domingo, noviembre 25, 2018

LAS LENGUAS DE ESPAÑA



            En 1492, le digo a Zalabardo, los Reyes Católicos promulgan el Edicto de Granada, por el que se ordena la expulsión de todos los judíos españoles. La razón más aceptada es la de considerar que la tolerancia que se había venido teniendo en nuestro país con judíos y musulmanes (no olvidemos el importante caso de la Escuela de Traductores de Toledo, auspiciada por Alfonso X) dejó de tener efecto con la creación de la Inquisición (1478 en Castilla, 1483 en Aragón), que vio en estos judíos un peligro grande de “daño en nuestra fe”. Las condiciones del decreto de expulsión fueron durísimas: la expulsión se consideraba definitiva, sin posibilidad de regreso; no se aceptaba ningún tipo de excepción, pues incluso se desconfiaba de la rectitud de los conversos; se les concedía cuatro meses de plazo para su salida; en este tiempo, si vendían sus bienes no podía ser a cambio de monedas, oro y plata que saldría del país, sino de letras de cambio.
            Pero estos judíos, sefardíes, son un ejemplo notable: en su diáspora por todo el mundo, apenas hay un país en que no se cuente con una comunidad sefardí, conservaron, y conservan, su lengua, una especie de fósil que se mantiene desde hace más de cinco siglos. El sefardí, judeoespañol, ladino o haketia (que de todas esas formas puede llamarse) es una variedad del castellano del siglo XV que se ha ido enriqueciendo con palabras de los diferentes países de acogida. Es posible que cualquiera de nosotros tenga alguna dificultad para entenderlos, pero ellos entienden perfectamente el español actual.
            En 2015, el Estado español promulgó una ley por la que se concedía la nacionalidad española a todos los sefardíes que lo solicitasen y demostrasen ser descendientes de los judíos expulsados en el siglo XV. Se supone que en el mundo hay entre 100000 y 200000 sefardíes. La cruda realidad es que, a punto de expirar el plazo concedido por la ley, no llegan ni a 4000 los que han solicitado la nacionalidad. La razón es simple: se les pide una gran cantidad de documentos que muestren esa ascendencia, lo que, aparte de difícil, es muy caro; pero, además, se les hace pasar por un examen de español y se les exige un conocimiento grande de la cultura española actual.


            Le digo a Zalabardo que este asunto puede servir de ejemplo de la ignorancia que los españoles tenemos, cuando no fanatismo, que nos impide ver y aceptar que el nuestro es un país plurilingüe. Quienes tanto esgrimen la Constitución para otros temas, olvidan que en ella se dice que en España hay cinco lenguas: el castellano/español, que es la lengua oficial del Estado; el catalán, el vasco, el gallego y el valenciano, que son cooficiales (lo que significa que tienen idéntica oficialidad) en sus respectivas comunidades autónomas. Y no quiero referirme aquí a las formas dialectales, tanto del español como de las demás lenguas, porque sería alargar este apunte.


            Si esto es así de claro, ¿qué explica que todavía haya tanta gente que se escandalice por que un catalán, un gallego, un vasco, un navarro o un valenciano se manifiesten en lo que es su lengua materna? Pedir que renuncien a ella es igual que si nos exigieran ahora a los andaluces que renunciásemos a nuestra modalidad dialectal. Quienes llaman a esas lenguas de las que hablo dialectos desconocen la historia, no solo lingüística, de España. Es esta una triste herencia que no dejó el franquismo. El castellano, el catalán (como tal o como valenciano) y el gallego son variedades diferentes que adoptó el latín en la Península Ibérica que, mediante un proceso complejo, se convirtieron en lenguas. Que por diversas razones el castellano se convirtiera en predominante no significa nada especial. Y el vasco es una lengua de origen no latino, cuya procedencia aún se discute. Hubo otras variedades (aragonés, riojano, mozárabe…) que no superaron la fase dialectal y desaparecieron.
            El sefardí es una modalidad dialectal (equiparable al andaluz) del castellano. Su peculiaridad estriba en haberse quedado en una situación casi idéntica a como se hablaba en el siglo XV. Si por una injusticia grave (¿hay injusticia que no lo sea?) a los judíos españoles se los expulsó de España, a la que ellos llaman Sefarad, ¿por qué seguimos siendo injustos al ponerles tantas trabas para deshacer el entuerto que se cometió? En Turquía, en Israel, en Grecia, en Estados Unidos, en Rusia, en Marruecos y en muchos países más continúan viviendo estas comunidades que han mantenido a lo largo de casi seis siglos una lengua y una cultura propias del país que los expulsó. ¿No sería suficiente esa defensa de su lengua para aceptarlos como compatriotas?
            Claro que si nos cuesta aceptar que en Cataluña se hable catalán, o en el País Vasco el euskera, o en Galicia el gallego, no me extraña que nos importe un pimiento la cuestión sefardí.



viernes, noviembre 16, 2018

TAREROS



             Hace unos días estuve en Osuna en una de las periódicas reuniones que celebramos quienes iniciamos en 1956 (¡62 años han pasado ya!) los estudios de bachillerato en el instituto de mi pueblo. Le digo a Zalabardo que, para mí, es uno de los gozos mayores de que aún puedo disfrutar; sobre todo, si tengo en cuenta que salí del pueblo hace mucho tiempo y no conservo allí ningún familiar. Lo que me incita a ir por allí son el mismo pueblo, mi cuna, y, más que nada, los amigos de entonces. La visita la disimulamos organizando un ciclo de visitas culturales, pero lo que de verdad nos importa, a todos, es el momento de la comida: esas horas distendidas en que recordamos viejas anécdotas, nos quejamos, en voz baja, de los achaques que ya nos cercan y, sobre todo, nos admiramos de lo guapas y guapos que seguimos todos.

            Las visitas programadas ocupaban más tiempo del que disponíamos. Por ello, quedaron reducidas a la muestra Nápoles y Osuna, sobre la pintura de José Ribera (1591-1652), el convento de la Concepción y, en el Museo, las salas dedicadas al pintor local Juan Rodríguez-Jaldón (1890-1967). No las voy a referir aquí. Sí recomiendo a toda persona que sienta un mínimo interés por el arte que se dé una vuelta por mi pueblo. Pocos lugares acogen un legado artístico como el que allí puede visitarse.
            Como esta Agenda, le digo a Zalabardo, atiende principalmente a cuestiones lingüísticas y a mí me interesa de modo especial el léxico, voy a hablar  de un caso muy particular. En el Museo nos paramos ante un cuadro de Rodríguez-Jaldón titulado Tareros de Carmona. Nos extrañó el título, pues no conocíamos el término tarero. Me dirigí a la joven que nos atendió a la entrada, Paula Alcayada, quien, con una sonrisa bellísima y unos ojos resplandecientes, me contestó que mucha gente le hacía la misma pregunta y que a ella le había costado averiguar su significado. Tarero, me explicó, es igual que manero, como se dice en el pueblo, o manijero, término más común, ‘persona encargada de una cuadrilla de jornaleros’.

            Es un lienzo de notables dimensiones en el que vemos lo que imaginamos ser un grupo familiar: La mitad derecha la ocupa un hombre, de pie, que sujeta, o se apoya, sobre un grueso garrote; lleva sobre los hombros una especie de pelliza y también zahones. En la mitad izquierda, cinco personas más, cuatro de ellas sentadas en torno a una lumbre que ilumina sus rostros: de espaldas, un anciano frente a quien se sitúa una mujer más joven con la cabeza cubierta por un pañuelo. Casi de perfil, una pareja, hombre y mujer, más jóvenes: él se toca con sombrero y ella amamanta a una criatura. Algo detrás queda otra joven, casi una niña. Es como si declinara el día y descansaran de la faena: de un banco de los que se utilizan en la recogida de la aceituna cuelgan unos capachos de esparto; en la parte delantera, abajo, en el suelo, un cántaro de cerámica verde vidriada y lo que supongo es el serón de alguna caballería que queda fuera del cuadro.
            La visión de ese cuadro me hizo reflexionar sobre dos temas: uno, cómo se van perdiendo términos que designan viejos oficios y actividades, la mayor parte de las veces porque los cambios sociales y la transformación tecnológica en muchas faenas han hecho caer en desuso esas palabras. Recuerdo que, cuando leí el libro Castilla, de Azorín, en el capítulo Una ciudad y un balcón me encontré con una serie de términos que el autor ya daba como casi desaparecidos: tundidores, perchadores, cardadores, arcadores, pelaires, chicarreros, boteros… A mí me habían enseñado en mi bachillerato que la escritura de Azorín se caracterizaba, entre otros rasgos, por recuperar un léxico castizo y en trance de desaparición.
            En relación con esto, le digo a Zalabardo, me vienen a la memoria oficios y palabras que en los años en que yo vivía en Osuna resultaban corrientes y hoy creo desaparecidos: en mi pueblo había diteros que proporcionaban productos que se pagaban en cómodos precios, niños que iban a la miga para aprender las primeras letras, santeras que llevaban una imagen de casa en casa, herreros, barquilleros…; de vez en cuando, por sus calles se oían los pregones de los lañadores, hojalateros, arrieros, afiladores, colchoneros y ropavejeros ambulantes que iban de pueblo en pueblo. Hoy, estos términos están tan en desuso como los de Azorín.
            La otra reflexión giraba en torno al título del cuadro que acabábamos de ver. Si un tarero es un manero, un encargado, ¿por qué el título Tareros de Carmona, en plural? Para quienes están habituados a vivir en la ciudad, es posible que hayan dejado de tener sentido determinados términos; pero no sé si en mi pueblo, eminentemente agrícola y olivarero, se habrán olvidado mayeta, maquila, rebusca, chupones, veó, abarcinar, banco o capacho, o si se recuerda la labor de pleita. Estos términos, y más, los encuentro recogidos y comentados en El léxico del olivo en Osuna, estudio de Rafael Cano Aguilar y Manuel Cubero Urbano, publicado en Archivo hispalense en 1979.

            Rodríguez-Jaldón, natural de Osuna y conocedor del campo, sí debía conocer ese léxico y no creo que se equivocara. Más bien creo, digo a Zalabardo, que la persona que informó a Paula desconocía, como nosotros, que un tarero no es un manero y erró al proporcionarle ese significado; me sacó de dudas la consulta que hice en el Vocabulario andaluz, de Antonio Alcalá Venceslada. Allí encontré tareero, que, en la provincia de Sevilla, es ‘obrero ajustado por tareas para la recolección de aceitunas’. María Moliner dice lo mismo, con el añadido de ‘generalmente con su familia’. Por fin, en el trabajo citado de Cano y Cubero (pág. 62) se nos dice que el mapa 227 del ALEA recoge el término tarero, que se define como hace Alcalá Venceslada, y que es la forma más generalizada para designar al destajista.
            Con esto, le aclaro a Zalabardo y a mis amigos, el cuadro de Rodríguez-Jaldón que vimos en el Museo cobra su pleno sentido. La escena representa a una familia de tareros. Los que ya tenemos una edad, recordamos cómo determinadas faenas agrícolas ocupaban a toda una familia, que trabajaba como cuadrilla. Como estos tareros que pintó nuestro paisano Rodríguez-Jaldón. Hoy, todas esas faenas se realizan de otra forma.

domingo, noviembre 11, 2018

LA FE DE LOS CONVERSOS


            Se afirma, le digo a Zalabardo, que los conversos, en cualquier ámbito, suelen ser los más fanáticos e intolerantes en la defensa de la nueva creencia. Karl Vossler, en un ya antiguo ensayo titulado Trascendencia europea de la cultura española, de 1940, decía del nuestro que ningún país europeo ha engendrado el espíritu de la lucha por la fe, y ningún otro lo ha conservado ni tanto tiempo ni de una manera más tenaz. Decía también que, en cuestiones del espíritu, el español es un militarista ordenancista. Y cita en favor de su tesis los Ejercicios espirituales, reglamento clásico del cristiano militante, de Ignacio de Loyola. Extrae Vossler de su lectura que no pueden ni deben ser mantenidos ningún juicio propio, ninguna iniciativa personal, ninguna espontaneidad original ni ninguna originalidad intelectual. Aunque parezca un juicio duro, lo cierto es que en el texto del fundador de los jesuitas leemos cosas como esta: Debemos siempre tener para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina.
            Tranquilizo a Zalabardo, que me mira con gesto receloso, diciéndole que no es mi intención hablar aquí de la fe religiosa, ni atendiendo a la acepción 9 del DLE, ‘asentimiento a la revelación de Dios’, ni a lo que se lee en la Carta a los Hebreos, ‘certeza de lo que no se puede ver’. Lo que antecede es un mero ejemplo. Me interesa ahora la acepción 4 del Diccionario académico: ‘creencia que se da a algo por la autoridad de quien lo dice o por la fama pública’. Porque, creo, con demasiada facilidad nos creamos hoy autoridades o concedemos fama a lo que no la merece.

           Afirma Vossler que, durante mucho tiempo, se nos consideró a los españoles gente de temperamento fanático que veíamos errores, pecados y herejías por todas partes. Y parece que aún nos cuesta liberarnos de esa rigidez, de ese fanatismo. Da igual que hablemos de fútbol, de política, de religión o del más anodino asunto en las redes sociales. Tampoco el idioma se libra, lamentablemente, de la presencia de estos conversos. Aunque algo se vea blanco, ellos dirán que es negro solo porque la nueva fe que han abrazado así se lo impone. Con ellos no va, por mucho que se intente, ni la espontaneidad original ni la originalidad intelectual. No sé si en ellos pensaba don Quijote al aconsejar a Sancho: habla con reposo, pero no de manera que te escuches a ti mismo, que toda afectación es mala. O Juan de Valdés al responder a aquellos con quienes dialogaba: el estilo que tengo me es natural, y sin afectación ninguna escribo como hablo […] porque a mi parecer en ninguna lengua está bien la afectación.
            Porque afectación, y mucha, hay en quienes se empeñan en imponer un lenguaje, dicen, que no sea discriminatorio; inclusivo lo llaman. Como si alguien pudiera quedar fuera del lenguaje que usa, dado que la lengua no solo es nuestra propia vida, sino lo que refleja nuestro auténtico pensamiento. “Sospecho”, me dice Zalabardo, “que arremetemos de nuevo contra quienes defienden la creación de un lenguaje no machista”.
            Tengo que responderle que sí. Hace unos días vi por casualidad una carpeta en la que se leía: Delegados y Delegadas de Padres y Madres. Toda ella aparecía llena de textos explicativos de qué sean los Consejos Escolares y de cuáles son las funciones de sus componentes. Este descubrimiento me llevó hasta un folleto, Breve Manual del Consejero y Consejera Escolar, editado, como la carpeta, por la CODAPA, Confederación Andaluza de Asociaciones de Madres y Padres del Alumnado. Todo cuanto signifique igualdad de derechos es digno de elogios. Lo que censuro, le digo a Zalabardo, es la redacción del texto, todo un despropósito por su desprecio al principio de economía del lenguaje y al criterio muchas veces expresado por la Gramática de la Academia acerca de que evitar de modo indiscriminado el uso del masculino genérico mediante duplicidades, sustantivos colectivos o abstractos no solo puede resultar inadecuado sino, además, empobrecedor. El folleto citado me hace recordar otro más antiguo, Guía sobre comunicación socioambiental con perspectiva de género, editado en 2007 por la Junta de Andalucía. Uno y otro abundan en una aburrida sucesión de alumnos y alumnas, madres y padres, director o directora, delegada y delegado, secretario y secretaria, etc., así como alumnado y profesorado (sin reparar en que no siempre decir el profesorado equivale a los profesores, como hablar de la ciudadanía no siempre es igual que hablar de los ciudadanos).

            Pero, como dijo, o dicen que dijo, el Guerra (el torero), lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible. A sus autores, que muestran una fiebre renovadora encomiable, no solo se los puede atacar de desconocer los mecanismos de la lengua, sino de no dominar la propia fe que defienden. Veamos algunos ejemplos: 1. …un delegado o delegada…es…aquel padre o madre elegido… Es frase realmente rara. Elegido presenta concordancia con padre y con delegado; ¿qué pasa con las madres y las delegadas? 2. …las madres y padres interesados… ¿Se habla de todas las madres y solo de los padres interesados? ¿O hay que entender que las madres no están interesadas? 3. Los delegados de padres y madres no pueden ser un estamento aislado… ¿No hay delegadas?
            Si vemos confusión en estas concordancias, también llaman la atención los casos de las siguientes construcciones: Un delegado o delegada, sus propios hijos e hijas, aquel padre o madre, de entre las madres y padres, etc. Todas esas frases respetan escrupulosamente la norma gramatical que nos dice que, cuando dos o más sustantivos coordinados llevan un solo determinante, este debe concordar en género y número con el sustantivo más próximo…, pero chocan frontalmente con el pretendido lenguaje inclusivo, que exigiría la duplicación un/una, los/las, etc.
            La palma de los despropósitos se la lleva el apartado del Manual de la CODAPA que explica quiénes integran el Consejo Escolar. El folleto afirma que el director, el jefe de estudios, un concejal, un número de profesores…, el secretario del centro… Es decir, que para estos/estas conversos/conversas del lenguaje inclusivo autores del folleto han dejado de existir como por ensalmo las directoras, las jefas de estudios, las concejalas, las profesoras, las secretarias… O la redacción (mala puntuación y errores de concordancia) del folleto de la Junta.
Pareciéndome mal ese esfuerzo por imponer el lenguaje inclusivo, le digo a Zalabardo que me parece peor que las personas que han redactado esos textos se muestren tan negados para escribir un párrafo que tenga sentido. Luego nos quejamos de que en las oposiciones a profesores de Lengua Española los aspirantes suspendan por cuestiones de ortografía y redacción.

domingo, noviembre 04, 2018

NOVIEMBRE


 
Cementerio de Sayalonga
          
Recuerdo de mi niñez, hablo con Zalabardo, que sentía noviembre como un mes raro, diferente a otros. Mayo era el mes de las flores, estallido de la primavera; junio, el de inicio de las largas vacaciones veraniegas; diciembre y enero concentraban fechas alegres, desde el 8 de diciembre, fiesta grande en el instituto, hasta el 6 de enero, Reyes Magos, pasando por las festividades de navidad y año nuevo.


Cementerio de Macharaviaya y cripta de los Gálvez
           Sin embargo, noviembre tenía algo extraño. Noviembre era el mes de los muertos. Y, aunque el día 1 es el Día de Todos los Santos, su inicio verdadero era el día 2, Día de los Difuntos, con la obligada visita a los cementerios. Para los niños, allá en mi pueblo, Osuna, esa visita carecía de sentido fúnebre porque corríamos arriba y abajo de la calle Écija arrojando a los molestos piojos moriscos que se les enredaban en el pelo. En casa, supongo que en todas, se encendían mariposas, aquellas pequeñas luces flotantes sobre una superficie de aceite y que, en la oscuridad de la noche daban a todo un aire tétrico. Noviembre, sin embargo, tenía su contrapunto festivo: era frecuente la aparición de alguna compañía teatral ambulante que representaba el Don Juan Tenorio de Zorrilla.
 
Cementerio de Benamocarra
          
No es casual que noviembre sea el mes de los muertos. Es tradición que se remonta a muchos años atrás, que se pierde en la memoria de los tiempos. Casi todas las culturas conocidas coinciden en su preocupación por la existencia de una forma de vida posterior a esta terrenal, y en la duda (pues nada hay que nos avale su certeza) de qué será de nosotros una vez muertos. Y a los muertos se los ha honrado y se les han dedicado ritos, todos con el deseo de que la otra vida, si la hay, les resulte lo mejor posible. Incluso, en algunas culturas, se ha creído que, si no honramos su memoria, de alguna manera regresarán para castigarnos.


Cementerio de San Miguel, Málaga
            Eso puede que explique, le digo a Zalabardo, que ya desde el Paleolítico existiese la costumbre de enterrar a los muertos acompañándolos de sus objetos personales e incluso alimentos, con la esperanza de que, en su mundo de ultratumba, gocen de una existencia al menos parecida a la que han dejado.

Cementerio Inglés, Málaga

           
La inmensa mayoría de civilizaciones y culturas han escogido noviembre para brindar estos honores a los difuntos. Noviembre, otoño, es la época en que todo decae, en que los días menguan al tiempo que las noches se alargan, anunciando la proximidad del invierno. En la mitología egipcia se nos cuenta cómo Osiris, que preside el tribunal de los muertos, fue asesinado por su hermano Seth y arrojado al Nilo durante el mes el mes de athyr, que en el calendario egipcio se corresponde con finales de octubre y principios de noviembre.
            No solo los egipcios tenían ese mes dedicado a los muertos. Otras culturas, la asiria, la persa, la india, también lo tenían: arahsamna, mordad-month, durga, eran sus nombres. Si no estoy equivocado, o no lo están las fuentes que consulto, todos coincidían con nuestro octubre-noviembre. Pero el puente de unión entre estos cultos a los muertos y la forma en que se manifiestan en la actualidad hay que buscarlo en la cultura celta y en la fiesta de Samhain, ‘final del verano’, el 31 de octubre. Se creía que, en ese momento, la línea de separación entre este mundo y el otro era tan delgada que los espíritus, tanto buenos como malos, podían traspasarla con facilidad. Por ello, los druidas celebraban ceremonias y ofrecían sacrificios para homenajear a los espíritus benignos y ahuyentar a los malignos.


Cementerio de Casarabonela

            Con la cristianización, el papa Gregorio iv decidió trasladar, en el año 835, la fiesta de Todos los Santos desde mayo al 1 de noviembre, y Sahmain fue sustituyéndose por Halloween, que significa, precisamente, ‘víspera de Todos los Santos’. Tenemos, pues, otro caso más de que una tradición o fiesta pagana se adapte al pensamiento de una época, cultura o creencia diferente.
Cementerio de Casarabonela
            Estos días, la tradición impone, entre nosotros, visitar los cementerios. Me gusta la palabra cementerio que significa ‘dormitorio’. Hoy se tiende más a celebrar las últimas honras a los difuntos en los tanatorios, palabra que me gusta menos, porque su significado es más frío, ‘lugar donde se depositan los muertos’. Algunos cementerios son tristes, deprimentes, porque se ajustan a aquellos versos de Unamuno: corral de muertos, entre pobres tapias, / hechas también de barro. Pero hay otros que son verdaderamente bellos. Málaga, Zalabardo lo sabe, es un lugar que posee bellos cementerios. En la provincia, recuerdo el de Sayalonga, circular y lleno de misterios y leyendas; el de Benamocarra, con sus calles empinadas; el de Álora, que ocupa el interior de un castillo; el de Macharaviaya que, bajo su aparente humildad, guarda la cripta de los Gálvez; y, por supuesto, el de Casabermeja, considerado como uno de los más bellos de España. Y, en la capital, no hay que olvidar el de San Miguel, considerado monumento, y el Cementerio de los Ingleses, cargado de historia.