sábado, febrero 26, 2022

TRISTEZA

 


Guerra es una palabra tan mezquina que ni siquiera tiene una filiación clara, como si se avergonzase de sí misma. Aunque pudiera reclamar su parentesco con el indoeuropeo wers-, ‘mezclar’, que acabó en la voz latina verro, de donde nuestro barrer, su origen parece estar en una forma dialectal del germánico occidental werra, ‘discordia’. Pero, le digo a Zalabardo, no vale la pena ahondar en el asunto y es mejor dejarlo en esta breve nota.

            En cambio, nadie debe olvidar a las víctimas de la guerra, de cualquier guerra y de quienes de verdad más las padecen: los débiles, los niños sobre quienes recae la insania megalómana de los que deciden esas guerras. Y nos hemos acordado de otra víctima, Miguel Hernández (1910-1942), poeta, víctima de una guerra fratricida, si es que no hay guerra que no lo sea.

            Miguel Hernández se sintió impelido a marchar al frente de batalla para defender a los desfavorecidos oprimidos por una rebelión militar puesta al servicio de la insolidaridad déspota de las clases pudientes. Y Miguel Hernández pasó los últimos años de su vida siendo trasladado de una cárcel a otra hasta morir, tuberculoso, en la de Alicante.

            Entre 1938 y 1941 escribió Romancero y cancionero de ausencias, libro que no se publicaría hasta 1958. En su lectura late la paradoja que enfrenta la esperanza al dolor y percibimos una honda tristeza y una reflexión sobre el sinsentido de todo conflicto bélico, que solo genera destrucción, dolor y muerte. De ese libro es este poema:

Tristes guerras

si no es de amor la empresa.

Tristes. Tristes.

Tristes armas

si no son las palabras.

Tristes. Tristes.

Tristes hombres

si no mueren de amores.

Tristes. Tristes.

                Aunque el poema permite a algunos una lectura más frívola, nosotros queremos ver en que cada una de sus estrofas un sentimiento más hondo: Nada es merecedor de que luchemos por ello, si no es el amor quien nos mueve a esa lucha. Ningún arma merece ser empuñada si no es la de la palabra, instrumento para el diálogo que conduce al acuerdo. Aunque toda muerte merece ser lamentada, ninguna más que la de los que caen víctimas del odio.

                Hoy, Ucrania sufre por una guerra movida por la ambición despótica de un loco. Triste, triste Ucrania.

 

[La foto está tomada del diario El País]

sábado, febrero 19, 2022

MÓVIL O PORTÁTIL, ¿QUÉ MÁS DA?

 Siempre he comentado a Zalabardo el respeto y aprecio que guardo hacia quienes fueron mis profesores durante años. Es lógico que me sienta más próximo a unos que a otros por motivos diversos. En esa especie de cuadro de honor, destacan, el orden en este caso no supone prevalencia, los nombres de don Eduardo, que me enseñó a leer y fue quien me puso en contacto con el Quijote; de don Francisco Olid, modelo de compatibilidad entre enseñanza y respeto hacia los alumnos; de don Aniceto Gómez, que me inculcó el amor por la literatura; de don Agustín García Calvo, que nos abrió el camino para entender que toda idea debe estar respaldada por un comportamiento ético; o de don Manuel Alvar, cuyo ejemplo me inclinó hacia la curiosidad filológica. Pues bien, de la boca de don Manuel Alvar salían estas palabras con las que nos animaba a quienes éramos sus alumnos: «Si no podéis mejorar la lengua que habéis recibido, al menos procurad no pasarla a las generaciones siguientes en peor estado».

 


           Le cuento todo esto a mi amigo porque cada día es más notable el descuido mostrado a la hora de utilizar el lenguaje, instrumento que nos diferencia de cualquier otro grupo de seres y que nos permite organizar nuestro pensamiento y ser capaces de transmitirlo a los demás. Se habla mal y se escribe mal. Pensaba esto ayer cuando leía el anuncio de unos actos que tendrán lugar este domingo en el pueblo axarqueño de Almáchar con el objetivo de poner en valor los productos de su zona. Poner en valor no es ninguna incorrección; es solo un abuso que cansa porque parece que nos hemos olvidado de que también se puede decir promocionar, resaltar las cualidades de algo, mostrar su valía, etc.

            No critico el anuncio del que hablo por ese detalle, menor al cabo. Lo que me produjo mal efecto es su pésima redacción, apreciable por cualquiera que lo lea. A un ayuntamiento, como a cualquier otra institución, se le debe pedir no solo acierto en la gestión de los asuntos de su competencia. También un mínimo de corrección al redactar los escritos en los que hace pública su actuación.


            Ya en 1991, hace de esto treinta años, Francisco Rodríguez Adrados, en su discurso de ingreso en la Real Academia, titulado precisamente Alabanza y vituperio de la lengua, denunciaba: «Un cierto menosprecio de la lengua, su reducción a niveles ínfimos y su sustitución por una cultura de la mera imagen, está en el ambiente […] La literatura, que ha sido la vía de la inteligencia, de la crítica, de la enseñanza, tiende a reducirse a un pequeño grupo de gente marginal que apenas cuenta si no es para recibir de tarde en tarde un premio».

            En 1996, Fernando Lázaro Carreter afirmaba en una entrevista: «Es una actitud casi suicida de la sociedad renunciar a un idioma mejor. […] Vamos de mal en peor. La muestra del retroceso es que multitud de chicos, incluso universitarios, no entienden el lenguaje del profesor. Son generaciones de jóvenes mudos, que emplean un lenguaje gestual, interjectivo y de empujón. […] Ya sé que parecería ridículo si un partido político inscribiera en su programa semejante reivindicación; sin embargo, no sería, ni mucho menos, insensato».


          Y un informe oficial de 1998 sobre la enseñanza secundaria dejaba claro que solo un cinco por ciento de los alumnos comprende el sentido de la acentuación y que un altísimo porcentaje duda seriamente en el uso de la h o a la hora de diferenciar ll/y, b/v o las diferentes formas de construcción en que intervienen por y que/qué, es incapaz de elaborar un relato bien desarrollado, de escribir una historia básica, de reconocer las ideas secundarias de un texto o los enunciados de sintaxis compleja.


            Lo malo, le digo a Zalabardo, es que estos jóvenes, a quienes Fernando Savater achaca «una gran pobreza de vocabulario y desprecio por la galanura de la lengua» son los que luego llegarán a ser periodistas, profesores, médicos, políticos…, es decir, personas que, por los cargos y funciones que desempeñan, han de servir de modelos para quienes no tuvieron la oportunidad de recibir una formación como la que en ellos se presupone. Consecuencia de lo que digo, señalo a Zalabardo, son carteles anunciadores como el de Almáchar o, por no acumular ejemplos, los simples rótulos que acompañan a las imágenes de televisión.


            ¿Y qué tiene que ver con esto lo de los móviles?, me pregunta mi amigo. Y se lo explico. Móvil, como adjetivo o como sustantivo, significa ‘que puede moverse o se mueve por sí mismo’; debiera estar claro que los teléfonos inalámbricos que utilizamos son ‘fáciles de transportar’, es decir, portátiles, adjetivo que se sustantiva también, en este caso correctamente, para designar un tipo de ordenadores. Sin embargo, para el teléfono, que de por sí permanecería estático, se ha impuesto la palabra móvil. Y como, lo he dicho siempre, es el uso quien termina imponiéndose en la lengua, ahí tenemos que el teléfono es móvil, pero el ordenador es portátil. El Diccionario de la Academia no nos aclara la cuestión. Al ver la entrada móvil se nos remite a teléfono móvil; si buscamos esto, se nos envía a teléfono celular; y cuando acudimos a esta última expresión, leemos: ‘aparato portátil de un sistema de telefonía móvil’. Y yo ya me lío: ¿el móvil es portátil, pero el sistema de comunicación inalámbrica entre espacios o áreas, denominadas ‘células’ (por eso en el español americano se dice celular), es móvil? ¿Las torres de telefonía, partes fundamentales de este sistema no están firmemente asentadas en el terreno en que se levantan?

            No me extraña que en su libro de 1998 Defensa apasionada del idioma español, su autor, Álex Grijelmo, dijera: «El deterioro de la lengua que se emplea en público ha llegado al hecho, impensable en otras épocas, de que incluso algún miembro de la Real Academia Española escriba de manera pedestre» al referirse al ejemplo de un artículo que Luis María Anson había publicado en el diario ABC.

sábado, febrero 12, 2022

JODER(SE) LA MARRANA Y NO COMERSE UNA ROSCA

 


A veces dudo si las palabras dicen lo que dicen, lo que imaginamos que dicen o lo que queremos que digan. También dudo, se lo confieso a Zalabardo si es cierto que las palabras dan forma a nuestro pensamiento o es este, de forma premeditada les altera el significado para que se ajusten a lo que deseamos transmitir. Por qué, si no, las encasillamos y las clasificamos ―¿según qué criterios?― como cultas, coloquiales, vulgares o, incluso, malsonantes; o por qué ponemos de moda a unas mientras condenamos a otras al desuso, como hacemos con la ropa que ya no nos gusta. O lo que es igual, las despojamos de su valor objetivo para destacar mejor la subjetividad del hablante. Esto que digo de las palabras vale para las frases, como deseo que veamos en los ejemplos que escojo para hoy: joder(se) la marrana y no comerse una rosca.

            Son dos frases en la que todos apreciamos un matiz claramente sexual. El objetivo que me propongo es mostrar que ese significado sexual es añadido y carecían de él en sus comienzos. Creo que importa decir que, en la primera de las frases, la forma más correcta es joder(se) la marrana. O que las dos tiene tras de sí historias ―¿curiosas?―que permiten entender cómo, mediante un proceso metafórico, palabras o expresiones que significan A pueden llegar a significar también B. Es un proceso que requiere años para asentarse, lo que posibilita que el hablante común acabe perdiendo la noción de los significados iniciales.

            Comencemos por analizar el origen del verbo joder. La marca el DEL como palabra malsonante que significa ‘practicar el coito’. Pero, a continuación, dice que significa también ‘molestar, fastidiar, aguantarse, estropear…’ Significados muy alejados. Le asigna como etimología el latín futuere, ‘tener relación carnal con una mujer’, por lo que se puede incluir en la misma familia de follar, ‘soplar con un fuelle’ y ‘practicar el coito’. Se me ocurre preguntarle a Zalabardo qué convierte a joder y follar en palabras menos dignas que fornicar o copular, si ninguna de las dos significaba en sus orígenes ese contacto sexual. El futuere latino (y probablemente el fuck del inglés) nace de la raíz sánscrita bath-, ‘batir, golpear’, de donde proceden, también, batida, bate, batuta, batería, debatir, rebatir… La connotación sexual es fácilmente imaginable. Pocas veces creo que se haya mencionado la posibilidad de que sea uno de los abundantes andalucismos que encontramos en el castellano. La -t- intervocálica latina se sonorizó en -d- y la f- inicial se aspiró, primero, para perderse después. Así debió nacer hoder. Sin embargo, esta aspiración se mantuvo, e incluso se intensificó, en andaluz, los que explica ferrum > hierro > jierro; fondu > hondo > jondo; follica > huelga > juerga, etc. En esa línea hay que entender futuere > hoder > joder.


            Pero no perdamos el hilo de lo que busco en este apunte de la Agenda. Primero, en joder(se) la marrana, forma correcta según he dicho antes, joder no tiene nada que ver con la sexualidad sino con el primigenio significado de golpear y, por ello, dañar, estropear, echarse algo a perder. Del mismo modo, marrana no alude a la hembra del marrano, sino que es el nombre popular que se da al eje de la noria a causa de que, al girar la rueda, inicialmente de madera, el eje chirriaba y producía un sonido semejante a los gruñidos de un cerdo. Si algo obstaculizaba el movimiento de la noria (por ejemplo, introduciendo una barra entre los palos de la rueda) el eje, la marrana, sufría y hasta podía romperse. Es decir, se jodía la marrana. Por eso con esa expresión señalamos la causa de que algo nos haya salido mal.

            ¿Y qué tiene que ver esto, pregunta Zalabardo, con no comerse una rosca? Le digo a mi amigo que bastante. Nos dice el DLE que no comerse una rosca es ‘no tener éxito o no conseguir lo que se pretende, especialmente en asuntos amorosos’. No pocos hablantes interpretan que quien no se come una rosca es quien no folla, por seguir con términos que se consideran vulgares o malsonantes. Pero también en este caso el significado sexual de la expresión es un añadido posterior y el principal o más genuino es ‘fracasar en lo que se pretende’. Veamos por qué.

 


           Ignoro la razón, le aclaro a Zalabardo, de que muchas festividades religiosas estén íntimamente relacionadas con la gastronomía: los mantecados y turrones navideños, las torrijas de Semana Santa… Y abundan los santos cuya festividad va íntimamente ligada con roscas de pan o con rosquillas. San Blas, en múltiples poblaciones; san Isidro en tierras madrileñas o, por no seguir, en Santo Ángel en la granadina Zújar. Sobre las rosquillas de san Isidro y, sobre todo, sobre las de la tía Javiera, las más solicitadas, escribieron Benavente, Benito Vicente Garcés, Ramón Gómez de la Serna o Federico Chueca.

            Pero vamos a lo que interesa. Hubo un tiempo en que estas roscas y rosquillas, y más si estaban bendecidas por el santo, eran la excusa para intentar un acercamiento sentimental entre jóvenes de uno y otro sexo. El mozo, o la moza, ofrecía una rosca a la persona con quien deseaba intimar. Aceptar y comer la rosca era prueba de que se aceptaba la propuesta. Rechazarla suponía, es lógico, lo contrario. Algunos jóvenes regresaban de la romería o la fiesta cariacontecidos porque nadie les había hecho propuesta alguna; es decir, volvían sin haberse comido una rosca.

            Sé que hay otras explicaciones sobre el origen de la expresión. Pero, le digo a mi amigo, hoy nos podemos quedar con esta.

sábado, febrero 05, 2022

SOBRE LA VERDAD

 


Suele ser soberbia, más que ignorancia, lo que nos hace creernos poseedores de la razón y de la verdad. A veces nos lo creemos tanto que negamos que la verdad y la razón puedan ser compartidas por otros. Todas las mitologías, incluida la hebrea, cuentan con un ser dotado de las mayores cualidades que, por soberbia, acaba hundido en su propio egoísmo. No otra cosa podríamos aprender de la historia de Lucifer. Su non serviam, ‘no serviré’, es muestra de esa oposición radical a las opiniones de los demás.

            Escribía Antonio Machado en Juan de Mairena que «Hay muchas maneras de pensar lo mismo que no son lo mismo». Una perogrullada, dirán algunos; un ingenioso trabalenguas, opinarán otros. Zalabardo sabe que no suelo descartar nunca la duda, actitud que prefiero por encima de la afirmación, o negación, tajantes. Por ese motivo le digo que, quizá, no sea ni una cosa ni la otra, y le sugiero que meditemos sobre lo que pudo haber querido decir don Antonio, hoy estaremos bastante con él, que también escribió aquello de «La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero», sentencia ante la que los protagonistas mostraron de inmediato su enfrentamiento. Y no hay que olvidar que, entre sus proverbios y cantares, incluyó este:

¿Tu verdad? No, la Verdad,

y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela.

            Por una soberbia semejante a la de Lucifer rechazamos la opinión ajena, creídos de que en la nuestra aletea una certeza mayor. ¿Defecto de los españoles? Creo que defecto de la humanidad. En 2001, Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, hablaba en un artículo sobre lo frustrante que resulta la experiencia de preguntar a la gente, y a nosotros mismos, por el significado de palabras corrientes y asistir desconcertados a la disparidad de respuestas.

 

           ¿Quién niega ―le pregunto a Zalabardo― ser defensor de la verdad? Nadie. Y, sin embargo, ¿qué verdad es la que defiende cada uno? Retorno a Machado: «La verdad del hombre empieza donde acaba su propia tontería. Pero la tontería del hombre es inagotable». La tontería que acabó con la verdad de Lucifer fue la sobrevaloración de su inmenso brillo. La tontería de Agamenón y su porquero, nadie está a salvo de ser soberbio, provocó su desacuerdo sobre qué sea la verdad. Y por eso Machado decía lo de que no todas las maneras de pensar lo mismo son lo mismo o Adela Cortina manifestaba su frustración y desconcierto cuando se pregunta por el significado de palabras que pueden ser sencillas. Una de las conclusiones a las que se llega con estos razonamientos es que, casi siempre, el conflicto se inicia por un inadecuado uso del lenguaje. Lázaro Carreter nos enseñó mucho de eso con su El dardo en la palabra y Álex Grijelmo continúa la tarea orientadora con su En la punta de la lengua. No sabemos usar este maravilloso instrumento que poseemos.

            En su artículo, la catedrática valenciana desarrolla la tesis de que las personas vamos formando nuestro carácter gracias a dos principios: la felicidad y la justicia. La felicidad, por ser un proyecto muy personal (¿con qué puedo yo ser feliz?) no compete elegirla a la sociedad, a quien sí corresponde la competencia de sentar las bases de justicia que posibiliten esos proyectos personales. Por eso aceptamos como justo el respeto a unos derechos (a la vida, libertad, ingreso básico, educación, sanidad, vivienda, trabajo…) que, lógicamente, requieren unos deberes; por ejemplo, el de no atentar contra los derechos de otros. No atender los derechos supone caer en el más bajo nivel de justicia.

            Pero, sigue Adela Cortina, las personas hemos reducido lo que sea felicidad a bienestar. La confusión de palabras altera los objetivos, pues dejamos de soñar con utópicas formas de ser felices para conformarnos con una aceptable calidad de vida. Y cuando alcanzamos un prudente estar bien dejamos de preocuparnos por hacer lo justo. Por tanto, confundir felicidad con estar bien provoca el estallido del conflicto entre felicidad y justicia.

            Y como resulta frecuente arrimar cuanto se pueda las ascuas a la sardina propia, topamos con las distintas formas de pensar lo mismo que no son lo mismo y vemos a cada uno defendiendo su verdad sin mostrar demasiado interés solidario en buscar la Verdad. Eso explica que hagamos o digamos algo porque nos da la real gana o que fundamentemos la validez de cualquier actuación u opinión con el nada ético argumento de porque lo digo yo.


            Hacer lo que me dé la real gana o imponer la certeza de algo porque lo digo yo son las actitudes más egoístas y menos solidarias que podamos tomar. Quizá, porque no queremos ver hasta dónde llega nuestra propia tontería. O porque, al mismo tiempo que criticamos a los demás, nos cuesta aceptar que se nos critique. Me pregunta Zalabardo si la solución es callarse ante lo que no nos parece bien. Le contesto que no, pese a que tal idea la predique un libro que se ofrece como camino orientador de vidas: «cuando no puedes alabar, cállate». Trato de convencer a mi amigo de que se puede estar en desacuerdo con cualquiera, afear expresiones, opiniones o conductas, pero siempre desde la perspectiva de que puedo ser yo el equivocado al censurar y desde la disposición a aceptar mi error. Y le pido, finalmente, que lea estas palabras de Machado: «Benevolencia no quiere decir tolerancia de lo ruin o conformidad con lo inepto, sino voluntad de bien», a lo que añade casi a renglón seguido: «[pero] la crítica malévola que ejercen avinagrados y melancólicos es frecuente en España, y nunca descubre nada bueno».