Estoy enfrascado en la lectura de Le dedico mi silencio, la novela que Vargas Llosa anuncia como su «testamento literario». ¿Seguro que será así? Nunca se debe decir de esta agua no beberé, pero, aunque fuese verdad su anuncio, debemos estarle agradecidos porque lo que nos ha dado a lo largo de su vida es más que suficiente para que lo consideremos un clásico al que nunca habrá que olvidar. Le aviso a Zalabardo de que no tengo intención de hablar ahora de la novela ―que me está impresionando, si algo de este autor puede impresionar todavía― sino de cómo emplea la lengua y el virtuosismo con que va engarzando los diminutivos. De eso quiero ocuparme hoy, del diminutivo. Podría citar como introducción el párrafo en que narra cómo un cura de pueblo encuentra a un recién nacido abandonado en un basurero: «Era un llanto bajito, pero lo escuché […] Pobrecita. Hay que tener coraje, después de todo, para abandonar a un recién nacido. […] De pronto lo encontré. Envuelto en una frazadita. […] Era un esqueletito, pobre niño. […] Cuando salí del basural, con el niñito a cuestas…»
Leyendo la
novela, reflexiono sobre la riqueza expresiva del diminutivo en nuestra lengua
y sobre la perfección con que los usa Vargas Llosa. El asunto es ya
viejo. Nebrija ―¿cuántos años han pasado?― ya habla en su Gramática
de la Lengua Castellana del nombre diminutivo, del que dice que es «aquel
que significa disminución del principal de donde se deriva; como de ombre,
ombrezillo, que quiere decir pequeño hombre». Han pasado siglos y
nuestros lingüistas siguen discutiendo sobre la naturaleza del diminutivo, un
simple sufijo (-ico, -illo, -ito…)
que podemos añadir a casi cualquier palabra; porque, aparte de unirse al nombre
(hijito), lo encontramos en el adjetivo (pequeñito),
en el adverbio (ahorita), en el nombre propio (Juanito),
en el gerundio (andandito)… ¿De verdad el diminutivo es un sufijo
que añade al nombre idea de pequeñez? Lo cierto es que la cuestión aún no se da
por definitivamente resuelta.
Regreso al texto de Vargas Llosa y me planteo que frazadita es, efectivamente, una mantita, algo más pequeño de lo habitual. Pero bajito ya me genera alguna duda de interpretación ¿Y no advertimos en pobrecita y niñito una subjetiva valoración, la dolorida conmiseración que sentimos por aquella madre y aquel niño? ¿Quién, por fin, duda de que esqueletito expresa todo lo contrario de pequeñez, que es más un aumentativo, puesto que indica que es muy delgado?
Busco algunos
textos interpretativos de los valores expresivos del diminutivo en nuestra
lengua. Son muchos y hacer un repaso de todos sería tarea erudita que se escapa
de esta Agenda. Le digo a Zalabardo que, curiosamente, lo primero
que se me viene a la memoria son algunas letras de nuestro folclore. Estrella
Morente, en su Pregón de las moras, comienza: «¡Ay, papaíto
de mi vía…!» Y el Niño de las Moras, en el pregón que lo hizo famoso,
dice: «moras, mauritas…» ¿Quién defenderá que papaíto
y mauritas (maduritas) expresan idea de pequeñez?
Entro en una
página del Centro Virtual Cervantes y leo en el espacio dedicado al
diminutivo que el español es una lengua rica en diminutivos por ser una lengua de
carácter muy afectivo, cuestión que la diferencia de otras lenguas y complica
la traducción. Nebrija afirma, sin entrar a explicar razones, que «nuestra
lengua sobra [sobrepasa] a la griega i latina». Y, cuando afirma Rosa María
Piñel, al no ser la función del diminutivo «únicamente la de expresar
tamaño reducido, sino que aportan al texto otros muchos valores, que no siempre
son fáciles de reproducir» insiste en la dificultad de traducir algunos textos
españoles a otras lenguas.
¿Y cuáles son
estos valores? Resumiendo los trabajos de Renata Engehls y Margot
Banhaverbeke, de Universiteit Gent, de Bélgica, y de Rosalía Lago
Traba, de la Universidad de Santiago de Compostela, estos valores pueden
pertenecer a dos grupos: el de los cuantificadores objetivos o denotativos (me
regaló un librito) y el de los valorativos subjetivos cualitativos
o connotativos (la pobrecita mujer no podía ni hablar).
En el grupo primero,
la expresión de pequeñez, cabe hablar de reducción de tamaño (le entregó un papelito),
de reducción subjetiva (tardaré una horita) o de insignificancia
(tardó apenas unos minutillos).
El grupo segundo, donde el diminutivo expresa valores afectivos muy diferentes, es posible hablar de muchos más casos: valoración positiva o manifestación de cariño (¡Qué blusita más mona! / Lo hizo mi abuelito); aversión o rechazo (¡No empecemos ya con las bromitas!); ironía (¡Así que el muchachito se ha enfadado…!); valoración peyorativa (¡A mí me va a asustar el matoncito este!); atenuación (Venía algo mareadillo); respeto o cortesía (Ya hablaremos en otra ocasión, señorita). Y también podríamos incluir en este grupo los que expresan un matiz intensificador, aumentativo; véase, si no, la frase Me apetece una cerveza muy fresquita con la que lo que solicitamos es que la cerveza pedida esté muy fresca, lo más fresca posible.
Y para terminar esta relación
de cómo empleamos en el habla los diminutivos, le digo a Zalabardo que no
podemos dejar de hablar de aquellos en casos que la palabra no se entiende como
tal, sino que han pasado por un proceso de lexicalización en que los sufijos de
diminutivos ya nadie los reconoce como tales. Esa lexicalización es la que
hallamos en palabras como bocadillo, bolsillo, negrita
(tipo de letra), pajarita, capillita o calzoncillo,
que de ningún modo pensamos que sean una reducción de bocado, bolso,
negra, pájara, capilla o calzón.