sábado, marzo 30, 2024

MATALAHÚVA (SOBRE LA NECESIDAD DE LA ORTOGRAFÍA)

 

Zalabardo sabe que colaboro en El pespunte, periódico digital de mi pueblo (Osuna), con un artículo quincenal. José María Pérez Moreno, buen amigo, me comenta que en mi último artículo he escrito matalaúva en lugar de matalahúva. Podría haber recurrido a cualquier justificación, pero he considerado adecuado decirle que tenía razón y que, pese a que hay tres formas posibles de escribir el nombre de esa planta y su semilla ―matalahúva, matalahúga o, sencillamente, anís― no sabría explicar por qué razón   escribí la que él me indica, que es incorrecta.

            Cuento esto porque he leído esta misma semana que el nuevo decreto que se prepara sobre las pruebas de acceso a la Universidad recoge que a los alumnos se les exigirá «coherencia, corrección gramatical, léxica y ortográfica en la redacción de sus textos». Y que los fallos ortográficos y gramaticales se penalizarán con una rebaja de hasta un 10% de la calificación. ¿Qué ha ocurrido para que haya que imponer una norma de ese tipo?

            Mi experiencia de muchos años como profesor ―ya estoy jubilado― me reafirma en la opinión de que nuestro sistema educativo arrastra errores de base. En primaria y secundaria, es la creencia que muchas veces he transmitido a Zalabardo, prima la exigencia de contenidos en detrimento de la formación en habilidades básicas: comprensión lectora, competencia léxica y corrección expresiva, tanto la oral como la escrita. Nunca he entendido que profesores de Matemáticas, o de Filosofía, digan: «Bastante tengo con corregir las cuestiones de mi materia como para preocuparme por la ortografía».

            ¿Resultado? Hemos desembocado en una excesiva relajación culpable de que nuestros alumnos no alcancen la adecuada competencia expresiva y comprensiva: se lee mal, se escribe mal y cuesta entender un texto o exponer oralmente un tema. En otros tiempos, para poder entrar en lo que hoy es primero de secundaria había que superar una prueba consistente en realizar un dictado (sin cometer faltas de ortografía), resolver unas cuestiones de aritmética básica (una división, por ejemplo) y responder a unas preguntas simples (¿qué río pasa por Sevilla?, pongo por caso). Ahora caemos en la paradoja de pretenderlo a la hora de entrar en la Universidad. ¿No parece un poco tarde?

            Sé lo que es la matalahúva, y sé cómo se escribe. Pero al escribir ese artículo fui poco cuidadoso en su revisión y se me escapó ese error que no por ser involuntario deja de ser error. Por eso he considerado pertinente escribir hoy sobre esto. ¿Hasta qué punto es necesaria una ortografía correcta? La lengua es un sistema de signos orales y escritos que una comunidad usa para comunicarse. Y la escritura es el conjunto de símbolos con los que representamos cualquier mensaje o texto y los hacemos perdurables. Gracias a ella conocemos el Código de Hammurabi, la Ilíada, la Divina Comedia, el Quijote


            De los varios tipos de escritura existentes, nos interesa hablar de la alfabética, que es la nuestra y que frente a otras ―como la ideográfica o la silábica― presenta la ventaja de que, con un número reducido de elementos ―nuestro abecedario consta de tan solo 27 letras― se puede construir un número ilimitado de mensajes. De la relación que hay entre las grafías, las letras, y las unidades fónicas, los sonidos, que es una relación arbitraria, se cuida la ortografía, que a su vez es un sistema convencional de normas. Pero no podemos pensar que, por esa convencionalidad, sea una amalgama de reglas sin sentido, sino que es un sistema estructurado que, a la vez que se ocupa de indicarnos cómo se traza cada letra (a, k, π, δ, Б…), nos informa sobre cómo y cuándo se usan, nos orienta sobre la representación de abreviaturas y siglas, cuándo emplear mayúsculas, cómo escribir los extranjerismos adoptados, cómo marcar la acentuación o cómo emplear la puntuación. Ya no es solo cuestión de diferenciar baca/vaca, echo/hecho o poyo/pollo. Es que no es lo mismo escribir ¡Ha venido María! que ¿Ha venido María? Y, por supuesto, de saber que tampoco dicen lo mismo las frases Si quiero lo haré que Sí, quiero; lo haré. Y podríamos seguir poniendo ejemplos.

            La ortografía, que fue tomando cuerpo con el tiempo y que se juzgó imprescindible desde la invención de la imprenta, se ha ido conformando de acuerdo a unos criterios claros. El primero fue el fonológico (intento reproducir la forma de hablar); luego comenzó a imponerse el etimológico (se escribía de acuerdo con la forma de la palabra en su origen); y a ambos se unió el del uso tradicional (escribir siguiendo el ejemplo de los escritores de prestigio). Estos tres criterios son reconocibles todavía en nuestra ortografía, aunque predomina el etimológico.

            Y no deben olvidarse las funciones que la ortografía cumple: por ejemplo, garantiza y facilita la comunicación escrita desde el momento en que todos empleamos un mismo sistema. Garantiza la unidad de representación gráfica uniforme frente a las variantes de pronunciación (la palabra llave la pronuncian de manera distinta un vallisoletano, un cordobés y un rioplatense, aunque los tres la escriban igual). Y es el cauce para evitar una evolución descontrolada y fragmentaria de la lengua (la unidad de nuestra lengua en todo el ámbito hispanohablante es posible gracias a la ortografía).

 


           No es cuestión ―le digo a mi amigo― de ponerse aquí a revisar todas las reglas ortográficas, pero puede servirnos de ejemplo hacer un repaso de uno de los casos más curiosos de nuestra lengua: qué explica que lleven h, que no representa ningún sonido, tantas palabras. Veamos diferentes casos. En el latín primitivo, en honor, hodie, habilis y otras palabras, la h representaba una aspiración que pronto desapareció, aunque se conservó la forma gráfica (por eso, honor, hoy o hábil). Otro grupo de palabras con h proceden de una aspiración de la f- latina (harina < farina, hijo < filium, herir < ferire). La etimología justifica también su presencia en palabras que portan los prefijos hemi- hidro-, hiper- etc., cuya primera vocal, en griego, tenían espíritu áspero (ἠμι, ὐδωρ, ὐπερ), que indica aspiración. Del mismo modo aparece en muchas palabras de origen árabe que tenían un sonido aspirado o de otras lenguas que también la tienen (alcohol, alhaja, haiku, hándicap…). Y, para terminar, llevan h las palabras que comienzan por ue- ua- ui- para indicar que esa u tiene valor vocálico y no el consonántico que también podía tener en latín.

            Pero la ortografía, como toda la lengua en su conjunto, no es inamovible. Así, las reglas se van adaptando y desaparecen formas en que la fonología ha cambiado. Por eso escribimos hoy oscuro y no obscuro, setiembre y no septiembre (esta todavía anda a la gresca) y otras más. Y no han faltado intentos de revisión, e incluso de supresión de la obligatoriedad de las reglas. Ahí están los casos de Andrés Bello, Juan Ramón Jiménez o Gabriel García Márquez. Pero, siendo importantes sus opiniones, no acaban de ser totalmente relevantes. Señal de que la ortografía no es un capricho.

            En fin, que la ortografía, compañera inseparable de la escritura, no solo asegura la correcta comunicación escrita, sino que es un bien social que concede buena imagen a quien la respeta y sanciona a quien la descuida. Por eso sigo sin concebir ―le digo a mi amigo― que a un universitario, o a cualquier persona culta, haya que recordarle la necesidad del conocimiento de las reglas ortográficas.

sábado, marzo 23, 2024

DE POYOS Y DE UEBOS

            Me encuentro a mi buen amigo Zalabardo algo decaído y trato de averiguar qué es lo que le ocurre y cuál es la razón de su pesadumbre. Me mira, duda si hablar y, tras exhalar un hondo suspiro, me dice que ha perdido el ánimo y la fuerza para leer un periódico, ver televisión o escuchar la radio. Le pregunto si es para tanto la cosa y, contrariando su natural comedimiento, me dice: «¿Que si es para tanto? ¡Manda huevos que día tras días, durante mañana, tarde y noche, estemos forzados a soportar los vergonzosos pollos montados por esta gente sin que nadie les pare los pies!»

            Aunque imagino por dónde va, le pido que me aclare de qué gente habla. Y, como me esperaba, se refiere a ese vodevil demasiado frívolo y falto de gracia, sainete más trágico que cómico o esperpento ―no sé qué es más si no es todo a la vez― que no se cansan de representar ―sin que ninguno se sonroje― nuestros políticos y, para mayor inri, en el espacio mismo de Congreso y Senado, lugares en los que debe reinar el respeto, pero a los que despojan de su dignidad con el lenguaje tabernario que se emplea y las poses chulescas que se adoptan.

            Como no tengo una inmediata respuesta, solo acierto a vestir el ropaje de Sancho cuando, dolido de ver a don Quijote morir de melancolía le dijo: «Si es que se muere de pesar […], écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron». Con este cinchar mal querría dar a entender a Zalabardo que esta Agenda, que es suya y amablemente me presta, es tan insuficiente como otros muchos intentos que hay para hacer olvidar a los ciudadanos el vergonzoso berenjenal en que nos tienen metidos un alto número de nuestros políticos ―pues supongo que alguno se salvará de la quema―.

            Dada esa incapacidad, intento separarlo de sus oscuros pensamientos explicándole cuál es el sentido verdadero y cabal de las expresiones por él utilizadas al inicio de nuestra charla: montar un pollo y mandar huevos, ambas muy corrientes en nuestra habla y la segunda incluso juzgada un tanto vulgar. Porque lo curioso del caso ―y en eso apoyo mi intento para sacar a Zalabardo de su tristura adentrándome en esta senda―, es que ni pollo tiene nada que ver con la cría de la gallina ni huevo posee aquí un sentido gastronómico ni aún menos anatómico. Lo cierto es que estamos ante dos ejemplos típicos de expresiones ―que en español no son pocas― creadas sobre el uso de palabras que no significan lo que parece. ¿Las causas? Entre otras razones, que empezamos confundiendo etimologías y acabamos aceptando una ortografía incorrecta.



            Veamos montar un pollo, con la que entendemos que ‘iniciar una discusión, provocar un altercado’. Ya debería llamarnos la atención que uno de los significados de montar es ‘armar, poner en su lugar las piezas de un aparato o máquina’; se monta una maquinaria, un mueble, un espectáculo, un belén… ¿Pero un pollo? La verdad es que no encuentro pruebas concluyentes de su origen y significado. Hay quien habla de viejos circos en que se exhibían gallinas y del alboroto producido entre los espectadores si alguna escapaba de la pista. Hay quien habla del ruido que hacen los animales en las granjas avícolas. Sin embargo, hace dos días, encontré un libro de 2014, Con dos huevos, cuyos autores, Héloïse Guerrier y David Sánchez, se aplican para comentar expresiones que presentan un problema de interpretación semejante al que nos ocupa y a esta le dan un sentido que no encuentro falto de lógica.

            Defienden que la forma original no es montar un pollo, sino montar un poyo. Suenan igual, pero poyo viene de podium mientras que pollo viene de pullus. De podium proceden también podio y pedestal. El poyo es un banco, generalmente de piedra que se coloca arrimado a un muro. Pero también es el banco, podio o pedestal sobre el que se sube quien pretende hacerse ver o dirigir la palabra a una multitud. Tal hábito es muy antiguo, y, entre los ingleses, aún persiste el speakers corner, lugar en que cualquiera puede subirse a un banco o una simple caja, o sea, a un poyo, para hablar a quien quiera escucharlo. La cuestión es que no pocas veces estas alocuciones acaban en discusión entre quienes defienden ideas opuestas. De ahí que quien arma o monta un poyo puede provocar un alboroto entre los circunstantes.

            Lo de manda huevos parece menos complejo. Aunque también aquí se confunde huevo, que viene de ovum, con uebo (o huebos), que procede de opus. El Diccionario Fraseológico de Manuel Seco dice que la expresión se utiliza cuando algo nos parece ‘ser sorprendente o llamativo’. Todo el embrollo nace de que uebos (escrito también huebos) es un término arcaico, casi desaparecido, que subsiste a duras penas en el lenguaje jurídico. Opus significa ‘necesidad’; por tanto, hacer algo por uebos, es hacerlo ‘porque no hay más remedio, porque es necesario’. Fundéu, comentando la expresión, aporta ejemplos del español medieval: ser uebos, ‘ser necesario’; para uebos del monasterio, ‘para las cosas necesarias del monasterio’ y otras semejantes. Ya en los primeros versos del Cantar de Mío Cid Rodrigo dice a Martín Antolínez: «e huebos me serié», es decir, ‘me sería necesario’.

            Fundéu, saca a colación el giro jurídico mandat opus, ‘la necesidad obliga’, para afirmar que el manda huevos actual se aplica cuando ‘siendo algo sorprendente y llamativo, hay que aceptarlo por necesidad, aunque carezca de la misma'. Tal vez Paco Umbral pensara eso al escribir en un  artículo de 1998 sobre el exministro Federico Trillo, que fue quien puso de moda la expresión en nuestra política: «Seguramente, para Trillo mandan huevos muchas cosas de la política, y no solo aquel bodrio».

 

           ¿Qué ha convertido poyo en pollo y uebos (o huebos) en huevos? La costumbre y el desconocimiento del origen de las palabras. Aunque esa costumbre haya sido asumida incluso por la misma RAE.

            Respecto a cómo está el patio de la política, ni Zalabardo ni yo poseemos medios para poner coto a la pobreza oratoria, al gusto por mantener ambientes crispados y a la bajeza moral que exhiben muchos de nuestros políticos. Si acaso, podríamos recomendarles que meditaran las palabras que Cicerón puso en boca de Julio César: «Mi esposa ni siquiera debería estar bajo sospecha», que es lo que realmente dijo y no esas otras apócrifas que tanto se repiten sobre no solo ser honrado, sino parecerlo. Y si César se divorció de Pompeya a causa de aquellas sospechas, muchos de nuestros políticos deberían pensárselo bien, aplicarse la frase real ―y también la apócrifa, por qué no― y renunciar al cargo que ostentan, ya que los verdaderos asuntos de Estado importan más que sus miserias personales, que empiezan a apestar demasiado.

sábado, marzo 16, 2024

HISTORIA DE PALABRAS. DE IDIOTÉS A IDIOTA

 

Me preguntaba Zalabardo el otro día si conocía La cena de los idiotés. Pensé que me preguntaba por La cena de los idiotas, la bastante premiada película de Francis Veber. Pero no, mi amigo me hablaba de un programa de radio. No lo conocía y he indagado para saber de qué va la cosa. Y sí, tras ver algunos programas en YouTube, me ha parecido interesante y buen ejemplo para analizar cómo unas palabras van cambiando su significado con el tiempo hasta acabar teniendo uno muy diferente al original.

        Creo que pocos desconocen que formidable, aunque etimológicamente significa ‘horroroso, que causa pavor’, se emplea hoy como ‘asombroso, fuera de lo común’. O que álgido, que en latín es ‘frío, que hiela’, ha pasado a designar en la actualidad ‘que está en su punto culminante, en su momento de mayor tensión’. Se podrían poner más casos ―bizarro, azafata, siniestro…―, pero le digo a mi amigo que es preferible pararnos a ver cómo idiota ha llegado a ser un adjetivo de sentido muy despectivo con el que señalamos al ‘corto de entendimiento’ y al ‘engreído y fatuo que presume de saber más de lo que sabe’. Sin embargo, cuando la palabra nació tenía un significado muy alejado del actual.

            Rastrear la evolución de idiota ―advierto a Zalabardo― requiere no solo ascender hasta su etimología, sino remontarnos paralelamente a la aparición de la democracia en la antigua Grecia. En el proceso etimológico son bastantes y variados los pasos que hay que dar, aunque aquí procuraremos coger un atajo. La partícula indoeuropea s(w)e es la forma pronominal reflexiva, lo referente al propio sujeto que habla. En latín, sui más caedo, ‘morir’, nos conducen a suicidio ‘matarse a sí mismo’; y más cedō, ‘apartar’, nos proporcionan secesión ‘separarse por propia voluntad’. Antes, en griego, mediante alargamiento y sufijación, *swed-yo- desembocó en ίδιος, ‘propio, personal’, que es la raíz de idioma, pero entendido como ‘lengua propia de una nación por la que sus habitantes se entienden’. También de idiosincrasia, ‘índole y temperamento de cada uno que le permite diferenciarse de los demás.

 

           Hablaba de la necesidad de relacionar esta palabra con la democracia. Ya es el momento. Aristóteles, en su Política, dejó para la posteridad lo de que el hombre es por naturaleza un ser social y que el insocial, lo sea por naturaleza o por azar, es un ser inferior. Y en la Ética a Nicómaco define la convivencia humana como una forma de amistad, el intercambio de palabras y pensamientos, una interrelación. En esa línea, la sociedad griega siempre aceptó que la democracia no funciona sin participación y que todos los ciudadanos deberían estar interesados, y entendidos, en los asuntos públicos. Mantenerse fuera de ese interés y conocimiento de la vida pública era signo de ignorancia, de falta de educación o de desinformación. Pero no debe olvidarse que, en la época a que aludimos, a las mujeres, a los esclavos y a los extranjeros no se les concedía la condición de ciudadanos, lo que los excluía de esa participación.

            Para referirse a estos últimos nació el término ίδιώτης (idiotés, idiotas), que en ningún modo tenía matiz peyorativo, sino que agrupaba a ‘quienes no participan en la vida pública’. Con el tiempo, se dio el caso de que había quienes no participaban porque todo les resultaba indiferente o ‘quienes participaban buscando solo el bien propio, sin importarles las consecuencias que sus actos tendrían para los demás’. Cosa que, le hago notar a mi amigo, no es un invento de nuestro tiempo. A estos se refirió Pericles cuando afirmó que quienes no tomaban parte en los debates y, por tanto, se comportaban como ίδιώτης eran seres inútiles para el sistema. Ya antes, Aristóteles había definido la democracia como un sistema en que ‘los ciudadanos son gobernados y gobiernan por turno’, con lo que quería señalar que toda actuación particular acaba teniendo un reflejo en la comunidad. En ese momento en el que Pericles calificó de idiotas a los que se apartaban o pensaban solo en ellos, comenzó a tener un uso despectivo, aunque todavía no se relacionaría la palabra con el nivel de inteligencia.



            Para eso habrían de pasar muchos años. Así, si consultamos el Diccionario de Autoridades en su tomo de 1734, leemos: «IDIOTA. El ignorante, el que no tiene letras. Unos le derivan de la voz Griega Idioma; y así significa el que solo sabe su lengua sin las letras. Otros le derivan de la voz Griega Idiotis, que quiere decir hombre plebeyo o del vulgo». Habrá que esperar a la aparición de la figura del psicólogo y pedagogo Alfred Binet (1857-1911), quien, estudiando el modo de analizar la capacidad intelectual y experimentando con niños entre 3 y 15 años, creó, con la ayuda del también pedagogo Theodore Simon lo que se llamó Test Binet-Simon para medir la capacidad intelectual. Sería él quien, a falta de otro nombre, aplicaría en esa escala a quienes, pese a su edad, daban un CI por debajo del correspondiente a niños de 3 años, el nombre de idiotas. De hecho, en el Dictionaire de l’Académie Française, de 1878, se definía idiot como ‘dépourvu d’intelligence, stupide, imbécile’, es decir, ‘carente de inteligencia, estúpido, imbécil’.

            Eso explica que nos encontremos con que en el DEL, en la entrada correspondiente a idiota se puede leer: 1. Tonto o corto de entendimiento. 2. Engreído sin fundamento. 4. Que padece idiocia [trastorno caracterizado por una deficiencia muy profunda de las facultades mentales]». Tras esto, le digo a Zalabardo, que idiotés me parece un buen neologismo, no recogido aún en ningún diccionario, que recupera no solo el sentido originario de la palabra, sino que respeta, a la vez, su forma primitiva.

sábado, marzo 09, 2024

BREVE HISTORIA DE LOS APELLIDOS

 


Basta mirar el diccionario para entender lo que es un apellido: «nombre de familia con que se distinguen las personas». La palabra procede del latín appellitāre, ‘llamar habitualmente a alguien usando el nombre de la familia’. Así pues, un apellido no es otra cosa que un sustantivo, de los llamados patronímicos, ‘nombre del padre’, que sirve para encasillarnos dentro de una familia o linaje concreto.

            Pero le digo a Zalabardo que la cuestión no es tan simple ni responde siempre a lo que con mucha frecuencia se afirma de modo errado. Y es que, pese a lo que tienda a creerse, no en todas las lenguas el elemento que marca la condición de patronímico significa ‘hijo de’. Hay culturas en las que el apellido no existe o es algo irrelevante. En las que lo hay, no en todas funciona de igual manera. Por lo pronto, nosotros, los españoles, presentamos una peculiaridad que nos distingue de casi todo el mundo: utilizamos dos apellidos (el del padre y el de la madre) cuando lo común es que en el resto del mundo se utilice solo uno. En algunos países se puede optar, indistintamente, por emplear el del padre o el de la madre. En otros, la mujer, al casarse, pierde su apellido y pasa a tener automáticamente el del marido. Y se podría seguir, pero no va por ahí el interés de hoy, pues lo que quiero es mostrarle a mi amigo cómo se ha ido conformando el sistema de los apellidos en nuestro país.

            La verdad, le aviso en principio, es que no debe esperarse una rareza excepcional, aunque en algunos aspectos sea cierto que ofrecemos soluciones exclusivas que diferencian a España de otras sociedades. Como suele ser común en el ámbito europeo, en España no empezó a sentirse la necesidad del apellido como elemento identificador de una persona respecto a otras del mismo nombre hasta el siglo IX. Fue entre las clases nobles ―el pueblo llano aún no tenía esa preocupación― donde surgió el deseo de dejar claro el linaje al que uno pertenecía, de qué familia provenía y cuál era su línea genealógica.


            El primer paso no fue muy original que digamos. Al nombre de pila se sumaba el nombre del padre, con la forma del genitivo latino, lo que ya expresa una relación, y a continuación se añadía filius. ‘hijo’. Menéndez Pidal, en su Historia de la lengua española, da cuenta de haber hallado en tierras lejanas pruebas que pueden explicar algo sobre los apellidos españoles. En unos bronces de Ascoli (Italia) se observa una inscripción que menciona a jinetes procedentes de Zaragoza y comarcas próximas que habían participado en la toma de la ciudad. Entre los nombres que aparecen, hay varios que tienen aspecto de ser vascongados, aunque estuviesen latinizados. Por ejemplo, un tal Elandus Enneces filius, es decir, Elando, el hijo de Eneko. Enneces sería, probablemente, una forma primitiva de Ennekez, que es el actual Íñiguez. Esa es la base en que algunos apoyan la tesis de que el sufijo -ez tiene un origen ibérico que se nos ha transmitido desde el País Vasco y Navarra.

            La preocupación por dejar constancia del apellido se generaliza en el siglo IX y, aunque respete el sistema explicado antes, pronto desaparecería el apelativo filius. No es necesario pensar mucho para descubrir que este sistema no resultaba muy efectivo si se quería dejar constancia plena de la línea familiar, porque si bien servía para aclarar la relación generacional entre padre e hijo, era inviable para servir como signo aglutinador del linaje. Porque, según esto, un hijo de Fernando se podría llamar Pedro Fernández; pero el hijo de este se llamaría, digamos, Diego Pérez, con lo que la línea sucesoria, al menos en cuanto al apellido, quedaría pronto rota.


            Eso hizo que en el siglo XII se comenzara a valorar el linaje, valiéndose de los nombres del lugar de origen, del señorío (Alba, Lerma, Aguilar, Lara…) o, incluso, algún apodo (La Cerda, Girón, Pimentel…). Por su parte, el pueblo llano empezó a sentir también deseo de poseer apellido y, no siendo la estirpe cuestión principal, en muchos casos se optaba por utilizar el oficio (Zapatero, Herrero, Platero…), el lugar de residencia (Sevilla, Córdoba, Zaragoza…) o características físicas peculiares (Rubio, Castaño, Chaparro...)

            A esto se unió que, entre los siglos XIV al XVI aparece otro sistema de creación de apellidos. Por un lado, los conversos eran proclives a tomar como apellido el nombre de un santo (San Juan, San Pedro, Santa María…) Y por otro, entre los nobles nació la moda de no usar el apellido patronímico ―derivado del nombre del padre―, sino el de otra persona, por alguna razón especial de afecto, fidelidad, etc., con lo que un hijo de Fernando podría no llamarse Fernández, sino Gutiérrez o López.

            Vemos pues, le indico a mi amigo, que la cuestión es compleja. Tendrá que llegar el siglo XIX para que se imponga un sistema estable. En 1871 se crea el Registro Civil y se hace obligatoria la inscripción de los residentes del país, dando cuenta de sus nombres y apellidos. Pero será una ley de 1889 la que determine que a todo nacido le corresponden dos apellidos, el del padre y el de la madre, por este orden. Y así hemos estado hasta 1999, en que otra ley establece que los padres podrán decidir el orden de los apellidos y que cualquier persona, alcanzada la mayoría de edad, tiene potestad para solicitar la alteración de los apellidos con que consta en el registro.

           De todo este batiburrillo anterior, me interesa que Zalabardo sea conocedor de un error muy repetido. Que así como en algunas lenguas el sufijo -son o ibn significan «hijo de», en español, el sufijo -ez de nuestros apellidos no significa «hijo de» como leemos en muchos lugares. Rodríguez no es ‘hijo de Rodrigo; en realidad, el sufijo -ez tiene un no muy claro origen y, según la tesis que expuse al principio de Menéndez Pidal, no significa nada. Es una pura evolución fonética de una terminación latina que indicaba relación o pertenencia ―el genitivo― que hemos heredado, y tampoco en esto hay certeza, del euskera. De hecho, la Nueva Gramática de la Lengua Española se limita a decir, al hablar de ello, que -ez, entre otros valores, tiene el de ser «un derivado morfológico de los nombres de pila», sin asignarle ningún significado.

            Y como este apunte parece un poco soso, le propongo contarle a Zalabardo un chiste, a lo que mi amigo se opone porque dice que los que cuento son muy malos; hago como que no lo oigo y sigo adelante al proponerle una adivinanza: ¿Cuáles son los apellidos españoles más antiguos? Mi amigo calla y, ante su desinterés, le respondo: Gómez y Pérez, porque, ya en el paraíso terrenal, Dios dijo a Adán: «Si gómez de esta fruta, pérezerás».

sábado, marzo 02, 2024

MURCIANOS QUE NO LO SON Y CONEJOS QUE TAMPOCO


¿Son ciertos todos los refranes? ¿Y verdaderas todas las etimologías? Creo que no hay nadie que no se haya planteado alguna vez estas preguntas. Y, a la hora de hacer recuento de opiniones, obtendríamos, como decía aquel divertido futbolista inglés, Michael Robinson, que acabó su vida deportiva en el C. A. Osasuna y se hizo famoso como comentarista, contratado por Canal+ con la condición de que no hiciera nada por aprender correctamente el español, seis de uno y media docena de otro.

        De los refranes, Cervantes hace decir a don Quijote: «Paréceme, Sancho que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia». Los diccionarios modernos son más prudentes y se limitan, como el DLE, a definirlos como «dichos agudos y sentenciosos de uso común». En algunos lugares se añade la coletilla de que «tienen la finalidad de transmitir una enseñanza».

            Sobre las etimologías, podríamos reproducir las palabras de Enrique Bernárdez en el artículo que les dedica en la revista RinconeteEtimologías. ¿Verdaderas, falsas?―, del Centro Virtual Cervantes: «Son cosas complejas, difíciles siempre, muchas veces sorprendentes y siempre apasionantes […] Pero la etimología no carece de peligros».

De hecho, si pensamos en esto último, es frecuente encontrarse con muchas falsas etimologías, algunas de ellas bastantes curiosas. Por ejemplo, se sigue repitiendo en no pocos lugares que cadáver es un acrónimo de la expresión latina Caro Data Vermibus, es decir, «carne entregada a los gusanos». La realidad es que el origen verdadero hay que buscarlo en la raíz indoeuropea kad-, ‘caer’, de donde salió el verbo latino cado y su derivado cadaver, ‘cuerpo caído, muerto’.



        ¿Y qué tienen que ver los refranes y la etimología? En este caso, bastante, pues Zalabardo me pregunta cuál pudiera ser la razón del refrán Ni gitanos, ni murcianos, ni gente de mal vivir. Conocido es ―me dice― el viejo prejuicio hacia los gitanos; pero no entiende de dónde procede que los murcianos sufran un desprecio semejante. Debo aclararle, entonces, que hoy se entiende mal el refrán, pero que en su origen estaba claro. Suele repetirse que, en unas Reales Ordenanzas de 1786, dictadas por Carlos III, se recogía como deseo del monarca que «ni a gitanos, ni a murcianos, ni a otras gentes de mal vivir se les permitiera ser portadores de la bandera». En otro lugar, un artículo de Dolores Soler Espiauba, veo que se adjudica la frase a Felipe II que, en un edicto para reclutar soldados con destino a la Armada Invencible, dejaba señalado que «no quería en sus ejércitos gitanos, ni murcianos, ni demás gente de mal vivir». Sea quien sea quien tal cosa dijese, ahí están junto a los marginados gitanos, los pobres murcianos, que nada tienen que ver con el origen del refrán.

            Aquí es donde confluyen las dos cuestiones planteadas al comienzo. Le digo a mi amigo que, aunque poco edificante, se pudiera aceptar como verdadero el refrán. Pero que se hace preciso dejar claro que cualquier interpretación errónea es consecuencia de pretender aplicar una falsa etimología. Lo que avisa Bernárdez sobre el peligro que puede generar. El error está en la interpretación que demos a murciano, que hoy todos identificamos como un gentilicio, ‘nacido o procedente de Murcia’.

            ¿De qué murcianos habla entonces el refrán? ―pregunta, intrigado, Zalabardo―. Le pido que mire en el DEL la palabra murciar, que significa ‘robar’. ¿Tiene algo que ver con Murcia? Claramente no. Entonces le cuento que hubo en Sevilla un tal Cristóbal de Chaves ―fallecido hacia 1602― que, por trabajar en la Real Audiencia, tuvo oportunidad de conocer todos los bajos fondos de la ciudad. Con el seudónimo de Juan Hidalgo escribió obras de tono picaresco al final de las cuales incluyó un Vocabulario de germanía para que los lectores entendiesen bien las palabras usadas en sus textos.

 


       En este Vocabulario encontramos murciar, ‘hurtar’, murcio, ‘ladrón’ y murciglero, ‘hurtar a los que duermen’. En 1734, el Diccionario de Autoridades ya recoge murciar, señalando como fuente el Vocabulario de Juan Hidalgo. En cuanto a la posible etimología, murciglero permite relacionar el término con murciégalo (forma antigua de murciélago), procedente de mus, muris, ‘ratón’ y caeculo, ‘ciego’. Todo esto nos lleva a pensar que alguien desconocedor de que ya existe murcio, ‘ladrón’, procedente de murciar y este de mur, ‘ratón’, creyó natural llamar murciano a quien roba, sin que ello tuviera nada que ver con Murcia.

            Si esta etimología parece quedar resuelta, le digo a Zalabardo, hay otras que no lo están tanto. «Sí ―me contesta mi amigo―, porque aún no has dicho nada de los conejos». Y tiene razón, porque, vamos a ver, ¿cuántas veces se nos ha dicho, y se continúa diciendo, que España significa ‘tierra de conejos’? En este punto estamos no solo ante una posible falsa etimología; estamos ante un caso aún no resuelto, porque nada hay seguro acerca de cuál sea el origen de la palabra con que designamos la tierra que habitamos. Vuelvo a recordar lo que afirmaba Bernárdez sobre que, a veces, el terreno de las etimologías es complejo, sorprendente e incluso apasionante.

        En un principio, nuestra tierra fue conocida como Iberia. Hasta que los romanos comenzaron a llamarla Hispania. Y ahí surge el conflicto, cómo Iberia acaba siendo España. Las teorías son múltiples. Como sería realmente complicada una detallada explicación, me limito a contarle a mi amigo un resumen. En la Biblia aparecen dos denominaciones que, posiblemente, podrían referirse a España: Tarsis, en el libro de Jonás, y Sefarad, en el de Abdías. Tarsis, de donde se exportaban metales, está claro que nos remite a Tartesos. Sefarad, nombre que dan los judíos a la antigua Iberia, parece ser una evolución de la forma fenicia span (en hebreo sphan), ‘tierra del norte’, que evolucionó hacia Sphard. Span, pues, estaría en el origen de España.

            Nebrija y San Isidoro defendían un origen autóctono. La ciudad íbera de Hispalis, la antigua Sevilla, serviría a los romanos para designar toda la región. Pero, de una u otra forma, siempre se acaba regresando a esa forma span fenicia, que se interpreta de diferentes maneras. Para unos, el término fenicio span podría leerse como ‘conejo’, de donde I-span-ya significaría ‘tierra de conejos’. Pero hay otros, y es la hipótesis más aceptada en la actualidad, defendida por José Luis Cunchillos y José Ángel Zamora ―expertos filólogos del CSIC―, que opinan que la forma span fenicia procede de la raíz indoeuropea spe-, ‘expandirse, batir (metales)’, por lo que I-span-ya significaría ‘la tierra donde se forjan metales’. Esta tesis se avendría bien con que Tarsis exportaba metales y con la palabra española espada.

            Aparte de estas hay, por si fuera poco, otras teorías. La mítica, que hace derivar España de Hispan, nombre de un descendiente de Hércules; la teoría euskera, que hace derivar el nombre de Izpania, ‘tierra que divide el mar’; y la griega, que defiende un origen basado en la evolución de Hesperia, ‘lugar de riquezas, paraíso’. Pero creo que ya está bien por hoy.