sábado, abril 11, 2020

FIESTAS, CELEBRACIONES, CONMEMORACIONES

Jesús Nazareno, Osuna

Con el sábado santo enfilamos las últimas horas de esta semana santa. Semana santa extraña, de calles vacías, sin procesiones, sin fiesta, sin celebraciones. Aprovecho para hablar con Zalabardo sobre una circunstancia que suele pasar desapercibida. Que la lengua va cambiando con los años. Su paso puede ser lento, como el de esa hilera de procesionarias (símil adecuado al caso), pero constante, pues, si nos fijamos, la marcha que contemplamos es diferente a la que veíamos hace un minuto.
            Eso pasa con algunas palabras. Estamos convencidos de que su sonido, su grafía, es la misma de siempre; pero, interiormente, han sufrido una profunda alteración de su sentido.
            Veamos, si no, la palabra fiesta. El Diccionario del Español Actual, de Seco, que en bastantes aspectos prefiero al DEL, recoge estas acepciones de fiesta: ‘día en que, por ser domingo o por celebrarse una solemnidad religiosa o civil, no se trabaja’, ‘día en que la Iglesia exalta un hecho o un misterio, u honra de modo especial a Dios, la Virgen o un santo’, ‘día laborable destinado a exaltar algo’, ‘acto destinado a la alegría y entretenimiento de los asistentes’. Hay más, pero vale con esos.
            Si preguntamos a los hablantes, la interpretación más extendida en nuestros días es la que apunta a lo lúdico y alegre. Aunque conviene saber que el sentido primigenio de fiesta nos conduce al terreno de lo religioso. Se ha producido, pues, una traslación significativa grande. Roberts y Pastor, en su Diccionario Etimológico Indoeuropeo de la Lengua Española, nos cuentan cómo la raíz dhes- es la base de un amplio grupo de voces que expresan conceptos religiosos. Por ejemplo, la palabra griega θεός (el deus latino procede de deiw-, ‘brillar’) y toda su cohorte: teísmo, panteón, teocracia, teología… Diferentes sufijos hacen surgir feria, ‘día consagrado al reposo por ser el día de dios’ y ‘mercado que tiene lugar en esos días’ o fiesta, ‘día festivo o de celebración’. Al ser estos días de descanso, los acabamos identificando con la noción de alegría y entretenimiento; la misma raíz indoeuropea conduce al latín fānum, ‘templo’, de donde vienen nuestro desusado fano, y los más modernos fanático, ‘inspirado por furor divino, exaltado’ o profano, ‘lo que está fuera del templo, no consagrado’.
 
N. S. de los Dolores, Osuna
          
No debe extrañarnos, le digo a Zalabardo, que consideremos la semana santa una fiesta, puesto que lo es. Distinto es que muchos la interpreten de manera más profana. Eso explica, pienso, que haya quienes se preocupen más por la no celebración de la festividad que por el problema del coronavirus. Y esta reflexión me lleva a otra: ¿qué es celebrar? Nos hallamos ante una explicación parecida. Dice Seco que es ‘llevar a cabo actos públicos para dar realce a una fecha señalada’. Y, también, ‘dar realce con un acto alegre a un acontecimiento grato’. Para evitar confusiones como la de fiesta, me parecería más adecuado emplear conmemorar mejor que celebrar, ya que, aun siendo sinónimas, la primera añade el matiz de ‘solemnizar el recuerdo de algo’ que no hay en la segunda.
            Porque, vamos a ver, ¿qué es lo que mucha gente ha sentido con la supresión de procesiones y otros actos litúrgicos durante estos días? A Zalabardo y a mí nos gustaría estar equivocados, pero pensamos que lo que más ha dolido es la pérdida de un simple rito, más lúdico que religioso. Porque, vaya esto por delante, la semana santa, como festividad religiosa, no se ha suspendido. Religión, que viene del latín religio, significa ‘atarse, amarrarse fuertemente a algo’ y, también, ‘conjunto de creencias relativas a la divinidad y ritos derivados de ellas’. La religión apunta siempre a la intimidad de cada individuo, es una actitud espiritual, aunque pueda tener a la vez una manifestación social. Pero la creencia de los individuos no tiene que venir marcada por la externidad de un rito.

Stmo. Cristo de Ánimas y Ciegos, Málaga
            La semana santa, concluimos Zalabardo y yo, presenta tres componentes, que tendemos a ver juntos, pero que difieren mucho entre ellos. Hay un componente espiritual, que atañe al sentimiento y a la creencia. En este caso, el católico conmemora, recuerda, la pasión de Cristo, núcleo de su creencia, base de su religión. Nada externo, material, físico, es imprescindible para ese recuerdo.
            Un segundo componente sí tiene mucho de material. El creyente cimenta su fe con unas imágenes, tallas, que representan sus creencias. Solo que, puede observarse, el llamado arte sacro parece escoger sus modelos de los aspectos más macabros, exaltación de la muerte, de ese conjunto de creencias. Bellas imágenes, sí, que se recrean en tétricas escenas.
            Y hay un tercer componente, el lúdico o espectacular. La procesión, el rito de sacar a la calle las imágenes, es un complicado ejercicio de equilibrio entre expresión de una creencia y mera exhibición folclórica. Se cae en la competición de que la imagen que venera mi cofradía sea la más rica, la más admirada, la más lujosa. Se convierten las procesiones en aquellas antiguas superproducciones de Hollywood en la que la grandiosidad de los efectos se anteponía a la historia que se contaba. Para un creyente, en semana santa debería primar el recogimiento y la respetuosa conmemoración; sin embargo, parece predominar la alegre celebración, con todo el bullicio de la verbena. Eso, y no otra cosa, es lo que ha impedido el confinamiento por causa de coronavirus. Debería ser fácil de entender.



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