domingo, abril 26, 2020

LA OBSESIÓN POR LOS NOMBRES


            Suele decirse que lo que no tiene nombre no existe. Quizá por eso, una de las primeras cosas que nos cuenta el Génesis es cómo Adán ponía nombre a cada cosa; y el evangelio de Juan comienza recordándonos que no hubo nada antes de la palabra. Más cercano a nosotros, Juan Ramón Jiménez escribió: Yo he acumulado mi esperanza / en lengua, en nombre hablado, en nombre escrito; / a todo yo le había puesto nombre. Y poco antes, en el siglo XVIII, Feijoó advertía de que, para introducir una voz nueva, se necesita destreza, tino sutil, discernimiento delicado; y huir tanto de la afectación como del exceso. Todo ello, sin escandalizarse porque se coja una palabra de otro idioma en caso de carecer de equivalente en el propio, porque siempre será mejor usar una palabra, venga de donde viniere, que tener que recurrir a tres o cuatro para decir lo mismo.
            Zalabardo se siente intrigado viendo que me amparo en tantas fuentes, sin haber declarado todavía qué quiero demostrar, si es que quiero demostrar algo. Le contesto que los autores de las cuatro citas, cuando hablan, o escriben, están pensando en cosas diferentes, por lo que aún me escudo tras una quinta cita, más humilde y, aunque no es literal, bastante certera. Pienso en Berceo y en aquello de: Todo lo anterior es palabrería oscura y confusa; dejemos la corteza y vayamos al meollo.
            Vayamos, pues, al meollo. Leo informaciones que cuentan que la comisión de la RAE encargada del diccionario debate sobre palabras que, en la situación que padecemos, atraen a los hablantes: coronavirus, pandemia, resiliencia, triaje, desescalada, desconfinamiento, mascarilla… Comunico a Zalabardo mi extrañeza por la prisa en tratar algo que, en este momento, considero más competencia de los libros de estilo que de la Real Academia. Bien está que dicha comisión vigile los movimientos de nuestra lengua, que aclare dudas, que analice formas nuevas, que opine sobre su idoneidad… Pero, por mucha curiosidad que levanten estas palabras con que nos asaetean los medios, no creo urgente estudiar la posibilidad de su inclusión en el DLE.

            Y le doy mis razones. La primera es que ese conjunto de palabras es un totum revolutum, un amasijo de términos y conceptos que, tal como van circulando, confunden más que informan. Y no olvidemos que una información descontrolada no suponer mayor ni mejor conocimiento. Un diccionario, como el de la RAE, debiera ser, a mi humilde entender, un instrumento que auxilie a los hablantes en la comprensión de todas aquellas palabras que emplean la generalidad de los hablantes. Los tecnicismos, el vocabulario de una rama o actividad específica, tiene su lugar en diccionarios especializados, de aeronáutica, de química, de términos médicos, de ingeniería, etc. Por ejemplo, el diccionario académico no recoge demultiplexador, tecnicismo de telecomunicaciones, ni trabeculectomía, tecnicismo de la cirugía oftálmica; y nadie se queja por ello. Cuando los necesitemos, los buscaremos en un glosario especializado.
            ¿Entonces, coronavirus?, me pregunta Zalabardo. Y tengo que decirle, puede que me equivoque, que es inapropiado buscarle un significado. ¿Por qué? Porque ya lo tiene. Los coronavirus existen desde hace siglos y la palabra es un término genérico que engloba a conjunto característico de virus cuya forma forjó el nombre. Sin ir más lejos, uno de sus tipos es el que provoca el resfriado común, del que ya nadie se asusta. Con solo consultar la Wikipedia nos enteramos de que, relacionados con enfermedades respiratorias en humanos, hay siete tipos de coronavirus de los que uno es el llamado SARS CoV-2, más conocido por el acrónimo tomado del inglés COVID-19 (COronaVIrus + Disease [20]19), es decir ‘enfermedad provocada por un coronavirus descubierto en 2019’.
            Vayamos a otra palabra: triaje. La explicaba perfectamente Álex Grijelmo hace poco. Es un galicismo antiguo que se viene usando en nuestros hospitales desde mucho antes de esta pandemia. El enfermo que llega a urgencias, pasa por un triaje, una primera exploración de la que depende que se lo envíe a una sección concreta. Es, pues, un proceso de selección, de separación, de criba. En español tenemos el verbo triar, poco usado, que inicialmente significaba ‘dejar las marcas en el suelo por el paso continuado’, pero, por influencia del francés y el catalán, pasó a significar ‘separar, cribar, seleccionar’. ¿A quién no le suena trillar, ‘separar el grano de la paja’, que pertenece a la misma familia? Lo malo es que, ahora, algunos usen triaje para determinar a qué paciente se atiende y a cuál se abandona a su suerte. Mala cosa.
            Veamos desescalada y pico. La dos provocan no poca sorpresa. La palabra desescalada es impecable en cuanto a su forma. El prefijo des- sirve para expresar el proceso contrario a lo que otra palabra indica: cubrir/descubrir, andar/desandar, confinar/desconfinar… Pero si escalar expresa moverse hacia arriba, ¿necesitamos inventar desescalar, para el proceso contrario, que siempre hemos llamado descender o bajar? Es como cuando a acelerar, teniendo tan a mano frenar, oponemos desacelerar.

           Y queda el pico. El más básico diccionario nos dirá que curva es una ‘línea que se va apartando de manera continua de la dirección recta sin formar ángulos’. ¿Puede tener picos una curva? Si la evolución de la enfermedad que nos acosa nos la representan mediante una curva ascendente, todos desearemos que, cuanto antes, la curva deje de subir e inicie un descenso. Mejor eso que decir que ‘llegado a su pico, comienza la desescalada’.
            Le insisto a Zalabardo que no hay que dejarse arrastrar por modas momentáneas, por extraordinarias y dramáticas que sean, ni apresurarse en pedir la entrada de palabras en el diccionario. Las palabras van y vienen, aparecen y desaparecen; algunas tienen vida fugaz. No nos dejemos deslumbrar por una aparatosa escalada que puede acabar, mañana, en el desengaño de una desescalada. Por eso, lo que importa es que los medios de comunicación pongan cuidado y usen un lenguaje accesible y claro para el público. Que la Academia discuta dar entrada a una o cincuenta palabras tiene menos interés. Lo decía Paz Battaner, académica, coordinadora del Diccionario: Los términos científicos tienen mucho interés, pero otras palabras requieren mayor urgencia. No quiere, confiesa, que esas palabras, al poco, pasen a formar parte de lo que ella llama ‘el pozo sin fondo del Diccionario’. Ni que caigan, como dice Álex Grijelmo, en ‘el rincón de las telarañas’.

sábado, abril 18, 2020

EL ADJETIVO, CUANDO NO DA VIDA, MATA (Y EL ORGULLO DE LA ZARZA ARDIENTE)


            A Zalabardo le suena este título y le aclaro que mezclo el Antiguo Testamento y un verso de Vicente Huidobro, poeta chileno que en su poema Arte poética, considerado manifiesto del creacionismo poético escribió: Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; / el adjetivo, cuando no da vida, mata. Pero, aunque muchos poemas quedan vacíos por el mal uso de los adjetivos, no quiero hablar de eso, sino del cuidado de las palabras.
            Ya Góngora, maestro en estas artes, nos ofreció un atrevido modelo al escribir cómo Amor dudaba si el color de la piel de Galatea era púrpura nevada o nieve roja. El blanco del lirio adornado del rojo de las rosas o al revés. Mucho se ha escrito de esa traslación que eleva el poema a una categoría superior. Frente a esto, hay muchos incapaces que usan mal no solo los adjetivos, sino cualquier palabra y las emplean a destajo creyendo enriquecer lo que, en realidad, empobrecen. En piedra dura, fría nieve, suave seda… no hay sino adjetivos sobrantes. En las primeras veintidós líneas de Espacio, poema en prosa de Juan Ramón Jiménez, hay un único adjetivo, fuga raudal. Podía haber elegido rápida o rauda; pero, como Huidobro, Juan Ramón cuidaba la palabra.
            Que los adjetivos, cualquier palabra, “matan”, no es sino un modo de denuncia que hoy podríamos seguir lanzando cada vez que vemos el descuido con que se habla. Por ejemplo, cuando se usan los colectivos de manera irreflexiva, cayendo en generalizaciones inadmisibles. ¿Se puede aceptar que un político diga que españoles y catalanes estamos llamados a entendernos? No es preciso saber qué es un hiperónimo, palabra que engloba dentro de su significado a otras (deporte lo es de fútbol, tenis. Lo grave es no saber que un catalán es tan español como un gallego o un canario. Como igual de irresponsable es el político catalán que habla de que el pueblo catalán aspira a su independencia, cuando es palpable que, entre los catalanes, unos tienen esa aspiración y otros no. Es falta de cuidado, cuando no consciente mala intención, incluir bajo una forma de pensar o de sentir a todo el conjunto de los individuos que integran el colectivo. No se puede (no se debe) decir que los políticos son…, o que la Iglesia es…, o que los banqueros son…, o que los franceses son…, porque entre políticos, eclesiásticos, banqueros y franceses (como entre bomberos o toreros, hay de todo).

            El error, claro está, no es solo de los políticos. Le comento a Zalabardo mi decepción frente a quienes consideran que “sus palabras” son las verdaderas y únicas válidas. Por ejemplo, los de mi generación fuimos educados en la creencia de que república es palabra que remite a todo lo malo imaginable. Y cuando miro a mi alrededor, surge la extrañeza: ¿son Italia, Francia, Alemania, repúblicas, peores países que España? Otra depravación léxica. En nuestra guerra civil, por ejemplo, aparte de que la República cometiera errores, que los cometió y no pocos, lo que provocó en definitiva su caída fue un golpe de estado de militares desleales (que no eran todos los militares) que, aplaudidos y apoyados por eclesiásticos y no republicanos desleales (que no eran todos los eclesiásticos ni todos los no republicanos) se alzaron contra el gobierno e instituciones legítimos. Los golpistas, es decir, los delincuentes que infringían las leyes, se autodenominaron nacionales. ¿Carecían de nacionalidad española aquellos contra los que se levantaron?
            Cargamos de significados subjetivos las palabras y no reparamos en ello. En la polaridad, para distinguir los terminales de una pila, batería, etc., se habla de polo positivo y de polo negativo.  Es una convención. ¿Significa eso que uno sea mejor que el otro? Si aceptamos otra convención, que blanco y negro son los polos extremos de una gama de color, ¿cuál sería el positivo, el bueno, y cuál el negativo, el malo?
            Llevemos esto a la vida diaria. ¿Por qué se nos fuerza a elegir entre extremos? ¿No hay puntos de encuentro? ¿No es válida ya la máxima de que en el punto medio está la virtud? ¿Por qué tanto unos como otros rechazan a los que no secundan sus extremismos y los llaman grises?
            Sabe Zalabardo que estoy harto de expresiones eufemísticas que solo buscan ocultar lo que en verdad no se atreven a decir: ¿qué es derecho a decidir? ¿Acaso en una democracia el ciudadano no decide mediante su voto? ¿Por qué una recesión tiene que ser una desaceleración? ¿Por qué se habla de esas cosas para no pronunciar la palabra corrupción? ¿Qué clase de estupidez es cambiar la ponderación de los impuestos? Sinceramente, no lo entiendo.
            ¿Y por qué hemos de soportar que, a una sencilla pregunta, alguien responda: “Acerca de lo que dice, entiendo que…” ¿Por qué no dicen opino, creo, juzgo, etc.? Porque entender es de la familia de comprender, deducir o inferir, no de la de opinar, creer o juzgar. Si buscamos en diccionarios generales, hasta 1918 no recoge Rodríguez Navas entender como creer. Y en los diccionarios académicos, hasta 1817 no aparece que pueda usarse entender con el valor de creer, y eso en la séptima de sus acepciones, donde sigue todavía. En el DLE actual leemos: 1. Comprender, deducir, inferir; 2. Tener idea clara de algo; 3. Saber con perfección algo; 4. Conocer; 5. Discurrir, inferir; 6. Tener intención de hacer algo; 7. Creer, juzgar. Miro diccionarios prestigiosos de sinónimos y Gili Gaya, Olivé, Cortina y otros coinciden en que se entienden las palabras y se comprenden los pensamientos.
            Y aquí está el quid de la cuestión. Porque Zalabardo y yo, que somos ya bastante mayores y nos resistimos a dejarnos llevar por algunas modas, cuando decimos entiendo queremos decir que ‘hemos comprendido el sentido de las palabras y el pensamiento de quien nos habla’; y, si decimos no entiendo, manifestamos, con toda honradez, que ‘no hemos captado lo que se nos quiere comunicar’ y agradeceríamos una aclaración. Ni en el primero ni en el segundo caso emitimos juicio, opinión ni valoración de lo que se nos dice. Eso lo haremos, si acaso, cuando se aclare nuestra falta de comprensión.

            La segunda parte de esto es que ese que tanto entiende se enfada, porque da por sentado que sus palabras no admiten duda, si alguien le dice que no está tan claro su discurso. Y adopta la soberbia actitud de ese Dios que, preguntado por Moisés tras el encuentro con la zarza ardiente, lo leemos en el Éxodo: “¿Y quién digo que eres?, ofrece la tautológica respuesta: Yo soy el que soy. Magnífico; ya está todo claro. Hoy, a nuestras preguntas, se nos responde: “Pues ya ha oído usted lo que he dicho” o “No creo que haya nada que explicar”. Lamentablemente, todavía topamos con quienes se siguen creyendo poseedores de una mente y un pensamiento tan lúcido y certero que no tienen que explicar nada. Puede que tengan esa lucidez de pensamiento, pero les falta el rigor de la palabra. Y como no cuidan ese aspecto, no ya sus adjetivos, sino sus nombres y pronombres y hasta adverbios, “matan”.

sábado, abril 11, 2020

FIESTAS, CELEBRACIONES, CONMEMORACIONES

Jesús Nazareno, Osuna

Con el sábado santo enfilamos las últimas horas de esta semana santa. Semana santa extraña, de calles vacías, sin procesiones, sin fiesta, sin celebraciones. Aprovecho para hablar con Zalabardo sobre una circunstancia que suele pasar desapercibida. Que la lengua va cambiando con los años. Su paso puede ser lento, como el de esa hilera de procesionarias (símil adecuado al caso), pero constante, pues, si nos fijamos, la marcha que contemplamos es diferente a la que veíamos hace un minuto.
            Eso pasa con algunas palabras. Estamos convencidos de que su sonido, su grafía, es la misma de siempre; pero, interiormente, han sufrido una profunda alteración de su sentido.
            Veamos, si no, la palabra fiesta. El Diccionario del Español Actual, de Seco, que en bastantes aspectos prefiero al DEL, recoge estas acepciones de fiesta: ‘día en que, por ser domingo o por celebrarse una solemnidad religiosa o civil, no se trabaja’, ‘día en que la Iglesia exalta un hecho o un misterio, u honra de modo especial a Dios, la Virgen o un santo’, ‘día laborable destinado a exaltar algo’, ‘acto destinado a la alegría y entretenimiento de los asistentes’. Hay más, pero vale con esos.
            Si preguntamos a los hablantes, la interpretación más extendida en nuestros días es la que apunta a lo lúdico y alegre. Aunque conviene saber que el sentido primigenio de fiesta nos conduce al terreno de lo religioso. Se ha producido, pues, una traslación significativa grande. Roberts y Pastor, en su Diccionario Etimológico Indoeuropeo de la Lengua Española, nos cuentan cómo la raíz dhes- es la base de un amplio grupo de voces que expresan conceptos religiosos. Por ejemplo, la palabra griega θεός (el deus latino procede de deiw-, ‘brillar’) y toda su cohorte: teísmo, panteón, teocracia, teología… Diferentes sufijos hacen surgir feria, ‘día consagrado al reposo por ser el día de dios’ y ‘mercado que tiene lugar en esos días’ o fiesta, ‘día festivo o de celebración’. Al ser estos días de descanso, los acabamos identificando con la noción de alegría y entretenimiento; la misma raíz indoeuropea conduce al latín fānum, ‘templo’, de donde vienen nuestro desusado fano, y los más modernos fanático, ‘inspirado por furor divino, exaltado’ o profano, ‘lo que está fuera del templo, no consagrado’.
 
N. S. de los Dolores, Osuna
          
No debe extrañarnos, le digo a Zalabardo, que consideremos la semana santa una fiesta, puesto que lo es. Distinto es que muchos la interpreten de manera más profana. Eso explica, pienso, que haya quienes se preocupen más por la no celebración de la festividad que por el problema del coronavirus. Y esta reflexión me lleva a otra: ¿qué es celebrar? Nos hallamos ante una explicación parecida. Dice Seco que es ‘llevar a cabo actos públicos para dar realce a una fecha señalada’. Y, también, ‘dar realce con un acto alegre a un acontecimiento grato’. Para evitar confusiones como la de fiesta, me parecería más adecuado emplear conmemorar mejor que celebrar, ya que, aun siendo sinónimas, la primera añade el matiz de ‘solemnizar el recuerdo de algo’ que no hay en la segunda.
            Porque, vamos a ver, ¿qué es lo que mucha gente ha sentido con la supresión de procesiones y otros actos litúrgicos durante estos días? A Zalabardo y a mí nos gustaría estar equivocados, pero pensamos que lo que más ha dolido es la pérdida de un simple rito, más lúdico que religioso. Porque, vaya esto por delante, la semana santa, como festividad religiosa, no se ha suspendido. Religión, que viene del latín religio, significa ‘atarse, amarrarse fuertemente a algo’ y, también, ‘conjunto de creencias relativas a la divinidad y ritos derivados de ellas’. La religión apunta siempre a la intimidad de cada individuo, es una actitud espiritual, aunque pueda tener a la vez una manifestación social. Pero la creencia de los individuos no tiene que venir marcada por la externidad de un rito.

Stmo. Cristo de Ánimas y Ciegos, Málaga
            La semana santa, concluimos Zalabardo y yo, presenta tres componentes, que tendemos a ver juntos, pero que difieren mucho entre ellos. Hay un componente espiritual, que atañe al sentimiento y a la creencia. En este caso, el católico conmemora, recuerda, la pasión de Cristo, núcleo de su creencia, base de su religión. Nada externo, material, físico, es imprescindible para ese recuerdo.
            Un segundo componente sí tiene mucho de material. El creyente cimenta su fe con unas imágenes, tallas, que representan sus creencias. Solo que, puede observarse, el llamado arte sacro parece escoger sus modelos de los aspectos más macabros, exaltación de la muerte, de ese conjunto de creencias. Bellas imágenes, sí, que se recrean en tétricas escenas.
            Y hay un tercer componente, el lúdico o espectacular. La procesión, el rito de sacar a la calle las imágenes, es un complicado ejercicio de equilibrio entre expresión de una creencia y mera exhibición folclórica. Se cae en la competición de que la imagen que venera mi cofradía sea la más rica, la más admirada, la más lujosa. Se convierten las procesiones en aquellas antiguas superproducciones de Hollywood en la que la grandiosidad de los efectos se anteponía a la historia que se contaba. Para un creyente, en semana santa debería primar el recogimiento y la respetuosa conmemoración; sin embargo, parece predominar la alegre celebración, con todo el bullicio de la verbena. Eso, y no otra cosa, es lo que ha impedido el confinamiento por causa de coronavirus. Debería ser fácil de entender.



sábado, abril 04, 2020

DE LAS INTERPRETACIONES (Y UNA MATERNAL JABALINA)



           Sabe Zalabardo que, según avanzan los días, atiendo menos a los programas de televisión y radio, o leo menos informaciones periodísticas porque me crispa oír tantas y tantas versiones de lo que es la pandemia, tantas y tantas afirmaciones de quienes pretenden convencernos, llenos de orgullo, de que saben de dónde viene todo, qué se tenía que haber hecho para evitarlo, cuál es el camino para salir de lo ya inevitable, y, lo que me parece peor, tal cúmulo de lanzamiento de envenenados dardos contra las jerarquías médicas y políticas, nacionales e internacionales que, a veces desbordados por algo que nadie esperaba ni conocía, intentan sacarnos del atolladero. Quienes así se comportan parecen perseguir el objetivo de obtener un rédito político de la situación, conducta miserable, o buscar un minuto de publicidad para que se hable de sus, no sé hasta qué punto notables, currículos, conducta tan miserable como la anterior. Todo ello, en un momento en el que lo que sería de esperar es la solidaridad para atajar el mal. Luego, si hace falta, ya ajustaremos cuentas.
            Porque, le digo a Zalabardo, tengo la sensación de que nos movemos, o muchos se mueven, en el resbaladizo terreno de las interpretaciones. ¿Y qué es interpretar? Si nos vamos al Diccionario de la Academia, el DLE, encontramos ocho entradas o acepciones posibles de la palabra: 1. Explicar o declarar el sentido de algo. 2. Traducir de una lengua a otra. 3. Explicar acciones, dichos o sucesos que pueden ser entendidos de diferentes modos. 4. Concebir, ordenar o expresar de un modo personal la realidad. 5. Representar una obra teatral, cinematográfica, etc. 6. Ejecutar una pieza musical. 7. Ejecutar un baile. Y 8. Determinar el significado y alcance de las normas jurídicas.

           De estos ocho sentidos de interpretar, me gustaría centrarme en la tercera, la cuarta y la quinta. En la tercera dice que es explicar algo que puede ser entendido de maneras diferentes. Entonces me pregunto, ¿no es posible que alguna de esas formas de entendimiento resulte equívoca? Lo que yo veo de una manera sin duda puede ser visto de otra por cualquier persona. La cuarta señala que interpreta quien trata de ordenar la realidad, entenderla o exponerla según su personal criterio. ¿Qué avala que mi criterio sea el acertado? Y la quinta, por fin, nos relaciona interpretar con fingir. En el teatro, el actor no nos da su imagen, sino la que pretende que veamos, ya se trate de Hamlet o de Segismundo. Y en el cine, ¿cuántas veces hemos visto morir a un actor sin conmovernos porque sabemos que todo es simulación? Hace poco leí una curiosa estadística: la de actores que más veces han muerto en la pantalla. Encabeza la lista el secundario Danny Trejo, con 65 muertes, seguido de Chistopher Lee, con 60. De Trejo recordaré siempre su interpretación en Abierto hasta el anochecer, de Tarantino; en cuanto a Lee, ningún rostro como el suyo encarna en mi mente la figura de Drácula.
            Lo que quiero decir, razono a mi amigo, es que intento limitarme a escuchar solo las versiones oficiales de los hechos, porque no me cabe duda de que se abusa demasiado de las interpretaciones que nacen de un particular modo de mirar y no de la autenticidad de la realidad, que no están contrastadas de un modo pertinente o que, en no pocos casos, son abiertamente falsas. Porque, esto lo deberíamos tener claro, la realidad es la que es y no engaña; nos engañamos nosotros por no analizarla bien o por empecinarnos en distorsionarla para ver algo diferente a lo que ella nos muestra. Sobre este asunto, siempre he considerado magistral (acepto que estoy interpretando) el episodio de los molinos, en el capítulo 8 de la primera parte del Quijote. El caballero descubre, en la vaguedad de la lejanía, lo que le parece que son gigantes; de inmediato, su desbocada imaginación, deformada por la lectura de los libros de caballerías, interpreta que lo que ve son gigantes. Una secuencia perfecta: aparecer-parecer-ser. Sin embargo, si los dos primeros pasos del proceso son perfectos, el tercero es errado. Un hombre sencillo, nada dado a la especulación, Sancho, lo dice: ¿No le dije que aquello que parecen gigantes no son sino molinos? El caballero interpretaba la realidad de acuerdo a unos parámetros falsos que, en su modo de ordenar la realidad, ansiaba que fuesen verdaderos. El bueno de Sancho, simplemente miraba lo que había.

           Así vamos cada día a más y no queremos bajarnos del burro. Las redes sociales, con todo lo bueno que tienen, las utilizan muchos como vehículo para difundir su obstinación en interpretar los hechos sin analizar serenamente la realidad en que se producen. Le pongo a Zalabardo un ejemplo con el que pretendo convencerlo de lo que digo. Esta situación de excepcionalidad que vivimos, nos permite ver situaciones curiosas que se repiten con frecuencia. Por las calles de ciudades semivacías, aparecen animales silvestres que viven confinados en reductos cada vez más pequeños porque el descontrolado crecimiento urbano los ha dejado sin su hábitat natural. ¿Tienen sentido esos carteles que proliferan en algunas zonas masificadas de Málaga y que nos previenen de que son lugares de protección especial porque allí viven colonias de camaleones? ¿Dónde están esos camaleones si no hay ya sino bloques inmensos que han invadido el que debería ser su espacio natural? ¿O por qué las gaviotas anidan en vertederos y acuden allí a buscar su comida? ¿Dónde, si no, irían si no les queda ni un metro de costa donde vivir tranquilas? ¿Buscamos más ejemplos?
            Atendamos a una de estas interpretaciones caprichosas. Por Whatsapp me llega un vídeo que muestra a una jabalina paseando libremente con sus jabatos por las calles, me dicen, de la urbanización Pinares de San Antón, aquí en Málaga. A no mucho tardar, se me repite el mensaje, pero con la corrección de que no se trata de los Pinares de San Antón, sino que el lugar es Monte Sancha. Y tampoco tuvo que pasar demasiado tiempo para que me entrase un tercer mensaje: ni Pinares de San Antón, ni Monte Sancha, ni Málaga. Ese vídeo (del que he extraído algunos fotogramas), ha sido tomado hace pocos días en Italia, en Brescia. ¿La prueba? El reportaje sobre el tema que publica la Gazzetta di Modena y que ilustra con este vídeo y otros semejantes.
            Acabo con una breve nota filológica. Aunque la mayoría de los nombres de animales son epicenos, igual palabra para macho y hembra (foca, avestruz, delfín, ballena, etc.), no faltan algunos que se valen de las marcas normales de diferenciación entre masculino y femenino para nombra al macho y a la hembra (gato/gata, oso/osa, jabalí/jabalina), sin que olvidemos en que hay otros casos en los que para el macho y la hembra se emplean heterónimos, palabras diferentes (caballo/yegua, toro/vaca, carnero/oveja, etc).
            Lo anterior podría parecer que no viene a cuento. Y a lo mejor es verdad, pero no me resisto a exponerlo: la palabra jabalina, ‘hembra del jabalí’, no tiene absolutamente nada que ver con la jabalina, ‘aparato de atletismo’. Jabalí, ‘animal’, procede del árabe gābalí, ‘de monte, montaraz’, mientras que la jabalina del atletismo viene del indoeuropeo ghabholo, ‘horcadura, rama de árbol’, y a nuestra lengua llegó desde el francés javeline, que designaba primitivamente una ‘especie de venablo que se usaba en la caza’, para pasar luego a ser ‘pica empleada en la guerra’. Por fortuna, hoy las jabalinas no se lanzan contra nadie, sino solo con la intención de llegar lo más lejos posible. Confundir una jabalina con otra sería una interpretación carente de sentido.
            Y ya hemos cumplido otra semana de confinamiento. Mucho ánimo, que queda menos para salir de la pesadilla.