sábado, noviembre 28, 2015

CARTA DE UN SOLDADO



            Olga Manzano y Manuel Picón escribieron una bella canción, Carta a un soldado, que una madre dirigía a su hijo. En Quién supiera escribir, poema de Campoamor, conocemos la historia de una joven que pide a un cura que le escriba una carta para su novio. Quevedo dirigió a Felipe iv una carta-poema, Sacra, católica, real Majestad…, para denunciar la política del Conde-Duque, cosa que le valió la cárcel al poeta. Pero yo quiero hablar hoy, le digo a Zalabardo, de una carta real, escrita por un soldado español que combatió en la Guerra de África (la segunda, la que tuvo lugar tras el levantamiento de las tribus rifeñas y que se desarrolló entre 1919 y 1925).
            Y quiero hablar de que hoy no se escribe. La correspondencia epistolar ha sido barrida por las redes sociales. Twitter, WhatsApp, Facebook…, imponen unos modos que chocan con los de otras épocas. Se valora la inmediatez, el monosilabismo (como lo he llamado otras veces), la expresión sucinta y directa, se diría que escribimos mensajes de “usar y tirar”. Un raro impulso nos lleva a escribir aunque no haya suficiente razón para ello, solo porque parece que no hubiera otra cosa que hacer, y casi se exige que nuestros mensajes sean respondidos de igual manera, aunque haya poco o nada que responder. Y, no obstante, disponiendo de mayor facilidad para comunicarnos, se tiene la impresión de que estamos más aislados.
            La carta de la que quiero hablar nos remonta a un tiempo en el que escribir no era cosa de varios segundos y un clic, sino que a veces podía llevar horas. También era dilatado el plazo necesario para que llegara a su destino. Yo alcancé a ver todavía alguno de aquellos pendolistas que tenían su taller en calle Granada y que se dedicaban a escribir cartas por encargo para personas que no sabían hacerlo o querían que su misiva tuviese una forma más cuidada y pulcra. Ese oficio se perdió, como tal vez se pierda un día el de cartero. Una vez escrita la carta y echada al buzón, de inmediato nacía la ilusión de esperar respuesta. ¿Cuánto tiempo permanecía vivo aquel deseo hasta verla en nuestras manos? Por todo ello, procurábamos volcarnos en el papel, incluir toda clase de detalles, ser afectuosos, crear un lazo firme con nuestro corresponsal. Nadie hubiese entendido que, un día, el correo electrónico permitiera el envío de una sola carta a numerosos destinatarios. Las cartas había que escribirlas una por una.
            El soldado que firma esta que tengo, Antonio Vargas Cobos, era alguien de quien no conozco referencia alguna. Su escrito me llegó de manera casual. Comete innumerables faltas de ortografía, no puntúa, no delimita convenientemente las palabras… Debía poseer una formación muy básica. Pero, pese a todas sus carencias, su estilo llano atrae y nos permite reconocer a alguien con sentimientos limpios y emociones que difícilmente hallamos en los fríos y escuetos mensajes que imperan hoy. Por ello, para mí, comunica de su autor más que los millones de anodinos mensajes que cada día enviamos desde nuestros móviles. Aquí dejo su transcripción literal, procurando no modificar nada:
            Posición de Bab-el-Sar á 22 de Julio – 1924.
            Querido Tito es de mimayor álegria alser esta en su poder se halle disfrutando de un buen estado desalud en unión de toda la familia. Yo sigo bueno, A Dios las Gracias: Querido tito despues desaludarlo con los mallores cariños paso acomunicarle que obra en mi poder la sulla fecha 6 – del coriente y enterado de sucontenido le digo lo siguiente:
            Tito conreferencia álas operaciones pues debo desirle que si que acido un combate fuerte pero solamente uno y la Posición de Koba-Darsa que estuvo 7 – o – 8 dias aislada pero que no murierón ninguno: adonde murierón fue para sanbar la fuerza que estaba en hella: y tambien le digo que esto no ancido operaciones: esto acido un castigo para que no se metan con las Posiciones: de modo que esto es ta lla muy tranquilo y ademas que por mi no tenga V. miedo porque yo estoy lejos de Tetuan y por aqui esta esto la mar de tranquilo y ya quedran esperas algunos mes porque yo meparese que para el mes de Septiembre abra algo sobre nosotros: enfin que hagan lo que quieran: total 3 meses y 20 dias.
            Tito de calor que V. medise que hase por ahi pues por aqui hace una temperatura muy buena alapresente mas bien frio que otra cosa pero calor no hace por estar en lo arto de un serro como estan todas las Posiciones.
            Y de aqui  notengo nada mas que contarle de mi casa hase  poco que tube carta y medisen que estan  bueno nose si me engañaran por que llo no mefio de ninguno por que no me disen laberdad: pero si Dios quiere pronto llegara ese dia tan felix para mi y sin mas por hoy muchos Recuerdos para: Antonio el de Maria Cobos y sufamilia y para Alonso y sufamilia y los mas tiernos afestos para mitita Pepa y para mis primas y primos y para todo el que por mi pregunte. Y V. mi querido tito Recibe cuanto quiera de este su sobrino que lo quiere y no lo olvida que lo soy: Susobrino
                       Antonio Vargas Cobos
            A Dios para cuando me conteste puede ser que halla algun mobimiento por que todo el tiempo que nos farta no nos ban atener aqui
                       Susobrino
                                               Antonio

domingo, noviembre 22, 2015

SE PROHÍBE EL CANTE (o ¿DÓNDE JUEGAN LOS NIÑOS?)


             A Camilo J. Cela, con independencia de otros aspectos, hay que reconocerle el mérito de ser creador de una amplísima nómina de personajes que, aunque desempeñen un papel muy secundario, nunca dejan de ser atractivos. En La colmena, encontramos un niño que corretea el centro de Madrid cantando para buscarse la vida. No tiene ni nombre, es solo ‘el niño que canta flamenco’ y aparece ocasionalmente. De él se hace un retrato que unas veces resulta tierno (es vivaracho, como un insecto, morenillo, canijo […] Canta solo, animándose con sus propias palmas y moviendo el culito al compás), y otras tremendamente sórdido (El niño no tiene cara de persona, tiene cara de animal doméstico, de sucia bestia, de pervertida bestia de corral).
            Recordé a ese niño, le comento a Zalabardo, un día que leía una entrevista realizada a tres cantaores flamencos: Rancapino, Menese y de la Morena. Este último sacaba a colación una anécdota antigua para explicar el momento presente: Estamos como el Brene, que cantaba por las tapas. Le decían: “Brene, hazte un cantecito”. “Ea, pero ponme una tapita de papas”. Quizá una historia no tenga que ver con la otra, pero yo las relacioné.
            Y ambas situaciones las cito aquí porque tengo la sensación de que vamos cayendo, quizá sin ser conscientes, en un estado de intolerancia, por un lado, y de burocratización hasta de la pobreza. Esto último lo demuestran bien los propios ayuntamientos que organizan cástines (la Academia prefiere el anglicismo casting en lugar de la castellanización del término propuesta por Fundéu; en ambos casos se olvida que, en español, disponemos de concurso, selección y otras palabras semejantes) para dotar de carné y autorización a quienes se buscan la vida como artistas callejeros. Tampoco se lo ponen fácil a los vendedores ambulantes, que no hacen sino tratar de salir de la miseria del paro.
            Lo otro, lo de la pérdida de la tolerancia, también nos daría para hablar largo y tendido. Basta un suceso cualquiera, para estigmatizar a todo un colectivo. Que haya un fanatismo yihadista no debiera afectar a nuestra percepción del islam o del conjunto de los musulmanes. Como un robo no debiera ser excusa para denostar a gitanos y rumanos. Pero hay casos aparentemente más simples que, a la vez, resultan más sintomáticos. Es Zalabardo quien me los recuerda. Hace un tiempo, en una barriada de Málaga, las peticiones de un alto número de vecinos obligaron al consistorio a suprimir un parque infantil. Los vecinos se quejaban de que los niños, en sus juegos, eran demasiado ruidosos y molestaban. Zalabardo y yo, a partir del incomprensible caso, hablamos con añoranza de cuando, siendo niños, nuestras madres nos mandaban a la calle a jugar, con la única recomendación de que tuviésemos cuidado de volver a casa a la hora señalada y sin ninguna brecha en la cabeza por un toscazo ni las rodillas desolladas. ¿En qué calle pueden hoy jugar los niños? El segundo caso me pilla cerca. Se ha conseguido peatonalizar una calle en la zona donde vivo. Pero la junta de vecinos ha solicitado vivamente al ayuntamiento que no coloque bancos ni jardineras susceptibles de ser empleadas como asientos por el riesgo de que la calle se convierta en lugar de reunión y juegos, con las consiguientes molestias.
            Zalabardo, casi siempre es él, me pide que recuerde las calurosas noches estivales de otras épocas en que la gente sacaba las sillas a las aceras y se disfrutaba de desenfadadas tertulias mientras los niños correteaban hasta que el sueño rendía a pequeños y mayores.
            Repito, ¿dónde pueden hoy jugar los niños si hasta en los parques y jardines nos molestan? Luego, ahí está la paradoja, nos quejamos de que, anclados todo el día ante las maquinitas, los ordenadores o el televisor, se entontecen y van perdiendo la capacidad de imaginación que los juegos antiguos proporcionaban.
            La situación que denuncio no afecta solo a los niños. En todas las facetas de la vida estamos perdiendo cuotas de sociabilidad que nos llevan a portarnos como erizos que sacan sus púas afiladas en cuanto alguien se acerca. ¿Os habéis fijado en la absurda y ridícula escena de esos grupos que, sentados en una terraza, dejan pasar el tiempo olvidados los unos de los otros porque cada uno de ellos está abducido por la pantalla de su móvil? Cuando yo estaba en la universidad, recuerdo que un compañero, José María Pérez Orozco, se llevaba con frecuencia una guitarra y, a la salida de las clases, nos íbamos a algún parque, o a algún bar, y echábamos la tarde. Pero un día empezaron a aparecer aquellos letreritos, antipáticos, de Se prohíbe el cante, y la cosa se acabó.
            Son muchos los letreros pretendidamente graciosos (en realidad, son odiosos) en establecimientos públicos. Como ese de Si bebes para olvidar, paga antes de beber; o el no menos antipático Hoy no se fía, mañana sí. Pero la palma se la lleva ese terrorífico bastón que algunos cuelgan bien a la vista con el siguiente rótulo: Libro de reclamaciones, que despeja cualquier duda sobre la amabilidad del propietario del local.
            Total, me quejo a Zalabardo, antes teníamos la posibilidad de echar un rato de charla con el tabernero, con las madres, y los padres, de otros niños en calles, parques y jardines. Ahora, el miedo y la desconfianza refrenan nuestros deseos de sociabilidad.

           Por eso me agradó ver en El Pulguilla, un acogedor, recomendable, concurrido y barato bar de Nerja un letrero que, en español e inglés, anuncia: Los lunes cerramos por descanso de los clientes. O sea, que aún queda quien piensa en los demás. Afortunadamente.


viernes, noviembre 13, 2015

ADJETIVO (LO ACCIDENTAL) Y SUSTANTIVO (LA ESENCIA)



            Sabe muy bien Zalabardo que tengo algunos libros de cabecera que son como consejeros. Procuro no separarme mucho de ellos, les guardo gran respeto y los consulto con frecuencia cuando necesito ayuda. De esta clase es Juan de Mairena, de Antonio Machado. El otro día, reflexionando sobre el proceso de creación de mi novela No tendrías que haber vuelto, me acordé de uno de los apuntes del libro del sevillano (no olvidemos que el título completo es Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de de un profesor apócrifo). Pues bien, Mairena pide a uno de sus alumnos que escriba en la pizarra Las viejas espadas de tiempos gloriosos para, a continuación preguntarle a qué tiempos cree que alude el poeta. El alumno, sin inmutarse responde: A aquellos tiempos en que las espadas no eran viejas.
            ¿Por qué me acordé de ese detalle concreto? Pues porque, para mí, refleja con toda fidelidad el modo en que un adjetivo puede estropear una frase tal como la nata (acabo de leerlo) echa a perder una carbonara. No es opinión solo mía, pero creo que en ocasiones abusamos del adjetivo creyendo que eso va a dar mayor entidad y fuerza a lo que escribimos. Lo cierto es que no nos damos cuenta de lo peligroso que es dejar que campe a sus anchas, sin atarlo cortito para que no se desmadre.
            Que lo que digo no es invención mía, razono a Zalabardo, queda patente si recogemos algunas citas de personas que tienen una autoridad de la que carezco yo. Jules Marouzeau, lingüista y filólogo, profesor de la Sorbona, dijo: La multiplicación de los epítetos refuerza la imprecisión. Paul Valéry, poeta, dijo: El epíteto ha perdido valor; la inflación de la publicidad ha reducido a la nada la potencia de los adjetivos. Y Vicente Huidobro, poeta también, fue más contundente: El adjetivo, cuando no da vida, mata.
            ¿No creéis que, en el texto de Juan de Mairena, Machado  pretende hacernos ver que viejas y gloriosas chirrían y convierten en pomposamente vacía la expresión? Pues bien, eso es lo que sucede continuamente en nuestra forma de hablar y de escribir. Empleo el plural porque no quiero que nadie crea que me excluyo de ese defecto de acumular adjetivos que serían perfectamente prescindibles. Voy a referirme concretamente a dos ejemplos próximos. En pancartas de manifestaciones recientes se podía leer la condena de la violencia machista y la petición de una educación feminista. Ninguna de las dos expresiones me gusta por motivos obvios. Por lo que a mí respecta, Zalabardo sabe bien, condeno cualquier tipo de violencia sin necesidad de adjetivarla, pues parece que, condenando una concreta forma de violencia se están considerando justificadas las demás. Y, en cuanto a la educación, a lo que debemos aspirar es a una educación que no sea sexista, que no establezca diferencias entre hombres y mujeres, que respete la igualdad. Cualquier educación que no tenga en cuenta esto y se encadene a un epíteto restrictivo deja de ser, para mí, educación.

           Estamos hartos de ver cómo hay adjetivos que, de tanto usarlos y en contextos muy localizados, han acabado por resultar vacíos. Parece que la sequía debe preocuparnos solo si es pertinaz; que no hay peores crímenes que los execrables, como si no fuesen condenables todos; que no sentimos interés por algo si no es vivo, cuando lo que se opone a tener interés es no tenerlo; que no hay mejores tradiciones que las seculares, sin reparar que una costumbre de hace dos día no es tradición; y, últimamente, que no existe mejor corrección que la política, ignorando que, simplemente, hay que guardar corrección.
            Mencionaba antes mi novela. No sé si a alguien le interesará el dato, pero, hasta llegar a la versión definitiva, la que entregué a la imprenta, había compuesto diez redacciones de la misma. Y porque un buen amigo me dijo: No sigas por ahí, déjalo ya, pues me empecinaba en buscar cosas que retocar. Quiero dar un ejemplo: en un párrafo del capítulo tres, en el borrador inicial, escribía: Siempre hay una causa primera, quizá imperceptible, pero nunca despreciable, porque las consecuencias pueden oscilar desde lo más baladí hasta lo terriblemente catastrófico. ¿Qué no me gustaba de eso? En principio, esa proximidad entre imperceptible/despreciable. Pero, sobre todo, esa pareja que forman baladí/catastrófico. Los adjetivos, veía yo, “se comían” a los sustantivos
            Después de vueltas y vueltas, el texto quedó finalmente así: Partimos, pues, de que ha de haber una causa primera, quizá tan aparentemente insignificante que podría pasar inadvertida al más perspicaz observador; pero nunca habrá que despreciarla, puesto que sus consecuencias podrían ser catastróficas (pág 33). El texto, trato de justificarle a Zalabardo, se ha alargado un poco, no se han suprimido adjetivos (aunque los iniciales han sido sustituidos), pero, sobre todo, con la nueva construcción, la atención se ha desviado desde cuatro adjetivos que no acababan de cuadrarme hacia tres sustantivos (causa, observador, consecuencias) y un verbo (despreciar) que le dan más fuerza al párrafo. Al menos, eso me parece.

sábado, noviembre 07, 2015

LA MALA GENTE (SOBRE A. MUÑOZ MOLINA Y C. J. CELA)



Foto de Esteban Cobo/EFE

              Hace unos días que circula por Facebook, y supongo que por otros caminos, un artículo de Muñoz Molina titulado Una petición (tal artículo aparece en su página oficial, www.antoniomuñozmolina.es, con fecha de 4/11/2015). Como suele suceder en las redes sociales (Zalabardo se ríe cuando me ve boquiabierto mientras intento descubrir y entender su funcionamiento), alguien lee algo y lo comparte. De esta manera, quien no lo ha leído en origen tiene posibilidad de conocerlo e, incluso, compartirlo a su vez con otras personas. Así me ha llegado a mí. Quede bien claro que he marcado el correspondiente me gusta y lo he compartido.
            En ese artículo, he descubierto en Antonio Muñoz Molina a una persona sensata, cordial y pacífica, lo que no es poco en los tiempos que corren. Puesto que quien quiera leerlo va a tener oportunidad de hacerlo —¿qué queda fuera de nuestro alcance desde el nacimiento de Internet?— me limito a citar la que considero tesis defendida por su autor: No necesito que nadie me aprecie tanto como para asegurarse de que no me entero de una maledicencia que de otro modo me habría ahorrado. Las malas noticias, llegan solas; no necesitan mensajeros adicionales.
            Antonio Machado (aquel que quería ser, en el buen sentido de la palabra, bueno), escribe, en el segundo poema de Soledades, haber visto en todas partes Mala gente que camina / y va apestando la tierra… Por supuesto, Muñoz Molina no queda dentro de este grupo. Muñoz Molina, cuya literatura admiro (me gustaron especialmente Sefarad, El jinete polaco, Todo lo que era sólido o La noche de los tiempos), aunque desconocía mucho de su temperamento y carácter, se me ha revelado en este artículo, además, como lo que aquí llamamos buena gente.
            Los escritores son, que nadie lo dude, personas como cualesquiera otras, y no hay que confundir una cosa con otra: se puede ser buen escritor y, sin embargo, ser mala gente. Y, reiterándome, es posible admirar la calidad de un escritor y, sin embargo, detestar su actitud como persona.
            Zalabardo me pide que le aclare la razón de la exposición que estoy haciendo y entro en ello enseguida. En el artículo citado, Muñoz Molina alude a ciertas rencillas que tuvo con Camilo J. Cela hace ya bastantes años (siempre en España los escritores han andado a la greña unos con otros). Podría haberse explayado y soltar toda la mala bilis que quisiera en defensa de su parcela en aquel conflicto. Pero no lo hace. Pasa por el episodio con elegancia, casi con amabilidad, sin rencores.
            Jordi Gracia y Domingo Ródenas, en uno de los volúmenes de la Historia de la literatura española dirigida por José-Carlos Mainer, dejan claro cómo Cela, de entre los escritores de su edad, fue quien peor llevó la irrupción, en los ochenta y noventa, de nuevos nombres que empezaron a hacerle sombra. Entre estos autores estaba el novelista de Úbeda.
            Nunca negaré que he sido seguidor de la literatura de Cela. Siempre he admirado su capacidad para afrontar nuevos retos en cada proyecto suyo, aunque con bastante asiduidad recurriera a técnicas ya usadas antes. No pienso ya en La familia de Pascual Duarte o en La colmena. Pienso, por ejemplo, también en Oficio de tinieblas 5, en Mazurca para dos muertos, por esta tengo una especial predilección, o en Madera de boj. Y se me puede quedar alguna en el tintero, porque escribo de memoria. Tampoco hay que desdeñar la fundación de la editorial Alfaguara o la creación de la revista Papeles de Son Armadans.
            Pero Cela, aparte de esto, siento tener que decirlo de alguien ya muerto, fue mala gente. Y no lo digo por capricho. Lo fue como persona y lo fue, en ocasiones, como escritor. Como escritor no sintió vergüenza a la hora de vender su pluma a quien mejor le pagara. Ahí está el caso de La catira, novela escrita por encargo, o el más que sonrojante caso del premio Planeta, que recibió tras haber obtenido garantías de que él sería el ganador si se presentaba. Y, en un santiamén, escribió la novela galardonada. Solo que, pronto, aquella obra se vio en los juzgados porque al gallego se lo acusó de plagio. Y no estoy seguro de si ha terminado ya el conflicto.
            Ese mismo año del Planeta, 1994, Cela publicó en ABC un breve, pero ácido y malintencionado, artículo (Pavana para un doncel tontuelo) contra Muñoz Molina, a quien acusaba, junto a otros escritores jóvenes, de ser protegido del PSOE y, más concretamente, de Carmen Romero, la esposa de Felipe González.
 
Retrato de Carlos Merchán
          
Quienes jaleaban y aplaudían a Cela por su furibundo ataque a Muñoz Molina y otros, no decían ni pío sobre los múltiples episodios en los que el Marqués de Iria Flavia, Premio Nobel y académico quedaba mal retratado como persona. Por ejemplo, que trabajó como funcionario de la censura franquista. Pero si esto hubiera podido considerarse un pecadillo de juventud, como algunos dicen, un medio de ganarse la vida en una época difícil, hubo una historia más negra aún en su vida, la de haberse ofrecido como delator.
            Aunque durante un tiempo se mantuvieron dudas sobre la autenticidad de aquella carta, parece que, finalmente, su contenido pudo ratificarse. La historia es la siguiente. En 1938, Cela, que tenía 21 o 22 años y poco antes había sido considerado inútil para el servicio militar, se dirigió a las autoridades con una misiva en la que entre otras cosas decía: Que queriendo prestar un servicio a la Patria adecuado a su estado físico, a sus condiciones y su deseo y buena voluntad, solicita el ingreso en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia […] Que habiendo vivido en Madrid y sin interrupción durante los últimos 13 años, cree poder prestar datos sobre personas y conductas, que pudieran ser de utilidad […] Que el Glorioso Movimiento Nacional se produjo estando el solicitante en Madrid, de donde se pasó con fecha 5 de abril de 1937 y que por lo mismo cree conocer la actuación de determinados individuos…
            Es posible, pues, que Muñoz Molina fuese alguna vez un doncel tontuelo, mozo lírico o, incluso, lírico-cómico-bailable sentimental, como lo llamaba Cela en aquel artículo de 1994. Al fin y al cabo, los de pueblo podemos ser un poco tontuelos y todo lo demás, aunque pronto se nos pasa y espabilamos. Lo que no se nos puede negar es que procuramos ser buena gente. En cambio, un chivato y aquel que deshereda a un hijo por el loable hecho de defender a su madre nunca podrá eludir la etiqueta de mala gente. A pesar de los premios que acumule.