sábado, enero 25, 2014

CONTAR OVEJAS



            ¿Os habéis preguntado alguna vez de dónde proviene la creencia de que contar ovejas ayuda a combatir el insomnio? Zalabardo y yo, que ya por eso de la edad dormimos menos, sí nos lo hemos preguntado, sobre todo tras comprobar que el remedio ayuda poco. Al menos a nosotros.
            Un día, tratamos de hallar la solución y escribimos en esa especie de adivinancero universal que es google: “¿Por qué se cuentan ovejas para dormir?" Y, junto a respuestas harto estúpidas, vimos otras, de esas que se disfrazan de seudocientíficas, que citaban estudios al respecto de Oxford y otras universidades que, lógicamente, ni aclaraban nada ni conducían a ningún lado.
            Fue entonces cuando recordé un episodio del Quijote que se ajusta bastante a la técnica de los cuentos de nunca acabar que, en mi niñez, mi madre me contaba, con voz suave, para inducirme al sueño: “¿Te cuento el cuento de la buena pipa?” Si respondía que sí, me decía: “No te pido que me digas que sí, sino que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa”. Si respondía que no, decía ella: “No  te pido que me digas que no, sino que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa”. Y así ad infinitum, hasta que me cansaba o me quedaba dormido. Y si con ese cuento de nunca acabar no lo conseguía, sentenciaba: “¡Pues cuenta ovejas!

           El episodio al  que aludo está en el capítulo xx de la primera parte de la novela de Cervantes. Internados caballero y escudero, siendo ya noche cerrada, por una espesura, oyen unos ruidos intranquilizadores (que luego resultarían ser los batanes). El medroso Sancho insinúa dar un rodeo, pues nadie verá que dan de lado a la aventura que su amo quiere afrontar. Don Quijote se niega, pero también Rocinante se niega a andar. Deciden, pues, pasar allí la noche. El escudero propone que se echen a dormir, lo que su  amo considera deshonroso. Decide entonces pasar la noche contando cuentos y empieza por el de la pastora Torralba, una moza rolliza, zahareña  y que tiraba algo a hombruna que, rechazada por un pastor que antes la pretendió, se propuso que él cumpliera su promesa. El pastor optó por huir de allí llevándose sus cabras. Pero al llegar a un río, lo encontró muy crecido. Concertó con un pescador cruzar en su barca él y sus trescientas cabras, aunque en la embarcación no  cabían más que de una en una:
            “Entró el pescador en el barco y  pasó una cabra; volvió y pasó otra; tornó a volver y tornó a pasar otra. Tenga vuesa merced en cuenta las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento y no será posible contar más palabra dél […] Con todo esto, volvió por otra  cabra, y otra, y otra…” “Haz cuenta que las pasó todas”, dijo  don Quijote, “no andes yendo  y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año”. “¿Cuántas han pasado hasta agora?”, dijo Sancho. “¡Yo qué diablos sé!”, respondió don  Quijote. “He ahí lo que yo dije; que tuviese buena cuenta. Pues por Dios que se ha acabado el  cuento […] porque así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado, y me respondió que no  sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí  de la memoria cuanto me quedaba por decir”.
            Con esta excusa, nuestro buen Sancho,  se echó a dormir dejando a su señor sin cuento. Los comentaristas del Quijote coinciden en afirmar que Cervantes no hace en esta historia sino seguir una tradición popular. Como a Zalabardo y a mí lo que nos sobra es tiempo, creímos buena idea ponernos a buscar.
            Y, como si Ariadna nos hubiese dado un ovillo, su hilo nos condujo hasta el final, o casi. Porque, dale que te pego, topamos con una colección anónima italiana de cuentos, Novellino, del siglo xiii, que en su  cuento xxxi narra la historia de micer Azzolino y su criado cuentista. En las noches largas, Azzolino pedía a su  criado que lo entretuviese contándole cuentos. Pero una noche en la que el criado tenía mucho sueño decidió contarle el de un campesino que se encontró con gran cantidad de dinero y creyó conveniente comprar doscientas ovejas. De vuelta a casa, halló el río crecido y solicitó la ayuda de un pescador para pasar las ovejas; mas, al ser una barca pequeña, no cabía sino una por viaje. El campesino subió una oveja y cruzó; volvió, subió otra y cruzó. En este instante, el cuentista se durmió. Azzolino lo despertó: ¿Qué haces? Continúa el  cuento. A lo que el criado  respondió: Señor, dejad que pasen todas las ovejas y luego continuaremos.
            Podría decirse que aquí se acaba todo, pero no es así. Porque más cerca en el espacio, aunque más lejos en el tiempo (siglos xi-xii), tenemos un libro escrito en latín titulado Disciplina clericalis que compuso el judío aragonés Pedro Alfonso (¿1062-1140?). En el cuento xii narra la historia de un rey que pedía cada noche a un criado que le narrase cinco cuentos. Una noche que no  tenía sueño, le exigió que siguiera contando más. Empieza a contar, entonces, el del paisano que en una feria compró dos mil ovejas. Llega a un río, no puede vadearlo, encuentra una pequeña embarcación y comienza el trasiego de una orilla a la otra. En mitad de la historia, el criado se echa a dormir y el rey lo recrimina. El criado  responde: Se trata de un río muy ancho, la embarcación es muy  pequeña, y el rebaño muy grande. Deja, pues, que el paisano pase todas sus ovejas y, cuando termine, seguiré la historia.
            Le aclaro a Zalabardo que este libro de Pedro Alfonso es la primera muestra conocida de la introducción en la literatura europea de la cuentística oriental, lo que significa que habría que remontarse aún más para llegar al final del ovillo. Pero mi amigo me contesta, con sorna, que sigamos cuando todas las ovejas hayan pasado.

domingo, enero 19, 2014

EN EL PRINCIPIO ERA YA EL VERBO




           Confieso a Zalabardo mi sorpresa ante la acogida que obtienen determinados apuntes de esta Agenda. Algunos incluso me planteaban dudas sobre la conveniencia de su publicación. Un infinitivo vicioso, que consideraba “seco” en exceso por ser muy “gramatical” (planteaba el uso de los infinitivos) ha tenido unas 350 visitas. Pero es que otro, La misma palabra lo dice, en el que me limitaba a llamar la atención sobre el descuido al usar las palabras en los medios de comunicación, lleva ya más de 700 visitas, la mitad de ellas en solo un mes. Por supuesto que ninguno llega a las más de seis mil visitas que ha tenido Dady míooo, simple comentario de la versión del Padre nuestro (Dady míooo) en la jerga de los chetos, equivalente argentino de nuestros pijos y que publiqué como mera curiosidad.
            Esa misma duda me asalta hoy, que vuelvo a hablar con Zalabardo de la dejadez que muestran algunos periodistas al decidir emplear determinadas palabras. La duda nace de que alguien pudiera considerarme pretencioso, cuando la verdad es que solo busco la defensa de la precisión.
            Tomando como arranque a san Juan, que inicia su Evangelio afirmando que En el principio era ya el Verbo, es decir la palabra, quiero incidir en la importancia que a la palabra conceden todos los mitos y relatos sobre la creación. El Génesis, en la llamada versión yavista, más folclórica, popular, viva y vigorosa, llena de imágenes basadas en la tradición oral, dice: Entonces Yavé Dios formó de la tierra todas las fieras de la planicie y todos los pájaros del aire y los llevó al hombre para ver cómo los llamaría; y de la manera cómo el hombre llamase a todo ser vivo, este debería ser su nombre.
            Y en el Corán, no muy explícito sobre la creación, podemos leer: E instruyó a Adán en todos los nombres de los seres. Luego los presentó a los ángeles, y dijo: “Informadme de los nombres de estos seres, si sois verídicos”.
            Pero resulta, le insisto a Zalabardo, que la creación no es asunto del que se ocupen solo los textos bíblicos y coránicos. A la tradición babilonia pertenece una epopeya llamada Enuma Elish, ‘Cuando en las alturas’, en la que se escribe: Cuando ninguno de los dioses existía y con nombres no eran llamados… Una versión diferente de la misma epopeya, dice: [Marduk] creó el Tigris y el Eufrates y los colocó en su lugar; proclamó sus nombres de manera agradable… En poemas semejantes de la tradición sumeria encontramos: Después de haber sido separado el cielo y la tierra, después de haber sido separada la tierra del cielo, después de haber sido fijado el nombre del hombre… Y, para acabar la retahíla de citas eruditas, valga un texto egipcio que pone en boca de Khepera, dios de la creación, estas palabras: Las cosas que creé y salieron de mi boca fueron muchas. Yo traje mi nombre a mi propia boca, o sea, lo pronuncié como una palabra de poder y enseguida surgí.
            Zalabardo, que se va poniendo nervioso, me pide conclusiones. Entonces, le pido que se fije en el hecho de que, en todos los textos citados, nombre y palabra y hablar se asocian a una idea creadora. Esa es la idea que quiero extraer, que con la lengua creamos y definimos cada realidad; que las cosas, hasta que no tienen nombre, no son. Escribía Juan Ramón Jiménez: Te tenía olvidado, / cielo, y no eras / más que un vago existir de luz, / visto —sin nombre— / […] Hoy te he mirado lentamente, / y te has ido elevando hasta tu nombre.
            Sin embargo, ¡qué descuidados son, tengo que insistir, en los medios de comunicación, que deberían ser paladines del buen hablar! ¡Y qué descuidados somos todos al escoger las palabras! (Eso no son más que palabras, o Las palabras se las lleva el viento, decimos para mostrar desprecio por algo, sin considerar que las palabras, una vez pronunciadas, son difíciles de retirar). Con motivo de la pasada huelga de empleados de la limpieza en Málaga, una reportera de televisión se hizo un pequeño lío, a mi entender, con los verbos recoger y recolectar.  Y, para anunciar el fin del conflicto, utilizó hasta la saciedad la expresión recolectar la basura (no sé si se lo oí cuatro veces) sin pronunciar en ninguna ocasión el verbo recoger.
            Se me dirá que, mirando el diccionario, se demuestra que recoger y recolectar, procedentes ambos del mismo verbo latino recolligĕre, son sinónimos en cuanto que los dos remiten a la idea de coger. Lo admito, pero podríamos decir que, en esto de los sinónimos, unos son más sinónimos que otros. Intentaré explicarme: antiguo y viejo son sinónimos; pero hablar de libro antiguo o de libro viejo no siempre expresa la misma noción.
            Consulto el DRAE, el María Moliner y el Manuel Seco (en mi opinión nuestros mejores diccionarios) y observo que, aunque puedan ser sinónimos, el significado principal de recoger es ‘volver a coger’, ‘juntar o congregar cosas separadas’ y ‘coger cosas que se han caído’; en cambio, el significado principal de recolectar se asocia más a ‘coger los frutos del campo’. Es decir, recogemos lo que se nos ha caído, lo que está desordenado, lo que está tirado en el suelo...; y recolectamos trigo, maíz, manzanas... Ya digo, este es el uso más frecuente entre nosotros.
            Como, pese a todo, me quedaban dudas (¡qué empalago si no las tuviéramos!), envié una consulta al departamento correspondiente de la RAE y a Fundéu. Las respuestas recibidas no coinciden. Mientras la RAE admite la validez de recolectar la basura, argumentando que así se dice en bastantes lugares de América, Fundéu se inclina por aceptar como más correcto recoger la basura. Respecto a la opinión de la Academia, se me ocurre pensar que también en América emplean tinto y concha con significados que entre nosotros extrañan, sin desmerecer por ello la sinonimia, y que no utilizamos.
            O sea, que vistas con cuidado las definiciones y sin negar la sinonimia, salvo para el DRAE, la idea principal de recolectar, entre nosotros, es la de cosechar los frutos, mientras que recoger tiene un sentido más vago de coger cualquier cosa que está dispersa. Esto no impide (me adelanto a posibles objeciones) que haya frutos que se recojan; por eso se habla de la recogida de la aceituna. Pero, vamos, le digo a Zalabardo, lo que para mí queda claro es que aquí (no hablo de América) resulta más propio recoger la basura que recolectarla.

sábado, enero 11, 2014

UN PASEO POR LA AXARQUÍA (SENDERO SAYALONGA-CORUMBELA)



            La tesis de Zalabardo es que no hay que hacer desplazamientos largos para encontrar lo que se tiene junto a la casa. Participo de su tesis y le digo: "¿Por qué ir de Santurce a Bilbao por la orilla pregonando sardinas si se puede andar de Sayalonga a Corumbela por los montes oliendo a níspero y aguacate?". "¡Exacto!", me responde.Y eso hicimos el pasado viernes 10 de enero, ayer. Bajamos de Sayalonga hasta el río Cájula (que otros llaman Sayalonga) para luego subir hasta la pedanía de Corumbela. En total, ida y vuelta, unos 13 kilómetros. Dicen las guías que se puede hacer en tres o cuatro horas. Nosotros, le digo a Zalabardo, invertimos cinco, lo que no está mal para nuestra edad. Comento a Zalabardo que limitarse a decir que la Axarquía (cuyo nombre significa región oriental, según creo) es una zona bellísima para andar es no decir nada si uno no se propone adentrarse por su laberinto de caminos y subir y bajar montes por un, aparente, redondeado terreno, pero traicionero rompepiernas en el que, de improviso, se topa uno con empinadas cuestas de duro desnivel y pendientes que martirizan las rodillas. Pero vale la pena, aunque, más que contar, quiero que veáis imágenes del recorrido. Seguro que superarán las palabras que pueda utilizar, aunque mi cámara, en consonancia con la edad, carezca de la calidad deseada.
            Se puede empezar visitando el cementerio redondo de Sayalonga (algunos dicen que octogonal y único de esta clase en España) y tratar de descifrar la leyenda que lo emparenta con la masonería.
            Desde el Mirador de los Morales se puede contemplar esta vista de la Axarquía occidental. Detrás de aquellos cerros y nubes está Vélez-Málaga.
            Antes de empezar a andar, no olvidemos hacer una visita al callejón de la Alcuza, con sus 56 centímetros de anchura en uno de sus extremos.
            Ya iniciado el sendero, una vez que se llega al fondo del valle, junto al río, se levanta el complejo rural El Molino, bello paraje para unos días de descanso.

           La dura realidad nos echa a la cara que no todos disfrutamos del campo; algunos lo trabajan, y duramente.

           De vez en vez, hallazgos llenos de tierno bucolismo: en pleno enero, un almendro florido; o una cabra dando de mamar a sus crías.

           Tras dos horas de camino y casi sin dejar de subir, se divisa Corumbela. Su alminar mudéjar, apenas si se vislumbra en la lejanía. Aunque parece al alcance de la mano, nos queda casi una hora de caminata zigzagueando entre cerros.
            Hemos llegado. Lo primero que quiero hacer es una foto del alminar de su iglesia. Es, quizá, el mejor conservado de la llamada ruta mudéjar (Árchez, Daimalos, Corumbela, Sedella, Arenas, Canillas, Salares…).
            Hay que reponer fuerzas. En el mirador que hay ante la Tenencia de Alcaldía, nos sentamos a comer un buen bocadillo.
            Una vista de la Axarquía oriental. A lo lejos, Cómpeta (derecha) y Canillas de Albaida (izquierda). Tras esa loma de la izquierda, un poco más abajo que Canillas, se nos oculta Árchez.
            Y desde el mirador, a lo lejos, Sayalonga y el pico de la Rábita. De allí venimos y allí hemos de volver.

jueves, enero 02, 2014

REFRANERO ESCATOLÓGICO



            Bueno, ya han pasado las fiestas, le comento a Zalabardo. La navidad es época en la que uno suele acordarse de mucha gente. De los que ya no están con nosotros. De los que se hallan lejos. De los que apreciamos… Y la alegría, muchas veces, se empaña de nostalgia. Dickens dijo que es la única época en el largo calendario del año en que hombres y mujeres parecen, de común acuerdo, abrir sus corazones sin restricciones. Pese a que, en ocasiones, nos hallemos como dice la canción de Concha Buika: jodidos, pero contentos.
            Y, tal como afirmé en mi último apunte del 2013, le digo a Zalabardo que no quiero caer en sensiblerías y que deseo que este, el primero del 2014 sea también festivo. De las muchas personas que he recordado, le cuento, no podían faltar amigos de la infancia y la adolescencia. Aunque, no sé por qué, ha acudido a mi memoria, con más fuerza, el padre de uno de ellos. Mariano Zamora era un hombre entregado al cuidado de las poquitas tierras que poseía y a su familia. No era bonachón, sino, como decía Machado, en el buen sentido de la palabra, bueno; no era solo una persona afable, sino que resultaba divertido hasta partirse el culo de risa con sus ocurrencias.
            En las noches veraniegas, en el patio de su casa, un bellísimo patio de tipo sevillano, reunía una desinhibida tertulia que integraban, por lo regular, él y su esposa, la inolvidable y querida para mí Rita Torres, sus hijos, los amigos de sus hijos y dos amigos médicos, hermanos ellos, residentes en la vecindad, Pepe y Manolo Mazuelos. Era una tertulia en la que se hablaba sin pelos en la lengua, aunque respetando a todo el mundo.
            Aquel hombre, cuando una conversación se encontraba en su punto más interesante, gritaba de improviso: ¡Peo libre! Era la señal para que todos, con exclusión de una escandalizada, aunque no dejaba de reír, Rita Torres, comenzásemos a soltar las ventosidades que se nos antojaran. Mariano Zamora justificaba tales expansiones diciendo a los médicos presentes que la única norma de salud que él respetaba era la que establece el refrán que afirma Mea claro y pee bien.

           Mariano Zamora, ignoro si era consciente, no hacía sino seguir un sendero por el que, desde muy antiguo, ha fluido una corriente popular (y folclórica) de marcado arraigo en nuestro país. La de quienes, desconfiando de los médicos profesionales, fían su salud al adecuado funcionamiento de su aparato excretor. Y esa actitud ha sido fuente en la que ha bebido una rica literatura a la que algunos dan de lado por pudor o abierto rechazo al lenguaje escatológico. Dentro de dicha corriente podemos recordar el divertidísimo opúsculo de Quevedo, que se editó sin mención de fecha y lugar Gracias y desgracias del ojo del culo o, más modernamente, el no menos divertido cuento de Fernández Flores sobre aquel militar que llega a su casa con incontenibles ganas de defecar y, encontrando a su esposa en la cama con un desconocido, les grita: ¡Esperad ahí malvados!, antes de irse corriendo para el váter. Naturalmente, cuando volvió después de haber aliviado su vientre, ninguno de los dos estaba allí. Y, claro, no puedo olvidar a nuestra compañera Rosé Gil, quien, entre sus muchas coplillas, cantaba esta: Si me jincas un cuchillo, / no lo hagas en el pecho. / Jíncamelo en el culo, / que tengo el bujero hecho.
            Cito solo estos casos porque me quiero centrar en la corriente del refrán que Mariano Torres citaba mirando a sus amigos médicos. Sin embargo, dejaré constancia de que (cosa extraña) ni el Quijote ni La Celestina, huertos de refranes sin cuento, no recogen ni uno (o yo no los recuerdo) de carácter escatológico. A lo más que llega Rojas es a dejar constancia de la desconfianza que levantaban médicos y cirujanos.
            La primera cita que encuentro está, ¡cómo no!, en Covarrubias (1611): Mee yo claro y una higa para el médico. Gonzalo de Correas, en su Refranero (1627), recoge estas variantes: Si quieres estar bueno, mea a menudo como hace el perro; Cagar bien y mear claro, cagajón para el cirujano; Cuando meares de color de florín, echa al médico por ruin; Mear claro y cagar duro, señal de estar bueno el pulso. El gaditano José Mª Sbarbi, en su póstumo Diccionario de refranes (1922), cita: En comiendo mucho y meando claro, echa a la mierda al cirujano. Y mi paisano Rodríguez Marín, en sus 21000 refranes… (1926), aporta los siguientes: Mear claro y de buen color y una higa para el doctor; Mear claro, cagar duro y peer fuerte, y darle tres higas a la muerte; Mear claro y recio y una higa para el médico.
            Otros refranes parecidos son: Quien mea y no pee, no hace lo que debe; El que va a mear y no pee es como el que va a la escuela y no lee; Ni firmar sin leer, ni mear sin peer; Así come el mulo, así caga el culo; Antes de entrar en un lugar, mear y cagar; Antes de que te vayas a la iglesia, caga y mea. La lista sería inacabable.
            Y si empecé con Quevedo, con él quiero terminar. En su ya citado Gracias y desgracias… dice: No hay gusto más descansado que después de haber cagado. Y cuenta esta anécdota: Claudio César, emperador romano, promulgó un edicto mandando a todos, pena de la vida, que (aunque estuviesen comiendo con él) no detuviesen el pedo, conociendo lo importante que es para la salud.
            Zalabardo no ha dejado de mirarme mientras escribía. Cuando he terminado, me dice: “¿Y vas a publicar eso?” Yo le contesto: “Después de los atracones navideños, ¿hay algo mejor?”
            A propósito. En el teatro es costumbre desear a quienes estrenan: ¡mucha mierda!. Parece que la costumbre se remonta a tiempos ya lejanos, cuando a los teatros acudían solo los económicamente pudientes y lo hacían en sus carruajes de caballos; el hecho de que ante la puerta del local hubiese muchos cagajones indicaba que era alta la asistencia. De ahí que a los actores y a los autores se les desee una buena asistencia, un gran éxito, es decir, mucha mierda.
            Pues si el mundo, como decía Calderón de la Barca, es un gran teatro, Zalabardo y yo deseamos a quienes nos lean mucha mierda para 2014. A ver si así cambian las cosas a mejor.