viernes, enero 29, 2010

MIÉRCOLES
Algunos mantienen la falsa creencia de que un jubilado es una persona para quien todos los días son iguales. Nada más alejado de la realidad. En mi caso, debo decir que ahora mis días son, si cabe, más variados que cuando estaba en situación activa (¿se dice así?). Y entre todos los días, el miércoles es especial por varias razones de las que cito solo dos: mi nieto viene a casa a comer, casi siempre, la paella que yo le hago, que es lo que más le gusta. Pero también el miércoles es el día que aprovecho para subir al instituto a desayunar con los compañeros del departamento al que pertenecí tantos años. ¿Por qué precisamente el miércoles? Porque ese es el día en que todos están libres a la hora del recreo y nos podemos ver.
Hace un tiempo, la Escuela de Escritores propuso elegir la palabra más bella del idioma español a partir de las opiniones ofrecidas por los internautas en la página de este colectivo. No recuerdo cuál ganó, pero sí que hubo casi tantas palabras propuestas como participantes. Quiero decir con esto que tal vez no exista eso que ellos pretendían que fuese la palabra más bella. Y es que las palabras no son entes aislados, pura sucesión de fonemas. Aparte de su referencia denotativa, cada palabra está ligada, connotativamente, a sus usuarios por múltiples situaciones, emociones y pasiones. Y eso son factores que se alteran a cada momento.
En aquella experiencia, también Zalabardo y yo nos sumamos proponiendo una palabra. Lo que no recuerdo ahora es si recibió solo nuestro voto o llegó a tener un total de tres. Si ahora alguien hiciera una prueba semejante, pero limitándose a solo el campo semántico de los días de la semana, es posible que ganase domingo, por ser el día de asueto para la mayoría de la gente; aunque puede que que yo contestase miércoles, aunque sea por lo que he contado al principio. Vemos, pues, que siguen reinando, aun en ámbitos pequeños, las cuestiones afectivas, connotativas, sobre las denotativas.
Sin embargo, cuando hablaba de esto con Zalabardo, reconocíamos que, frente a todo lo anterior, es posible que existan también palabras que consideramos antipáticas, que nos resultan feas. Pero yo le digo que las razones son casi las mismas. A mí concretamente no me gusta la palabra ociar. No me gusta ya desde su propia fonética. Pero no me gusta, sobre todo, por el significado que en el DRAE se le da a ocio. En efecto, la primera acepción que de ella encontramos es la de 'cesación del trabajo, inacción o total omisión de la actividad'. Y no me sirve que en la tercera se diga que es 'diversión u ocupación reposada, especialmente en obras de ingenio, porque estas se toman regularmente por descanso de otras tareas', si ya antes se ha dicho lo otro.
Hay mucha gente que considera al jubilado como una especie de muerto civil, de persona que ya no tiene nada que hacer porque ya ha hecho cuanto le correspondía. Y de ahí la preocupación por saber en qué ocupa su ocio, su tiempo de jubilado. Como si no hubiera actividades a la que dedicarlo. Como digo en el perfil de presentación de esta agenda, yo ando, y leo, y escribo; pero también voy al cine o al teatro cuando se me apetece. Y visito museos. Y, alguna que otra vez, pues estamos en época de crisis, hago algún viaje.
Este miércoles pasado, hablando de mil y una cosas (como debe ser en las conversaciones placenteras) con Pablo Cantos y José Francisco, el primero mencionó, sin que yo recuerde ahora por qué, la Peña de Arias Montano, en Alájar, Huelva, y comentamos la belleza del lugar. Más tarde hablamos de las revistas que ha habido en el instituto y de la pena que supone que ahora no haya ninguna. Luego me preguntaron si siento añoranza por tiempos y situaciones pasadas, a lo que respondí con un no rotundo. Y ya todo derivó a cómo, una vez jubilado, puedo decir que me falta tiempo para hacer cosas. Porque, aparte de lo que digo arriba, tengo una pequeña y humilde colección de sellos de la que no puedo ocuparme, y otra de pegatinas para la que también me faltan las horas necesarias para su ordenación y clasificación.
Lo que pasa, les decía, es que ninguna de las actividades de un jubilado es tan precisa y urgente que haya que cumplirla en plazo acordado, como ninguna es tan poco valiosa como para no dedicarse a ella con pasión. Esa es, aparte otras, la gran diferencia entre los jubilados y los trabajadores en situación activa. Por eso no me gusta el verbo ociar y tampoco decir que me dedico al ocio; y es que, para más inri, miro un diccionario de sinónimos y me dice que ocioso equivale a inactivo, desocupado, parado, quieto, perezoso, holgazán, vago, gandul, haragán, innecesario, inútil, estéril, infructuoso, ineficaz, baldío y no sé cuántas cosas más. ¿Qué sabrá de este asunto quien escribió ese diccionario?
Y por eso, también, como decía, me gusta la palabra miércoles, porque señala el día en que puedo reunirme con los amigos y hablar aunque sea de cosas intrascendentes, que, en definitiva, son las que importan.

martes, enero 26, 2010


SOBRE PALABRAS PERDIDAS (2)
Le consulto a Zalabardo su opinión acerca de si la globalización tendrá también sus efectos sobre las palabras. Quiero decir si es verdad que hay unos términos que se imponen en todos los ámbitos y ocasiones, que desplazan a otros más humildes, más locales o pueblerinos que, los pobres, no tienen oportunidad para subsistir. Me contesta, sin más, que si alguien puede dudar de eso.
Antes, hablo de mi niñez, cada pueblo, y al decir cada pueblo pienso también en las grandes ciudades, que, entonces, la mayoría, se comportaban igualmente como pueblos, tenía sus modos de decir, su vocabulario particular, su denominación específica de las cosas. Para nuestro ámbito andaluz, no hay más que consultar el Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía (que dirigieron don Manuel Alvar y don Antonio Llorente, de quienes me honro de haber sido alumno) y ver cómo cada pueblo tenía su nombre para la misma cosa. Pongo un ejemplo: al peldaño de entrada a la casa desde la calle, en mi pueblo lo llamaban sardinel; pero no había que ir demasiado lejos para hallar que a ese mismo peldaño, en otros lugares, lo llamaban rebate, arrebate, tranco, graílla o escalón.
Me apunta Zalabardo que el efecto globalizador contra el lenguaje (y digo contra y no en porque considero empobrecedor este efecto) se inició muy probablemente con la televisión, más que con la radio. En la televisión se impone, se pretende imponer, una lengua unificadora, una manera uniforme de decir. Y la gente imita esos decires de quien sale en la caja tonta. Y quien dice el habla dice todo. Más ejemplos. En mi pueblo, donde se usaban con profusión los apodos o motes, los cotilleos versaban sobre tal o cual acontecimiento en el que había participado Pistolón, o sobre si se había visto a la hija de Dientejaca en tal sitio, o sobre si la mujer de Jeringos Lacios había dicho tal cosa. Todo se desarrollaba intramuros, resultaba doméstico, porque las hablillas no superaban los límites del pueblo, salvo en rara ocasión en que un acontecimiento de un pueblo vecino atraía el interés general. Como se dice, la ropa sucia se lavaba en casa. Ahora, mire usted por dónde, el asunto de los cotilleos en cualquier lugar de España, por pequeño que sea, se circunscribe a esa moderna Frankenstein en que se ha convertido Belén Esteban o a gente de su laya y condición, digamos Paquirrín y compañía.
Ya digo, la globalización. ¿Habéis notado ese afán de la Junta de Andalucía, la campaña fue larga y no sé si aún continúa, por que todos hablemos en andaluz? ¿Pero saben ellos qué es eso de hablar en andaluz? Algunos se confunden al creer que es hablar como los locutores de Canal Sur o como Chiquito de la Calzada, por poner dos ejemplos que no son de imitar.
Y, claro, sucede que los giros naturales se pierden, el nombre de los nombres desaparece y, en su lugar se sitúan denominaciones oficiales o, peor, oficialistas. El nombre global, la palabra sin espíritu, sin candor. ¿Quién sabe en nuestros días, yo lo desconocía, que en algunos lugares de Jaén (tomo el dato de Alcalá Venceslada) llamaban, ignoro si se conserva el nombre, cohombrera a esa especie de gran jeringa de hojalata (hoy, de acero inoxidable) que se rellena de masa para hacer la fruta de sartén que llamamos, ¡ay!, ¿cómo la llamamos? Pues ellos decían cohombro, o cogombro, aunque en la mayor parte de la provincia, a eso mismo suelen llamar tallo.
Y sucede que en mi pueblo no decíamos cohombros ni tallos, sino jeringos. O que en Granada y Cádiz resulta más usual hablar de tejeringos. De pequeño, cuando mi padre me llevaba a Sevilla, lo primero que hacíamos al llegar era tomar un café con leche acompañado de calentitos. Y en otros lugares se utilizan, o se utilizaban, nombres más complicados, como porras, masa frita, frutajeringa o mamandungo.
Hoy, en cambio, el común de la gente habla de churros. Aquí y en Pekín. y churro, antes, era el específico de Madrid, con forma de rosquilla y elaborado con harina de patatas. Ya digo, otra cosa.
¿Cuánta gente sigue empleando los vocablos que he presentado como ejemplos? Creo, sinceramente, que poca, lo cual, al menos en mí, provoca un sentimiento a mitad de camino entre la nostalgia y la tristeza.

viernes, enero 22, 2010


TVE Y LA PUBLICIDAD
Hace unos días estuve viendo en La 2 de Televisión Española una película de Ken Loach sin ninguna clase de interrupción para emitir publicidad. Nadie me negará que tal hecho es un placer del que hasta hace muy poco no se podía disfrutar si no era en una televisión de pago. Con la supresión de la publicidad, la televisión pública española se suma al camino que la televisión pública británica sigue desde hace tiempo y al que también por estas fechas inicia la televisión pública francesa.
He leído que tal paso supone, en nuestra televisión, la conversión de las cinco horas diarias dedicadas a la publicidad en horas de emisión de programas. Me dice Zalabardo que este dato da bastante que pensar, puesto que él ha realizado el cálculo. Cinco horas son casi la cuarta parte de un día, dieciocho mil segundos, que, a veinte segundos de media por cada anuncio nos da la friolera de novecientos anuncios de los que nos libramos.
Comprendo que una televisión privada tenga que recurrir a la publicidad para mantenerse en un mercado tan competitivo. Pero una televisión pública, que se sufraga con los presupuestos del Estado, o sea, con los impuestos que todos pagamos, no tiene por qué entrar en ese juego de la lucha por la tarta publicitaria; como no debe tampoco entrar en el de la telebasura, aunque ese sea otro asunto. La televisión pública debe preocuparse por ofrecer calidad y servicio público, nada más. ¿Que de esa forma estamos abocados a que se implante un nuevo impuesto por la televisión? No seríamos el único país en pagar ese canon y, si con ello se persigue un mejor servicio y una calidad contrastada en los programas, bienvenido sea. La calidad, al final, genera beneficios porque ayuda a aumentar la audiencia.
Pero he aquí que en varios medios he leído ya comentarios referidos a ese apagón publicitario y no todos convencidos de la bondad del paso dado. Se diría, leyendo algunos de esos comentarios, que hay quien añora las pausas para insertar anuncios. ¿Hasta tal punto de fuerte es nuestra dependencia respecto a la publicidad?
La publicidad condiciona nuestras vidas. Nos movemos en el mercado de acuerdo con los impulsos de los mensajes recibidos. Toda nuestra existencia parece girar en torno a tal supuesto: los integrantes de nuestros equipos favoritos se han convertido en hombres anuncio. Si vamos al cine, en las películas que nos proyectan no se pierde ni una sola oportunidad de insertar mensajes publicitarios de manera más o menos velada. Las calles, los autobuses, las fachadas de los edificios. Hasta soportamos que muchos productos se vendan bajo el reclamo de que tal producto es el que se anuncia en la televisión, para que no tengamos dudas. Pero es que incluso las prendas con las que nos calzamos y vestimos procuran llevar bien visibles sus logos de marca para que, así, también nosotros seamos anuncios andantes.
Y en vez de cantar la aleluyas por una televisión libre de ese martillo pilón de la publicidad, perdemos el tiempo planteándonos qué va a pasar ahora. Preguntándonos si habrá programas para rellenar ese tiempo que los anuncios han dejado o si nos repetirán programas con fecha ya caducada para ahorrarse gasto en las nuevas producciones.
Mientras tanto, la única verdad de estos primeros días sin publicidad es que la televisión pública española está ganando audiencia. Zalabardo, que apenas si veía de ella los informativos, ahora la sintoniza en horas diferentes. A él y a mí nos agrada encontrarnos a cualquier hora algo diferente de los anuncios. Hace unos días, tuvimos la suerte de ver un interesantísimo documental sobre la visita que un fotógrafo americano, Eugene Smith hizo en 1951 a un pueblecito extremeño para realizar un reportaje fotográfico destinado a la revista Life. Con toda seguridad, si hubieran tenido que ocupar cinco horas con publicidad, ese documental no habría hallado hueco para emitirse. ¿No creéis?

martes, enero 19, 2010


SOBRE PALABRAS PERDIDAS
En muchas ocasiones, sobre todo en noches de insomnio como esta en la que estoy escribiendo, las cosas se nos echan a la cara casi sin buscarlas, o se nos vienen encima mientras buscamos otra . Pasa igual que con los recuerdos, que van y vienen a su antojo (como médanos de oro, que dijo Juan Ramón Jiménez), sin que nos lo propongamos.
Eso nos pasó a Zalabardo y a mí hace unos días mientras buscábamos páginas de librerías de libros usados y antiguos. Sin saber cómo, nos saltó, como una perdiz que alza inopinadamente el vuelo mientras paseamos por el campo, una página que no conocíamos y que, a lo que parece, comenzó su andadura el año recién terminado. La página en cuestión es http://www.literateando.es y su creación se debe a una filóloga marbellí, Lydia Rodríguez Mata.
Como se desprende por su título, la página está dedicada, básicamente, a la literatura, aunque también hace incursiones en cuestiones de léxico. Las secciones que en su inicio promete remiten a entrevistas, artículos, reseñas de libros, enlaces, etc. Hay una que me llamó particularmente la atención por el simple hecho de que es un tema de mi especial predilección: se llama Reivindicación de las palabras y propone ocuparse de aquellas que van siendo cada vez menos utilizadas y corren riesgo de perderse definitivamente.
Lo hemos dicho aquí muchas veces. La lengua está en constante ebullición y cambio, y el léxico no podía ser menos. hay palabras que permanecen por y para siempre, suerte que tienen, pero otras se pierden y desaparecen, dejando lugar a otras nuevas. Sobre todo desaparecen aquellas que son términos muy locales, propios de un ámbito geográfico reducido. Eso pasa, por ejemplo, con una de las palabras reivindicadas por Lydia Rodríguez en su página: taró. Dice que significa 'neblina, bruma espesa de verano, que viene del mar y que siempre trae más calor'. La consigna como palabra malagueña. Alcalá Venceslada, en su Vocabulario andaluz, recoge la forma tarol, que define como término marinero que significa 'niebla muy densa' y la considera palabra de Cádiz y Málaga. Juan Cepas, autor de uno de los vocabularios populares mejores de cuantos conozco, Vocabulario popular malagueño, recoge las dos formas, taró y tarol, que define como 'niebla muy densa que proviene del mar'. En cambio, en El habla de Cádiz, de Pedro M. Payán, el término ni aparece.
Pensando sobre esta cuestión de las palabras que se pierden, me vino a la cabeza una que mi madre utilizaba bastante, vilorio, para señalar a una persona inquieta, sobre todo si era un niño. En el Palabrario andaluz, de David Hidalgo, se localiza dicha palabra en Osuna, aunque Alcalá Venceslada, que dice que significa 'atontado, alocado', la considera propia de Estepa. Mi madre había nacido en Herrera, más cerca del segundo pueblo que del primero. Y, pensando sobre la palabra, consideré que yo debí ser algo vilorio, porque a mi recuerdo viene, no sé si entre las brumas de la memoria es una evocación real o es anécdota que me invento, una vez en que arrojé a un pozo una pieza de tela de un vestido que mi madre estaba haciendo.
Aunque quien sí debió ser vilorio de verdad fue mi hermano Antonio, de quien repetidas veces he oído contar, entre otras cosas, que una vez metió la cabeza entre los dos travesaños del respaldo de una silla y no la podía sacar. Nuestro padre, que según mi madre tenía la sangre gorda, decía en tono de burla mientras mi hermano lloraba: "Habrá que cortarle la cabeza, porque no es cuestión de romper una silla".
También yo soy partidario de reivindicar, aunque comprendo que es intento vano, la conservación de las palabras; no ya por el mero hecho de disponer de un diccionario repleto de palabras que la gente no utiliza, sino porque, como me apunta Zalabardo, con muchas de las palabras que se pierden se diluyen bastantes de los buenos recuerdos de nuestras vidas. Y cada recuerdo que se pierde es, quién lo duda, un paso más que damos hacia la muerte.

viernes, enero 15, 2010


REPETIRSE COMO LOS AJOS
Ayer mismo, Zalabardo, que a veces tiene un ramalazo así como de descreído y pesimista, me decía que mucho feliz año nuevo por aquí, feliz año nuevo por allá, pero la verdad es que, a poco que nos fijemos, si nos asomamos a las ventanas, vemos que las calles siguen siendo las mismas, que la gente continúa caminando por ellas pendiente cada uno de lo suyo y que, al final, cada mochuelo permanece en su olivo o, como dice otro refrán, cada cual en su casa y Dios en la de todos. O sea, que los problemas son los mismos, con la circunstancia agravante de que algunos han empeorado.
Por eso, le digo, tal vez se explique que en esta agenda los temas se repitan periódicamente como se repiten los ajos de las comidas. Tal vez sea también que esta agenda se comenzó a rellenar hace ya más de tres años y eso hace inevitable que algunas cuestiones tengan que reaparecer, como el Guadiana, tras haber permanecido ocultas durante un tiempo.
Digo esto porque hay vicios de expresión que, por mucho que se denuncien, no dejan de ser utilizados de manera reiterada y se hace necesario llamar la atención sobre ellos una y otra vez. Cualquiera que lea estas anotaciones sabe mi tesis de que existen errores en el hablar que son del todo excusables en lo que pudiésemos llamar la gente común, aunque imperdonables en aquellas otras personas cuyo instrumento de trabajo es precisamente la lengua y debieran ser, por ello, modelos para ese público general.
Leía una noticia relativa a la joven generación de blogueros en Cuba que tiene en ascuas a los gobernantes del país caribeño por lo que de revolución imparable supone. En ella se calificaba a Yoani Sánchez, de quien ya hablamos aquí un día, como alma máter de dicho movimiento. este error de llamar a alguien alma máter de un movimiento o de un colectivo ya lo traté en un apunte de octubre de 2006. pero creo que no está de más volver sobre la cuestión.
Nuestra lengua está llena de giros y locuciones latinas de mayor o menor uso (ab urbe cóndita, 'desde la fundación de la ciudad', 'desde el principio', ars gratia artis, 'el arte por el arte', homo sapiens, 'hombre racional', etc.) Alma máter es una expresión que los poetas latinos utilizaron para referirse a Roma, como 'madre benefactora, alimentadora, de sus hijos', y que, más tarde, pasó a designar, exclusivamente y de modo figurado, a la Universidad, 'madre que alimenta a cuantos por ella pasan'. Porque en esa expresión, resulta que alma es adjetivo, procedente de almus, y significa nutricia, alimentadora y, también, benéfica; por tanto, no tiene nada que ver con el sustantivo alma, procedente de anima.
Almo, -a es, pues, un adjetivo culto que no suele utilizar la mayor parte de la gente. Por eso su utilización incorrecta es censurable en quienes abusan, erróneamente, de la expresión alma máter. Si acudimos a los diccionarios, el del Español Actual, de Seco, ni recoge el término, y el DRAE lo señala como término poético. Y, en efecto, poetas y literatos son los únicos que lo han utilizado en nuestra lengua. Por cierto, que muy pocas veces. El ejemplo más repetido es el de Fray Luis de León, que en la Vida retirada dice: roto casi el navío, / a vuestro almo reposo / huyo de aqueste mar tempestuoso; Garcilaso, en su Égloga II escribe: ¡Ay, viento fresco y manso y amoroso, / almo, dulce, sabroso!; en La Galatea, Cervantes dice: almo, feliz sosiego y, poco después, como a mi rico almo tesoro; y en Los trabajos de Persiles y Segismunda leemos por dos veces: alma ciudad de Roma. Por fin, el Diccionario de Autoridades, de 1770, cita esta traducción de la Eneida, hecha por Gregorio Hernández: Ruégote por la dulce luz del cielo, /por el almo ayre, y por tu padre claro.
No conozco más ejemplos y ninguno que sea moderno, lo que, lógicamente, no quiere decir que no los haya.Y quiero añadir dos precisiones: primera, que los términos y expresiones del latín adoptados por la lengua común se ajustarán a la regla general de acentuación, por lo que debemos escribir máter; y segunda, que, por ser alma adjetivo, no cabe eso de escribir el como se hace ante sustantivos femeninos que comienzan por a tónica, por lo que hay que decir la alma máter como decimos, por ejemplo, la alta escuela.
Para concluir: si queremos destacar el valor de una persona dentro de un grupo, de un movimiento, de un equipo o institución, digamos que es su creador, su impulsor, su miembro más eminente, el núcleo en torno al cual giran todos los demás. Digamos incluso, que es su alma, sin más. Cualquier cosa por el estilo es válida, menos la de llamarla alma máter, que, como queda explicado, es cosa muy diferente.

lunes, enero 11, 2010


DESEOS PARA UN NUEVO AÑO (Y PARA MUCHOS MÁS)
Estos últimos días pasados, entre Navidad y Reyes, son propensos para la celebración de múltiples comidas, familiares o no, que nos han dejado abotargados y con la necesidad ineludible de hacer ejercicio para rebajar las grasas o kilos de más que se nos han adherido y que ahora se resisten a retirarse. En tales circunstancias, Zalabardo es la única persona que conozco capaz de contenerse y no cometer excesos de ningún tipo. Tanto es así que la única licencia que se concede cada año es la de tomar una copa de anís y un mantecado la mañana del 22 de diciembre mientras escucha por la radio el sorteo de la lotería.
Pero a lo que iba, a las comidas que estos días se nos presentan por todas partes. Verdad es que si las soportamos es, creo, solo por las sobremesas, porque tenemos ocasión, mientras los jugos gástricos cumplen su misión, de hablar distendidamente con personas queridas sobre toda clase de asuntos, sin que se alteren los ánimos. Salvo cuando sí se alteran.
Porque resulta que el pasado día veintiséis tuve una de esas comidas y, entre los muchos temas que al final salieron, surgió casi como a traición (porque ese tema y algunos otros deberían estar prohibidos entre personas que se estiman) el del cambio climático. Y allí fue Troya. No ya por la violencia verbal o física, que no la hubo de ninguna de las dos, sino por lo irreductible de las posturas que suelen darse y que, en nuestro caso, fueron tres: la primera, esa tan extendida, incluso en las altas esferas de la ciencia y la política, de que el cambio climático es consecuencia solo de un proceso natural que siempre se ha dado y siempre se dará, por lo que la influencia del hombre es insignificante en su desarrollo.
La segunda postura era la que por lo común se opone siempre a la anterior: no es de recibo negar nuestra influencia, de la que hay pruebas irrefutables; además, debemos pensar que este planeta es solo un lugar de paso para el hombre y no tenemos ningún derecho a dejárselo empobrecido a nuestros herederos.
Y la tercera, que se podría calificar de cínica, es la de quienes sostienen que eso del cambio climático es un puro invento de alguien interesado en hacer negocio con ello y que, caso de que hubiera algo de verdad, será a tan largo plazo que a nosotros no nos afectará.
Le conté luego a Zalabardo toda la discusión y él, que es ecologista convencido, me dijo que, por desgracia, las opciones primera y tercera están muy extendidas, y que pruebas de ello son el fracaso del Protocolo de Kyoto, que expira en 2012 sin que se hayan obtenido logros dignos de reseñar y la falta de compromiso con el problema que las grandes potencias han mostrado en la reciente e inoperante Cumbre para el Cambio Climático celebrada en Copenhague.
Me saca un libro y me indica unas páginas. Miro la portada y se trata de La Tierra herida, volumen que recoge las conversaciones sobre este tema mantenidas por Miguel Delibes y su hijo, Miguel Delibes Castro. A la objeción de que no está demostrado que el clima cambie a causa de las actividades humanas y que los propios expertos tienen dudas, leo: "Es cierto, las dudas son muchas, pero la fundamental no lo es: solo los cambios atmosféricos debidos a la actividad humana pueden explicar los aumentos de temperatura en la Tierra detectados en los últimos decenios".
Y cuando el autor de Diario de un cazador pregunta por las consecuencias de ese aumento de las temperaturas, el hijo responde: "la subida del nivel del mar [...], la fusión de los glaciares en las montañas [...], la reducción del espesor de las masas de hielo en los polos [...], el incremento de lo que se han llamado 'eventos climáticos extremos' (como las olas de calor, grandes sequías o tremendas inundaciones) [...], el deshielo, en Alaska y Siberia, del permafrost, el suelo permanentemente congelado (que hace que los edificios se resquebrajen y se caigan) [...], la desertización y la escasez de agua dulce..." De algunos de esos hechos hemos tenido pruebas estos días pasados, o al menos eso me parece.
Cuando he leído esto, Zalabardo me dice que se puede adoptar la postura que uno quiera, pero que la naturaleza nos está enviando a cada instante avisos que no se pueden obviar y que, ahora que es la época del año en que expresamos nuestros mejores deseos para todos, podríamos pedir, y exigir, que quienes tienen la sartén por el mango hagan algo ya. Mientras tanto, cada uno de nosotros podría aportar su granito de arena, que, al final, también cuenta.