sábado, enero 01, 2022

¿AÑO NUEVO? DEJEMOS DE MIRAR HACIA ABAJO

 


Se hace extraño mirar el calendario y comprobar que hoy es día 1 de enero del 2022. Sin embargo, le digo a Zalabardo, me asomé esta mañana a la ventana y no hallé diferencia notable: la calle estaba vacía ―tan temprano, el personal descansaría de la fiesta de anoche, si es que las circunstancias aconsejan festejar algo―, y sospechaba que ese taró malagueño que nos acompaña desde hace dos días sigue igual. Recordé, entonces, uno de los proverbios de Machado: Hoy es siempre todavía. Y el brevísimo relato de Monterroso: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

            Es decir, me temí mucho que eso de año nuevo, vida nueva no sea más que un eslogan manido y que, como en la exitosa película que arrasa en Netflix, a los líderes políticos, económicos y sociales les continúen interesando más sus propios intereses que el daño que pueda sufrir la comunidad que dirigen. Así que seguirán empeñados en que mirar hacia arriba solo nos provocará miedo a no se sabe bien qué. La pura verdad es que desean un pueblo sin miras elevadas ―en contra del consejo de aquel sabio griego que pedía que siempre levantásemos la mirada― porque se engaña mejor a una sociedad que tenga los ojos clavados en el suelo.

            No sabía, le he confesado a Zalabardo, de qué hablar en este inicio del año. Pero hace un tiempo que en la cabeza me rondaba un artículo de Álvaro del Prado, Defensa apasionada (y razonada) de nuestras lenguas minoritarias, escrito en 2015, y me ha parecido oportuno. Se lee en ese artículo que cito: Un idioma —cualquier idioma— es embajador y cauce de una civilización y transmite una sabiduría y una forma de vida; constituye un universo, patrimonio y seña de identidad. Y nunca el aprendizaje y el cultivo de uno puede servir de excusa para el desprecio, el abandono o el maltrato a otro. Rebajar un idioma es despreciar al hombre y atacar al humanismo.


           En el día primero del nuevo año no quisiera ser mordaz ni emplear una crítica dura contra nadie, pero tengo dudas de que esas palabras valgan en nuestro país, donde a derecha e izquierda, arriba y abajo, no hay quien las tenga en cuenta. La tesis de su autor es que nunca una lengua debe ser considerada superior a otra, ni por ser o no la oficial de un estado, ni por su número de hablantes, ni porque la hable una comunidad más fuerte; nada justifica imponer una lengua condenando a otra al ostracismo. Hablar de lenguas es hablar de cultura, de respeto a la forma de vida y a la seña de identidad de un pueblo, de mantenimiento de un patrimonio. Hacer política con eso es tan inmoral como hacerla con la salud. Y nadie tiene derecho a utilizar la lengua como arma en la lucha por alcanzar unos ideales políticos, por más justos que estos puedan ser.

        En 1992, España fue uno de los países firmantes de la Carta Europea de las Lenguas Minoritarias y Regionales, en cuyo artículo 7 se establecen principios tan claros como los siguientes: reconocimiento de que las lenguas son expresión de riqueza cultural, exigencia de que ninguna administración previa obstaculice su promoción, necesidad de estimular su uso, hablado y escrito, tanto en el ámbito privado como en el público. Y, sin embargo, políticos de una línea y otra ―todos los extremos son censurables― hacen cuanto pueden por obligarnos a mirar hacia abajo y transmitirnos el miedo de que una lengua, siempre la de los otros, como el caballo de Troya, esconde en su interior lo que nos llevará a la perdición. Qué ignorantes.

            Deberíamos sentirnos orgullosos de vivir en un país con una riqueza lingüística y cultural como la de España. De ello comenzamos a hablar Zalabardo y yo esta mañana. País Vasco, Cataluña, Galicia, Valencia y Baleares deberían ser modelos sobre los que cimentar este orgullo. Paro parece que no, que, como en la película de Netflix, hay demasiados individuos a quienes solo les vale que miremos hacia abajo. Ahora preocupa el caso de Cataluña, paradigmático, pero no único: el fanatismo nacionalista, con el conseller de Educación de la Generalitat, Josep Gonzàlez-Cambray a la cabeza, apoya las amenazas a una familia que, digámoslo, no se opone al catalán, sino que solo desea que su hija no pierda el contacto con su lengua madre, el castellano; una asociación llamada Plataforma per la Llengua anima a denunciar a los profesores que no impartan sus clases solo en catalán; pero es que, para enredar más esta sinrazón, la UAB, expedienta a un profesor que intenta usar el catalán en sus clases de un curso de Erasmus. Fuera de Cataluña, hay partidos que se rasgan las vestiduras proclamando que el uso del catalán en Cataluña es un ataque a la esencia de lo que sea España (¿sabrán ellos de qué hablan?) y piden un 155 que impida la política lingüística catalana. Y, claro, muchos ciudadanos, de Cataluña y de otras zonas de España, de tanto mirar hacia abajo terminan creyendo los catastrofistas augurios de los fanáticos catalanistas radicales y los de los no menos fanáticos españolistas radicales.


            Todo quedaría resuelto si nos limitamos a mirar hacia arriba. Ni el catalán ni el castellano están en peligro ni dentro ni fuera de Cataluña. Como no lo están el vasco ni el gallego. No tengamos miedo a respetar esa Carta Europea sobre las lenguas minoritarias, aceptemos la normalidad de que en Cataluña se hable en catalán y el catalán sea la lengua de la escuela como lo es en el ámbito familiar. Con estadísticas en la mano, con inmersión lingüística o sin ella, en Cataluña, en el País Valenciano, en Baleares, en Euskadi y en Galicia hay más hablantes de castellano que de la lengua autóctona. Lo demás es zafia política de quienes se niegan a ver la realidad, que no son las lenguas quienes se enfrentan sino otros turbios intereses.

            Álvaro del Prado, que en su artículo defiende el uso del catalán y de todas las lenguas minoritarias, no duda en afirmar que considerar que la promoción de una lengua ha de hacerse en detrimento de otra no es más que xenofobia, racismo aplicado a las lenguas. Pero de esta verdad aún hay muchos que no se enteran.

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