Zalabardo sabe que colaboro en El pespunte, periódico digital de mi pueblo (Osuna), con un artículo quincenal. José María Pérez Moreno, buen amigo, me comenta que en mi último artículo he escrito matalaúva en lugar de matalahúva. Podría haber recurrido a cualquier justificación, pero he considerado adecuado decirle que tenía razón y que, pese a que hay tres formas posibles de escribir el nombre de esa planta y su semilla ―matalahúva, matalahúga o, sencillamente, anís― no sabría explicar por qué razón escribí la que él me indica, que es incorrecta.
Cuento esto
porque he leído esta misma semana que el nuevo decreto que se prepara sobre las
pruebas de acceso a la Universidad recoge que a los alumnos se les exigirá
«coherencia, corrección gramatical, léxica y ortográfica en la redacción de sus
textos». Y que los fallos ortográficos y gramaticales se penalizarán con una
rebaja de hasta un 10% de la calificación. ¿Qué ha ocurrido para que haya que
imponer una norma de ese tipo?
Mi experiencia
de muchos años como profesor ―ya estoy jubilado― me reafirma en la opinión de que
nuestro sistema educativo arrastra errores de base. En primaria y secundaria,
es la creencia que muchas veces he transmitido a Zalabardo, prima la exigencia
de contenidos en detrimento de la formación en habilidades básicas: comprensión
lectora, competencia léxica y corrección expresiva, tanto la oral como la
escrita. Nunca he entendido que profesores de Matemáticas, o de Filosofía,
digan: «Bastante tengo con corregir las cuestiones de mi materia como para
preocuparme por la ortografía».
¿Resultado? Hemos desembocado
en una excesiva relajación culpable de que nuestros alumnos no alcancen la adecuada
competencia expresiva y comprensiva: se lee mal, se escribe mal y cuesta
entender un texto o exponer oralmente un tema. En otros tiempos, para poder
entrar en lo que hoy es primero de secundaria había que superar una prueba
consistente en realizar un dictado (sin cometer faltas de ortografía), resolver
unas cuestiones de aritmética básica (una división, por ejemplo) y responder a
unas preguntas simples (¿qué río pasa por Sevilla?, pongo por caso). Ahora caemos
en la paradoja de pretenderlo a la hora de entrar en la Universidad. ¿No parece
un poco tarde?
Sé lo que es la
matalahúva, y sé cómo se escribe. Pero al escribir ese artículo fui
poco cuidadoso en su revisión y se me escapó ese error que no por ser involuntario
deja de ser error. Por eso he considerado pertinente escribir hoy sobre esto. ¿Hasta
qué punto es necesaria una ortografía correcta? La lengua
es un sistema de signos orales y escritos que una comunidad usa para comunicarse.
Y la escritura es el conjunto de símbolos con los que representamos
cualquier mensaje o texto y los hacemos perdurables. Gracias a ella conocemos el
Código de Hammurabi, la Ilíada, la Divina
Comedia, el Quijote…
De los varios tipos de escritura existentes, nos interesa hablar de la alfabética, que es la nuestra y que frente a otras ―como la ideográfica o la silábica― presenta la ventaja de que, con un número reducido de elementos ―nuestro abecedario consta de tan solo 27 letras― se puede construir un número ilimitado de mensajes. De la relación que hay entre las grafías, las letras, y las unidades fónicas, los sonidos, que es una relación arbitraria, se cuida la ortografía, que a su vez es un sistema convencional de normas. Pero no podemos pensar que, por esa convencionalidad, sea una amalgama de reglas sin sentido, sino que es un sistema estructurado que, a la vez que se ocupa de indicarnos cómo se traza cada letra (a, k, π, δ, Б…), nos informa sobre cómo y cuándo se usan, nos orienta sobre la representación de abreviaturas y siglas, cuándo emplear mayúsculas, cómo escribir los extranjerismos adoptados, cómo marcar la acentuación o cómo emplear la puntuación. Ya no es solo cuestión de diferenciar baca/vaca, echo/hecho o poyo/pollo. Es que no es lo mismo escribir ¡Ha venido María! que ¿Ha venido María? Y, por supuesto, de saber que tampoco dicen lo mismo las frases Si quiero lo haré que Sí, quiero; lo haré. Y podríamos seguir poniendo ejemplos.
La ortografía,
que fue tomando cuerpo con el tiempo y que se juzgó imprescindible desde la
invención de la imprenta, se ha ido conformando de acuerdo a unos criterios claros.
El primero fue el fonológico (intento reproducir la forma de hablar); luego
comenzó a imponerse el etimológico (se escribía de acuerdo con la forma de la
palabra en su origen); y a ambos se unió el del uso tradicional (escribir
siguiendo el ejemplo de los escritores de prestigio). Estos tres criterios son
reconocibles todavía en nuestra ortografía, aunque predomina el etimológico.
Y no deben olvidarse
las funciones que la ortografía cumple: por ejemplo, garantiza y
facilita la comunicación escrita desde el momento en que todos empleamos un
mismo sistema. Garantiza la unidad de representación gráfica uniforme frente a
las variantes de pronunciación (la palabra llave la pronuncian de
manera distinta un vallisoletano, un cordobés y un rioplatense, aunque los tres
la escriban igual). Y es el cauce para evitar una evolución descontrolada y
fragmentaria de la lengua (la unidad de nuestra lengua en todo el
ámbito hispanohablante es posible gracias a la ortografía).
No es cuestión ―le digo a mi amigo― de ponerse aquí a revisar todas las reglas ortográficas, pero puede servirnos de ejemplo hacer un repaso de uno de los casos más curiosos de nuestra lengua: qué explica que lleven h, que no representa ningún sonido, tantas palabras. Veamos diferentes casos. En el latín primitivo, en honor, hodie, habilis y otras palabras, la h representaba una aspiración que pronto desapareció, aunque se conservó la forma gráfica (por eso, honor, hoy o hábil). Otro grupo de palabras con h proceden de una aspiración de la f- latina (harina < farina, hijo < filium, herir < ferire). La etimología justifica también su presencia en palabras que portan los prefijos hemi- hidro-, hiper- etc., cuya primera vocal, en griego, tenían espíritu áspero (ἠμι, ὐδωρ, ὐπερ), que indica aspiración. Del mismo modo aparece en muchas palabras de origen árabe que tenían un sonido aspirado o de otras lenguas que también la tienen (alcohol, alhaja, haiku, hándicap…). Y, para terminar, llevan h las palabras que comienzan por ue- ua- ui- para indicar que esa u tiene valor vocálico y no el consonántico que también podía tener en latín.
Pero la ortografía,
como toda la lengua en su conjunto, no es inamovible. Así, las reglas se van
adaptando y desaparecen formas en que la fonología ha cambiado. Por eso escribimos
hoy oscuro y no obscuro, setiembre y
no septiembre (esta todavía anda a la gresca) y otras más. Y no
han faltado intentos de revisión, e incluso de supresión de la obligatoriedad
de las reglas. Ahí están los casos de Andrés Bello, Juan Ramón Jiménez
o Gabriel García Márquez. Pero, siendo importantes sus opiniones, no
acaban de ser totalmente relevantes. Señal de que la ortografía
no es un capricho.
En fin, que la ortografía,
compañera inseparable de la escritura, no solo asegura la correcta comunicación
escrita, sino que es un bien social que concede buena imagen a quien la respeta
y sanciona a quien la descuida. Por eso sigo sin concebir ―le digo a mi amigo― que
a un universitario, o a cualquier persona culta, haya que recordarle la
necesidad del conocimiento de las reglas ortográficas.