sábado, enero 27, 2024

¿CUESTIÓN DE TAMAÑO?

 

Estoy enfrascado en la lectura de Le dedico mi silencio, la novela que Vargas Llosa anuncia como su «testamento literario». ¿Seguro que será así? Nunca se debe decir de esta agua no beberé, pero, aunque fuese verdad su anuncio, debemos estarle agradecidos porque lo que nos ha dado a lo largo de su vida es más que suficiente para que lo consideremos un clásico al que nunca habrá que olvidar. Le aviso a Zalabardo de que no tengo intención de hablar ahora de la novela ―que me está impresionando, si algo de este autor puede impresionar todavía― sino de cómo emplea la lengua y el virtuosismo con que va engarzando los diminutivos. De eso quiero ocuparme hoy, del diminutivo. Podría citar como introducción el párrafo en que narra cómo un cura de pueblo encuentra a un recién nacido abandonado en un basurero: «Era un llanto bajito, pero lo escuché […] Pobrecita. Hay que tener coraje, después de todo, para abandonar a un recién nacido. […] De pronto lo encontré. Envuelto en una frazadita. […] Era un esqueletito, pobre niño. […] Cuando salí del basural, con el niñito a cuestas…»

            Leyendo la novela, reflexiono sobre la riqueza expresiva del diminutivo en nuestra lengua y sobre la perfección con que los usa Vargas Llosa. El asunto es ya viejo. Nebrija ―¿cuántos años han pasado?― ya habla en su Gramática de la Lengua Castellana del nombre diminutivo, del que dice que es «aquel que significa disminución del principal de donde se deriva; como de ombre, ombrezillo, que quiere decir pequeño hombre». Han pasado siglos y nuestros lingüistas siguen discutiendo sobre la naturaleza del diminutivo, un simple sufijo (-ico, -illo, -ito…) que podemos añadir a casi cualquier palabra; porque, aparte de unirse al nombre (hijito), lo encontramos en el adjetivo (pequeñito), en el adverbio (ahorita), en el nombre propio (Juanito), en el gerundio (andandito)… ¿De verdad el diminutivo es un sufijo que añade al nombre idea de pequeñez? Lo cierto es que la cuestión aún no se da por definitivamente resuelta.

 


           Regreso al texto de Vargas Llosa y me planteo que frazadita es, efectivamente, una mantita, algo más pequeño de lo habitual. Pero bajito ya me genera alguna duda de interpretación ¿Y no advertimos en pobrecita y niñito una subjetiva valoración, la dolorida conmiseración que sentimos por aquella madre y aquel niño? ¿Quién, por fin, duda de que esqueletito expresa todo lo contrario de pequeñez, que es más un aumentativo, puesto que indica que es muy delgado?

            Busco algunos textos interpretativos de los valores expresivos del diminutivo en nuestra lengua. Son muchos y hacer un repaso de todos sería tarea erudita que se escapa de esta Agenda. Le digo a Zalabardo que, curiosamente, lo primero que se me viene a la memoria son algunas letras de nuestro folclore. Estrella Morente, en su Pregón de las moras, comienza: «¡Ay, papaíto de mi vía…!» Y el Niño de las Moras, en el pregón que lo hizo famoso, dice: «moras, mauritas…» ¿Quién defenderá que papaíto y mauritas (maduritas) expresan idea de pequeñez?

            Entro en una página del Centro Virtual Cervantes y leo en el espacio dedicado al diminutivo que el español es una lengua rica en diminutivos por ser una lengua de carácter muy afectivo, cuestión que la diferencia de otras lenguas y complica la traducción. Nebrija afirma, sin entrar a explicar razones, que «nuestra lengua sobra [sobrepasa] a la griega i latina». Y, cuando afirma Rosa María Piñel, al no ser la función del diminutivo «únicamente la de expresar tamaño reducido, sino que aportan al texto otros muchos valores, que no siempre son fáciles de reproducir» insiste en la dificultad de traducir algunos textos españoles a otras lenguas.

            ¿Y cuáles son estos valores? Resumiendo los trabajos de Renata Engehls y Margot Banhaverbeke, de Universiteit Gent, de Bélgica, y de Rosalía Lago Traba, de la Universidad de Santiago de Compostela, estos valores pueden pertenecer a dos grupos: el de los cuantificadores objetivos o denotativos (me regaló un librito) y el de los valorativos subjetivos cualitativos o connotativos (la pobrecita mujer no podía ni hablar).

            En el grupo primero, la expresión de pequeñez, cabe hablar de reducción de tamaño (le entregó un papelito), de reducción subjetiva (tardaré una horita) o de insignificancia (tardó apenas unos minutillos).



        El grupo segundo, donde el diminutivo expresa valores afectivos muy diferentes, es posible hablar de muchos más casos: valoración positiva o manifestación de cariño (¡Qué blusita más mona! / Lo hizo mi abuelito); aversión o rechazo (¡No empecemos ya con las bromitas!); ironía (¡Así que el muchachito se ha enfadado…!); valoración peyorativa (¡A mí me va a asustar el matoncito este!); atenuación (Venía algo mareadillo); respeto o cortesía (Ya hablaremos en otra ocasión, señorita). Y también podríamos incluir en este grupo los que expresan un matiz intensificador, aumentativo; véase, si no, la frase Me apetece una cerveza muy fresquita con la que lo que solicitamos es que la cerveza pedida esté muy fresca, lo más fresca posible.

            Y para terminar esta relación de cómo empleamos en el habla los diminutivos, le digo a Zalabardo que no podemos dejar de hablar de aquellos en casos que la palabra no se entiende como tal, sino que han pasado por un proceso de lexicalización en que los sufijos de diminutivos ya nadie los reconoce como tales. Esa lexicalización es la que hallamos en palabras como bocadillo, bolsillo, negrita (tipo de letra), pajarita, capillita o calzoncillo, que de ningún modo pensamos que sean una reducción de bocado, bolso, negra, pájara, capilla o calzón.

sábado, enero 20, 2024

EL ORÉGANO, LA ALCARAVEA Y OTROS REFRANES



José Gella Iturriaga
, etnólogo, historiador y miembro de la Real Academia de la Historia, afirma en su obra Flor de refranes cervantinos (1978), que Cervantes utiliza en el conjunto de sus obras 1002 refranes, de los que más de la mitad, 530 ―número que, si contamos los que se repiten, sube a 659― aparecen en el Quijote. No es mi intención comprobar la exactitud de este cómputo; tampoco tengo razones para dudar del mismo porque cualquiera que haya leído el Quijote sabe la frecuencia con que los encontramos en sus páginas.

            Me plantea Zalabardo varias cuestiones sobre los refranes a un tiempo: su origen, fiabilidad de su contenido, diferencia con los proverbios, su empleo en la actualidad… Casi nada. Sería necesaria una extensa monografía para contestar todas sus dudas. Por eso me limito a salir del paso con muy breves explicaciones. Por ejemplo, que el refrán es una expresión antiquísima, casi imposible de datar, que tiene carácter popular y nace de los conocimientos que la experiencia otorga, que prácticamente es igual que el proverbio o el aforismo, aunque se distingue por su carácter más popular y oral, mientras que los segundos tienen una cuna más culta y se transmiten en la escritura. Creo que con eso debiera bastar.

            Sin embargo, quiero añadir algo más. Que, como dice el romanista José Enrique Gargallo, profesor de la Universidad de Barcelona, España es un país refranero como ningún otro y no solo en el habla, pues nuestra literatura ―desde Berceo a Machado― difícilmente se entendería sin el empleo de los refranes. Dice también, y tampoco discutiré esta cifra, que existen localizados en torno a 100.000. Sobre su actualidad, continúa, el mundo sigue y los elementos de las lenguas se renuevan, por lo que no es de extrañar que surjan diferentes formas de expresión.


            En España, muchos y grandes maestros han dedicado parte de su tiempo a la paremiología, la ciencia de los refranes. Uno de ellos, Gonzalo de Correas, publicó en 1627 un Vocabulario de refranes donde comentaba algo más de 25.000. Y mi ilustre paisano Francisco Rodríguez Marín publicó en 1926 Más de 21.000 refranes castellanos no contenidos en la copiosa colección del maestro Gonzalo de Correas. Y se podría hablar también del Marqués de Santillana, de José María Sbarbi, de José María Iribarren, de Luis Montoto… El propio Cervantes elogia los refranes haciendo decir a don Quijote, en el capítulo 21 de la primera parte: «Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas».

            Pero, dando la razón al profesor Gargallo cuando sostiene que las hablas se van modificando y con ellas esos dichos sentenciosos tradicionales, le digo a Zalabardo, que muchos refranes se van modificando ―a veces hasta quedar irreconocibles―, aunque lo de ser un «dicho agudo sentencioso de uso común» permanezca inalterable. Y le pongo a mi amigo el ejemplo de dos refranes que, siendo tan diferentes, expresan lo mismo. Ignoro cuál de ellos será el más antiguo. Uno es No está el horno para bollos y, el otro, No está la magdalena para tafetanes. El primero proviene de una verdad innegable en cocina: que, si la temperatura es demasiado alta, podemos quemar lo que queremos cocer; el segundo ―que nada tiene que ver con bizcochos― se extrae de un episodio evangélico: que, tras la muerte de Cristo, María Magdalena no estaba para vestir galas y tejidos lujosos. De esas dos realidades sale la moraleja del refrán: ante una situación complicada, debemos esperar a un momento más oportuno para nuestro propósito. Pues bien, que yo conozca, variantes de esos refranes son: No está la cosa para bromas, No está la marrana para arrimarle más lechones y dos algo menos serios: No está el coño para fiestas y el más comedido No está el chichi para farolillos.



            También le digo a mi amigo que un refrán puede perderse porque han dejado de emplearse las palabras que lo integran o porque llega a nosotros deformado o abreviado. ¿Quién no conoce No todo el monte es orégano? Todos entendemos al usarlo u oírlo que ‘junto a lo que parece fácil podemos encontrar dificultades’. Rastreando su empleo, encontramos que, en su origen, quería decir que ‘hay que estar prevenidos, ya que buscando una cosa podemos toparnos con otra no deseada’. En el capítulo 21 de la primera parte del Quijote, Sancho dice recordando un reciente episodio: Quiera Dios que orégano sea y no batanes; y en el 36 de la segunda parte, cuando la Duquesa nota el carácter codicioso de Sancho, dice: No querría que orégano fuese, porque la codicia rompe el saco. En ambos casos, juega Cervantes con un refrán anterior: Plegue a Dios que orégano sea, y no se nos torne alcaravea. La explicación que yo le doy a este refrán, pues no encuentro otra, es que, teniendo ambas plantas uso culinario y propiedades medicinales, hubo un tiempo se apreciaba más la primera que la segunda. De hecho, orégano significa ‘alegría de la montaña’ y los romanos la consideraban planta portadora de paz y felicidad, por lo que, aparte de sus valores culinarios y medicinales, la utilizaban como ornamentación.

            Que hoy no usamos determinados refranes porque hemos perdido el conocimiento de las palabras que los integran o el origen en que nacieron se lo quiero demostrar a Zalabardo con otros refranes. Hay uno que dice Ya está duro el alcacel para zampoñas, que indica que ‘se ha pasado el tiempo de hacer algo’. ¿Quién, si ha vivido en un pueblo, no se ha hecho un pito con un trozo de caña tierna de cebada? Pues bien, el alcacel es la caña verde de la cebada y la zampoña la flautilla que se hace con ella.



            Otro ejemplo: ¡Jo, que te estriego, burra de mi suegro!, con el que pretendemos explicar que, a veces, ‘queriendo hacer un bien a alguien, somos correspondidos de mala manera’. Su origen está en un viejo cuento en el que un mozo recibe el día de su boda, como regalo de su suegro, una burra. El mozo comenzó a estregar, ‘pasar suavemente la mano por el lomo del animal para alisar su pelo’ y el animal, desconfiando, reaccionó soltándole dos coces.

            Y un último: Muchos piensan que hay tocino, y no hay estacas, con el que se da a entender que ‘damos por verdadera una cosa cuando ni siquiera se cumple la condición necesaria para que lo sea’. Y es que, en algunos lugares, la estaca es la barra que va de un muro a otro y de la que se cuelgan los productos de la matanza para su curación y secado.

domingo, enero 14, 2024

EL BUEN NOMBRE

 

Ver un apellido acompañando a un nombre pensamos que es lo más natural del mundo. El apellido obedece a un deseo o a una necesidad de identificarse, de diferenciarse frente a otros que pudieran tener el mismo nombre. Pero ni siempre ni en todos los lugares y culturas ha sido así. Si pensamos un poco, reparamos en que muchos grandes personajes de la historia son conocidos solo por su nombre: Viriato, Aníbal, Cleopatra. A veces, se les añadía un apelativo para distinguirlos: Alejandro el Grande, Iván el Terrible, Alfonso el Sabio… Cuando se comienza a utilizar, el empleo de los apellidos no es tampoco igual en todas partes. En Roma, a los nacidos se les adjudicaba un praenomen (nombre de pila), un nomen (nombre de la gens o familia a la que se pertenecía) y un cognomen (rasgo peculiar, característica propia del individuo o de su familia). Cicerón ―lo cuenta Plutarco― se llamaba Marco (lo que hoy es nombre) Tulio (porque pertenecía a esa familia) Cicerón (porque, se dice, alguien de su familia tenía la nariz en forma de garbanzo o porque la familia se dedicaba a la venta de esa legumbre). Entre nosotros, al nombre lo acompañan el apellido paterno y el materno. En otros lugares, solo se utiliza el paterno e incluso la esposa pierde el propio y adopta el de su marido. Pero incluso hay culturas en que al apellido se le concede tan poca relevancia que ni siquiera existe.

            Le digo a Zalabardo que no pretendo hacer una historia del apellido, sino solo contarle una curiosidad. Pero necesito seguir un poco más. Se supone que esa necesidad de identificarse dejando registrado el apellido tuvo su comienzo hacia el siglo IX y que se consolidó en el XVIII. En España, será ya avanzado el XIX cuando por ley queda establecido que a cada persona se le asignarán dos apellidos, el paterno y el materno y por ese orden. Los apellidos tienen muy variados orígenes. Puede ser una característica física (Calvo, Moreno…), un lugar de procedencia (Sevillano, Valencia…), una profesión (Herrero, Zapatero…), una razón religiosa (Iglesias, San Juan…) o, lo más común, la referencia familiar (López, Domínguez…).

            Le estoy hablando a mi amigo ―está claro― del caso de España. Entre nosotros, lo común es el apellido que nos ligue a los progenitores, en especial al padre, pues el de la madre se unió más tarde. Pero en un principio, el apellido que se heredaba no era el del padre, sino el que se obtenía sobre el nombre del padre, el que indicaba de quién éramos hijos. Por eso, el hijo de alguien llamado Rodrigo Yáñez no se llamaba, por ejemplo, Pedro Yáñez, sino Pedro Rodríguez (el hijo de Rodrigo). Tuvieron que pasar muchos años para que el apellido paterno se transmitiese a través de generaciones.

 


           Tengo que echar mano ahora de otro tema. Mi amigo sabe ―lo sabemos todos― el valor que en nuestra sociedad se le ha concedido siempre al honor y a la honra ―sería largo pararse ahora a ver qué diferencia una cosa de la otra―. Hasta hubo en los Siglos de Oro un género teatral que conocemos como comedias de honor. El honor llegaba a implicar discursos sociales, políticos, religiosos, de pureza de sangre o de fidelidad conyugal, de identidad… Estudiándolas, Menéndez Pidal aludía a la fuerte relación que existía entre lo familiar y lo social. Tal vez por ahí se pueda explicar cómo una ofensa infligida a una persona afectaba a toda su familia y cómo de enraizado estaba lo de defender el buen nombre o lo de ser de familia de buen nombre.

                Ya llego a lo que quería, el buen nombre. Ese buen nombre es lo que mantiene limpio el honor de nuestro linaje, el que concede respeto a nuestra identidad, lo que declara quiénes somos. Ser un Alba, un Téllez, un Ramírez, pretende marcar nuestro puesto en la escala social. Le pido a Zalabardo que recuerde la divertida película Plácido, en la que un personaje interpretado por José Luis López Vázquez no dejaba de repetir: «Yo soy Quintanilla, de los Quintanilla de la serrería). Claro que, a veces, un apellido puede entenderse como un desdoro. A alguien puede molestarle llamarse Mojón, Braga, Ladrón, Gordo, Mellado, Rufián, Oreja… Entre otras cosas, eso nos ayuda a entender que nuestras leyes permitan la alteración del orden o incluso el cambio de apellidos.

            Y ya va la curiosidad que le anunciaba a Zalabardo. Recorriendo algunos pueblos de la Subbética cordobesa, he observado la fuerza con que se mantiene una antigua costumbre: en la puerta de las iglesias e incluso en las paredes de las calles de los pueblos se colocan esquelas mortuorias para dar a conocer a todos el fallecimiento de una persona. Pues bien, en Priego de Córdoba he visto la de alguien cuyos apellidos eran Calmaestra Expósito. Del primero destaca su extrañeza; del segundo, las connotaciones negativas que encierra.

            No he podido evitar la tentación de investigar un poco. Calmaestra, según el Instituto Nacional de Estadística, lo portan unas trescientas personas como primer apellido y otras tantas como segundo. La mayor parte de ellos, en la provincia de Córdoba. Es pues un apellido raro del que sus portadores se sienten orgullosos hasta el punto de que tienen una especie de asociación. Su origen es oscuro, pero lo consideran noble. Según unos, procede de la españolización de un tal Karl Mestre, alemán que comandaba un grupo de personas traídas por Carlos I para repoblar la sierra cordobesa después de una epidemia. Pero otros sostienen la existencia de un documento del siglo XIII en que se menciona a un Calmaestra homenajeado por Fernando III tras la conquista de Arjona.

 


           ¿Pero qué pasa con Expósito? Al contrario que el anterior, este es un apellido de los considerados humillantes, de los que nadie querría tener por no ser buen nombre. Aunque como apellido parece que se comenzó a utilizar en Italia, Esposito, proviene del latín expositus, ‘lo que se echa fuera’. Entre los romanos se llamaba así a quienes se dejaban fuera de la familia. En Italia, y luego en España, se les ponía este apellido a aquellos niños, «hijos de la vergüenza» que se dejaban abandonados a la entrada de una iglesia o ante un convento o casa de caridad, para que se criasen en un hospicio y, luego, entregados en adopción. Covarrubias, en su Tesoro de la Lengua Castellana, los define así: «El niño que ha sido echado de sus padres, o de otras personas en los campos o en las puertas de los templos desamparándolos a su ventura: y de ordinario son hijos de personas que padecerían sus honras, o sus vidas si se supiese cuyos son». El Expósito, por tanto, carece de linaje, no tiene familia a cuyo buen nombre acogerse, pues sus progenitores le niegan el suyo.

viernes, enero 05, 2024

LA GANADORA ES… (PALABRA DEL AÑO)


Es opinión de Zalabardo ―así me lo dice él― que vivimos en un tiempo gobernado por la paradoja. Impera lo provisional, lo efímero; todo se nos queda viejo e inservible al momento. Se nos empuja a cambiar de teléfono, de ordenador, de vestimenta, de coche…, no porque se hayan vuelto inservibles, sino porque alguien, o algo, se empeña en que cambiemos por lo que se nos trata de convencer que es mejor. Es la cultura de lo transitorio. La paradoja está en que en un mundo que se predica libre se nos impone la obligatoriedad de cambiar al nuevo producto; y, si alguien se resiste, queda señalado. Nos dejamos regir por una especie de totalitarismo, de dictadura que busca la implantación de una ideología oficial.

            Escuchando a mi amigo, recuerdo a otro amigo, Antonio López Gámiz, que, hace unos días ―aunque por otro motivo― me decía. «todo totalitarismo empieza por reescribir y recortar el pasado». Y, esta mañana, leía un artículo de Josep Ramoneda sobre la situación española titulado El ruido y la palabra, en el que comienza recordando algunos de los significados que ruido tiene en nuestra lengua: ‘litigio, pendencia, pleito, alboroto o discordia’; ‘apariencia de grande en cosas que no tienen gran importancia’; ‘en semiología, interferencia que afecta a un proceso de comunicación’.


            Pues bien, de eso va hoy este apunte: de la transitoriedad a aplicamos a nuestras palabras y el ruido con que las adornamos. La que hoy nos sirve, mañana deja de ser útil. Podría decir que todos los aspectos de nuestra vida están afectados por ese vicio, pero me interesa fijarme en cómo afecta a nuestro lenguaje. Le sugiero a Zalabardo que repase un poco en su memoria una serie de hechos muy repetidos: cuál es la mejor película de la temporada, del año o de la historia; cuál es el mejor libro de este otoño, o de la primavera; cuál es el mejor futbolista del partido, de la jornada, de la temporada; siempre el mejor esto o el mejor lo otro. Y, claro, el objetivo es que demos por buena una opinión sobre la de desconocemos qué criterios o parámetros le han otorgado la condición de dogma. Tenemos que defender la verdad de lo que se predica aunque no hayamos leído el libro, ni visto la película o nos importe un bledo el fútbol.

            De unos años a esta parte, en España desde 2013, se elige la palabra del año. ¿Por qué es esa la palabra? ¿Por qué es la más usada? ¿Quién la emplea y en qué ambientes? No es un fenómeno específico de España. Sucede también en otros países. Entre nosotros, es Fundéu (Fundación del Español Urgente) quien toma esa decisión. Si se nos hubiese preguntado, es posible que hubiésemos respondido que sequía, inmigración, carestía, sanchismo… Vaya usted a saber. Pero Fundéu nos dice que la ganadora ha sido polarización, término procedente de la física cuya primera aparición en un diccionario fue en el Suplemento de 1853 del Gran Diccionario Clásico de la Lengua Española, de Ramón Joaquín Domínguez. La RAE le daría cobijo en el suyo en 1884. En 1956 ya la encontramos desgajada del campo de la física al señalar la ‘concentración de la atención en un punto’. Ahora, en 2023, se nos enaltece como ‘tendencia imparable a que las posiciones se alejen entre sí y copen los extremos’. Se piensa, claro, en el ámbito político. Ya teníamos radicalización de posturas, confrontamiento, crispación, enfrentamiento irresoluble… Pero 2023 ha impuesto polarización.



            En fechas anteriores, como palabra del año nos han propuesto vacuna, confinamiento, emoji, microplástico, aporofobia, populismo, escrache… ¿Qué ha pasado con muchas de ellas? ¿Por quiénes y con qué frecuencia se utilizan en la actualidad? Muchas de ellas viven efímeramente, porque se empleaban por moda y por mimetismo ―en ocasiones, por ignorancia de que eso se podía decir de otras maneras―. Lo que me decía antes Zalabardo del totalitarismo. Lo que Ramoneda denuncia en su artículo sobre el ruido que impide la comunicación. Lo que Álex Grijelmo desarrolla en su libro La información del silencio. Cómo se miente contando hechos reales. Se utiliza el lenguaje muchas veces con el claro intento de disimular que detrás de palabras que consideramos grandes solo hay conceptos sin importancia.

            Ya le he dicho a Zalabardo que la moda de la palabra del año no es solo española. Pero le pido a mi amigo que repare en que, en otros lugares, se han considerado palabras del año algunas aplicables a esferas que sobrepasan sus propias fronteras y podrían aplicarse en otros países. Porque polarización, significa no moverse de una opinión, no cambiar de ideas por ninguna razón. Y no es de hoy ―su sentido, la palabra sí― pues es lo que afirmaba un personaje no de La venganza de don Mendo ni del Quijote (¡ay, la manía de las falsas atribuciones en internet!) sino el padre de Jimena en Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro: «Esta opinión es honrada. / Procure siempre acertalla / el honrado y principal; / pero si la acierta mal, / defendella y no emendalla». ¡Con un par!



            ¿Cuál ha sido la palabra del año en otros lugares? Cambridge y Dictionary.com coinciden en escoger hallucinate (que en español sería alucinar), que definen como ‘producir información falsa contraria a la intención del usuario y presentarla como si fuera verdadera’. El diccionario de Oxford elige rizz, abreviatura de charisma, empleada en internet y videojuegos por la generación Z, entendida como ‘capacidad que se necesita para triunfar, para atraer a otra persona a través del estilo, el encanto o el atractivo’. Y la Sociedad para la Lengua Alemana (GfdS) se inclina por Krisenmodus (‘modo crisis’) que sería ‘la manera de estar en el medio, rodeado de crisis’, porque vivimos en una inagotable serie de crisis que se superponen: crisis energética, crisis de deuda, cambio climático, las guerras entre Rusia y Ucrania o las de Oriente Próximo (aparte de otras muchas a las que nadie atiende)… No hay duda de que habitamos un mundo complicado que nos asaeta por todos lados.

            Zalabardo se queda pensando y me dice al cabo de un rato que ahí tengo otro ejemplo de ese mundo paradójico del que me hablaba. Carecemos de rizz que nos libre de ese terrible hallucinate que nos sumerge en un desesperante Krisenmodus. Ante este inquietante panorama, a nosotros nos preocupa la polarización, ese «defendella y no emendalla» de unos mediocres políticos, incapaces de sentarse a hablar civilizadamente sobre los problemas de la nación en lugar de adoptar la actitud totalitaria de quien solo acepta un pensamiento único.