sábado, mayo 30, 2015

HISTORIAS DE PALABRAS: CEPILLO Y PÚLPITO



            Rastrear el origen de las palabras, Zalabardo lo sabe, es actividad placentera a la vez que instructiva porque nos ayuda a desentrañar el funcionamiento del idioma y nos aporta curiosidades. A raíz de un chiste que mi amigo me contó (y que, si tengo espacio, contaré al final) le pregunté si conocía la historia de los términos cepillo y púlpito. Dada su respuesta negativa, mientras paseábamos por el parque se la conté.

Miliario


            El latín cippus designaba el ‘troncón de un árbol’ o la ‘estaca que se usaba para las empalizadas’. La forma del cippus hizo que, mediante la correspondiente metáfora, se denominase también con ese término tanto la ‘pilastra o media columna que se erigía en memoria de un difunto’ como el ‘miliario, hito o mojón con que, en los caminos se indicaba la distancia o dirección a un lugar’. O sea, que la palabra se va haciendo polisémica.
 
Cristo de G. Fernández
          
Cippus ha pasado al español con dos formas: cipo y cepo. El cipo vale para lo que ya se ha dicho. Mediante una nueva metáfora, más vulgar, surgió la forma cipote, cuyo sentido no creo que haya que explicar. Pero cepo pasó a designar otra cosa. Por su tamaño y peso, el cepo fue lugar apropiado para sujetar la cadena que impedía que un preso pudiese escapar. Si en un principio fue fijo, con el tiempo el cepo fue cambiando de formas y tamaños, aunque siempre conservó la función de inmovilizar a alguien (o algo) e imposibilitar su fuga. A propósito, en la imaginería religiosa, cuando se representa a Jesús atado a una columna para ser azotado, lo que en realidad vemos es este cepo primitivo, por más que la imaginación y la devoción lo hayan dotado de tan artísticas formas. De cepo procede cepa, la ‘parte del árbol sujeta a la tierra mediante las raíces’. Así tenemos el cepo de tortura, el de coches, el de capturar animales, etc.

Cepo de tortura


Cepillo Catedral de Barcelona
           ¿Y el cepillo? El cepillo da para más, aunque, le aclaro a Zalabardo, me voy a limitar a uno solo de sus sentidos. En muchas iglesias antiguas fue costumbre colocar, y tomo la definición de Covarrubias, ‘media columna que por lo alto está hueca y cerrada con una tapa de hierro y una abertura por donde se pueda echar la moneda que se da de limosna’. Dos cosas vemos aquí; una, que ese dinero difícilmente escapa si no se posee la llave; la otra, que el tiempo también ha modificado los cepillos y ya no son esa media columna, sino una pequeña caja, con su ranura y su llave. Por lo demás, todo sigue igual.



            Nos queda el púlpito. También es palabra de origen latino, pulpitum. Inicialmente, designaba un simple ‘tablado o estrado’. Pero el término se relacionaría con el teatro. Horacio atribuye a Esquilo haber hecho levantar sobre el proscenio de los teatros griegos una especie de tribuna, que llamaron λογειον, sobre la que se situaban los personajes relacionados con el cielo o bien otros actores del drama para pronunciar discursos importantes. En su Arte poética, Horacio tradujo este λογειον como púlpito.
Púlpito Catedral Málaga


           Las basílicas romanas incluyeron en su estructura estas zonas elevadas, púlpitos, y las iglesias cristianas, que adoptaron la estructura basilical, también dejaron los púlpitos para la lectura de las epístolas y el evangelio, así como para que las homilías llegasen mejor a los fieles. El cristianismo, sin embargo, modificó algo los púlpitos al colocarles un pretil o antepecho y un tornavoz que impidiera que la voz se perdiese hacia las bóvedas.
            Y como me ha quedado espacio, cumplo la promesa de contar el chiste de Zalabardo: En una pequeña parroquia, el cura notó un día que desaparecía el dinero de los cepillos de la iglesia. Puso todo su empeño en averiguar quién pudiera ser el autor de la felonía, pero sus pesquisas no tuvieron ningún éxito. A la vista de que nada descubría y el dinero seguía desapareciendo, se le ocurrió una idea feliz. Convocó a los feligreses en el templo y, una vez todos presentes, se subió al púlpito y les habló así: “Hermanos míos, os he reunido aquí porque un lamentable suceso está produciéndose en nuestra parroquia: las limosnas que vosotros, piadosamente, depositáis en los cepillos, desaparecen sin que, a pesar de todos mis intentos, haya conseguido saber quién es el ladrón. Así que he decidido que sea Dios quien nos señale la mano impía que se adueña de las limosnas”. Los fieles se miraban unos a otros con cara de extrañeza. El párroco continuó: “Veis lo que tengo aquí”, y mostró una canica que sujetaba con sus dedos índice y pulgar. “La lanzaré al aire y Dios nos iluminará haciendo que la canica caiga sobre el ladrón”. Levantó, pues, el brazo y lanzó la pequeña bola. Pero la mala suerte quiso que esta chocara contra un pilar de la iglesia y, en su rebote, fuera a caer sobre el mismo párroco. Este, mohíno, se apresuró a tomar la palabra: “¡Ah, se me olvidaba deciros que la primera vez no vale!”
Cipo de Milles de la Polvorosa
Cepo para coches
Cepo para animales

sábado, mayo 23, 2015

PORQUE AÚN NO ESTÁ HECHA MI PALABRA



            ¿Cómo me puedes decir que es normal distinguir el hambre y la necesidad de una persona depende de donde haya nacido? Esta perla fue pronunciada por una tertuliana en uno de los innumerables e insufribles debates que proliferan en la televisión de nuestros días. Antes, para bien o para mal, los patinazos idiomáticos caían pronto en el olvido. Hoy no falta quien, a toda prisa, suba a Internet el documento. YouTube es una mina para estas cuestiones.
            No me canso de denunciar la degradación a la que vamos sometiendo poco a poco al lenguaje, nuestro desprecio por cuidar qué decimos y cómo lo decimos. Puede ser un pronombre mal empleado, una impropiedad léxica, una frase deficientemente construida, un gerundio inadecuado… Todo ello en una época, también lo he dicho, en que disponemos de más instrumentos que nunca para evitar tal desmán.
            Le digo a Zalabardo que si hay una pregunta que me causa no ya sorpresa, sino cierto repelús, es esa con la que pretendemos manifestar nuestro respeto hacia la lengua, pero con la que solo damos fe de nuestro desconocimiento: “¿Existe tal palabra?” O “¿Viene en el diccionario la palabra tal?” Al emitirla olvidamos, ya de entrada, que los diccionarios van siempre por detrás del lenguaje vivo, el de la gente que lo usa y en el momento en que lo usa; que, aunque parezca una exageración, el diccionario viene a ser una especie de panteón de las palabras. No es una idea original, pues ya la expuso alguien. No deja de ser irónico que, cuando a una palabra se le da entrada en el diccionario, la calle pueda haber dejado ya de emplearla.

            La verdad es que no pensamos que todas las palabras imaginables existen. Incluso aquellas que nunca hemos pronunciado; incluso aquellas que nadie ha soñado nunca. Porque en cualquier momento puede nacer una palabra, como en cualquier momento en el campo florece una amapola o una margarita.
            Deberíamos recordar los versos de Vicente Huidobro en su poema Arte poética: Cuanto miren los ojos, creado sea, / Y el alma del oyente quede temblando. / Inventa nuevos mundos y cuida tu palabra. Porque las cosas, lo leemos en el Génesis, no adquieren su naturaleza, no son creadas, hasta que, una vez vistas, les pongamos nombre. El mismo poeta, uno de los fundadores del creacionismo, en el bellísimo libro Altazor (1931), incluye lo que sigue:

Y puesto que debemos vivir y no nos suicidamos
Mientras vivamos juguemos
El simple sport de los vocablos
De la pura palabra y nada más
Sin imagen limpia de joyas
(Las palabras tienen demasiada carga).

            Como no habría que olvidar que Juan Ramón Jiménez, tan preocupado por la expresión precisa, abría su libro Eternidades (1916-1917) con este breve poema: No sé con qué decirlo, / porque aún no está hecha / mi palabra. Y en unos apuntes para una charla en Washington (1943), escribía hablando de lo que llamaba mi español perdido

Como el idioma es un organismo libre, y vive, muere y se transforma constantemente, el español que se venga hablando en España desde el año 36 en que yo la dejé, habrá cambiado en 7 años, tendrá 7 años más o 7 menos, según y conforme.
Si yo pudiera o quisiera ir a España ahora, seguramente hablaría, oiría y hablaría, con duda primero y luego, un español diferente del que estoy hablando y escribiendo.

            ¿Temería Juan Ramón que ese español sería tan zarandeado como lo es hoy, que habría tantos desaprensivos que lo maltratarían como se viene maltratando?
            Por todo esto que digo, le indico a Zalabardo, a mí me llena de gozo ver que la gente sencilla, la que no se preocupa de dar buena imagen en la tele, la que, aun sin saber gramática no se deja arrastrar por feas modas, utilice y mantenga palabras como vilorio (que decía mi madre, en Osuna) para indicar que alguien es muy ‘inquieto’; o que en Motril (Granada) llamen orejicaliebre al ‘chismoso’ y ‘correveidile’; o que en Humilladero (Málaga) nos pidan que demos expresiones a alguien cuando desean que lo saludemos; o que en Valverde del Camino (Huelva) de una ‘palabra que no tiene sentido’, con la que no decimos nada, digan que es una chindolá; o que en Alhama de Granada llamen al ‘escalón que da entrada a la casa’ cibanco. O que…; no acabaríamos con los ejemplos.
            Porque ninguna de esas palabras o giros están recogidas en los diccionarios. Al menos, en aquellos a los que damos más prestigio.

domingo, mayo 17, 2015

SOBRE MITOS Y TÓPICOS



            Hace unos días, asistimos a uno de Los lunes del Pimpi, tertulia con sabores y olores añejos muy diferente a las hoy más frecuentes. Ni a Zalabardo ni a mí nos gustan estas, por el enfado que nos provoca la tendencia a que el presentador se afane en usurpar el protagonismo que solo es debido al artista invitado.
            Se habló aquella tarde-noche de literatura clásica grecolatina, de poesía, de mitos y de tópicos. Entre otros muchos nombres, sonó el de Catulo, poeta latino cuyo conocimiento debo a las clases de Agustín García Calvo en la Universidad de Sevilla hace ya la friolera de cincuenta y un años.
            A la salida, Zalabardo, que en cuestión de estudios (inteligencia y conocimiento son otra cosa) no anda sobrado, me expuso sus dificultades para diferenciar mito y tópico. Le confieso que también a mí me entran dudas a veces porque entre uno y otro hay, siendo evidentes las diferencias, es posible encontrar algunos puntos de contacto. El mito, en principio, es un relato que trata de acercarnos y hacernos comprensible algo que la razón no acaba de aclararnos. Así, la creación, el diluvio universal, la historia de Moisés, son grandes mitos. El mito nace mezclado con un alto componente religioso que luego pierde. Cada cultura dice tener los suyos propios y como tales los valora. Pero un análisis desapasionado nos permite ver que determinados mitos son comunes a culturas bien diversas.
            El diluvio universal, por ejemplo, tendemos a situarlo en la tradición bíblica. Pero olvidamos que la Biblia se compuso en torno al año 1000 a.C. y que casi dos mil años antes había sido escrito el Poema de Gilgamesh, que recoge también la historia del diluvio y de Utnapishtim, el único hombre que se libró de él. Como también figura entre los mitos griegos. La historia de Moisés también es antigua. En una tablilla de arcilla, fechada dos mil años antes que el Éxodo, se cuenta que Sargón I de Akad fue concebido por una sacerdotisa que lo abandonó en un río, metido en una cesta de mimbre.
            Lo que ocurre es que entre mito y leyenda el límite es delgado y que el mito acaba contagiándose de literatura y deja de ser lo que fue. Pensemos en Amadís, fruto de los amores ilícitos entre Perión de Gaula y Elisenda de Bretaña, que fue abandonado en el mar y recogido por el caballero Gandales. Y en la historia de Jonás, arrojado al mar y devuelto a la tierra por una ballena. Y, aunque el ejemplo sea más rebuscado, le digo a Zalabardo que piense en el comienzo de Moby Dick, la novela de Melville: Llamadme Ismael, personaje recogido de un naufragio, recuperado de las aguas, que nos contará la historia. Según se ve, ya estamos mezclando mito y tópico.
            El tópico, en cambio, es otra cosa. Carece de esa raíz religiosa y se incardina de lleno en la literatura. En la novela que ahora me tiene ocupado, el protagonista lo define como metáfora casual, expresión feliz que, a fuerza de ser repetida, deviene en lugar al que todos acuden. El tópico nunca intentará explicar un misterio. El mito, sí.
            Digo haber recordado a Catulo y aquel poema que se inicia: Passer, deliciae meae puellae, es decir, Gorrioncillo, razón de la felicidad de mi amada (las traducciones que doy son bastante libres), al que sigue otro poema sobre la muerte del mismo pájaro: tua nunc opera meae puellae flendo turgiduli rubent ocelli, que quiere decir, Ahora, por tu causa, los ojitos de mi amada enrojecen hinchados por el llanto.
            ¿Fue Catulo el primero en utilizar el tema del pájaro que alegra a la dama y, luego, causa su pena al morir? La verdad es que no lo sé, pero poemas dedicados al regalo de un pájaro a la amada y llanto por la muerte del ave los encontramos en Ovidio, Estacio y Marcial, que yo sepa. Pero, para no ocupar mucho espacio, hagamos una elipsis y saltemos en el tiempo: ¿qué se cuenta en el bellísimo Romance del prisionero (Que por mayo era por mayo…) sino el dolor de un recluso cuya única alegría era el canto de una avecilla que, un mal día, abatió un cazador? El llanto por la muerte de un pájaro que antes nos alegró es, ni más ni menos, un tópico.
            ¿Habrá un tópico más repetido que el de la vida como camino? Gilgamesh, el primer libro del que tenemos noticia, escrito en tablillas de arcilla, cuenta el largo viaje del rey de Uruk para buscar el secreto de la inmortalidad y salvar a su amigo Enkidu. ¿No es también la Odisea la historia de un larguísimo caminar (o navegar, que viene a ser lo mismo)? En mi novela, el protagonista parte de la idea de que, en ese caminar que es la vida, no puede haber vuelta atrás. Que nadie puede pretender que lo que dejamos a nuestras espaldas sea recuperado tal como lo dejamos. Por eso fue inútil el viaje de Gilgamesh; por eso, Ulises no debería haber regresado. ¿Cómo osamos esperar que la impedimenta, las personas, el hogar que abandonamos un día, nos espere como si nada hubiese pasado?

           El camino, la vida como camino, es un tópico que encontramos en la literatura con mil matices distintos. Lo trató Berceo para exponernos una verdad simple (somos romeros que un camino andamos). Dante situó su magna obra en el centro mismo de su existencia (In mezzo del cammin di nostra vita). Manrique busca el consuelo tras la muerte de su padre (este mundo es el camino para el otro). Lope de Vega, teatral, crea la intriga al desear evitarlo (sombras le avisaron que no saliese, y le aconsejaron que no se fuese). Machado se conturba ante lo desconocido (¿Adónde el camino irá?). Kavafis pide retardar el final (desea que tu camino sea largo). Lorca, fatalista, augura el trágico final (aunque sepa los caminos, yo nunca llegaré a Córdoba). Incluso en la tradición no grecolatina tenemos una relativamente reciente novela cuya lectura nos acongoja: La carretera, de Cormac McCarthy.
            ¿Quién crea, entonces, los tópicos?, me pregunta Zalabardo. Me arriesgo a contestarle aquello de Manuel Machado acerca de la copla: Hasta que el pueblo las canta / las coplas coplas no son. / Y cuando las canta el pueblo, / ya nadie sabe su autor. Eso es lo que pasa con el tópico. Indudablemente, alguien fue el primero en utilizar esa feliz metáfora, pero el tiempo ha ido convirtiéndola en bien común, en moneda corriente (Con pan y vino se anda el camino, Arrieritos somos y en el camino nos encontraremos…). El mito es más complicado.


sábado, mayo 09, 2015

CUIDAR EL RÉGIMEN



            Nunca debemos culpar a las palabras de lo que nosotros pretendamos con ellas. Por ejemplo, una palabra malsonante puede serlo solo porque nos dejamos llevar por un tabú que la carga de connotaciones añadidas. Y otra puede ser ofensiva por el mero hecho de que nuestra intención es ofender.
Eso y no otra razón provoca que a Zalabardo y a mí nos sacuda una especie de escalofrío cuando en nuestros oídos suena la palabra régimen. Pese a los años transcurridos, nada evita que, en nuestro cerebro esté bien grapada la palabra régimen y que nos cueste no pensar, al oírla, en los oscuros años del franquismo. Lo que más preocupaba a una persona normal y corriente era que se la pudiera tildar de ser desafecta al régimen. Tal circunstancia podía suponer una especie de muerte civil: dificultades para desempeñar determinados cargos o profesiones, imposibilidad de obtener pasaporte, prohibición de libre circulación, aun dentro del propio país… Si la cosa no era peor.
            Ese miedo no lo quita ni el conocimiento de la amplitud semántica que posee régimen. Porque, aparte del régimen político, podemos hablar de régimen alimenticio, régimen de lluvias, régimen económico, régimen carcelario, régimen hidrográfico… y, claro, régimen gramatical. Y este es el que ahora nos interesa porque su no observancia es causa de bastantes errores.
            ¿Y qué es el régimen? El Diccionario de lingüística de Jean Dubois dice: se denomina régimen a una palabra o a una serie de palabras (nombre o pronombre) que depende gramaticalmente de otra palabra en la oración. Y, para ampliar el concepto, remite a rección, que es la propiedad que tiene el verbo de ir acompañado por un complemento con un modo de introducción determinado.
            Cuando en el bachillerato estudiábamos latín (ahora, lamentablemente, es una disciplina en peligro grave de extinción por la incompetencia de quienes manejan el poder) aprendíamos muy bien qué era eso del régimen. No teníamos duda de que ab es una preposición que rige ablativo; que praesideo es verbo transitivo que se construye con un complemento de régimen en dativo (praesidere rebus divinis, ‘presidir los asuntos divinos’); que careo es intransitivo pero, con un complemento en ablativo, puede significar ‘echar de menos’ (carere consietudine amicorum, ‘echar de menos a los amigos’). Y como nuestra lengua es de raíz latina, sin olvidar otros aportes, nos costaba menos comprender su funcionamiento.
            Ahora, como digo, parece demostrado que el latín no sirve para nada y que conocer nuestra lengua tampoco reporta beneficio alguno. Escuchemos cualquier radio, veamos cualquier televisión, leamos cualquier periódico para salir de la duda. Zalabardo me mira como transmitiéndome. “¿Así lo vas a decir?”. Pues así lo digo. Aunque con pena.

            Bien, la lengua nos interesa poco. Repito mi tesis de siempre: interesa poco a quienes tienen la responsabilidad de cuidarla, pues la gente común bastante tiene con seguir el ejemplo de quienes piensan, de buena fe, que hablan y escriben bien. Y lo cierto es que esas personas en las que confiamos incumplen repetidamente el régimen y, tal vez, algunos no sepan ni qué es eso. Por ello, emplean esquemas transitivos para un verbo intransitivo: con frecuencia oímos o leemos en crónicas deportivas que los futbolistas circulan el balón con rapidez, cuando lo correcto es decir que hacen circular el balón. O construyen como no pronominal un verbo que lo es: no es correcto decir de alguien que cuando bebe no controla si lo que debe decirse es que no se controla.
            Hay gran cantidad de verbos cuya construcción (es decir, régimen) no se acaba de entender. Así sucede con advertir. Este verbo puede significar ‘darse cuenta’ y, entonces, habrá que construirlo con un complemento directo sin preposición: he advertido un peligro. Pero si significa ‘informar’, deberemos construirlo con la preposición de: nos advirtieron de los peligros. No obstante, aun con este significado, si el complemento es una oración, puede prescindirse de la preposición: me advirtieron (de) que la prueba sería complicada. E, incluso, si la información es consejo o amenaza, se prefiere la construcción sin de: te advierto que no te saldrás con la tuya.
            Cesar, (¿cuántas veces lo habré dicho?), es un verbo intransitivo que significa ‘dejar de desempeñar un cargo cuando se ha cumplido el tiempo para el que alguien fue elegido’. Eso supone que alguien cesa en sus funciones o cargo, pero de ninguna manera se puede cesar a alguien; para ese significado tenemos el verbo destituir.
            Los mismo que oír, ‘percibir sonidos o voces’, no es escuchar, ‘prestar atención a lo que se oye’, hablar no puede identificarse con decir. El régimen de cada uno nos permite saber que es posible decir muchas cosas, pero que solo es posible hablar de muchas cosas. Lo mismo vale para conversar. Nunca conversamos algo, sino que conversamos de (o sobre) algo.


            Innumerables veces recibimos noticias sobre la aprehensión de drogas o de mercancías ilegales por parte de las autoridades. Pues bien, parece que nuestros informadores no acaban de asumir que el verbo español que indica ‘privar a alguien de alguno de sus bienes como consecuencia de la relación de estos con un delito, falta o infracción administrativa’ es incautarse y la construcción exige un régimen preposicional: incautarse de algo. Pero tanto va el cántaro a la fuente que al final se quiebra. Y en el propio Diccionario Panhispánico de Dudas leemos que, por influencia de sus sinónimos confiscar y decomisar, hoy es frecuente, y se considera válido, su uso como transitivo: les incautaron tres dosis de cocaína.
            Estas confusiones, cada día más comunes y extendidas, me llevan a pensar continuamente en el lema que encabeza mi Agenda: la necesidad de procurar, al menos, no empobrecer lo que no somos capaces de mejorar. Y le digo a Zalabardo que a veces me planteo si debo rehusar continuar con estas denuncias, que es la construcción que pide el régimen, o debo rehusar a continuar haciéndolo, que es la construcción que, lamentablemente, empieza a extenderse.