no digamos nada de las tres o cuatro primeras líneas de este apunte. Puedo volver a ellas, pues están ahí, a mi disposición; pero será como viajar al pasado. Conclusión: el presente es efímero, un visto y no visto. ¿Cómo continuará este apunte? No puedo asegurar lo que escribiré a continuación; es futuro, pura virtualidad que aún no se ha actualizado; cuando esté escribiendo las líneas que sigan, esas que aún no existen, me hallaré en el presente y, en cuanto las acabe, ya habré convertido mi escrito en pasado. Aunque el pasado, como los recuerdos, siempre vuelvan.
            La gramática, digo a Zalabardo, nos explica muy bien esta especie de galimatías. Cuando un locutor deportivo dice, por ejemplo: Salen al campo los jugadores del Betis, habla de un instante que se agota en el mismo acto de decirlo, la parcela de tiempo expresada es mínima. Ese es el único y verdadero presente, al que se le llama puntual o momentáneo. Todas las demás formas de presente ofrecen unas referencias temporales distintas, la mayor parte de ellas conectadas con el pasado. Si digo Me levanto muy temprano, todos entienden que no estoy haciendo nada, que me limito a señalar que esa acción de levantarse temprano se produce de forma reiterada, afirmación que se sustenta en mi conocimiento del pasado; ese es el presente habitual. En Suelta al niño que le haces daño, el verbo alude a una extensión temporal indeterminada, que, aunque iniciada en un momento anterior, provocan consecuencias que aún perduran; es, pues, un presente progresivo. ¿Y si lo que decimos carece de una referencia directa con el momento en que se habla, es atemporal, y puede utilizarse como enunciado de validez universal? Es lo que ocurre en El hombre es mortal, donde, de nuevo, son los datos conocidos del pasado los que dan validez a nuestras palabras; a eso lo llamamos presente gnómico. Comprobamos la dificultad del presente para desligarse del pasado. Podríamos seguir aportando ejemplos, pues, aunque hay otras formas posibles, creo que es suficiente.

           Le pido a Zalabardo que me diga si lo dicho aclara las dudas que me planteaba. Y añado que también yo participo de su idea de que el único tiempo con el que podemos trabajar de manera segura es el pasado. Lo conocemos, de él procede toda nuestra experiencia y propicia que avancemos en todos los aspectos; el mundo no progresaría si no nos apoyásemos en las experiencias pasadas. El presente es tan efímero que se nos diluye antes de que lo comprendamos y el futuro, lo que pueda suceder, no dejará de ser un enigma.
            Y acabo reconociéndole a Zalabardo que, efectivamente, las novelas, o la mayoría de ellas, se escriben en pasado por esa razón. Aunque se usen formas verbales de presente, la historia fluye siempre desde el pasado. Incluso en algunos casos especiales (Viaje a la semilla, de Carpentier; Ulises, de Joyce; Rayuela, de Cortázar…) la narración, como tal, va de lo anterior a lo posterior. No depende ya de que usemos unas formas llamadas presente, pasado o futuro; es que el autor, no puede ser de otra manera, parte de unos datos conocidos, y por tanto pasados, y de ellos se vale para contarnos la historia. ¿O no fue Berceo quien, en los albores del siglo XIII, dijo aquello de qué sucedió después no lo sabría contar, pues se perdió un cuadernillo del libro en que lo leía? ¿O no escribió Borges un soneto, aunque hablemos ahora de novela, titulado La lluvia sucede en el pasado, que cantó por bulerías el Cabrero?



sábado, marzo 23, 2019

ESPAÑA, ESPANYA, ESPAINIAKO, AL-ANDALUS, SEFARAD, SESÉ


            Recordando el poema de Machado y pensando en el momento presente, se me ocurre preguntarle a Zalabardo cuántas Españas cree que hay. Y, sin dudar, me contesta: “Tantas como españoles.” Desorientado al principio, pienso que un ligero repaso a nuestra historia le da la razón. Somos una nación compuesta por una heterogénea fusión de pueblos, etnias, culturas, lenguas, costumbres… desde Tartessos, si no de antes… Se lo hago saber y me contesta: “¿No debería llenarnos de orgullo esa unidad construida sobre la diversidad?” Y, sin darme tiempo para reaccionar, continúa: “Pues no; para muchos es motivo de desazón, les cuesta aceptar la existencia del otro y se empeñan en ser los detentadores (aquí, bien empleado el término, ‘que retienen lo que manifiestamente no les pertenece’) de las esencias patrias. Pero de esa exclusividad no puede presumir nadie.”

Requerimiento para sustituir la lengua de una lápida
            Las palabras de Zalabardo me hacen pensar que nuestra historia está jalonada de incontables procesos de expatriación (¿se les puede llamar de otra forma?), sea la excusa religiosa, política, económica o ideológica. Los Reyes Católicos expulsan a los judíos; Felipe III, entre 1609 y 1613, a los moriscos, los últimos restos de quienes, tras acabar con la dominación goda, fueron dueños de estas tierras durante 800 años. Pero quizá la más sangrante de las expulsiones sea la que ha pesado sobre los gitanos. 1499, 1539, 1570 o 1749 fueron hitos importantes de esta persecución. George Borrow, en el siglo XIX, llegó a afirmar que en ningún país los gitanos han sido tan perseguidos como en España. Aún en 1978, los reglamentos de la guardia civil recogían normas de actuación contra ellos. Hasta Cervantes, que habla bien de catalanes, gallegos o vizcaínos, hace un negro y triste retrato de los gitanos.
            Comento con Zalabardo lo que podríamos llamar “nuestro conflicto lingüístico”. Cualquier país debería sentirse orgulloso de una riqueza idiomática como la de España. Pero nosotros no. Ni siquiera tenemos conciencia de dicha riqueza y con hartas dosis de desconocimiento, seguimos llamando dialectos a lenguas tan prestigiosas como el gallego, el euskera y el catalán, y negamos a quienes las tienen como lengua materna incluso el derecho a hablarlas.

Orden de mayo de 1938
            Me enseña Zalabardo recortes de periódicos en los que algunos nostálgicos intentan convencer a sus lectores de que nunca el franquismo persiguió a las lenguas vernáculas. Verdad es que no hubo ninguna ley en tal sentido, como verdad son las innumerables órdenes, requisitorias, multas, etc. contra el uso de lenguas que no fuesen la castellana en libros y revistas, inscripción en el registro civil, rotulación de locales comerciales, emisiones radiofónicas…, ¡hasta lápidas funerarias! Estas trabas al uso de las diferentes lenguas de España no fueron una prerrogativa de Franco. Con Felipe V, con Carlos III, con Isabel II también se cometieron abundantes tropelías; todos ellos quisieron la uniformidad lingüística y prohibieron las representaciones teatrales, la edición de libros, los telegramas, la enseñanza del catecismo, los actos oficiales e incluso las homilías que no usasen el castellano.
            Zalabardo me interrumpe y me pide que le aclare el título de esta entrada, pues aunque le suenan todas, incluso Sefarad o Al-Andalus, no entiende eso de Sesé. Le digo que Sesé es la palabra con que los gitanos llaman en su lengua (caló) a España. Porque, en el fondo, de lo que quería hablar hoy era de esa lengua. Y todo porque el otro día me preguntaron si podía explicar la palabra bajío, que es una palabra de esa lengua.
 
Justificante del pago de una multa 
          
Este bajío no tiene nada que ver con el castellano bajío, de bajo, que significa ‘terreno bajo que tiende a empantanarse’ o ‘elevación de mares ríos o lagos en que una nave puede embarrancar’. Por eso, dar en un bajío es ‘encontrarse en grave dificultad’. Pero da la coincidencia de que tener el bajío o echar a alguien un bajío es algo diferente, como puede apreciarse en el Diccionario romanó-kaló, de Rober Heredia Jiménez y en el fundamentado estudio Un vocabulario selecto del caló con datos sobre su conocimiento actual por una muestra de hablantes gitanos (2015), de Juan F. Gamella, Ignasi-Xavier Adiego y Cayetano Fernández Ortega. En ambos encontramos documentada la forma bají, ‘suerte’ y bajío, ‘mala suerte’, ‘destino’. Sin embargo, a causa de ese desconocimiento del que antes hablaba, le digo a Zalabardo, algunos aventuran explicaciones que no tienen sentido. Por ejemplo, Ángel Leyva, autor de una obra más que discutible, El habla malagueña, la recoge como bahío, ‘mala suerte’ y dice que procede del español bajido. Bajío es el que él tiene, pues ni siquiera se ha tomado la molestia de ver que en español no existe tal palabra.
            Tendríamos que ser más respetuosos y tolerantes con todas las lenguas. Catalán, euskera y gallego, no solo son lenguas españolas por los cuatro costados, sino que incluso históricamente son más antiguas que el español. No estaría mal tomar como modelos a autores de épocas pasadas, a quienes importaba usar una lengua, aunque no fuese la suya materna, si a la otra le reconocían un prestigio. Alfonso X, castellano, escribía poesía en gallego; Boscán, catalán, o Gil Polo y Guillén de Castro, valencianos, no dudaron en escribir en castellano.
 
Reglamento de la Guardia Civil, 1974
          
El caló, la lengua de los gitanos, también debería ser muy tenida en cuenta. Es una lengua muy antigua, de procedencia indo-irania. Gamella dice en su estudio que es la lengua de los gitanos españoles y portugueses. Su peculiaridad, y en esto coincide con lo que dice José Antonio Plantón en Chipí Cayí. Aproximación al caló (1993), es la misma del tradicional carácter nómada de los gitanos: es más bien un léxico que se articula como lengua dentro de la gramática de los pueblos en que viven. Si consultamos la edición 22ª de DLE comprobamos que aparecen recogidas 59 palabras de esta lengua (barbián, andoba, burel, canguelo, chingar, churumbel, diñar, gachó, jiñar, menda, naja, paripé, parné, pinrel…). Pero, aparte de estas, hay muchas otras que, sin aparecer en el diccionario académico, son de uso bastante frecuente: mui, ‘boca’; acáis, ‘ojos’; moyate, ‘vino malo’; piños, ‘dientes’; camelar, ‘querer’; ronear, ‘presumir’; chanelar, ‘saber’; pápiro, ‘billete’; Undibé, ‘Dios’; majarón, ‘loco’; pureta, ‘viejo’; calatí, ‘dinero’ (de donde cala, ‘peseta’); randa, ‘ladrón’; mulé, ‘muerte’… La interrelación de lo gitano, lengua y cultura, con el español no es nada despreciable.

sábado, marzo 16, 2019

CUANDO ‘BUENO’ ES ‘MALO’ (Y VICEVERSA)


 
Manifestaciones estudiantiles contra el cambio climático (El País)
          
Leyendo esta mañana informaciones sobre las manifestaciones estudiantiles para protestar por el escaso o nulo interés que muestran las máximas autoridades mundiales ante los problemas del innegable cambio climático que ya padecemos, traíamos a la memoria Zalabardo y yo dos recuerdos, en apariencia diferentes pero, a la vez, bastante similares.
            Zalabardo me recordaba la columna de hace unos días en la que Álex Grijelmo, en El País, denunciaba el desmedido afán de muchos políticos por parecer que se dicen sin llegar a decir, por evitar pronunciar una frase que alguien pudiese tomar como “molesta” simplemente negando lo contrario de lo que quieren decir. Por ejemplo, recurren a no aplaudo su actitud para no decir que condenan dicha actitud; o dicen no ha estado acertada esa persona cuando piensan que ha estado fatal.
            En retórica, ese recurso se denomina litote. Demetrio Estébanez, en su Diccionario de términos literarios, define la litote como una atenuación consistente en decir menos de lo que se piensa para dar a entender, por el tono y por el contexto, que se quiere expresar más de lo que se ha dicho. En otros lugares, se define como negación de lo contrario de lo que se quiere decir.

 
Desembocadura del Guadalhorce (diciembre 2018)
          
Yo, por mi parte, recordé la visita de ayer mismo, jueves, a Jorox, con la intención de ver su ermita de la Vera Cruz, La Mesa, el Nacimiento del río, la Cueva de las Vacas y el Charcón y su catarata. Cuando bajábamos hacia este último lugar, nos detuvimos a hablar con uno de los habitantes de esa pedanía. Hablamos, entre otras cosas, de lo que se siente viendo cómo las riquísimas naranjas de aquel fértil valle se pudren en los árboles y acaban cayendo al suelo. Nos decía que la culpa es de los precios, que les pagan tan poco por sus frutos que no vale siquiera la pena recogerlos; y añadía: “Así, cada día se arrancan más naranjos y se plantan aguacates, mejor pagados; hasta que haya tantos aguacates que sea preciso arrancarlos y plantar otra cosa.”
            Pero, del conjunto de la conversación, a mí se me quedó más grabada otra frase: “Con este tiempo que tenemos, no se sabe adónde iremos a parar; hace demasiado buen tiempo.” Y pensé: ¿es que lo bueno puede ser malo? Resolvió mi duda el ejemplo que me expuso: “Tengo ahí naranjos en los que se juntan tres cosechas diferentes: unas naranjas que habría que coger ya porque se van a caer del árbol; otras, pequeñas, verdes, que sustituirán a estas; y la flor de azahar, que anuncia la cosecha que seguirá a estas.”

Espino albar (marzo 2019)
Y es verdad; porque aún no ha terminado el invierno y nos encontramos que la primavera viene adelantada desde el pasado mes de diciembre, en que ya veíamos el campo florecido. Hoy mismo he visto florecido un espino albar, árbol del que leo que florece entre mayo y junio. Nos hemos pasado el invierno sin una gota de lluvia y ya es poca la que se puede esperar. Salvo que este tiempo loco, imposible de pronosticar, nos traiga una primavera tan lluviosa que acabe por ser dañina.
            O sea, el buen tiempo, este que ahora tenemos, es malo. Como cuando decimos de alguien buena pieza está hecho por no decir que es un mal bicho, empleamos una litote al decir tenemos demasiado buen tiempo, que no es más que insistir en que padecemos un tiempo fatal. Lo bueno, pues, se nos ha convertido en malo. Y cuando el agricultor se nos queja de que hace muy mal tiempo, los turistas se extrañan, pues llevan desde enero disfrutando del buen tiempo para el baño en la playa.
            Por eso, le digo a Zalabardo, ver a tantos jóvenes protestar por el estado de las cosas y exigir a los gobernantes que tomen en serio de una vez el problema del cambio climático me produce alegría, pues ellos, esos jóvenes airados, son los que muy pronto nos gobernarán. Confiemos en que ellos, sus quejas, no sean litotes, que sus mensajes sean claros y directos y digan lo que en verdad desean decir, aunque muchos se sientan molestos por sus juicios.




sábado, marzo 09, 2019

HISTORIAS DE PALABRAS: POLLA


 
Edificio de la Polla Chilena de Beneficencia
           El eufemismo tiene como base, por lo general, un tabú, que no es sino un modo de represión. Si queremos decir algo, ¿por qué rechazamos el término directo y recurrimos a otros que, en no pocas ocasiones, resultan cursis y melindrosos? Quizá, no estoy seguro, el campo léxico que más eufemismos presenta sea el de la sexualidad y, muy concretamente, el de los genitales. Me cuesta entender que se evite ante un niño la palabra pene y se le enseñe a decir, pilula, colita, lula, pito y cosas así. Si no gusta pene, puede recurrirse a falo, de ilustre raigambre sánscrita, pues viene de la raíz bhel-, ‘hinchar’, la misma que ampara a balón, bol, baluarte, bala, jolgorio y muchas más, según veo en el Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española; pero tampoco. Y lo que digo respecto a niños, vale igual para niñas.
            En estas reflexiones andaba cuando un amigo, José María Pérez Moreno, por no sé que extraño motivo, me pide que recabe la opinión de Zalabardo sobre la familia léxica de polla. Zalabardo, que cree adivinar por dónde va la pregunta, se rasca la oreja y me contesta que son tantos los sinónimos en todo el dominio hispánico que podría pasar medio día recitando palabras, incluso por orden alfabético, y no acabaría: badajo, banana, bicho, bimbín, bruta, canario, carajo, chaparro, chava, churra, cipote, colita, cosita, falo, instrumento, kika, lula, maleta, mandado, manubrio, mástil, miembro, minga, nabo, niño, pajarito, paquete, partes, pene, pepino, picha, pichula, pijo, pilila, pinchila, pistola, pito, polla, príapo, rabo, verga
            Pero, de inmediato, se pone serio y me dice que mayor interés tendría buscar una explicación válida para un curioso hecho: ¿por qué la palabra polla, del latín pullus, -i, ‘retoño’, y esta de pullus-a-um, ‘pequeño, menudo’, apenas se utiliza con su significado primario, ‘cría de cualquier animal’ y, en especial, ‘gallina nueva, que empieza a poner huevos’ de donde, por metáfora, ‘muchacha de poca edad’, y se emplea con dos significados tan diferentes en uno y otro lado del Atlántico: ‘juego, apuesta, lotería, quiniela’ en la América de habla española y ‘órgano sexual masculino’, en España.
            Me insiste Zalabardo en que, dado que el origen es el mismo, lo que habría que buscar es la razón del diferente uso. Consulto el Diccionario secreto, de Cela, y debo confesar que, de inicio, me he sentido algo desanimado, pues confirmo la extrañeza de mi amigo. Repite don Camilo lo que desde nuestro primer diccionario, el de Covarrubias, de 1611, hasta la ultimísima versión del DLE, se afirma: que la palabra tiene su origen en el latín pullus, -i.
Falo votivo de los siglos  III-IV a.C.
            Zalabardo me anima a no rendirme y a que siga mirando. Regreso a Cela y me entero de que la aparición de la connotación sexual es bastante tardía: el primer caso documentado por él es un texto de un fraile palentino, fray Damián Cornejo (1629-1707), franciscano, obispo de Orense, biógrafo de san Francisco, cronista de su orden y autor de… poemas burlescos de asunto picante y casi pornográfico. Es un poema en el que el fraile cuenta la disputa entre un joven y un hombre mayor por conseguir los favores de una tal Lisis, manejando una serie de equívocos sacados de la comparación de la escena con un juego de naipes, llamado Juego del hombre. En el Diccionario de Autoridades leo que es un género de juego de naipes [en el que para] ganar la polla se necesita hacer cinco bazas.
            Ya tenemos la relación polla/juego. Algo es algo. El mismo Cela reenvía a Cervantes que, en su novela El licenciado Vidriera, habla de unos gariteros que ni por imaginación consentían que en su casa se jugase otros juegos que polla y cientos, lo que ratifica que juego del hombre y polla son nombres para el mismo juego. En nota al texto, Francisco Rodríguez Marín, ilustre polígrafo y paisano nuestro, de José María y mío, y que da nombre al instituto en el que estudiamos el bachillerato, sostiene que juego del hombre es el moderno tresillo, y que se llama polla a lo que apuestan quienes a él juegan. Establecida la equiparación polla=apuesta, solo falta saber la razón del nombre y cómo pasa a ser también pene.
            Zalabardo, que me ha ido guiando en todo momento como Virgilio guio a Dante hasta las puertas del paraíso, me sugiere que, si hasta ahora he bebido en fuentes de esta orilla, podría aplacar mi sed consultando a alguien del otro lado del Atlántico. Y la respuesta me la proporciona Fernando Iwasaki, peruano, filólogo, profesor, novelista e investigador que, para mayor abundancia, vive desde hace muchos años en Sevilla, lo que lo convierte en conocedor de las modalidades lingüísticas de las dos orillas. Iwasaki ganó el IX Premio Málaga de Ensayo, en 2017, con Palabras primas, libro en el que uno de sus capítulos se titula, de manera en principio desconcertante, La polla de Cervantes. Pero pronto todo queda claro. Nos habla de que polla, en Hispanoamérica, solo designa la lotería, quinielas, rifas, apuestas en diferentes juegos, y carece de connotaciones sexuales; o sea, nada que ver con el español de España. A la vez, en ese libro me entero de que Jean-Pierre Etienvre decía en Figures du jeu: études lexico-sémantiques sur le jeu de cartes en Espagne: XVIe-XVIIe siècles (1987), que algunos juegos de naipes antiguos que sirven de fundamento a un lenguaje figurado ya no forman parte de nuestra experiencia, aunque sigan aflorando de diferentes maneras.
Manual del juego del tresillo
            Sabemos, dice Iwasaki, que en los siglos XVI y XVII se llamaba polla indistintamente al Juego del hombre o al conjunto de apuestas. Quien ganaba la partida se sacaba la polla. Pero sucedía que en dicho juego se utilizaban expresiones como meter, meterla doblada, correr, sacar (la polla) según se apostara, se doblara la apuesta, se pasara la mano al jugador siguiente o se tuvieran cartas tan buenas como para ganar la partida. En ese momento me recomienda Zalabardo que mire el diccionario latino de Agustín Blánquez, que cita un verbo pullo-as-are, ‘brotar, crecer’, derivado de pullus. Eso me hace pensar que, porque ‘crece o aumenta’, se llamó polla a las apuestas.
            La tesis de Iwasaki es que, en Hispanoamérica (basta ver el Diccionario de americanismos), polla permaneció como ‘juego’, sin ninguna otra acepción, mientras que en España no pudo evitarse que, al ser un juego en el que “se metía”, “se sacaba”, “se corría”, etc., la gente dejara de asociar polla a ‘gallina nueva’, a ‘mocita’, o incluso a ‘juego’, para establecer otro tipo de asociaciones. Por pudor o cualquier otra razón que desconozco (ya estamos con los tabúes y eufemismos), hacia finales del siglo XVIII el Juego del hombre vio sustituido su nombre por tresillo y, en lugar de polla, se prefirió decir pocillo, que, en el juego original, era el número de pollas de que constaba una partida. Zalabardo me aconseja consultar un último libro que avala lo dicho: Juego del Tresillo. Arte de jugarlo, escrito por un tal D. R. C. y publicado en Madrid en 1852.


domingo, marzo 03, 2019

NI CÁNOVAS, NI SAGASTA, NI CASTELAR…

Emilio Castelar

            Decía nuestro filósofo Emilio Lledó en unas recientes declaraciones, que la política, por lo general, está en manos de ignorantes. Es posible que lleve razón, aunque no me atrevo a asegurarlo. De lo que no me cabe duda, le digo a Zalabardo, es de que nuestros políticos carecen de aptitudes oratorias. No encontramos entre ellos un Sagasta, ni un Azaña, ni un Castelar, ni un Cánovas… Lamentablemente, ninguno de los políticos actuales resiste la comparación con aquellos.
            No sé, en verdad, quiénes fueron los últimos a quienes valía la pena escuchar, con independencia de las ideas que defendiesen. Hoy, ni oratoria fluida, ni carga argumental, encontramos en nuestro hemiciclo. Por no haber, ni siquiera vemos los rasgos de ingenio presentes en otras épocas. Hoy no se dan anécdotas como la de Cela, cuando lo reconvinieron por estar dormido: “No estoy dormido, señoría”, se defendió, “estoy durmiendo”; y cuando le contestaron que era lo mismo, dijo: “Ni mucho menos; ¿o acaso es igual estar jodido que estar jodiendo?”. En estos tiempos, más de gresca y bronca, cuando no de aburrimiento, a nuestros políticos se los recuerda más por sus deslices, por declaraciones infortunadas.

J. M. Aznar
            ¿Quién recuerda al que fue ministro de Trabajo, Sanidad y Seguridad Social, Jesús Sancho Rof por algo distinto a aquellas declaraciones de 1981, cuando la grave contaminación por aceite de colza adulterado, en las que afirmaba que todo se trataba de un episodio de gripe causado por un bichito del que ya tenemos nombre y primer apellido y nos falta solo el segundo; pero es tan pequeño que, si se cae de la mesa, se mata. Más cerca en el tiempo, en 2002, Mariano Rajoy, a la sazón ministro del gobierno de Aznar, declaraba al periódico La Voz de Galicia, a propósito de otra gran tragedia, la del Prestige, que todo estaba controlado y del buque hundido solo salen unos pequeños hilitos que parecen plastilina. Aquellos hilitos fueron una fuga de más de 50000 toneladas de fuel que provocaron una inmensa marea negra en costas de Galicia y Portugal. Y el propio Aznar nos dejó de piedra cuando confesó que, en familia, hablo en catalán.
 
Bibiana Aído
          
Pero parece que a nuestros políticos les atrae más darse a conocer por una palabra. ¿Para qué una idea, una frase, un argumento, si una palabra puede definirlos con toda perfección? Hay quien dirá, incluso el mismo Zalabardo me lo insinúa, que pudiera haberse tratado de un simple desliz, de un desafortunado lapsus al que se le ha dado más importancia de la debida. Le contesto que un desliz es otra cosa. Por ejemplo, en una emisora de radio, no recuerdo en qué año, una locutora leía una información sobre moda y, en un momento dijo: Este año se llevarán los hombres desnudos. No sé si le habían escrito el texto ya con la errata o fue un fallo suyo en la lectura, pero eso es un desliz y, además, cómico.
 
J. L. Rodríguez Zapatero
          
Podría ser un desliz que el presidente Zapatero, mientras leía un discurso, porque a nuestros políticos, si no leen, les cuesta decir nada, dijese follar a los rusos en lugar de apoyar a los rusos. ¿Pero qué desliz, o comicidad, había cuando, mientras nos hundíamos en la más dura crisis conocida en muchos años, y de la que aún no hemos salido, se le ocurría decir, muy serio, que no había crisis, sino solamente desaceleración, que en economía significa crecer más lentamente? Pues menudo batacazo nos dimos.

 
Irene Montero
          
Pero lo que parece que de verdad ha dado juego y ha ayudado a mantener el recuerdo de algunos es la disputa acerca de la duplicidad del género en los discursos o la creación de femeninos que no se sostienen se miren por donde se miren. Creo que fue el lehendakari Ibarretxe quien inició la moda con la machaconería de decir los vascos y las vascas, pero no habría que olvidar casos más curiosos que ese. Carmen Romero, por ejemplo, inició la tendencia, en 1997, al hablar en un discurso de las jóvenas, y, al parecer, Lorena Ruiz-Cuesta la imitó en 2012. A Bibiana Aído se la recuerda por su famoso miembras, en 2008. Aquello llevó al presidente de la RAE a denunciar ese camino que, para ser consecuentes, “nos tendría que llevar a decir que los brazos son miembros, pero las piernas son miembras”. Irene Montero, en 2015, se inventó portavoza y, ahora en 2019, nos sale Dolores Delgado con la última perla, su denuncia de la “derecha trifálica”. Pero, entre nosotros, parece conducta difícil la de aceptar el error. Y como en aquel drama de Guillén de Castro en que, hablando de la necesidad de acertar a la hora de tomar decisiones, se aconsejaba, caso de errar, “defendella y no enmendalla”, la ministra ha negado que decir tricéfala fuese un error, y se reafirmó en que lo dijo conscientemente. En fin, si ella lo dice…
            Como se ve, digo a Zalabardo, en este muestrario caben representantes de todo el espectro político. Y eso que a algunos los hemos oído poco. Por si acaso, mejor será que continúen en silencio.