lunes, diciembre 20, 2021

EL ORIGEN PAGANO DE LAS FIESTAS

 


Nadie es tan despistado que ignore, creo, que estamos entrando en la vorágine de las fiestas navideñas. Nochebuena, Navidad, Fin de Años, Reyes… Esperemos salir, según están las cosas, ilesos de tanto trapicheo. La covid es traicionera y aguarda tras la puerta. Lo que quizá no sea tan conocido, es que el origen de todas estas fiestas, a las que se asigna un importante sentido religioso, tienen, y no es un descubrimiento mío, un origen totalmente pagano. Del mismo modo que, así se lo digo a Zalabardo, deben ser bastantes las personas que no sepan qué quiere decir pagano, palabra a la que, en un tiempo, se le asignó un matiz peyorativo.

            La palabra pagano, si nos remontamos a su más remoto origen, proviene de la raíz sánscrita pak-, que significa, ‘fijar, atar, asegurar’; en definitiva, lo que nos une a algo o nos asegura. De ella, en latín, surgieron varias, entre las que destacamos dos. Por un lado, pax, nuestra paz, que significa, ‘vínculo, acuerdo’. Pero hay otra, pagus, que designa ‘la aldea, el poblado, el burgo’ y que nada tiene que ver con pacare, de donde sale pagar, ‘satisfacer lo que se debe’. De ahí que, en español actual, haya un pago, ‘satisfacer lo debido’, y un pago, ‘distrito agrícola, pueblo, aldea’.

            La vida en la aldea siempre ha estado más ligada a las faenas agrícolas, pues de ahí proviene su sustento. que es de lo que se vivía: la siembra, la vendimia, las cosechas… Y los aldeanos, como toda la humanidad en todas las épocas, llevados por un espíritu religioso, entendiendo por tal la creencia de que todo lo bueno y lo malo depende en última instancia de factores sobrenaturales que no comprenden, se aferran a unos ritos con la esperanza de que el sol y la luz les traigan buenas cosechas o los libren de enfermedades y de que no haya lluvias a destiempo que destrocen las cosechas. Esos ritos no excluyen la celebración de fiestas con las que honrar a esos seres que pueden mostrarse benévolos o malignos. Fiestas que coinciden con el final del invierno y el inicio del ciclo agrícola, con la primavera, con el verano y la recolección, el otoño y la vendimia. Con ellas, se agradecía lo recibido y se rogaba por lo esperado.

            Una de esas fiestas es la Navidad, que, en la actualidad, tiene dos modos de ser interpretada, como una de las máximas fiestas religiosas y como una fiesta mundana, equiparable a cualquier otra. Zalabardo y yo, que intentamos siempre ser tolerantes, respetamos cualquier interpretación y a sus defensores. Y por ello, rechazamos tanto la actitud de quienes en nombre de la religión desearían despojarla de su cara mundana como la de quienes, por el contrario, con el argumento del laicismo, piden su supresión. Modestamente, creo que se equivocan unos y otros.


            Si acudimos a la historia de las culturas, lo que es innegable es que la Navidad, como la mayoría de las fiestas, tiene más de pagano que de religioso y aquí retomamos lo que se decía al principio. En época del Imperio Romano se celebraban las Saturnalias, fiestas del solsticio de invierno, momento en que los días se alargaban; y el 25 de diciembre se honraba el nacimiento de Saturno, del sol y del fuego, que anunciaban el inicio del nuevo ciclo agrícola. En la cultura iraní, ese mismo 25 de diciembre era el día del nacimiento de Mitra, que traía la armonía y la luz que conduciría a los hombres hacia la verdad. Eran fiestas en las que se intercambiaban regalos que, sobre todo, se repartían entre los niños y los pobres.

            Los primeros cristianos se oponían a estas fiestas, que veían muy alejadas de la doctrina que ellos practicaban. Entre otras cosas, porque en el judaísmo del que procedían se celebraba más la muerte y Saturno y Mitra honraban un nacimiento. Pero el cristianismo, como todas las religiones, tiende al sincretismo, a mezclar ideas y ritos y a adoptar los de otras creencias para ganar adeptos. Así, cuando el emperador Constantino declaró el cristianismo como religión oficial y la única permitida, se encontró con que los pueblerinos, los aldeanos, veían con malos ojos la supresión de sus fiestas. Hay que pensar que el cristianismo se difundió más por las grandes urbes que por los campos. Esa es la razón de que, peyorativamente, los cristianos llamaran paganos, ‘campesinos ignorantes’, a quienes no seguían su doctrina. Y poco después, se llamó pagano a cualquiera que no abrazara el cristianismo. Aun así, el paso dado por Constantino requería dar un paso más. Y hacia el año 350, el papa Julio I dictaminó que el nacimiento de Jesús se produjo el 25 de diciembre. Con ello, unas fiestas paganas difíciles de erradicar se convirtieron, mediante decreto, en fiestas religiosas.


            La cuestión de la fecha no es algo baladí. Hay muchos estudios, incluso dentro del propio cristianismo, que defienden que el nacimiento de Cristo debió producirse entre finales de septiembre o comienzos de octubre. Un solo ejemplo, extraído del Evangelio de San Lucas. En el capítulo 2 se dice que había por allí unos pastores velando y cuidando de sus ganados. Los judíos, le digo a Zalabardo, eran más ganaderos que agricultores, solían tener sus reses en campo abierto hasta que el otoño anunciaba su final; entonces, los recogían para protegerlos de las inclemencias. Es, pues, difícil de creer que a finales de diciembre hubiese pastores en el campo con ganado suelto. También hay quienes sostienen que cuando en San Mateo, capítulo 15, Cristo dice: «en vano me honran enseñando doctrinas y mandamientos de hombres», se refiere precisamente a aquellas festividades en que se hacían patentes unas creencias que no eran las que él traía. Eso, dicen algunos, predispuso a los primitivos cristianos contra unas fiestas que acabarían en lo que hoy conocemos como Navidad.

            Le digo a Zalabardo que lo importante es respetar lo que crea cada uno y dejar que cada individuo celebre estas fiestas de acuerdo con sus creencias. Si es preciso, le digo, tendríamos que sentirnos todos paganos y no dejar que nadie nos imponga una línea de pensamiento. El espíritu religioso no es uniforme, siempre ha existido y, en el fondo, se puede observar que, en las historias de Mitra, de Saturno, de Nimrod, de Cristo, de Semíramis, de la Virgen María… confluyen elementos muy semejantes y sus orígenes vienen sostenidos por la gente sencilla, los paganos. Más tarde, se crearán las instituciones, que son las que lo quieren mangonear todo a su capricho.

sábado, diciembre 11, 2021

HOMO LOQUENS

 


Ni Zalabardo ni yo tenemos conocimientos de antropología que nos permitan meter baza en el asunto de la clasificación taxonómica de los seres humanos. Tampoco los tenemos de otros muchos temas. Por eso no nos veo como tertulianos en uno de esos programas televisivos en el que unos colaboradores habituales hablan con desparpajo de todo como si alguien pudiera conocerlo todo. O sea, que nuestra sapiencia antropológica va poco más a allá de distinguir que homo habilis es el capaz de utilizar instrumentos, homo faber, el que ya se fabrica los que necesita y emplea y homo sapiens, el conocedor, el que sabe, el grupo al que, dicen, pertenecemos.

            Sin embargo, aunque quede fuera de todo lo que admita la ciencia, antigua o moderna, cuando conversamos nos gusta decir que el punto más alto de la escala humana corresponde a lo que llamamos homo loquens, el que habla, el que dispone de una desarrollada facultad de lenguaje que lo capacita para comunicarse con su entorno con algo más que gestos y gruñidos. No se nos oculta ni a Zalabardo ni a mí que eso ya se le presupone al sapiens; pero, solemos decir, ahí está el quid, que se le presupone, como cuando hacíamos la mili se nos presuponía el valor. Y, con ese argumento, seguimos defendiendo a este homo loquens que nos hemos inventado.


            Hablar, emitir palabras con las que comunicarnos con nuestro entorno. Qué fácil y qué complicado. Deberíamos sentirnos orgullos. El habla nos identifica con tanta precisión como las huellas digitales. No en vano un refrán afirma que Cada uno habla como quien es, razón por la que se recrimina a los descuidados al hablar o lo hacen irreflexivamente. Pensando en estos surgieron expresiones como Hablar a tontas y a locas o Hablar por hablar. El mayor reproche quizá lo merezcan aquellos por quienes se dijo Hablar por boca de ganso; esos no son ya simples descuidados; son, a la par que ignorantes, presuntuosos que sin saber de qué hablan se limitan a repetir lo que otros con mayor formación dijeron. Explicar los motivos por los que a un pedagogo, a un maestro se lo llamaba antiguamente ganso daría pie a otro apunte de esta Agenda.

            Departir, conversar, dialogar, charlar; bellas palabras para referirnos al acto en que dos o más personas hablan de los más variados temas sin presumir de ser expertos, dejando que los asuntos vayan surgiendo por sí mismos, sin obedecer a programa prestablecido y, cosa importante, respetando los turnos de palabra, porque no hay que monopolizar ni la palabra ni el conocimiento. Se conversa mientras se toman unas cervezas o unos vinos, mientras se disfruta de una comida, mientras se refresca uno en las tardes veraniegas o se busca calor del sol invernal, mientras se pasea, mientras, con absoluta despreocupación, se deja pasar el tiempo. El teléfono y las redes sociales, que nadie lo dude, son modos sucedáneos de conversar que jamás proporcionarán el gozo del amistoso cara a cara.


           Hay otros modos de hablar que persiguen un fin más serio, que no más alto, porque la vida hay que tomársela en serio y no está exenta de problemas. Por eso, al parlamentar, los interlocutores exponen sus puntos de vista con el objetivo de alcanzar una idea común que derive en un acuerdo. Si debatimos, contrastamos opiniones diferentes valiéndonos de argumentos que las defiendan y puedan demostrar cuál es preferible. En un discurso, en una disertación o en una conferencia, alguien, este sí tiene que ser experto, expone sus conocimientos a un auditorio para difundirlos y compartirlos. Pero si el ponente hace una disertación débil o carente de interés, se dirá peyorativamente que discursea. Y cuando en un parlamento o debate se olvida que el fin es llegar a puntos de encuentro y no hay otro interés que la defensa de la opinión propia con absoluto desprecio de las del contrario habrá discusión, pero no otra cosa. De esto, por desgracia, tenemos bastantes muestras en nuestro país.

            Pero Zalabardo me preguntaba por las tertulias. En principio, tengo que decirle que la tertulia es el lugar idóneo para conversar, dialogar, hablar de mil cosas diversas aun sin deseo de llegar a ningún lado, porque manda el objetivo de disfrutar del puro placer de hablar. Las tertulias tienen una larga historia detrás, aunque las que más nos suelen venir a la memoria son las que se celebraban en los salones, el siglo XVIII o las posteriores de los cafés, en el siglo XIX, sin olvidar, le digo, las famosas tertulias de las reboticas o de los casinos. Escuchaba hace unos días en la radio a un antiguo camarero del Café Gijón, de Madrid, famoso por sus tertulias, como antes lo fueron Pombo, Nuevo Café de Levante y otros. Contaba este hombre múltiples anécdotas vividas en su trabajo, pero lo que más me gustó es lo que contaba respecto a dos normas que, según él, eran muy respetadas por quienes asistían. Una decía: Aquí se expone, no se impone. Y la otra, que era más cargada de humor y desinhibición: Aquí venimos a mentir y a no dejarnos engañar. Con la primera, le digo a Zalabardo, debemos entender que la conversación no es lucha y, por tanto, no debe dejar ni vencedores ni vencidos; y con la segunda deberíamos entender aquello que decía Machado (creo que fue él): No creáis todo lo que os digan; ni siquiera creáis todo lo que os digo yo.


            La verdad es que no tengo muy buena opinión sobre las actuales tertulias de radio y televisión. Pero, aunque acepto que hay de todo, creo que lamentablemente predominan las que denigran la esencia de lo que una tertulia debe ser. En muchas de estas mal llamadas tertulias se grita más que se habla, no se respeta la intervención de los demás, se exhibe demasiado narcisismo, se parte de posturas irreductibles y hay poca disposición a aceptar planteamientos que no coincidan con el propio; y lo que es peor, se miente y se injuria sin el menor recato, con el desvergonzado ánimo de que la mentira ha de ser tomada como verdad y la injuria se extienda y se comparta. O sea, que hay parloteo ruidoso, verborrea insufrible, pero ni amena conversación, ni esclarecedor debate.

sábado, diciembre 04, 2021

HISTORIAS DE PALABRAS: ESCLAVO, ADICTO Y CICLÁN

 


Rastrear el origen y significado de las palabras conduce no pocas veces a descubrimientos curiosos, unas veces debidos a las relaciones semánticas que se establecen con el tiempo, por ejemplo las que suponen desplazamientos o ampliaciones de significados, y otras a una sencilla razón de etimología. Eso me ha sucedido mientras trataba de recomponer el proceso que explicaba el término esclavo. Y me encontrado con la necesidad de dilucidar lo que lo une a adicto y ciclán. La primera y la tercera palabras comparten etimología, mediando las lenguas griega y árabe; la segunda se relaciona con la primera por su significado.

            El DEL, con la frialdad de los diccionarios, dice que esclavo deriva de una forma latina medieval sclavus, nacida sobre el griego bizantino sklávos, forma regresiva de sklabenós, que designa genéricamente a cualquier individuo perteneciente a uno de los pueblos eslavos, quienes se llamaban a sí mismos slověninŭ, cuando caían cautivos de otros pueblos. Y, con esos datos, ya se le vienen a uno a la cabeza que dentro de esta familia de esclavo habría que estudiar esclavina o eslabón; pero eso alargaría el apunte.

            Sin embargo, lo que nos interesa es esclavo. Aunque en Roma existía la esclavitud, ‘carecer de libertad y estar bajo la potestad de otra persona’, su lengua no tenía la palabra esclavo. La introducción de sclavus, le cuento a Zalabardo, fue muy tardía; y aprovecho para aclararle qué relación tiene con adicto y qué la une con ciclán.

            La sociedad romana estaba integrada por clases distintas y un hecho diferencial primordial era la desigualdad entre las mismas. Las dos que más nos suenan son la de los patricios, cuya estirpe podía remontarse hasta los fundadores de Roma y la de los plebeyos, que podían presumir de muchas cosas menos de nobleza y estirpe. Unos y otros eran libres, aunque los segundos apenas disfrutaran de derechos. La relación respecto al señor, el pater familias, conocía muchos grados.


            Por lo pronto, el término más extendido en latín, el genérico servus, designaba a criados, servidumbre y a cuantos, de una forma u otra, dependían del pater. Por ejemplo, la condición de mancipium se aplicaba a hijos y parientes directos que vivían bajo la tutela del pater y carecían de autonomía hasta que abandonaban el hogar común; entonces lograban la emancipación, término que aún subsiste. El famulus, a quien ya podemos considerar esclavo, era cualquier servidor que habitaba en la misma casa del pater; curiosamente, de ahí procede el término familia. Cualquier otro servus era el esclavo tal como hoy se entiende. Pero había un grupo peculiar, el de los addictus, integrado por quienes por alguna razón, podría ser una gran deuda no reparada, un tribunal ponía bajo la potestad de un señor que se convertía en su amo y podía disponer de él a voluntad hasta que la deuda se saldase; también era esclavo. De addictus procede el actual adicto, ‘persona sujeta a alguien o a algo de lo que no puede ser separado’.

            ¿Y la palabra esclavo? Llegó al latín, ya se lo he dicho a Zalabardo, muy tarde, en torno a los siglos V o VI. ¿Su origen? Probablemente del bajo latín sclavus tomado del griego bizantino sklávo, ‘eslavo’, aplicado a cualquier miembro de un pueblo eslavo. Aparte de esa procedencia griega, nos muestra que no podía ser palabra patrimonial latina la presencia del grupo -sl-, inexistente en dicha lengua; la epéntesis -skl- facilita la pronunciación. Lo que no tiene sentido, le digo a Zalabardo, es la absurda etimología que todavía cita en 1611 Covarrubias: ‘dicho del hierro (clavo) que ponen en los carrillos al siervo o cautivo díscolo y fugitivo’.

            El esclavo es pues, en origen, cualquier eslavo que caía cautivo de otro pueblo y se convertía en su servidor, perdiendo todo derecho, incluso el de la vida. Con el tiempo, a cualquier cautivo, fuese cual fuese su procedencia, que pasaba a ser propiedad de alguien, se lo llamó esclavo. Ese origen parece suficientemente probado, pero podemos ampliarlo aduciendo bastantes documentos de la baja Edad Media que dan cuenta de cómo pueblos alemanes vendían los cautivos eslavos que conseguían en sus luchas contra ellos a otros pueblos, entre ellos a los catalanes. No pocos de ellos eran enviados a Lucena (Córdoba), que tenía una afamada escuela de cirugía, donde eran castrados y revendidos en toda la extensión de Al-Andalus como cuidadores de los harenes. Los árabes llamaron a estos eunucos siqlâb, arabización de sclavus.


 

           Y del árabe apareció en castellano ciclán, que de haber significado en un principio esclavo, adquirió el nuevo significado de ‘castrado’ y más tarde ‘que carece de un testículo’. Podemos recordar un romance jocoso de Quevedo titulado Refiere las partes de un caballo y de un caballero, que comienza así:


Yo, el único caballero,

a honra y gloria de Dios,

salgo ciclán a la fiesta

por faltarme un compañón.

            Y es que, le aclaro a Zalabardo, compañón es uno de los sinónimos de testículo. Lo que le cuento a Zalabardo queda demostrado con una última curiosidad: en Cáceres existe un pueblo llamado Ciclavín, topónimo de origen árabe, Siqlabiya, es decir, ‘campamento de esclavos’, porque muchos antiguos esclavos que habían dejado de serlo repoblaron parte de aquella zona. No es de extrañar que muchos habitantes del pueblo defiendan otro origen para su nombre: Cella-vini, es decir, ‘bodega de vino’.