sábado, marzo 23, 2024

DE POYOS Y DE UEBOS

            Me encuentro a mi buen amigo Zalabardo algo decaído y trato de averiguar qué es lo que le ocurre y cuál es la razón de su pesadumbre. Me mira, duda si hablar y, tras exhalar un hondo suspiro, me dice que ha perdido el ánimo y la fuerza para leer un periódico, ver televisión o escuchar la radio. Le pregunto si es para tanto la cosa y, contrariando su natural comedimiento, me dice: «¿Que si es para tanto? ¡Manda huevos que día tras días, durante mañana, tarde y noche, estemos forzados a soportar los vergonzosos pollos montados por esta gente sin que nadie les pare los pies!»

            Aunque imagino por dónde va, le pido que me aclare de qué gente habla. Y, como me esperaba, se refiere a ese vodevil demasiado frívolo y falto de gracia, sainete más trágico que cómico o esperpento ―no sé qué es más si no es todo a la vez― que no se cansan de representar ―sin que ninguno se sonroje― nuestros políticos y, para mayor inri, en el espacio mismo de Congreso y Senado, lugares en los que debe reinar el respeto, pero a los que despojan de su dignidad con el lenguaje tabernario que se emplea y las poses chulescas que se adoptan.

            Como no tengo una inmediata respuesta, solo acierto a vestir el ropaje de Sancho cuando, dolido de ver a don Quijote morir de melancolía le dijo: «Si es que se muere de pesar […], écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron». Con este cinchar mal querría dar a entender a Zalabardo que esta Agenda, que es suya y amablemente me presta, es tan insuficiente como otros muchos intentos que hay para hacer olvidar a los ciudadanos el vergonzoso berenjenal en que nos tienen metidos un alto número de nuestros políticos ―pues supongo que alguno se salvará de la quema―.

            Dada esa incapacidad, intento separarlo de sus oscuros pensamientos explicándole cuál es el sentido verdadero y cabal de las expresiones por él utilizadas al inicio de nuestra charla: montar un pollo y mandar huevos, ambas muy corrientes en nuestra habla y la segunda incluso juzgada un tanto vulgar. Porque lo curioso del caso ―y en eso apoyo mi intento para sacar a Zalabardo de su tristura adentrándome en esta senda―, es que ni pollo tiene nada que ver con la cría de la gallina ni huevo posee aquí un sentido gastronómico ni aún menos anatómico. Lo cierto es que estamos ante dos ejemplos típicos de expresiones ―que en español no son pocas― creadas sobre el uso de palabras que no significan lo que parece. ¿Las causas? Entre otras razones, que empezamos confundiendo etimologías y acabamos aceptando una ortografía incorrecta.



            Veamos montar un pollo, con la que entendemos que ‘iniciar una discusión, provocar un altercado’. Ya debería llamarnos la atención que uno de los significados de montar es ‘armar, poner en su lugar las piezas de un aparato o máquina’; se monta una maquinaria, un mueble, un espectáculo, un belén… ¿Pero un pollo? La verdad es que no encuentro pruebas concluyentes de su origen y significado. Hay quien habla de viejos circos en que se exhibían gallinas y del alboroto producido entre los espectadores si alguna escapaba de la pista. Hay quien habla del ruido que hacen los animales en las granjas avícolas. Sin embargo, hace dos días, encontré un libro de 2014, Con dos huevos, cuyos autores, Héloïse Guerrier y David Sánchez, se aplican para comentar expresiones que presentan un problema de interpretación semejante al que nos ocupa y a esta le dan un sentido que no encuentro falto de lógica.

            Defienden que la forma original no es montar un pollo, sino montar un poyo. Suenan igual, pero poyo viene de podium mientras que pollo viene de pullus. De podium proceden también podio y pedestal. El poyo es un banco, generalmente de piedra que se coloca arrimado a un muro. Pero también es el banco, podio o pedestal sobre el que se sube quien pretende hacerse ver o dirigir la palabra a una multitud. Tal hábito es muy antiguo, y, entre los ingleses, aún persiste el speakers corner, lugar en que cualquiera puede subirse a un banco o una simple caja, o sea, a un poyo, para hablar a quien quiera escucharlo. La cuestión es que no pocas veces estas alocuciones acaban en discusión entre quienes defienden ideas opuestas. De ahí que quien arma o monta un poyo puede provocar un alboroto entre los circunstantes.

            Lo de manda huevos parece menos complejo. Aunque también aquí se confunde huevo, que viene de ovum, con uebo (o huebos), que procede de opus. El Diccionario Fraseológico de Manuel Seco dice que la expresión se utiliza cuando algo nos parece ‘ser sorprendente o llamativo’. Todo el embrollo nace de que uebos (escrito también huebos) es un término arcaico, casi desaparecido, que subsiste a duras penas en el lenguaje jurídico. Opus significa ‘necesidad’; por tanto, hacer algo por uebos, es hacerlo ‘porque no hay más remedio, porque es necesario’. Fundéu, comentando la expresión, aporta ejemplos del español medieval: ser uebos, ‘ser necesario’; para uebos del monasterio, ‘para las cosas necesarias del monasterio’ y otras semejantes. Ya en los primeros versos del Cantar de Mío Cid Rodrigo dice a Martín Antolínez: «e huebos me serié», es decir, ‘me sería necesario’.

            Fundéu, saca a colación el giro jurídico mandat opus, ‘la necesidad obliga’, para afirmar que el manda huevos actual se aplica cuando ‘siendo algo sorprendente y llamativo, hay que aceptarlo por necesidad, aunque carezca de la misma'. Tal vez Paco Umbral pensara eso al escribir en un  artículo de 1998 sobre el exministro Federico Trillo, que fue quien puso de moda la expresión en nuestra política: «Seguramente, para Trillo mandan huevos muchas cosas de la política, y no solo aquel bodrio».

 

           ¿Qué ha convertido poyo en pollo y uebos (o huebos) en huevos? La costumbre y el desconocimiento del origen de las palabras. Aunque esa costumbre haya sido asumida incluso por la misma RAE.

            Respecto a cómo está el patio de la política, ni Zalabardo ni yo poseemos medios para poner coto a la pobreza oratoria, al gusto por mantener ambientes crispados y a la bajeza moral que exhiben muchos de nuestros políticos. Si acaso, podríamos recomendarles que meditaran las palabras que Cicerón puso en boca de Julio César: «Mi esposa ni siquiera debería estar bajo sospecha», que es lo que realmente dijo y no esas otras apócrifas que tanto se repiten sobre no solo ser honrado, sino parecerlo. Y si César se divorció de Pompeya a causa de aquellas sospechas, muchos de nuestros políticos deberían pensárselo bien, aplicarse la frase real ―y también la apócrifa, por qué no― y renunciar al cargo que ostentan, ya que los verdaderos asuntos de Estado importan más que sus miserias personales, que empiezan a apestar demasiado.

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