sábado, febrero 19, 2022

MÓVIL O PORTÁTIL, ¿QUÉ MÁS DA?

 Siempre he comentado a Zalabardo el respeto y aprecio que guardo hacia quienes fueron mis profesores durante años. Es lógico que me sienta más próximo a unos que a otros por motivos diversos. En esa especie de cuadro de honor, destacan, el orden en este caso no supone prevalencia, los nombres de don Eduardo, que me enseñó a leer y fue quien me puso en contacto con el Quijote; de don Francisco Olid, modelo de compatibilidad entre enseñanza y respeto hacia los alumnos; de don Aniceto Gómez, que me inculcó el amor por la literatura; de don Agustín García Calvo, que nos abrió el camino para entender que toda idea debe estar respaldada por un comportamiento ético; o de don Manuel Alvar, cuyo ejemplo me inclinó hacia la curiosidad filológica. Pues bien, de la boca de don Manuel Alvar salían estas palabras con las que nos animaba a quienes éramos sus alumnos: «Si no podéis mejorar la lengua que habéis recibido, al menos procurad no pasarla a las generaciones siguientes en peor estado».

 


           Le cuento todo esto a mi amigo porque cada día es más notable el descuido mostrado a la hora de utilizar el lenguaje, instrumento que nos diferencia de cualquier otro grupo de seres y que nos permite organizar nuestro pensamiento y ser capaces de transmitirlo a los demás. Se habla mal y se escribe mal. Pensaba esto ayer cuando leía el anuncio de unos actos que tendrán lugar este domingo en el pueblo axarqueño de Almáchar con el objetivo de poner en valor los productos de su zona. Poner en valor no es ninguna incorrección; es solo un abuso que cansa porque parece que nos hemos olvidado de que también se puede decir promocionar, resaltar las cualidades de algo, mostrar su valía, etc.

            No critico el anuncio del que hablo por ese detalle, menor al cabo. Lo que me produjo mal efecto es su pésima redacción, apreciable por cualquiera que lo lea. A un ayuntamiento, como a cualquier otra institución, se le debe pedir no solo acierto en la gestión de los asuntos de su competencia. También un mínimo de corrección al redactar los escritos en los que hace pública su actuación.


            Ya en 1991, hace de esto treinta años, Francisco Rodríguez Adrados, en su discurso de ingreso en la Real Academia, titulado precisamente Alabanza y vituperio de la lengua, denunciaba: «Un cierto menosprecio de la lengua, su reducción a niveles ínfimos y su sustitución por una cultura de la mera imagen, está en el ambiente […] La literatura, que ha sido la vía de la inteligencia, de la crítica, de la enseñanza, tiende a reducirse a un pequeño grupo de gente marginal que apenas cuenta si no es para recibir de tarde en tarde un premio».

            En 1996, Fernando Lázaro Carreter afirmaba en una entrevista: «Es una actitud casi suicida de la sociedad renunciar a un idioma mejor. […] Vamos de mal en peor. La muestra del retroceso es que multitud de chicos, incluso universitarios, no entienden el lenguaje del profesor. Son generaciones de jóvenes mudos, que emplean un lenguaje gestual, interjectivo y de empujón. […] Ya sé que parecería ridículo si un partido político inscribiera en su programa semejante reivindicación; sin embargo, no sería, ni mucho menos, insensato».


          Y un informe oficial de 1998 sobre la enseñanza secundaria dejaba claro que solo un cinco por ciento de los alumnos comprende el sentido de la acentuación y que un altísimo porcentaje duda seriamente en el uso de la h o a la hora de diferenciar ll/y, b/v o las diferentes formas de construcción en que intervienen por y que/qué, es incapaz de elaborar un relato bien desarrollado, de escribir una historia básica, de reconocer las ideas secundarias de un texto o los enunciados de sintaxis compleja.


            Lo malo, le digo a Zalabardo, es que estos jóvenes, a quienes Fernando Savater achaca «una gran pobreza de vocabulario y desprecio por la galanura de la lengua» son los que luego llegarán a ser periodistas, profesores, médicos, políticos…, es decir, personas que, por los cargos y funciones que desempeñan, han de servir de modelos para quienes no tuvieron la oportunidad de recibir una formación como la que en ellos se presupone. Consecuencia de lo que digo, señalo a Zalabardo, son carteles anunciadores como el de Almáchar o, por no acumular ejemplos, los simples rótulos que acompañan a las imágenes de televisión.


            ¿Y qué tiene que ver con esto lo de los móviles?, me pregunta mi amigo. Y se lo explico. Móvil, como adjetivo o como sustantivo, significa ‘que puede moverse o se mueve por sí mismo’; debiera estar claro que los teléfonos inalámbricos que utilizamos son ‘fáciles de transportar’, es decir, portátiles, adjetivo que se sustantiva también, en este caso correctamente, para designar un tipo de ordenadores. Sin embargo, para el teléfono, que de por sí permanecería estático, se ha impuesto la palabra móvil. Y como, lo he dicho siempre, es el uso quien termina imponiéndose en la lengua, ahí tenemos que el teléfono es móvil, pero el ordenador es portátil. El Diccionario de la Academia no nos aclara la cuestión. Al ver la entrada móvil se nos remite a teléfono móvil; si buscamos esto, se nos envía a teléfono celular; y cuando acudimos a esta última expresión, leemos: ‘aparato portátil de un sistema de telefonía móvil’. Y yo ya me lío: ¿el móvil es portátil, pero el sistema de comunicación inalámbrica entre espacios o áreas, denominadas ‘células’ (por eso en el español americano se dice celular), es móvil? ¿Las torres de telefonía, partes fundamentales de este sistema no están firmemente asentadas en el terreno en que se levantan?

            No me extraña que en su libro de 1998 Defensa apasionada del idioma español, su autor, Álex Grijelmo, dijera: «El deterioro de la lengua que se emplea en público ha llegado al hecho, impensable en otras épocas, de que incluso algún miembro de la Real Academia Española escriba de manera pedestre» al referirse al ejemplo de un artículo que Luis María Anson había publicado en el diario ABC.

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