sábado, enero 29, 2022

EL MISTERIOSO ENCANTO DE LAS NANAS

 

El día que comienzo a preparar este apunte, jueves 27 de enero, Francisco Rodríguez Marín, nacido en Osuna como yo, ilustre cervantista (la suya fue la primera edición anotada del Quijote que leí), secretario perpetuo de la Real Academia Española, insigne paremiólogo, lexicólogo acertado, poeta y folclorista entusiasta, habría cumplido 167 años. Su nombre honra al instituto en que cursé mis estudios de bachillerato; no en su sede actual, sino en la que ha recuperado su antiguo rango de Universidad.

            Para celebrar ese cumpleaños, invito a Zalabardo a que me acompañe en una breve relectura de la interesante obra Cantos Populares Andaluces, de 1872, recopilación de nanas, adivinanzas, rimas infantiles, oraciones, canciones de juegos, conjuros, y canciones varias. Encabeza la colección con estos versos de la Comedia de Dante:

Vosotros que tenéis la mente sana

pensad en la doctrina que se esconde

bajo el velo de versos enigmáticos.

            Pienso ahora, así se lo confieso a mi amigo, que nunca antes me pregunté qué razón llevó a mi paisano a hablar de versos enigmáticos en la cabecera de un libro de esta naturaleza. Lo comprendo cuando, tras el primer apartado, dedicado a las nanas y, tras ellas, reproduce un capítulo sobre las nanas (Cantares de los muchachos, Nina, Nina y Lala, Lala) incluido una obra de Rodrigo Caro: Días geniales o lúdricos, que, aunque escrita en 1626, permaneció inédita hasta esos años del siglo XIX.

            Si consultamos el DEL, leeremos que nana es un ‘canto con que se arrulla a los niños’ y, en su tercera acepción, ‘coloquialmente, abuela’.  Lo raro es que la palabra no entró en un Diccionario de la Academia hasta la edición de 1803, aunque como ‘mujer casada, madre’. En la de 1869, se le añaden ‘abuela’ y ‘en algunas partes, canto con que se arrulla a los niños’. Y, ya en 1884, se le asigna etimología italiana, nanna, ‘dormir’. Sin embargo, en el texto de Rodrigo Caro, que estudió cánones en la Universidad de Osuna, encontraremos las claves para entender el sentido y origen de la palabra nana.

            Arturo Montenegro, en la revista digital Rinconete, que publica el Centro Virtual Cervantes, escribe en 2006: «Si cayera en el olvido toda nuestra memoria musical, la última tonada que desaparecería de nuestros recuerdos sería la nana». Y recupera cuanto decía Rodrigo Caro en sus Días geniales o lúdricos, comenzando por la defensa del origen onomatopéyico de la palabra, criterio que siguen ya los diccionarios actuales. Pero no solo es él. Gabriel Celaya afirma que «las nanas no son canciones de niños, sino canciones para los niños» y que su tono pausado y repetitivo hay que buscarlo en la imitación del «vaivén de la cuna, adormecedor por sí mismo al que apela la madre». O sea, la onomatopeya. Lo vemos, por ejemplo, en esta sugerente nana:

Nana, nanita,

nanita, nana,

a dormir va mi niño

hasta mañana.

            Pues bien, ya Rodrigo Caro estableció la antigüedad de las nanas al llamarlas: «reverendas madres de todos los cantares, y de los cantares de todas las madres» y basar su opinión en unos cantarcillos conocidos como Nina, Nina, uno de ellos, y Lala, Lala, el otro. Resumo lo más posible, pues la obra de Caro se encuentra en internet. El sevillano, en su erudita exposición, dice que ese Nina, Nina nace de las bocas de las madres que, no teniendo o no sabiendo qué cantar, cantan lo primero que se les viene a la boca, o sea, que es canción onomatopéyica. Argumenta que nina es forma corrupta del latín naenia, ‘canto fúnebre de las exequias’, utilizada por Varrón como ‘canto desaguisado, insuave y triste, propio de las plañideras’ y por Horacio como ‘sortilegio o canto mágico’, y también ‘cantinela infantil’. De ahí, Rodrigo Caro colige que niño y niña derivan de noenia, pues así llamaban los romanos a los niños que aún no sabían hablar; por eso, la nana, es un «cantarcillo de muchachos», que se adapta con sus indescifrables palabras para dormir a los niños.


           Me interrumpe Zalabardo y pregunta que eso puede explicar el origen y la extrañeza de las letras, pero no la relación entre un canto fúnebre, el de las plañideras, y una nana. Echo mano entonces de García Lorca, que, en una conferencia de la que no tengo referencia del lugar y año en que tuvo lugar, menciona al comenzar la autoridad de Rodrigo Caro, todos miran hacia él, y señala que una de las características que une a las nanas que conoce es la coincidencia en ser una melodía suave y monótona, para inducir al sueño, y poseer un aire de melancolía, que no hay que confundir con monotonía. La nana, así, pierde el viejo carácter fúnebre, pero mantiene su aire de tristeza.

            Buscando parecidos y diferencias entre las distintas nanas, añade Lorca que las europeas y algunas del norte de España tienden a adormilar al niño mediante el miedo (lo que aclara el porqué de Duérmete, mi niño, que viene el coco). En cambio, sigue, la nana andaluza es más propensa a la creación de paisajes abstractos habitados por un desconocido y donde suceden hechos cuyo final no se desvela, lo que la impregna de misterio. Sustenta su idea con una nana que escuchó en Granada y que sería luego inspiración para su Nana del caballo grande, en una de las escenas más emotivas de Bodas de sangre:

A la nana, nana, nana,

a la nanita de aquel

que llevó el caballo al agua

y lo dejó sin beber.

            Con lo dicho hasta ahora, le digo a Zalabardo, entenderíamos que Rodríguez Marín hable de versos enigmáticos. Y le recuerdo el atractivo de la nana para muchos escritores clásicos y modernos: Lope de Vega, Lorca, Unamuno, Miguel Hernández…, cuyas composiciones respetan el tono de las populares. Y, juntos, escuchamos la Nana del despertar, del cantaor más prohibido que haya existido nunca en España, Manuel Gerena, cantada como se cantan las nanas, sin acompañamiento instrumental.




sábado, enero 22, 2022

TENER RAZÓN Y NO ACERTAR A CONVENCER

 


Un político, y más si ocupa un cargo en el Gobierno de su país, debiera preocuparse no solo de tener razón en sus planteamientos, sino de manejar bien los recursos para convencer a los ciudadanos. Y en estos últimos días hemos tenido dos casos en los que dos ministros, Alberto Garzón e Irene Montero, se han visto envueltos en polémicas que bien podrían haberse evitado.

            Zalabardo sabe que, del actual Gobierno de España, no me gustan los bandazos que, desde el presidente hasta el último de los ministros, dan un día sí y otro casi también. Tampoco que, las discusiones que tendrían sentido en el seno del consejo de ministros tengan lugar en los medios de comunicación, pues causa triste impresión ver a unos ministros desautorizando a otros. El ciudadano se desconcierta con estas trifulcas, más frecuentes de lo deseable. Y, claro, la oposición se frota las manos y no hace nada para que el panorama sea más “civilizado”.

            Conoce también Zalabardo mi opinión acerca de estos constantes rifirrafes. Que son consecuencia de que tenemos una clase política con pobre formación en cuestiones de estado, en bastantes casos, y que a esta pobreza se unen los fallos en el uso de nuestro principal instrumento de comunicación, el lenguaje.


           Garzón y Montero son ministros por los que no siento demasiada simpatía, como tampoco me gustaba el talante de Carmen Calvo. Sin embargo, en nuestra charla quiero dejarle muy claro a Zalabardo que eso no impide que, en esta ocasión, piense que tanto Montero como Garzón tienen razón en lo que sostienen y que los ataques que reciben no están justificados. Por tanto, les concedo todo mi apoyo.

            ¿Dónde está, entonces, el fallo?, me pregunta Zalabardo. En mi modesto entender, digo a mi amigo que el error de estos dos ministros, como los de otros en situaciones diferentes, hay que buscarlo en la oportunidad elegida para hablar y en el modo en que lo hacen. Para indicar que alguien un arte especial para meter la pata surgió en nuestra lengua la expresión Cada vez que habla sube el pan.

            El político que quiera ganarse la confianza de los ciudadanos debe buscar, antes de nada, tener razón en lo que plantea; y, luego, ha de saber explicarlo con las palabras oportunas y en el momento idóneo. Y, si hablamos de un Gobierno, habrá que pedir que haya mayor coordinación en las declaraciones.


           En el caso de Garzón, el problema, creo, radica en no haber conseguido que los ciudadanos sepan bien que criticaba la ganadería intensiva o industrial y no la ganadería extensiva pues son muy diferentes. Es, pues, cuestión de lenguaje. Hablar de macrogranjas es aludir al tamaño de una explotación, no a su funcionamiento. Jane Goodall, admirable antropóloga, mujer que dedicó parte importante de su vida al estudio de los gorilas, afirma que el problema de una macrogranja no se soluciona cerrándola, sino mejorándola.

            En estas estamos. La ganadería intensiva o industrial que critica el ministro Garzón es un sistema de explotación que mantiene estabulada en un espacio pequeño a una gran cantidad de animales, sometidos a unas condiciones creadas de forma artificial y cuyo objetivo no es otro que el engorde rápido, de cerdos, por ejemplo, o la mayor puesta de huevos, en el caso de las gallinas. Nadie niega, salvo quienes superponen el negocio fácil a la calidad, que estas explotaciones dañan al medio ambiente, generan más residuos nocivos para la salud y consumen mayor cantidad de recursos energéticos, sin olvidar lo que suponen de maltrato animal. De hecho, son muchos los municipios españoles, casi todos de la España vaciada, que se oponen a que en sus términos se levanten estas macrogranjas: Dehesas de Guadix y Cuevas del Campo, en Granada, Guadamur, en Toledo, Brihuega y Querencia, en Guadalajara, Villanueva de San Juan, en Cuenca… Todos ellos piensan que el beneficio económico de estas macrogranjas no compensa los daños ecológicos y de salud que les acarrearían.


            Por su parte, la ganadería extensiva es un modo de explotación más ecológico y sostenible. El ganado pasa parte de su existencia en libertad. Su alimento no es pienso barato y de baja calidad, sino que se aprovechan los pastos, los prados, las hierbas, los rastrojos. El producto obtenido por las explotaciones extensivas es de mejor calidad que el de las intensivas o industriales. El ministro Garzón, por tanto, tiene razón. Y, sin embargo, aquellos a quienes defiende, lo critican. ¿No habrá un fallo de comunicación?

           La ministra Montero, esta semana, ha chocado con el decano del Colegio de Abogados de Madrid. Ante la petición de la ministra de una justicia que atienda más al feminismo, este hombre ha cometido el desliz grave al equiparar machismo y feminismo. Es un error que cometen incluso algunas feministas. Que en la justicia sigue percibiéndose cierto tufo machista es una realidad innegable. ¿Qué pasa entonces? Pues que no entendemos qué diferencia al machismo del feminismo. El machismo es una corriente de pensamiento que considera que el hombre es, por naturaleza, superior a la mujer. Lo contrario, en todo caso, sería lo que algunos han llamado hembrismo, pero nunca el feminismo, que es una corriente de pensamiento que defiende la igualdad entre las personas de uno y otro sexo. Hay, pues, bastantes diferencias.


            La ministra Irene Montero, que en esta exigencia tiene razón, pierde puntos cuando se empecina en defender un concepto errado de lo que sea lenguaje inclusivo. Creo que se equivoca al afirmar, en contra de la estructura de nuestra lengua que el masculino neutro (elemento no marcado del lenguaje) cumple una “función política” con cuyo uso se quiere indicar que “las mujeres no valen”. Exigir más conciencia feminista a nuestro sistema jurídico es lo menos que se puede esperar de una Ministra de Igualdad. Pero querer conseguirlo diciendo todos, todas, todes y cosas así no es el mejor argumento. Hay que convencer a los ciudadanos de que las reivindicaciones feministas están cargadas de razón y tiene que producirse un cambio de mentalidad. Los cambios que afecten al lenguaje vendrán de forma natural cuando lo anterior sea una realidad.

sábado, enero 15, 2022

LOS PALOS DE LA BARAJA (Y LOS DEL FLAMENCO)

 


Zalabardo es persona inquieta, curiosa y poco dada a estar mano sobre mano. Aunque nunca ha hecho ascos a sentarse ante una cerveza y entablar amena conversación mientras disfruta del fresco en una tarde de verano o del calorcito de un brasero en las mañanas invernales, nunca se podrá decir de él que le guste estar mano sobre mano, es decir, ‘sin hacer nada’. De hecho, con frecuencia me repite que el reposo, mal entendido, es la rendija por la que se cuelan todas las malas ideas. Le pregunto si sabe que ya los clásicos acuñaron una sentencia que afirma que el ocio es madre de todos los vicios porque el ocio, ‘tiempo en que no se realiza una actividad precisa o se descansa del trabajo’ puede ser el origen de muy buenas ideas; pero, a la vez, puede inclinarnos a otras de menor provecho.

            Lo que quiero decir es que a mi amigo le va poco la inactividad y no ceja a la hora de empujarme para que también yo me mantenga activo. Por eso él, que vigila cuanto vuelco en la Agenda que me prestó ―«para eso es mía», me dice en ocasiones― no hace más que sugerirme temas. Ayer me decía que, cuando la semana pasada escribía sobre no dar palos al agua y otros palos olvidé referirme a algunos que nada tienen que ver con la marinería, como los palos de la baraja o los palos del flamenco.

            Le contesto que no fue olvido, sino prudente silencio aconsejado por la ignorancia. De hecho, en mis papeles tengo anotadas muchas expresiones con palo (Todo se andará si no se rompe el palo; A consejo malo, campana de palo; A tu palo, gavilán, y a tu matorral, conejo…) sobre las que no comenté nada por no alargar demasiado el apunte; y también, le insisto, tengo anotados los palos de los naipes y del flamenco, que silencié por desconocer su origen. Entonces, Zalabardo me soltó; «¿Pues sabes qué? Con un palo y una caña, hasta las más verdes caen». No sé si mi amigo es conocedor de que ese refrán, en distintas formas, está bastante extendido en tiempo y espacio: Con el tiempo y una caña, todo se alcanza; A la corta o a la larga, todo se alcanza; Con paciencia y un garabato, hasta las verdes caen…, con el que se exhorta a no ser impaciente, porque todo se logra si uno pone tesón y paciencia en cualquier tarea. El garabato, creo que es conocido, ‘es un palo largo con un gancho al final para alcanzar cosas altas o sacar otras de un pozo, por ejemplo’.


            Haciendo caso a mi amigo, he dedicado algunos ratos de la semana a buscar una pista sobre por qué ‘cada una de las clases o símbolos de los naipes’ recibe el nombre de palo, igual que sucede con ‘cada uno de los estilos o variedades del cante flamenco’. He de confesar que he tenido poco éxito. Así se lo hago saber a Zalabardo, que, defensor del principio de que ningún esfuerzo es vano si se realiza con interés, me anima a que deje aquí cuenta de mis hallazgos por escasos que sean y aunque no pasen de ser improbable hipótesis.

            Comencé mi búsqueda por la palabra naipe, sin resultado alguno; de ahí pasé a baraja y creí encontrar algo. Por ejemplo, que, en sus orígenes, la palabra barajar significó ‘luchar, competir, contender’. Pensé que, si en la baraja hay bastos, que son palos, objeto agresivo, eso podría haber dado motivo a generalizar el nombre para otras figuras. Pronto deseché la idea, ya que pensé que, si puede ser válida para la baraja española, resulta más complicada de ajustar a la francesa, por ejemplo, en la que las figuras son distintas.


           Regresé al punto de partida, palo. Y en el Diccionario de Autoridades encontré una acepción del término que antes se me había pasado por alto: que, en heráldica, palo es el ‘espacio o superficie entre dos líneas perpendiculares’ y que se le da este nombre precisamente porque recuerda la rectitud y verticalidad de un palo. Siguiendo por esta senda, encontré que a la pieza o figura que aparece en un blasón, posiblemente por influencia de lo anterior, se le llama precisamente así, palo. Una de las teorías más aceptadas sobre el diseño de los naipes es la de que cada grupo de figuras representa uno de los estados que componían la sociedad medieval: los oros (diamantes) son el comercio, la riqueza; las espadas (picas), el rey, la nobleza, la milicia; las copas (corazones), la iglesia, los clérigos; y los bastos (tréboles), la agricultura, el campesinado.

            Por tanto, esta es la hipótesis que cobró cuerpo en mi cabeza: las diferentes figuras representan el escudo, es decir, el palo, de cada clase social. Si estoy o no equivocado es harina de otro costal. Yo tengo grandes reservas de que tal interpretación sea válida, pero Zalabardo me dice: «¿Y no le das valor al placer proporcionado por el tiempo que has estado ocupado en la búsqueda?». Ahí le doy la razón.


            Queda, pues, el flamenco. Ahí he encontrado menos fuentes aún. Por eso, aferrándome a la hipótesis de los naipes, me digo: si los diferentes grupos de figuras que integran una baraja son palos, ¿qué impide que alguien, por comparación, llamara un día palo a cada uno de los estilos del flamenco? Me ayudó a pensar esto recordar que hay una expresión, tocar muchos palos, que indica que una persona es capaz de realizar actividades de muy diferente naturaleza. Nada impide, por tanto, que palo signifique ‘variedades o clases que puede presentar cualquier cosa’. En estas estoy cuando Zalabardo me acerca Cantes flamencos, libro de Antonio Machado Álvarez, Demófilo, padre de los otros Machado más conocidos, e impulsor de los estudios sobre el flamenco. La introducción me hace sospechar que el palo flamenco se podría explicar mejor por la genealogía que por la heráldica. Demófilo decía, y nadie lo ha desmentido después, que todos los estilos flamencos nacen de un tronco común: la toná, el martinete, la carcelera y la seguiriya. Así que todos los demás serían ramas, palos, salidos de ese tronco original. Curiosamente, a estos cantes primitivos, sin acompañamiento, llaman algunos cantos a palo seco. Esto nos llevaría, otra vez, ¡ay!, a la influencia del lenguaje marinero.

sábado, enero 08, 2022

A PALO SECO (Y OTROS PALOS)

 


Pocos deben ignorar qué significa la expresión a palo seco y menos una vez que han concluido los festejos navideños. ¿Alguien podrá decir que se ha limitado en estos días a tomar cualquier alimento o bebida a palo seco? Muy al contrario, si de algo hemos abusado en estos días es del excesivo complemento para acompañar cualquier ingesta. Desde los aperitivos a los dulces típicos, todo ha destacado por su abundancia.

            Sin embargo, le aclaro a Zalabardo, este significado, ‘sin ningún complemento que acompañe una comida o bebida’, así como otros que se le han sumado, ‘sin nada accesorio’, o incluso, hablando de flamenco, ‘sin acompañamiento instrumental’, son nuevos, surgidos con posterioridad por derivación y comparación del primitivo, que hay que buscar en el lenguaje marítimo. Se dice que va a palo seco el buque ‘que lleva recogidas sus velas para mejor afrontar un temporal’. El palo de que se habla es el nombre común de los mástiles, llamados también árboles, según se desprende del término arboladura, ‘conjunto de mástiles y vergas ―perchas perpendiculares― de un buque’ y desarbolar, ‘derribar los mástiles o árboles de una embarcación’. De hecho, la expresión primitiva debió ser a árbol seco, que ya encontramos utilizada en los diarios de a bordo de Cristóbal Colón, quien anotó el 13 de febrero de 1492: «…dixo ser señal de gran tempestad que havía de venir de aquella parte o de su contrario. Anduvo a árbol seco lo más de la noche…»

            La técnica náutica ha avanzado mucho desde entonces y gran parte de la terminología marinera ha caído en desuso, lo que no impide que el lenguaje común se halle repleto de expresiones que tienen su origen en él, aunque los hablantes no lo sepan: salvarse por los pelos, ir viento en popa, bandearse, cambiar de rumbo, estar con el agua al cuello, ir contra corriente, salir a flote, echar un ancla, capear un temporal… Precisamente con palo hay otras expresiones que tienen la misma procedencia: no dar un palo al agua y que cada palo aguante su vela.


           A quien se le pregunte, sabrá que no da un palo al agua aquel que es un ‘vago, que no colabora o que está completamente ocioso’. ¿Y qué tiene eso que ver con el lenguaje marinero? Lo cierto es que hay que remontarse no años, sino siglos atrás, a la época en que las embarcaciones se movían gracias a la fuerza del viento que hinchaba sus velas y a la de los brazos de quienes manejaban los remos, palas… o palos. Y quienes esta función realizaban eran, por lo general, esclavos o delincuentes a los que, por sus delitos, imponían como castigo remar en galeras. En uno de los más recordados episodios del Quijote, capítulo XXII de la primera parte, el caballero y su escudero se cruzan con una hilera de encadenados sobre los que Sancho dice que son «gente que por sus delitos va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza». Pues bien, entre estos había quienes, por lo duro de la faena, el cansancio o la poca destreza, movían el remo sin que llegara a tocar el agua, prestando con ello poca ayuda a sus compañeros de fatigas. Pasa el tiempo, pero quien no participa en un trabajo colectivo, o simplemente no acierta a hacer nada con provecho, sigue siendo alguien que no da un palo al agua.

            La segunda expresión es más fácil de entender. Ya hemos dicho que, en marinería, palo es mástil y que la misión de este es sujetar la vela y soportar la presión que sobre esta ejerce el viento. Por eso, que cada palo aguante su vela ha pasado a significar ‘que cada uno ha de resignarse con lo que le ha tocado en suerte’ y también, ‘que cada uno ha de asumir su responsabilidad’.


           Pero le cuento a Zalabardo que hay otras expresiones con palo que nada tienen que ver con el mar. Una es dar palos de ciego, que tiene dos sentidos diferentes. Uno, el que predomina en la actualidad, se aplica a la ‘acción titubeante y desorientada que no logra alcanzar los fines perseguidos’. Sin embargo, su sentido verdadero es ‘golpear a tientas y con mucha furia’. Pudiera ser que su origen haya que buscarlo en las fiestas celebradas durante la boda del Emperador Alfonso VII (1105-1157). Cuentan las crónicas que, para celebrar su enlace con doña Urraca, hubo, entre otras diversiones, la de un alanceamiento de toros. Pero, una vez acabado este, alguien tuvo la ocurrencia de añadir una bufa imitación: «finalmente, en medio del llano dispusieron para los ciegos un puerco para que lo hicieran suyo matándolo y, queriendo matar al puerco, las más de las veces se herían mutuamente». Esta hiriente burla en que unos ciegos daban desatentadamente y con fuerza golpes en su intento de acertar con el animal parece que contentó mucho a los asistentes, lo que sirvió para repetirla en otras ocasiones. Algunos sostienen que, pasados los años, daría lugar a las actuales piñatas en las que, con los ojos vendados, hay que acertar a golpear y romper un recipiente de barro que guarda en su interior regalos.

sábado, enero 01, 2022

¿AÑO NUEVO? DEJEMOS DE MIRAR HACIA ABAJO

 


Se hace extraño mirar el calendario y comprobar que hoy es día 1 de enero del 2022. Sin embargo, le digo a Zalabardo, me asomé esta mañana a la ventana y no hallé diferencia notable: la calle estaba vacía ―tan temprano, el personal descansaría de la fiesta de anoche, si es que las circunstancias aconsejan festejar algo―, y sospechaba que ese taró malagueño que nos acompaña desde hace dos días sigue igual. Recordé, entonces, uno de los proverbios de Machado: Hoy es siempre todavía. Y el brevísimo relato de Monterroso: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

            Es decir, me temí mucho que eso de año nuevo, vida nueva no sea más que un eslogan manido y que, como en la exitosa película que arrasa en Netflix, a los líderes políticos, económicos y sociales les continúen interesando más sus propios intereses que el daño que pueda sufrir la comunidad que dirigen. Así que seguirán empeñados en que mirar hacia arriba solo nos provocará miedo a no se sabe bien qué. La pura verdad es que desean un pueblo sin miras elevadas ―en contra del consejo de aquel sabio griego que pedía que siempre levantásemos la mirada― porque se engaña mejor a una sociedad que tenga los ojos clavados en el suelo.

            No sabía, le he confesado a Zalabardo, de qué hablar en este inicio del año. Pero hace un tiempo que en la cabeza me rondaba un artículo de Álvaro del Prado, Defensa apasionada (y razonada) de nuestras lenguas minoritarias, escrito en 2015, y me ha parecido oportuno. Se lee en ese artículo que cito: Un idioma —cualquier idioma— es embajador y cauce de una civilización y transmite una sabiduría y una forma de vida; constituye un universo, patrimonio y seña de identidad. Y nunca el aprendizaje y el cultivo de uno puede servir de excusa para el desprecio, el abandono o el maltrato a otro. Rebajar un idioma es despreciar al hombre y atacar al humanismo.


           En el día primero del nuevo año no quisiera ser mordaz ni emplear una crítica dura contra nadie, pero tengo dudas de que esas palabras valgan en nuestro país, donde a derecha e izquierda, arriba y abajo, no hay quien las tenga en cuenta. La tesis de su autor es que nunca una lengua debe ser considerada superior a otra, ni por ser o no la oficial de un estado, ni por su número de hablantes, ni porque la hable una comunidad más fuerte; nada justifica imponer una lengua condenando a otra al ostracismo. Hablar de lenguas es hablar de cultura, de respeto a la forma de vida y a la seña de identidad de un pueblo, de mantenimiento de un patrimonio. Hacer política con eso es tan inmoral como hacerla con la salud. Y nadie tiene derecho a utilizar la lengua como arma en la lucha por alcanzar unos ideales políticos, por más justos que estos puedan ser.

        En 1992, España fue uno de los países firmantes de la Carta Europea de las Lenguas Minoritarias y Regionales, en cuyo artículo 7 se establecen principios tan claros como los siguientes: reconocimiento de que las lenguas son expresión de riqueza cultural, exigencia de que ninguna administración previa obstaculice su promoción, necesidad de estimular su uso, hablado y escrito, tanto en el ámbito privado como en el público. Y, sin embargo, políticos de una línea y otra ―todos los extremos son censurables― hacen cuanto pueden por obligarnos a mirar hacia abajo y transmitirnos el miedo de que una lengua, siempre la de los otros, como el caballo de Troya, esconde en su interior lo que nos llevará a la perdición. Qué ignorantes.

            Deberíamos sentirnos orgullosos de vivir en un país con una riqueza lingüística y cultural como la de España. De ello comenzamos a hablar Zalabardo y yo esta mañana. País Vasco, Cataluña, Galicia, Valencia y Baleares deberían ser modelos sobre los que cimentar este orgullo. Paro parece que no, que, como en la película de Netflix, hay demasiados individuos a quienes solo les vale que miremos hacia abajo. Ahora preocupa el caso de Cataluña, paradigmático, pero no único: el fanatismo nacionalista, con el conseller de Educación de la Generalitat, Josep Gonzàlez-Cambray a la cabeza, apoya las amenazas a una familia que, digámoslo, no se opone al catalán, sino que solo desea que su hija no pierda el contacto con su lengua madre, el castellano; una asociación llamada Plataforma per la Llengua anima a denunciar a los profesores que no impartan sus clases solo en catalán; pero es que, para enredar más esta sinrazón, la UAB, expedienta a un profesor que intenta usar el catalán en sus clases de un curso de Erasmus. Fuera de Cataluña, hay partidos que se rasgan las vestiduras proclamando que el uso del catalán en Cataluña es un ataque a la esencia de lo que sea España (¿sabrán ellos de qué hablan?) y piden un 155 que impida la política lingüística catalana. Y, claro, muchos ciudadanos, de Cataluña y de otras zonas de España, de tanto mirar hacia abajo terminan creyendo los catastrofistas augurios de los fanáticos catalanistas radicales y los de los no menos fanáticos españolistas radicales.


            Todo quedaría resuelto si nos limitamos a mirar hacia arriba. Ni el catalán ni el castellano están en peligro ni dentro ni fuera de Cataluña. Como no lo están el vasco ni el gallego. No tengamos miedo a respetar esa Carta Europea sobre las lenguas minoritarias, aceptemos la normalidad de que en Cataluña se hable en catalán y el catalán sea la lengua de la escuela como lo es en el ámbito familiar. Con estadísticas en la mano, con inmersión lingüística o sin ella, en Cataluña, en el País Valenciano, en Baleares, en Euskadi y en Galicia hay más hablantes de castellano que de la lengua autóctona. Lo demás es zafia política de quienes se niegan a ver la realidad, que no son las lenguas quienes se enfrentan sino otros turbios intereses.

            Álvaro del Prado, que en su artículo defiende el uso del catalán y de todas las lenguas minoritarias, no duda en afirmar que considerar que la promoción de una lengua ha de hacerse en detrimento de otra no es más que xenofobia, racismo aplicado a las lenguas. Pero de esta verdad aún hay muchos que no se enteran.