sábado, marzo 09, 2024

BREVE HISTORIA DE LOS APELLIDOS

 


Basta mirar el diccionario para entender lo que es un apellido: «nombre de familia con que se distinguen las personas». La palabra procede del latín appellitāre, ‘llamar habitualmente a alguien usando el nombre de la familia’. Así pues, un apellido no es otra cosa que un sustantivo, de los llamados patronímicos, ‘nombre del padre’, que sirve para encasillarnos dentro de una familia o linaje concreto.

            Pero le digo a Zalabardo que la cuestión no es tan simple ni responde siempre a lo que con mucha frecuencia se afirma de modo errado. Y es que, pese a lo que tienda a creerse, no en todas las lenguas el elemento que marca la condición de patronímico significa ‘hijo de’. Hay culturas en las que el apellido no existe o es algo irrelevante. En las que lo hay, no en todas funciona de igual manera. Por lo pronto, nosotros, los españoles, presentamos una peculiaridad que nos distingue de casi todo el mundo: utilizamos dos apellidos (el del padre y el de la madre) cuando lo común es que en el resto del mundo se utilice solo uno. En algunos países se puede optar, indistintamente, por emplear el del padre o el de la madre. En otros, la mujer, al casarse, pierde su apellido y pasa a tener automáticamente el del marido. Y se podría seguir, pero no va por ahí el interés de hoy, pues lo que quiero es mostrarle a mi amigo cómo se ha ido conformando el sistema de los apellidos en nuestro país.

            La verdad, le aviso en principio, es que no debe esperarse una rareza excepcional, aunque en algunos aspectos sea cierto que ofrecemos soluciones exclusivas que diferencian a España de otras sociedades. Como suele ser común en el ámbito europeo, en España no empezó a sentirse la necesidad del apellido como elemento identificador de una persona respecto a otras del mismo nombre hasta el siglo IX. Fue entre las clases nobles ―el pueblo llano aún no tenía esa preocupación― donde surgió el deseo de dejar claro el linaje al que uno pertenecía, de qué familia provenía y cuál era su línea genealógica.


            El primer paso no fue muy original que digamos. Al nombre de pila se sumaba el nombre del padre, con la forma del genitivo latino, lo que ya expresa una relación, y a continuación se añadía filius. ‘hijo’. Menéndez Pidal, en su Historia de la lengua española, da cuenta de haber hallado en tierras lejanas pruebas que pueden explicar algo sobre los apellidos españoles. En unos bronces de Ascoli (Italia) se observa una inscripción que menciona a jinetes procedentes de Zaragoza y comarcas próximas que habían participado en la toma de la ciudad. Entre los nombres que aparecen, hay varios que tienen aspecto de ser vascongados, aunque estuviesen latinizados. Por ejemplo, un tal Elandus Enneces filius, es decir, Elando, el hijo de Eneko. Enneces sería, probablemente, una forma primitiva de Ennekez, que es el actual Íñiguez. Esa es la base en que algunos apoyan la tesis de que el sufijo -ez tiene un origen ibérico que se nos ha transmitido desde el País Vasco y Navarra.

            La preocupación por dejar constancia del apellido se generaliza en el siglo IX y, aunque respete el sistema explicado antes, pronto desaparecería el apelativo filius. No es necesario pensar mucho para descubrir que este sistema no resultaba muy efectivo si se quería dejar constancia plena de la línea familiar, porque si bien servía para aclarar la relación generacional entre padre e hijo, era inviable para servir como signo aglutinador del linaje. Porque, según esto, un hijo de Fernando se podría llamar Pedro Fernández; pero el hijo de este se llamaría, digamos, Diego Pérez, con lo que la línea sucesoria, al menos en cuanto al apellido, quedaría pronto rota.


            Eso hizo que en el siglo XII se comenzara a valorar el linaje, valiéndose de los nombres del lugar de origen, del señorío (Alba, Lerma, Aguilar, Lara…) o, incluso, algún apodo (La Cerda, Girón, Pimentel…). Por su parte, el pueblo llano empezó a sentir también deseo de poseer apellido y, no siendo la estirpe cuestión principal, en muchos casos se optaba por utilizar el oficio (Zapatero, Herrero, Platero…), el lugar de residencia (Sevilla, Córdoba, Zaragoza…) o características físicas peculiares (Rubio, Castaño, Chaparro...)

            A esto se unió que, entre los siglos XIV al XVI aparece otro sistema de creación de apellidos. Por un lado, los conversos eran proclives a tomar como apellido el nombre de un santo (San Juan, San Pedro, Santa María…) Y por otro, entre los nobles nació la moda de no usar el apellido patronímico ―derivado del nombre del padre―, sino el de otra persona, por alguna razón especial de afecto, fidelidad, etc., con lo que un hijo de Fernando podría no llamarse Fernández, sino Gutiérrez o López.

            Vemos pues, le indico a mi amigo, que la cuestión es compleja. Tendrá que llegar el siglo XIX para que se imponga un sistema estable. En 1871 se crea el Registro Civil y se hace obligatoria la inscripción de los residentes del país, dando cuenta de sus nombres y apellidos. Pero será una ley de 1889 la que determine que a todo nacido le corresponden dos apellidos, el del padre y el de la madre, por este orden. Y así hemos estado hasta 1999, en que otra ley establece que los padres podrán decidir el orden de los apellidos y que cualquier persona, alcanzada la mayoría de edad, tiene potestad para solicitar la alteración de los apellidos con que consta en el registro.

           De todo este batiburrillo anterior, me interesa que Zalabardo sea conocedor de un error muy repetido. Que así como en algunas lenguas el sufijo -son o ibn significan «hijo de», en español, el sufijo -ez de nuestros apellidos no significa «hijo de» como leemos en muchos lugares. Rodríguez no es ‘hijo de Rodrigo; en realidad, el sufijo -ez tiene un no muy claro origen y, según la tesis que expuse al principio de Menéndez Pidal, no significa nada. Es una pura evolución fonética de una terminación latina que indicaba relación o pertenencia ―el genitivo― que hemos heredado, y tampoco en esto hay certeza, del euskera. De hecho, la Nueva Gramática de la Lengua Española se limita a decir, al hablar de ello, que -ez, entre otros valores, tiene el de ser «un derivado morfológico de los nombres de pila», sin asignarle ningún significado.

            Y como este apunte parece un poco soso, le propongo contarle a Zalabardo un chiste, a lo que mi amigo se opone porque dice que los que cuento son muy malos; hago como que no lo oigo y sigo adelante al proponerle una adivinanza: ¿Cuáles son los apellidos españoles más antiguos? Mi amigo calla y, ante su desinterés, le respondo: Gómez y Pérez, porque, ya en el paraíso terrenal, Dios dijo a Adán: «Si gómez de esta fruta, pérezerás».

No hay comentarios: