domingo, octubre 31, 2021

DEJAD EL BALCÓN ABIERTO


Estamos ante la festividad de Todos los santos y la de los Fieles difuntos. Le comento a Zalabardo que no conozco una cultura que no tenga ritos de veneración y recuerdo de los muertos. Es posible que la Iglesia, siguiendo su habitual tendencia al sincretismo que le hace adaptar costumbres e ideas de culturas diferentes a las propias, no creyera suficiente disponer de lo que se dice en el Segundo Libro de los Macabeos: «Es, pues, un pensamiento sano y saludable el rogar por los difuntos, a fin de que sean libres de las penas de sus pecados». Por eso, para significarse frente a los demás, en el siglo VI el papa Bonifacio IV decretó que el día 13 de mayo se celebrase el Día de Todos los Santos, no solo de los que figuraban en el santoral, sino de cualquier otro que, aun sin canonizar, fuese merecedor de esa consideración. Y poco después, en el siglo VIII, Gregorio III, trasladaría la festividad al 1 de noviembre, para unirla a la de los Fieles Difuntos, es decir, aquellos cuyas almas aún vagaban por el purgatorio esperando ser merecedores de entrar en el paraíso. Con ello, procuraba marcar distancias frente a otros cultos paganos que pusieran su mirada en los muertos.

 


           Porque los ritos y creencias en torno a la muerte y los muertos tienen una extensión universal, tanto en el tiempo como en el espacio. En el más humilde enterramiento de cualquier excavación arqueológica se han encontrado útiles y joyas que no tienen otro fin que el de acompañar al difunto en su otra vida. Y la muerte y el más allá son explicados e interpretados de múltiples formas.

            Los indios chipayas, posiblemente la cultura más antigua de América, mantienen en una leyenda que la muerte es cuestión del azar. Un gran mago quiso hacer inmortales a los hombres y les aconsejó que recibieran amistosamente a un extranjero que los visitaría. Pero cuando ante ellos apareció un extraño cargado con una cesta repleta de carne podrida lo rechazaron de mala manera, pensando que era portador de la muerte. Al día siguiente, en cambio, acogieron afectuosamente a un agraciado joven sin saber que era la Muerte, que se quedaría entre ellos para siempre.


             Casi todas las culturas contemplan un Infierno o Reino de los muertos al que van las almas de los fallecidos. Pocas, o ninguna, piensan en la muerte como acabamiento total. Bueno, Epicuro sí. Hay un texto budista que cuenta este tránsito como un viaje melancólico por un territorio inhóspito. A su llegada al Infierno, el espíritu camina a tientas buscando cruzar el Río de los Tres Pasos. Un paso es un vado poco profundo que atravesarán quienes no han cometido en su vida más que faltas leves; el segundo paso, un puente construido con ricos materiales, conducirá al otro lado a quienes han llevado una vida piadosa; y el tercero es un abismo poblado de monstruos, reservado a los grandes pecadores. Pasado el río, aún habrán de enfrentarse a una anciana horrible que los despojará de cuanto lleven salvo que la sobornen mediante un pago; por eso, dicen, en el ataúd del difunto debe ponerse algo de dinero para compensar a la vieja.

 


           Este río y el rito de las monedas lo encontramos también en la Grecia antigua. La mitología helénica nos habla de que los muertos, al llegar al Hades, han de atravesar el río Aqueronte, lo que solo es posible si pagan una moneda al barquero Caronte para que los lleve a la otra orilla. Esa es la razón de colocar una moneda en la boca del muerto. Quien carezca de medios estará condenado a vagar por el Aqueronte sin encontrar reposo. Igual sucederá a los muertos privados de sepultura. Eso nos permite entender mejor el momento en que Príamo ruega encarecidamente a Aquiles que le entregue el cadáver de Héctor y la actuación de Antígona al desafiar todas las leyes dando sepultura a su hermano Polinices.

            En la mitología finlandesa se cuenta el origen de la cremación del siguiente modo: un hijo de Sovi bajó a los Infiernos para rescatar a su padre. A la vuelta, el padre le preparó una cama en la tierra; al preguntarle por la mañana qué tal había dormido, el hijo contestó que mal a causa de los gusanos y reptiles que querían devorarlo. Al día siguiente le preparó el lecho en un tronco hueco de un árbol; llegada la mañana, el hijo se quejó de las abejas y mosquitos. El tercer día, Sivo preparó una gran pira y depositó a su hijo sobre el fuego; por la mañana, este contestó que había dormido como un bebé en su cuna.


            Podría seguir contando a Zalabardo mitos sobre la muerte y el más allá, pero prefiero la importancia que en la literatura tiene el tema de la muerte. Le recuerdo lo que escribió Epicuro: «El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente nosotros no existimos». La verdad es que la muerte existe y nadie permanece indiferente. Mi amigo me propone entonces que digamos qué poemas sobre la muerte apreciamos más. Él comienza recordándome unos versos de Machado: «Y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar». Yo le confieso mis dudas entre dos poemas; uno de Juan Ramón que no muestra ni dolor ni miedo por morir, sino nostalgia por aquello que perderá, y que empieza: «Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando; / y se quedará mi huerto, con su verde árbol, / y con su pozo blanco…». Pero, al final, creo que me quedo con uno de García Lorca en el que manifiesta el ansia de vivir plenamente y la felicidad que lo embarga, incluso en el instante en que desaparezca, en el momento de su muerte, pues en su retina quedará cuanto tenga delante. Es el poema que empieza: «Si muero, / dejad el balcón abierto. / El niño come naranjas. / (Desde mi balcón lo veo)».

            Lo que me cuesta entender, digo finalmente a Zalabardo es la manera en que se van perdiendo tantas tradiciones populares sobre el día de los muertos, entre ellas la de la ureña, sobre la que tanto sabe mi amigo Juan Benítez, barridas por esa otra foránea, la de halloween, cuyo sentido y contenido ignoran muchos de cuantos la celebran.

           [Imágenes: Cementerio de San Miguel, Málaga; Cementerio de los ingleses, Málaga; Cementerio de Moya, Málaga; Cementerio de Casabermeja, Málaga; Cementerio de Sequeros, Salamanca]


sábado, octubre 23, 2021

LA LENGUA QUE VAMOS PERDIENDO

 


Entre las lecturas de estos días, señalo a Zalabardo que me está interesando de forma destacada Volver a dónde, novela de Muñoz Molina. Podría citar varias razones, no en vano es uno de nuestros más notables autores, pero me detengo en una: en la página 126, también en otras, me ha hecho recordar el apunte de la semana pasada. Hablando de su tío Juan, la novela tiene un fondo biográfico importante, dice: “En su vocabulario campesino, el color rojo es colorado, igual que una nube es un nublo, y la palabra nube significa tormenta, y las plantas se crían, no se cultivan, y un niño es un nene, y un burro un borrico, y el olivo se llama siempre la oliva…” Lo dice con un deje de nostalgia, no de queja ni de tristeza, a sabiendas de que esas palabras se van perdiendo de la memoria de muchas personas.

            La pérdida es irremediable, pues la lengua cambia, como trataba de argumentar la semana pasada. Todo cambia, porque todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre, que dijo Garcilaso. Y nadie debe escandalizarse por ello, sino acoger con naturalidad todo lo que es natural. Esa añoranza que deja traslucir el texto de Muñoz Molina, que también comparto yo, y así se lo confieso a Zalabardo, surge al observar cómo aquello a lo que en un tiempo hemos estado acostumbrados va siendo olvidado por las generaciones que nos siguen. Si pensamos en la lengua, esta entidad compleja con que nos entendemos con nuestros semejantes, tal vez lo que más cambie sea el léxico. Hay infinidad de palabras que van cayendo en desuso y acaban siendo desplazadas por otras que ocuparán su lugar. De no ser así, aún emplearíamos exida, como en el Poema del Cid, en lugar de salida, y refranes no habría desplazado a los retraheres del Arcipreste de Hita y tantas más. Y cuando ahora somos testigos de cómo bullying desplaza a acoso o link a enlace y, en páginas de internet, banner a anuncio no hay que pensar que ahí se acaba todo, pues ya nos avisaba Manrique que nadie se ha de engañar pensando que lo que aguardamos ha de durar más de lo que duró lo ya pasado. Tampoco esta lengua que ahora empleo será eterna.

            Vivimos un mundo de cambios vertiginosos, tanto que nos queda la impresión de que los cambios no se producen en cuestión de siglos o de años, sino de meses e incluso de días. Vemos que los pilares del progreso se fundamentan en una industrialización y una tecnificación que diluye ámbitos que en otro tiempo correspondían a los artesanos. Ya no se arregla un televisor, un paraguas, un mueble deteriorado. No vale la pena, se dice, y sale más barato comprar otro. La mayor parte de los procesos de producción están robotizados y la mano de obra deja de ser imprescindible.


            Zalabardo, que como yo es de pueblo, sabe muy bien que en el mundo rural estos cambios son más perceptibles, pues uno de los resultados de la agricultura hidropónica es que hasta el suelo agrícola se va haciendo innecesario. En los invernaderos, un ordenador se basta para controlar las tareas necesarias para cultivar, el tío Juan de Muñoz Molina diría criar, los tomates, pimientos, pepinos y demás productos hortícolas que adquirimos en los mercados. En consecuencia, las zonas rurales se van despoblando y aparecen los pueblos vaciados, que no vacíos, por una diferente concepción de los sistemas productivos. Hoy cuesta encontrar quien sepa lo que es un pegujal, un balate, un ubio o un amocafre. No solo son damnificados los términos rurales; también se ha perdido el conocimiento, y con ello el nombre, de objetos usuales en otra época como alcuza, damajuana o badila; o términos marineros como cofa, driza y motón. Por no hacer inacabable la lista, le pido a Zalabardo que piense que, en Málaga, casi han desaparecido madrevieja, casamata, chorrarera

            La preocupación por ese léxico que se olvida, esa lengua que se nos va, iguala a Muñoz Molina con Miguel Delibes. Hace años, Azorín, y en menor medida Unamuno, atendieron a aquellos vocablos que ya se iban entonces perdiendo, pero creo que Delibes es quien más ha destacado en la tarea. Jorge Urdiales se aplicó a estudiar el léxico rural de Delibes. Catalogó en sus novelas 1469 palabras poco usadas o en trance de desaparición; de ellas, casi una tercera parte ni siquiera ha llegado a ocupar un puesto en el Diccionario de nuestra lengua.

 


           Si Muñoz Molina elogia a su padre por haberle enseñado a reconocer plantas como el cerrajón o la corregüela y recuerda con cariño a su tío Juan cuando le hablaba del pezón de los higos o de los tomates de carne de doncella, un personaje de Delibes, en Mi querida bicicleta, no entiende el valor de una educación esmerada si luego no se sabe distinguir un cuco de un arrendajo. Y en Diario de un cazador nos topamos a cada paso fragmentos como este que le leo a Zalabardo: “El campo estaba hermoso y junto al puesto había una pradera cuajada de chiribitas y tréboles bravíos. A mano izquierda andaban acorrillando un majuelo. Ya en el tollo con la hembra a diez pasos dando el coriché se me olvidaron todas las cosas.”

domingo, octubre 17, 2021

LA ANTIPATÍA DE LOS CÓDIGOS

 


Escribía Rosa Montero en un reciente artículo: “Las ideas son y deben ser mudables, repensables, redefinibles. Si se convierten en una verdad intocable, ya no son ideas, sino dogmas. Y el dogma es la negación del pensamiento”. Zalabardo, contrario a la tiranía de los dogmas, asiente: “Si existiera algo —me dice— que fuese siempre igual, indiscutible, de lo que no se pudiera disentir, habría que suprimirlo por dañino”.

            Las palabras de Rosa Montero, medito mientras oigo a mi amigo, podemos aplicarlas a la lengua, mágico instrumento que organiza nuestros pensamientos y nos permite exteriorizarlos. ¿Cómo imaginarla inmutable si la esencia del pensamiento, como la de la sociedad y el progreso, es el cambio constante? Si fuera tan perfecta que no necesitara cambiar, seguiríamos hablando en latín, o en la lengua de la que se derivó el latín o en aquella de la que nació lo que terminó por ser latín.

A esa naturaleza viva y cambiante de la lengua se refiere Francisco Rico en otro reciente artículo en el que defendía la necesidad y conveniencia de leer a los clásicos en textos anotados porque “hay pasajes que un lector no puede descifrar si no es con la muleta de una glosa”. Nos habla de que, sin esa explicación, no sabríamos que si el Cid lloraba de los ojos es porque, en otro tiempo, llorar significaba también ‘lamentarse’, o que si Manrique escribe recuerde el alma dormida es porque recordar era más ‘despertar’ que ‘traer a la memoria’.


Sin embargo, no faltan entre nosotros, le hago saber a Zalabardo, quienes se empeñan en mantener una noción inmovilista de la lengua y, por ignorancia o cabezonería, solo juzgan correcto lo que muestran gramáticas y diccionarios. Craso error. Un personaje de Valle-Inclán afirmaba que nuestro teatro, enfrentado al de Shakespeare, “tiene la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática”. Afirmación certera, porque los códigos, si no admiten revisión, son dogmas que conducen al inmovilismo, trabas que se le ponen al progreso y que encorsetan la expresión natural. Por eso resulta triste el espectáculo que dan esos políticos que, para negarse a debatir un asunto sobre el que no quieren hablar, se escudan en la Constitución. Por eso también se entiende el recelo con que los adolescentes miran la Gramática.

Quienes defienden la prevalencia de diccionarios y gramáticas no conocen cuál es su verdadera naturaleza. Ignoran que la Nueva gramática de la lengua española, es decir, la amparada por todas las Academias, proclama ya en su prólogo que “la norma no es sino una variable de la descripción”. Eso indica que nuestra gramática es descriptiva, se limita a explicar un estado de la lengua, y no es normativa, pues no impone nada; si acaso, recomienda aquellos usos que se consideran mejores.

No otra cosa puede decirse del Diccionario. El DLE da fe de las palabras que se utilizan, sin imponer ni rechazar ninguna. Además, un diccionario va siempre muy a la zaga de la lengua viva, lo que justifica que algunas palabras o significados tarden en aparecer o desaparecer en su corpus. Aun siendo así, el Diccionario no deja de despertar dudas y podríamos preguntarnos por qué se da entrada a duopsonio o por qué se suprime birlibirloque. Feijóo, ya en el siglo XVIII, decía que pretender que un diccionario fije la lengua no es útil porque cerraría la puerta a muchas palabras que pueden ser convenientes; y no es asequible porque ningún escritor de calidad se aviene a encerrarse en los límites que un diccionario le imponga.


Las palabras nacen, mueren, cambian su significado, adquieren alguno nuevo o pierden otros que tenían. No hace mucho, mantuve un enfrentamiento con un amigo que me reprendía por haber escrito desunció el mulo; diccionario en mano, argumentaba, uncir es ‘atar o sujetar al yugo bueyes, mulas u otras bestias’. Yo le contesté que no le faltaba razón, pero que, también diccionario en mano —el de Manuel Seco, más actual, en parte, que el académico—, hay que saber que, con el tiempo, uncir ha unido a su significado original el de ‘unir o atar a alguien o algo a una cosa’.

Si no partiéramos de aceptar eso, que las palabras cambian, aumentan o restringen sus significados, a veces hasta grados que resultan paradójicos, no podríamos viajar en avión, palabra que, lo vemos en el diccionario de Covarrubias, el primero de nuestra lengua, designa a un ‘pájaro conocido, que por otro nombre se llama vencejo’; o habría que rechazar coche para automóvil, pues en el mismo diccionario leemos que coche es un ‘carro cubierto y adornado, con cuatro ruedas, que le tiran caballos o mulas’. Tampoco podríamos calificar como formidable ‘lo que causa admiración y elogio’ si ya en 1732, el Diccionario de Autoridades nos indica que ese latinismo significa ‘horroroso, pavoroso, que infunde asombro y miedo’.

La consecuencia que sacamos Zalabardo y yo es que no podemos conceder a diccionarios y gramáticas una tiranía que, ejercida con rigor, daña más que beneficia. Si no olvidamos lo que un diccionario es, estaríamos obligados a no confundir género con sexo, influenciar con influir o severo con grave. ¿Y qué decir de ventana para ‘cada una de los recuadros independientes en la pantalla de un ordenador’ o, como nos ha impuesto últimamente el fútbol, ‘momento en que se puede realizar un cambio de jugadores’? Tampoco deberíamos aceptar que el canarismo fajana, ‘terreno llano al pie de laderas o escarpes formado por los materiales desprendidos de las alturas que lo dominan’, se utilice para designar los ‘depósitos sobre el mar de la lava arrastrada por las coladas de la erupción de Cumbre Vieja, en La Palma, ya que, en puridad, es decir, de acuerdo con el código lingüístico, el dogma, eso no es fajana, sino delta lávico. ¿Pero quién evitará que, a fuerza de oír usar indistintamente ambos términos, acaben por llegar a ser sinónimos?

domingo, octubre 10, 2021

NO TENER EL CHICHI PA FAROLILLOS (ZALABARDO Y LAS REDES)

 

Las películas que nos acosan con inacabables secuelas y precuelas hasta casi el infinito…, y más allá, no son cosa de hoy. Siendo niño, le comento a Zalabardo, ya ocurría eso con las de Fu Manchú, el villanísimo capaz de inventar las más sofisticadas armas destructoras, pero que siempre resultaba vencido (y, al parecer, muerto) por sir Danis Nayland y su compañero el doctor Petrie, aunque a la postre siempre aparecía una nueva película en la que volvía a las andadas.

Hoy regresa la Agenda de Zalabardo. Cuando nos hemos encontrado (¿acaso nos habíamos separado?), me pregunta mi amigo por mi verano y por mi ocio. Le cuento que, aun con bastante precaución, he podido salir algo —unos días por la Alpujarra granadina, paseos por los pueblos de la Axarquía, ¡cómo los echaba de menos!— y he leído bastante, pues los coletazos de la pandemia invitaban a ser prudentes y a no moverse demasiado.

Se interesa por la tardanza en la reaparición y no tengo más remedio que confesarle la verdad: que a veces siento ganas de dar carpetazo y cerrar la Agenda para siempre. ¿Motivo? Mi creciente desconfianza en las redes sociales. Hablando de ellas, Aramburu sostiene en su última novela que son un enorme poder anticultural que nos empeora como personas, porque en ellas nos servimos de cualquier cosa para generar conversaciones sobre lo que, en el fondo, solo nos interesa por el placer morboso que nos provocan. Puede que tenga razón. No hace mucho, alguien decía en la radio que, hoy, la información circula con tanta rapidez que no tenemos tiempo siquiera de analizarla, por lo que pronto deja de interesarnos. En las redes sociales, digo a Zalabardo, es donde menos disposición al análisis encuentro.

Los valores del progreso y la utilidad de los nuevos instrumentos que se ponen a nuestro alcance tienen un valor incalculable. Las redes sociales suponen un gran avance, pues hacen posible una rápida y eficaz comunicación entre las personas y nos acercan a conocimientos que de otra manera nunca alcanzaríamos. Pero igual que un instrumento se vuelve inútil si no lo empleamos bien, las redes dejan de ser valiosas cuando no las usamos de manera acertada y prudente.

De internet, es bien sabido, obtenemos una ingente cantidad de información no significa que sepamos más, salvo que nos concedamos el reposo necesario para el análisis. En wasap y demás redes, en blogs (y no olvido que ahora escribo en uno de ellos), como en cualquier diario, radio o televisión abundan informaciones, juicios y aseveraciones de utilidad y veracidad no contrastada adecuadamente.


Redes y plataformas tienen un gran peligro que no veo en la comunicación interpersonal directa, cara a cara, donde un simple gesto puede delatar cómo nuestro interlocutor percibe el discurso que enviamos. Eso basta para matizar las palabras y saber cuándo no estamos siendo entendidos o cuándo es preferible callar. Pero ante la pantalla del móvil o del ordenador nos sentimos reyes, dueños completos de la situación y portadores de la verdad indiscutible. Estamos convencidos de que el valor del mensaje estriba en el simple hecho de que lo digo yo. Lo cual, no creo que haya que explicar mucho, es totalmente falso. Ese error nos hace enviar y reenviar esa retahíla de mensajes que o bien no interesan al interlocutor o bien carecen de veracidad.

Los grupos de wasap (y supongo que Twitter, Instagram o Facebook) sirven para lo que sirven y son efectivos si se limitan al objetivo para el que nacieron, facilitar el contacto personal. Pero me provoca un insoportable sarpullido que un pretendido amigo de Facebook o un miembro de un grupo se sirva de la plataforma para enviar comunicados falaces o difundir informaciones faltas de veracidad. Me niego a participar en redes disfrazadas de púlpito, de tribuna política, de sala de catequesis, de agencia de publicidad o de escenario para el autobombo.

Insisto en que no soy contrario a los medios ni a las redes, ni nunca me pondría al lado de quienes piden su abolición por considerarlos instrumentos nocivos. Creo que la intercomunicación es en nuestro tiempo infinitamente mejor que en épocas pasadas, gracias precisamente a esos medios. Lo que falla no es, pues, el instrumento, que es bueno; lo que falla es el mal uso que hacemos de él. A quien quisiera rebatir lo que digo esgrimiendo el sagrado derecho a la libertad de expresión y pensamiento le contestaría que ese derecho pierde su sacralidad si no va acompañado de la imprescindible dosis de autocrítica. Porque son demasiados los que se pasan el día atados a las redes sin pensar, ese es su gran error, que no siempre está el horno para bollos, y no siempre estamos en condiciones de soportar según qué cosas y planteamientos.

            Y si vuelvo a escribir en esta Agenda, le digo a Zalabardo que quisiera hacerlo respetando el objetivo que alentó su nacimiento. Así, le cuento el origen de la expresión empleada líneas más arriba, No estar el horno para bollos; su significado lo sabemos, que no es el momento oportuno para algo. Sobre su origen, otro buen amigo, excelente repostero, supongo que sabrá que procede del mundo de la cocina. Dado que cada alimento necesita su tiempo de cocción y su temperatura, si un horno está preparado para cocer pan, valga el ejemplo, no es momento adecuado para meter en él bollos, que requieren condiciones diferentes.

 


           Hay otras formas que, aun siendo distintas, no dejan de significar lo mismo. Empiezo por una en la que, curiosamente, se confunde la repostería y la historia: No estar la magdalena para tafetanes no tiene nada que ver con los pastelillos. Esa magdalena no se refiere al pastel, sino a María Magdalena, a quien suele representarse vestida con tosco sayal y que, tras la muerte de Cristo, de quien era seguidora, no estaba en condiciones ni con ánimo de vestir tafetanes, es decir galas. Otro dicho válido es el que afirma No estar la marrana para arrimarle más lechones; si ya está amamantando a los suyos, ¿no debemos evitar acercarle otros que no lo son? Y, por fin, hay uno en el que a ese acto de juzgar improcedente una ocasión, se le suma la falta de ánimo para que nos vengan con ella. Tengo que reconocer que es tan claro como vulgar: No tener el coño para fiestas. Por suerte, en este último caso, una amiga más, en un día de placentera reunión, nos enseñó una versión que a mí me gusta más, No tener el chichi pa farolillos.

            Pues eso es lo que pasa con las redes y esa es la razón por la que recelo de ellas e incluso me resisto a internarme en ciertos grupos y foros, porque no siempre tengo el chichi pa farolillos.