sábado, noviembre 26, 2022

EUBOLIA, PRUDENCIA Y BIEN HABLAR

Tenía pensado, le comento a Zalabardo, hablar de los que podríamos llamar corruptores de la expresión, de quienes, (mal)intencionadamente, se valen de las palabras para robarles su sentido y darles una intencionalidad diferente. De cómo el expresidente Donald Trump con sus verdades alternativas se convirtió en modelo y guía para muchos admiradores y seguidores. Estamos rodeados de verdades alternativas, de posverdades, de fake-news y no vemos la puerta por la que salir de ese enrarecido ambiente. En España, en estos días, lo estamos viviendo. Y, en ese marasmo, se nos olvida que bastaría leerse la Constitución para desmentir tantas mentiras como se propalan.

            Al pensar en las fakes, también pensé hablar de la inquina que muchos sienten contra ciertas palabras que, poco a poco, se van imponiendo en nuestra diaria comunicación. Reconozco, le digo a Zalabardo que también yo soy contrario al empleo de bullying en lugar de acoso, de streaming en lugar de emisión continuada, de full-time en lugar de tiempo completo, etc. Pero, muchas veces lo he repetido, las palabras, la lengua en su conjunto, no se impone; se va haciendo e imponiendo con el uso. Y es el pueblo quien, para bien o para mal, acepta o no unas formas, las utiliza o las rechaza. Unas se generalizan y se tornan comunes; otras se pierden para siempre. Si hiciésemos una lista de las palabras españolas que fueron, y siguen siendo, extranjerismos, podríamos llevarnos las manos a la cabeza: menú, beicon, almohada, bidé, garaje, bisutería, foam, avalancha

            Al final, y visto como estaba el patio, le comuniqué a Zalabardo que me pareció mejor centrarme en una palabra que casi nadie emplea, eubolia. Incluso el Diccionario de Uso del Español, de Manuel Seco, el más nuevo de los nuestros, la ha desterrado de sus páginas. Sin embargo, la encuentro en un libro de 1908, una colección de breves ensayos, consejos para quien se dedica a la política, cuyo autor, Azorín, maestro indiscutible en el uso de las palabras, confiesa haber escrito durante una larga convalecencia. Se titula El político y en su capítulo IV, Tenga la virtud de la eubolia, dice: «La virtud de la eubolia consiste en ser discreto de lengua, en ser cauto, en ser reservado, en no decir sino lo que conviene decir». Y añade: «No se desparrame en palabras el político».

            Esa palabra, de origen griego, ya la recogía el Diccionario de Autoridades, del siglo XVIII, diciendo que la eubolia, literalmente ‘buen consejo’, «ayuda a bien hablar lo que conviene». Y el Diccionario de la Academia aclara que tal virtud «es una de las que pertenecen a la prudencia». Al nombrar estas virtudes, la eubolia y la prudencia, pienso con tristeza y rabia en muchos de nuestros políticos, en el lamentable espectáculo, hosco, crispado y nada ejemplar, que representan en las sesiones del Congreso.

            Beatriz Gallardo, lingüista y profesora de la Universidad de Valencia, denunciaba hace unos días en su artículo No, no es libertad de expresión la degradación del discurso público que se va imponiendo. Su denuncia surge porque, cuando parecía que sería imposible ir más lejos en esta engañifa de que se puede decir todo amparándose en la excusa de la libertad de expresión, una diputada de VOX, Carla Toscano, rompe cualquier barrera aconsejada por la prudencia, e incluso por la decencia, y se hunde en el fango de la iniquidad, de la desvergüenza, del odio, insultando de manera vil a una ministra, Irene Montero. Los suyos la jalean orgullosos. ¡Qué bochorno!

            Zalabardo sabe que no me resulta simpática la figura de Montero, ni la de su partido; y sabe que estoy entre quienes piensan que ella, su equipo y el Gobierno, con la mejor intención imaginable, que eso no lo niego, han redactado una ley que, al ser aplicada, se ha demostrado mala y causante de efectos opuestos a los que precisamente pretendía. Ante ese despropósito, nada mejor que reconocer el error y buscar urgentemente las turafallas que taponen las vías de agua, las fisuras que la ley tiene ―aunque nadie ha reconocido aún haber errado―. Las críticas a la ministra y al Gobierno están justificadas. Lo que no se justifica de ninguna manera es el insulto proferido por la señora Toscano ―que, como era de esperar por su ideología, tampoco se ha excusado―. Sesiones como la de aquel día, conductas como las de Carla Toscano y su partido hacen que las personas normales nos sonrojemos y nos mostremos desconfiados frente a la política; al menos, de esa clase de política en la que pululan los imprudentes, los que se dejan guiar por el odio, los que ignoran qué límites tiene la libertad de expresión, los que ignoran qué sea la eubolia. Aunque para hablar bien y hacerlo en el momento y la manera convenientes no hace falta conocer la palabra. Basta tener algo de formación y no ser fanático.

sábado, noviembre 19, 2022

JULIA UCEDA

Hay personas que dejan en nosotros una huella imborrable, aunque sea por un detalle que se podría considerar mínimo o que, para otros, pudiera pasar inadvertido. A Julia Uceda la conocí el año 1964, si la memoria no me falla. Aún faltaba bastante para que conociese a Zalabardo y se lo comento a mi amigo. Como le comento que decir que conocí a Julia Uceda es una afirmación que merece una matización.

            Andaba yo finalizando el primero o iniciando el segundo de los cursos de Filosofía y Letras en la Universidad de Sevilla. Profesores de indudable prestigio impartían clases en aquella Universidad: puede que el nombre más sonoro sea el de Agustín García Calvo, profesor de Latín y de Griego. Pero otros nombres constituían aquel claustro: José Luis Comellas, profesor de Historia, Juan de Mata Carriazo, profesor de Historia y figura importante en el estudio de los descubrimientos de El Carambolo, Francisco López Estrada, profesor de Literatura... De todos ellos fui alumno y estoy orgulloso de ello. Sería ingrato si al mostrar mi agradecimiento a cuantos me fueron formando intelectualmente olvidase a mis profesores en el instituto de Enseñanza Media de Osuna: Francisco Olid Maysounave, Aniceto Gómez Esteban, José Sánchez Romero

            Ni en el instituto ni en la Universidad se hablaba apenas de la literatura del siglo XX. El velo de la censura ocultaba a Antonio Machado, a Lorca, a Cernuda; Juan Ramón era Platero y sanseacabó. Pues bien, durante unos días de 1964, no recuerdo cuántos, aunque fueron pocos, Julia Uceda sustituyó a López Estrada y nos impartió un brevísimo curso sobre Réquiem por un campesino español, novela de Ramón J. Sender. Fue algo fuera de lo común: un republicano exiliado y una novela ambientada en la guerra civil. Bastantes años después supe que, en 1958, Julia Uceda había organizado o dirigido un homenaje a Juan Ramón Jiménez y, en 1959, otro a Antonio Machado. Había que echarle valor a la cosa.

            Le digo a Zalabardo que aquellas pocas clases me abrieron los ojos a una realidad escondida y me inocularon la curiosidad por traspasar puertas que permanecían cerradas, despertaron en mí el interés por conocer a Sender y su novela, entonces inencontrable en España. Estaría ya en Málaga cuando hallé, en Librería Proteo, donde de tapadillo era posible hacerse con libros censurados en España, un ejemplar del Réquiem…, de Editores Mexicanos Unidos, S. A. Lo que no esperaba fue encontrarme con que esa edición venía precedida de un estudio de Julia Uceda, que a la sazón se encontraba en la Michigan State University.


            La casualidad hizo que bastantes años después accediera al muro de Julia Uceda en Facebook. Le escribí para agradecerle aquellas pocas clases sobre Sender, en Sevilla. Le hablé del ejemplar de la novela que encontré cuando llegué aquí a Málaga. Me dijo que ese era un libro ya descatalogado, difícil de hallar y que ella misma no lo tenía; me ofrecí a regalárselo, pero muy amablemente rechazó mi ofrecimiento. Si hubiese conocido su dirección, se lo habría mandado.

            Julia Uceda, a sus 97 años, sigue siendo una poeta de primerísima fila, aunque muchos no la conozcan. No es la poesía actividad que proporcione muchos seguidores. Hija Predilecta de Andalucía, Hija Adoptiva de El Ferrol, Autora del Año en Andalucía, en 2017, Premio Nacional de Poesía en 2003, Medalla de Oro al Mérito de Bellas Artes, en 2021… Y no le falta el sentido del humor.

            Procuro ver sus apariciones en Facebook. A veces contesto a lo que sube y no es raro que ella, a su vez, responda a lo que se le dice. Siempre sorprende por un motivo u otro. Como la red nos incita a participar con la pregunta «¿Qué estás pensando?», Julia Uceda suele ser sumamente lacónica, además de lógica, en sus aportaciones. Hace unos días, en su muro, escribía: «En Gilgamesh». ¿Qué podría estar pensando Julia Uceda del héroe de la epopeya sumeria? Se me ocurrió responderle algo así: «Lo que me hace pensar en la pena que lo embargó por sentirse culpable de la muerte de su amigo Enkidu». Todo podía haber quedado ahí, pero ella reaccionó: «Pero eso sucedió hace mucho tiempo», a lo que añadió un emoticono de una cara que reía a carcajadas. Yo insistí: «Sí, pero al final quedamos en que desde tiempos remotos se nos ha inculcado, con el objetivo de someternos, un sentimiento de culpabilidad por cualquier cosa y una esperanza de inmortalidad. ¡Qué inteligente fue quien inventó la culpa y la esperanza y las grabó unidas en nuestros cerebros!». A partir de ahí, ella mencionó la edición que tiene del Poema de Gilgamesh y, no sé por qué, yo callé y no le pregunté cuál es, solo por saber si coincide con la que tengo yo.

            Le cuento todo esto a Zalabardo, porque estos breves contactos con Julia Uceda, ver las fotos de José Ramón San José o los extraordinarios dibujos de Carlos Rodríguez, leer el saludo diario, con unos versos, de José Infante, seguir la ascendente trayectoria de Aurora Luque, aprender de los casi increíbles conocimientos que atesora Carlos Karlitros sobre lagares, y cortijos, de los Montes de Málaga y otros muchos lugares (podría citar algunos amigos más), me ayudan a permanecer en esta plataforma, pese se suben tantas cosas insustanciales que dan ganas de salirse.

            A Julia Uceda, y a todos aquellos que me hicieron y me siguen haciendo aprender cosas, les envío mi agradecimiento.

sábado, noviembre 12, 2022

LOS FACTORES, EL ORDEN Y LA AMBIGÜEDAD

Hay cosas, le digo a Zalabardo mientras paseamos, que una vez aprendidas no se olvidan nunca. O casi nunca. Por ejemplo, del estudio de la aritmética en mis años de colegial se me quedó bien grabado lo que el maestro llamaba, a mí me sonaba a nombre pomposo, propiedad conmutativa; dicha propiedad, según la memoricé, afirma que el orden de los factores no altera el producto. Y así, si 2x3x4 da como resultado 24, 3x4x2 o 4x2x3 siguen dando idéntico resultado de 24. El tiempo me hizo ver que lo que en un principio pudo parecerme mágico es algo muy simple.

            Me contesta Zalabardo que su experiencia le indica que ese principio que puede ser inobjetable en las matemáticas no acaba de valer en la lengua, donde una mínima alteración puede ser origen de un cambio del producto. Elogio la agudeza de mi amigo. Lo que me dice es verdad. No en vano se aconseja que, para alcanzar una precisión en lo que deseamos transmitir, conviene respetar en cuanto sea posible, el llamado orden lógico de las palabras. A todos nos enseñaron que, en la oración, sujeto, verbo y complementos aparezcan ajustándose a esta secuencia como orden lógico: Los niños hacen las tareas; y si nos centramos solo en el sintagma nominal, este orden nos pide que el núcleo, es decir, el nombre, ocupe el lugar principal; que a su izquierda se coloquen los determinantes (artículos, posesivos, numerales…) y, a su derecha, los complementos (adjetivos, complementos preposicionales…): Dos hombres con corbata.


            Pero, aunque este principio parece incuestionable, la verdad es que existen bastantes matizaciones o excepciones a la regla general. Porque nos encontramos con que la construcción de una frase no es tan sencilla y, si en un sintagma hay varios complementos, deberá primar el principio de la claridad, el que tiene como objetivo que el receptor de nuestro mensaje no tenga dudas respecto a lo que le queremos decir. Se dice en estos casos que unos elementos «pesan» más que otros y, en consecuencia, habría que darles prioridad al colocarlos. Y le pongo un ejemplo a Zalabardo. En una información sobre los recientes atentados contra cuadros en diferentes museos, leía: ¿Para qué sirven los ataques a los museos de activistas medioambientales? Más de un lector puede sentirse confundido, porque pueden entenderse dos cosas, que alguien ataca museos de activistas o que unos activistas atacan museos. Para evitar la ambigüedad, debería escribirse ataques de activistas medioambientales a museos.

            Otro ejemplo le pongo a mi amigo. Informando sobre un episodio de la trágica guerra que se libra en Ucrania, el reportero hablaba de una zona casi dominada en su totalidad por los invasores. Así redactada, la frase dice que una zona (toda ella) no está completamente dominada; sin embargo, la lectura del reportaje nos hacía entender que los invasores dominaban una parte importante de esa zona, pero no su totalidad. Por tanto, hubiese sido más correcto hablar de una zona dominada en casi su totalidad por los invasores.

            No obstante, es posible la construcción de un enunciado con el orden de sus elementos alterado sin que podamos condenarla por ambigua. Incluso hay ocasiones en que la alteración se valora positivamente y se le concede categoría de recurso estilístico que embellece la expresión. En la literatura, llamamos hipérbaton a una alteración del orden de la frase que persigue un efecto estético. Cuando Bécquer escribe Volverán las oscuras golondrinas / en tu balcón sus nidos a colgar…, o cuando coloca el arpa Del salón en el ángulo oscuro…; o cuando, complicando algo más la cosa habla Góngora De este, pues, formidable, de la tierra / bostezo, el melancólico vacío…, nadie habla de error, sino de recursos estilísticos y de lenguaje poético.

            Pero el hipérbaton no se da solo en literatura; es casi recomendable en las oraciones exclamativas, ¡Cuántos libros ha escrito este hombre!  y en las interrogativas, ¿Esa poca vergüenza ha tenido Luis? E incluso resulta frecuente en la conversación coloquial: Del partido de ayer, no me hables… En ninguno de esos casos diremos que son recursos retóricos ni tendremos duda al interpretar el significado de los que se dice. Lo que hay que evitar son aquellas alteraciones de orden en que cambiar los factores puede cambiar el producto; es decir, aquellas en las que no queda claro lo que se quiere decir y el emisor tiene dificultades para entender lo que desea comunicarle el emisor. Por ejemplo, cuando un elemento que complementa a otro se inserta entre dos elementos que deben ir unidos y provoca conflictos como el del siguiente enunciado: Se comprometió a terminar el trabajo la semana pasada. ¿Alguien se comprometió la semana pasada a terminar un trabajo o se comprometió a que ese trabajo quedaría concluido la semana pasada?

            Las ambigüedades de interpretación no nacen solo de una alteración del orden de las palabras. Hay también otras causas, como, por ejemplo, el uso de nombres que expresan acción, menos claros que los verbos de que proceden. Así, en Me gusta la elección de Pepe, ¿me gusta que haya sido elegido Pepe o lo que Pepe ha elegido? Pero meternos ahora con todas las posible construcciones ambiguas nos alargaría demasiado este apunte. 

sábado, noviembre 05, 2022

¿'DAR LA MATRACA’ O ‘DAR LA LATA’?

Hace unos días, Zalabardo lo sabe, tuve la oportunidad de ver una matraca de campanario. Conocía su existencia, pero nunca vi una de cerca. Estaba, le cuento, en el cuerpo de campanas de la torre de Santa María la Mayor, en Arcos de la Frontera. Una matraca, bien lo sabemos, es un instrumento de madera compuesto por un tablero liso y una o más aldabas o mazos que, al sacudirlo, produce un ruido desagradable. La matraca de campanario, de mayor tamaño, es una rueda de tablas fijas en forma de aspa entre las que cuelgan mazas que al girar producen un sonido grande y desapacible. En algunos casos, así es la que vi en Arcos, sus brazos forman una caja de resonancia que aumenta dicho sonido. Como ya dice Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana, la usaban los religiosos para convocar a maitines o en las iglesias para tañer en los días de Semana Santa en que las campanas permanecen en silencio.

            Aunque la palabra nos viene del árabe mitraqah, ‘martillo’, hay evidencias de que las matracas ya existían en otras culturas orientales anteriores. Pero no me interesa aquí la cuestión etimológica ni la procedencia de estos instrumentos de tan molesto sonido. Me quiero centrar en la expresión dar la matraca, con la que entendemos la actitud de quien resulta molesto, pesado e incluso insoportable, por la reiteración de lo que importuna provoca cansancio y hastío en quien lo ha de soportar.

            Quien haya leído hasta aquí estará pensando que dar la matraca es una forma diferente de decir dar la lata, quizá más extendida y que el Diccionario académico define como ‘molestar, aburrir, importunar con exigencias continuas’. Y no estará desacertado quien tal piense. Lo que sucede es que sobre dar la lata se ofrecen diferentes orígenes, muchos de los cuales pueden considerarse desacertados. Y alguno de los que pudieran admitirse nos hacen dudar de su sentido. Por ejemplo, cuando en Archidona, el día de Reyes, los niños corren por el pueblo arrastrando sus hileras de latas atadas para llamar la atención de los Magos, ¿podemos decir que son molestos o inoportunos? Tal vez esa opinión sobre el sentido de molestar valiese si pensamos en las cencerradas que han de padecer aquellos viudos que contraen matrimonio por segunda vez, a quienes se persigue haciendo sonar campanas, cencerros y latas.


            ¿Qué une dar la matraca y dar la lata? La cuestión podríamos resolverla si atendemos al significado de lata, que se nos presenta como difuso. De hecho, le comento a Zalabardo, el DLE le asigna un origen incierto y da como primera significación la de ‘envase fabricado con hojalata’, para, de inmediato y en las acepciones siguientes, decir que lata es ‘tabla delgada sobre las que se aseguran las tejas’, ‘madero, por lo común en rollo y sin pulir’ y ‘discurso o conversación fastidiosa, cosa que causa hastío y disgusto’. Conviene tener en cuenta que María Moliner, más precisa en su Diccionario del uso del español, afirma que lata procede de un término latino antiguo, latta, ‘vara o palo largo’ y le asigna el significado de ‘lámina de hierro recubierto de estaño’ y ‘envase hecho de hojalata’, aunque habla también de ‘tabla delgada’ y ‘madero, generalmente en rollo’.

            Unamuno, en un artículo que cita José María Iribarren en El porqué de los dichos (de aquí tomo otros datos para este apunte), habla de que la primera persona a la que se ocurrió coger un envase vacío de petróleo y arrastrarlo por las calles los días de carnaval, generando un ruido molesto, posiblemente fuese la primera en dar la lata. En ese mismo libro se cita otro artículo, del poeta y profesor Dámaso Alonso, a quien considera ser el primero en llamar la atención acerca de que el origen de lata estaba en el latta latino y que lata significaba, al igual que en otras lenguas romances, ‘madero, palo’, por lo que dar la lata no era sino ‘dar el palo, molestar’.

 


           ¿Cómo entender que lata pueda designar a la vez algo metálico, el envase, y algo de madera? La explicación la encuentro en que en un momento indeterminado se relacionó lata con latón, creyendo que esta palabra no era sino una forma derivada, error semejante al de considerar que majara fuese una forma simple del árabe maharon, pues, en estas palabras, -on no es un sufijo comparable al de salón, sillón, etc. El latón, aleación de cobre y zinc, de color amarillento, susceptible de ser abrillantado y pulimentado fue introducido en occidente a través de la antigua Ruta de la Seda y la palabra se cree propia de una lengua anterior a la turca hablaba en las regiones de Uzbekistán, Tayikistán y regiones próximas, alatón, que designaba un material utilizado en joyería y orfebrería y que, en la España medieval, fue conocida como azófar, ciní y similor, ‘semejante al oro’.

            Por tanto, nada tiene que ver lata con latón, salvo que un día, la primera de las palabras se asimilase y confundiese con la segunda. Con esto quiero llegar a la conclusión, es lo que le digo a Zalabardo, de que dar la lata es exactamente lo mismo que dar la matraca, es decir, ‘dar el palo, molestar, fastidiar’ y no solo por el ruido que se pueda producir, sino por la insistencia.

            Esto último llevaría a pensar que dar la lata o dar la matraca pudieran estar relacionados con dar el rollo o soltar un rollo. ¿Por qué? Porque hubo un tiempo en que quienes pretendían que se les reconociese un derecho o se les concediese un beneficio alegando los méritos acumulados, solían ir de oficina en oficina, cansinamente, presentando la relación de sus méritos y trabajos enumerados en un papel enrollado guardado en un cilindro hueco, de madera o metal, que entregaban en el negociado en que pretendían que se atendiese su petición. Pero esto requeriría un estudio más profundo.

            Dar la matraca, dar la lata, soltar un rollo, en definitiva, sea cual sea la relación que establezcamos entre los tres dichos, no son sino formas de molestar, de causar un fastidio indeseado.