sábado, junio 30, 2012

GRITOS Y SUSURROS


En unos tiempos en los que la televisión parece andar bastante revuelta en cuanto al tratamiento de determinados asuntos (se diría que solo nos interesan los chismorreos y los sucesos), hay ocasiones en las que se agradece un soplo de aire fresco y nos asombramos (por la falta de costumbre) de que haya aún personas celosas por conservar la dignidad y no se presten a servir de alimento a los tiburones.
Con frecuencia asistimos al empeño por presentar como debates, como entrevistas o, lo que resulta más risible, como periodismo de investigación lo que no es más que el obsceno acto de hurgar en las intimidades de cualquier persona célebre (Zalabardo duda de cuál sea la procedencia de la celebridad de algunos) con fines bastantes veces inconfesables. Todo ello, en un ambiente que no se separa ni un ápice de lo que no es sino cotilleo, habladuría, alcahuetería de la más baja estofa y más propia de los antiguos patios de vecindad que de un plató de televisión.
Lo peor de todo en este asunto, continúa metiendo baza Zalabardo, es que a ese juego de información barriobajera se presta un no escaso número de personas, a las que habría que catalogar más como personajillos que como personajes, que no tienen reparo, no se sabe bien a cambio de qué, en abrir sus entrañas para que en ellas picoteen los buitres de esta televisión que llamamos basura.
Sin embargo, no debemos caer en el desánimo de creer que en nuestras televisiones no hay buenos entrevistadores. Es posible que a Pablo Motos se le estimara más si no abusara tanto de las entrevistas-promoción, que son más publicidad que otra cosa, y quitara algo de ruido en su programa (aun así, su reciente charla con Jordi Évole resultó muy interesante). Este último citado, con esa áurea de irreverencia de sus entrevistas, también es digno de tener en cuenta. Y a Andreu Buenafuente le han cortado la cabeza a las primeras de cambio por mor de las audiencias.
Por eso nos han dejado un buen sabor de boca las primeras entregas de Entrevista a la carta, programa de Televisión Española que presenta, con estimables dosis de buen hacer, Julia Otero. Los entrevistados de los primeros días, el torero Cayetano Rivera, el escritor Mario Vargas Llosa y la pareja formada por Serrat y Sabina dieron una lección de elegancia al encarar preguntas muy variadas sin torcer nunca el gesto, sin incurrir en la chabacanería y con una educación no exenta de rotundidad cuando ha hecho falta.
Cuando surgieron preguntas “no pertinentes”, que no es lo mismo que “impertinentes” los entrevistados supieron salir del paso sin necesidad de hacer ningún drama. Cayetano, desde su aparente timidez, defendió con firmeza la inviolabilidad de su faceta íntima, que no falta aunque él sea una figura pública. Vargas Llosa, con suma elegancia, sorteó la curiosidad por conocer su enfrentamiento con García Márquez argumentando que ambos han alcanzado el acuerdo de no hablar del tema y dejar que lo hagan sus biógrafos, llegado el momento y si lo creen de interés. Y Serrat, pese a su aspecto bonachón, supo manifestar un sereno enojo ante algunas cuestiones, ya fueran estas referidas a los derechos de autor, a su catalanismo o a la situación económica del país. Pero, como digo, todos ellos hicieron gala de buenas maneras incluso frente a las preguntas que consideraban que no aportaban nada al interés que el público pudiera sentir hacia ellos. Y todos dejaron alguna que otra frase y alguna que otra opinión que refrendaban su valor como personas y como artistas.
He querido esperar para escribir este apunte a que pasaran más invitados por el programa. Con la presencia de Ana García Obregón, me pareció notar que algo chirriaba, porque esta mujer tiene tan asumido su personaje que a veces cuesta deslindarlo de la persona. Pero con Alejandro Sanz se ha recobrado el tono sereno y reposado de los primeros días.
Me resisto a creer que este tipo de programas no interese a esa entelequia que llamamos la audiencia; en ellos se habla en tono relajado, se guardan las formas y no se oye ni un solo grito. Ni la “irritación” de Serrat  ni las “alegrías” de la Obregón elevaron los decibelios por encima del nivel tolerable por los oídos y siempre se mantuvo en ese tono de susurro con que fluye el programa. Pero las audiencias, desgraciadamente, parece que se inclinan más hacia espectáculos más zafios en los que se ofrece carnaza y se grita hasta enronquecer, como si la razón la tuviera quien demuestre mayor capacidad pulmonar. Ni a Zalabardo ni a mí nos gustan esas riñas de gallos en las que, al menor descuido, siempre hay un jaque dispuesto a sacar la navaja. Nos gustan más programas como este de Julia Otero o serenos debates como los de aquel recordado La clave, programa de la prehistoria de nuestra televisión, que tan bien dirigía José Luis Balbín.
Y como llegan las vacaciones, también esta Agenda se toma unas vacaciones. Al menos durante el mes de julio y ya veremos qué pasa con agosto. Que disfrutéis de un buen descanso allá donde estéis.

domingo, junio 24, 2012

BUENOS Y MALOS


Conversamos Zalabardo y yo sobre si, en las obras de ficción, los personajes que solemos calificar como villanos atraen con más fuerza el interés de los espectadores o de los lectores, según hablemos de literatura o de cine. Él sostiene que sobre nosotros siempre ha ejercido mayor atractivo el bien que el mal. Y me pide que recuerde cómo, cuando de niños íbamos al cine, las palmas echaban humo en cuanto por el horizonte aparecía el séptimo de caballería que acudía en auxilio de los desvalidos colonos o cuando se truncaban los malintencionados planes del archimalvado Fu Manchú.
            Yo, que me posiciono en el bando opuesto, lo reto a que me diga, si es que lo recuerda, cuál era el nombre de aquel doctor que se empeñaba en desbaratar los planes de Fu Manchú, cuyo nombre nunca se nos olvidará; o que me reconozca cómo, aparte del general Custer, somos incapaces de recordar ningún otro jefe de la caballería de los Estados Unidos, mientras que Caballo Loco, Cochise, Toro Sentado, Gerónimo o Nube Roja permanecerán por siempre en nuestra memoria (aunque, hablando de indios y la caballería, creo los conceptos bueno y malo se salen de los caminos trillados).
            La conversación deriva hacia lo que dijo Calisto a Melibea (aunque con otra intención y en otro contexto) sobre que nuestra naturaleza es mixta, compuesta de dos partes.  Siendo así, lo que habría que ver es si en nosotros predomina la atracción hacia el bien o hacia el mal (si acaso tenemos algo más de Hyde que de Jeckyll). También en esto mi amigo y yo diferimos. Le digo entonces que uno de los grandes personajes de la literatura universal, Macbeth, es un malo de primera línea, quizás el único que Shakespeare haya convertido en protagonista de una de sus obras.
            Y si nos bajamos al mundo de la literatura infantil y juvenil, continúo, debo confesar que, para mí, poseen más encanto Lex Luthor o The Joker que sus oponentes Supermán y Batman, que no dejan de parecerme boys scouts un tanto pedantes y melindrosos. Planteadas de este modo las cosas, me contesta entonces, que tiene que reconocer que él, que es aún mayor que yo, recuerda la admiración que sentía hacia Ali Kan aunque solo fuera porque su lucha nacía del sentimiento que le inspiraba aquel a quien siempre había considerado como hijo, el ingrato Adolfo de Moncada que se ocultaba tras el seudónimo de Guerrero del Antifaz.
            Puestos, así, de acuerdo, conveníamos en que tiene más fuerza Drácula que el doctor Van Helsing o en que John Silver es quien mantiene viva la novela de Stevenson La isla del tesoro y terminábamos entusiasmándonos al recordar cómo el pirata Sandokán se las ingeniaba para humillar al Imperio británico.
            En un momento de la charla, Zalabardo da un salto al mundo real y me pregunta: ¿Te acuerdas de la actriz Mae West, primer símbolo sexual del cine mundial? Le contesto que, por mi edad, no tuve ocasión de conocerla, aunque haya oído hablar de ella. Pues mira, me dice, a ella se deben muchas de esas frases que quedan para siempre y que conectan en parte con lo que hablamos: una es aquella de que las chicas buenas van al cielo… mientras que las malas van a todas partes; en otra ocasión, dijo: Cuando soy buena, soy buena; pero cuando soy mala, soy mucho mejor.
            Esto me hace recordar una anécdota, real, de un sobrino. No sé si tenía entonces algo así como cinco o seis años; la cosa es que un día, hablando con su madre, le dijo: Mamá, tú dices que yo soy muy bueno y que me quieres mucho; pero a mí me parece que los niños malos se divierten más.

domingo, junio 17, 2012

VIEJÓVENES



Vencida de la edad sentí mi espada (Quevedo)

            Me enviaron el otro día un artículo para que lo corrigiera. Se contenía en él, entre otras cosas, un cuadro estadístico en uno de cuyos apartados se podía leer: jóvenes de 18 a 29 años. Recordé entonces uno de los apartados del Libro de estilo de El País en el que, hablando de la edad, se dan las siguientes normas para cuando se da la edad de las personas: bebé, menos de un año; niña o niño, de 1 a 12 años; adolescente y joven, de 13 a 18 años; hombre o mujer, más de 18 años; anciana o anciano, más de 65 años. Solo se hace la recomendación de que este último término, anciano, se utilice más como exponente de decrepitud física que como un estadio de edad. Se lo hice llegar al autor, en este caso autora, por si consideraba procedente hacer alguna rectificación. Zalabardo me avisó de que se iba a enfadar; en efecto, la respuesta que recibí fue esta: ¡Me estás diciendo que no soy joven!
            ¿Ves que te lo advertí?, me dice mi buen amigo. Y entonces empezamos a hablar de que, hoy, la gente se resiste a aceptar que el tiempo pasa inexorablemente, de que ya se hace difícil encontrar en los relojes aquel antiguo aforismo latino que tanto solía aparecer en otras épocas y que afirmaba Vulnerant omnes, ultima necat (Todas hieren, la última mata) y que casi nadie está dispuesto a aplicarse a sí mismo el verso de Quevedo con que introduzco el apunte. Por el contrario, la tendencia es la contraria. Todos buscan disimular, si hace falta mediante cirugía, los efectos de la edad no ya sobre nuestra persona, sino específicamente sobre nuestro físico. Y a los hechos nos remitimos, decía Zalabardo.
            Recordé en ese momento que había leído en un suplemento de ayer sábado una palabra que me llamó la atención, viejóvenes, con la que se pretendía señalar a aquellas personas que han alcanzado una edad más que respetable y se empeñan por todos los medios en actuar y presentarse como lo que ya nunca serán. El artículo venía ilustrado con dos fotografías, una de Julio Iglesias y otra de Silvio Berlusconi. No son malos ejemplos de viejóvenes, me contestó Zalabardo.
             Y, de aquí, sin saber cómo, saltamos a comentar algunas cuestiones de léxico. Mejor dicho, salté yo, puesto que Zalabardo no hizo sino encogerse de hombros como diciendo: Si no hay más remedio… Le comenté a mi amigo que en ese mismo suplemento había hallado otras dos palabras que llamaron mi atención: londiñoles y ecolofascistas. La primera se utiliza para señalar a españoles que han conseguido imponer su marca o trabajan para una firma de renombre en Londres y, la segunda, para designar, especialmente, a los ecologistas radicales. Viejóvenes y ecolofascistas encierran un cierto matiz peyorativo que no creo advertir en la otra. En principio, imaginé que las tres, estas dos y la anterior, eran términos inventados por los autores de los artículos y reportajes. Pero, consultando Internet, encuentro que los tres son términos que ya andan rodando por ahí y, si no de dominio público, son de uso algo frecuente, aunque ninguno de ellos figura en el diccionario.
            Coincide conmigo Zalabardo en que este sistema de creación de neologismos, echando mano de los recursos y elementos del idioma propio, son muy de alabar, prosperen luego o no, que eso es harina de otro costal. No pasa como lo que criticaba semanas atrás, concretamente en el apunte del 16 de abril, sobre el desacertado, para mí, sistema de recurrir en el lenguaje de las redes sociales a términos foráneos. Así, me causó un raro malestar este reprobable sumario o destacado que insertaba hace unos días El País en un reportaje: El ‘hashtag’ #lodeayer se convirtió en un ‘trending topic’. ¿Cree el autor que todos los lectores lo entenderán? ¿Acaso no hay otra forma de decir eso? ¿No se podía haber escrito La etiqueta #lodeayer se convirtió en el asunto más comentado? Y eso que dicha publicación presume en su cabecera de ser El diario global en español. Pues muy bien.

domingo, junio 10, 2012

PASO PALABRA


                Hoy, tal vez lo adecuado sería hablar de rescate y cómo dicha palabra puede ser interpretada como algo positivo o como algo negativo. Pero Zalabardo me convence de que para amargar el domingo al personal ya están los periódicos, las radios y las televisiones.
            Así que le hago caso y paso palabra. Por ejemplo, hablamos de concursos televisivos. Hay momentos en los que tanto Zalabardo como yo nos sentamos ante el televisor para verlos. A veces coincidimos en que, en los concursos antiguos, se valoraba más el bagaje de conocimientos de los concursantes. Se les exigía saber mucho de alguna cosa o, al menos, saber lo suficiente de bastantes. Hoy, en cambio, parece como si no se precisase dominar ningún tema para participar.
            Nos gustan, sobre todo, aquellos en los que se juega con palabras. Zalabardo no tiene muy buena opinión de los concursantes de ¡Ahora caigo! Y de La ruleta de la suerte porque no entiende que, dada la naturaleza de tales programas, los participantes no sean capaces de hallar con presteza la solución. Le digo que, debido a mi radical incapacidad para participar en un concurso, me niego a hacer juicios de valor sobre quienes sí participan. En cambio, continúa él, la gente se admira de lo que saben los concursantes de Saber y ganar o de las palabras que conocen los de Pasapalabra. A mí, en cambio, le digo, me gusta más Atrapa un millón.
            Hablando de palabras, dice entonces Zalabardo, ¿qué era aquello que dijiste aquí sobre la pobreza léxica y la cantidad de vocablos que utilizamos? ¿Es verdad que las personas corrientes no pasamos de mil términos y que muchas no pasan siquiera de doscientas cincuenta? Me veo precisado a decirle que todo tiene su matización y que, por supuesto, también esta afirmación. Le explico que hay diferencia notable entre saber que existe una palabra, conocerla, y ser capaz de utilizarla en el contexto apropiado. Que es posible que conozcamos equis número de palabras y que ignoremos su significado o no las utilicemos jamás. Ponme un ejemplo, me pide.
            Y se lo concedo: Le digo que yo, porque mi madre era modista, conozco la palabra alforza. Pues bien, ¿quiénes la conocen hoy?; ¿quiénes solo saben que es un vocablo que pertenece al léxico de la confección de ropa?; y, por fin, ¿quiénes saben lo que es una alforza y pueden utilizar la palabra en un contexto preciso? Zalabardo, que es listo, me dice: A ver si lo he entendido; eso es como cuando hace no mucho tiempo me contabas que Javier López había preguntado durante el desayuno, si sabíais lo que era un balate. Algunos no habíais oído la palabra en vuestra puñetera vida; a otros, os sonaba a léxico agrícola, de campo; pero muy pocos, por no decir ninguno, salvo él, supo explicar que es un terreno  pendiente, un ribazo, o la parte exterior de una acequia.
            Lo que pasa muchas veces es que nos limitamos a utilizar muy pocas palabras y, por ello, caemos en un reduccionismo léxico que genera esa pobreza citada. Me interrumpe y dice: Para el carro y pon ejemplos. Se los doy. Digo que, en ocasiones, pensamos como si no hubiese más que la oposición nuevo/viejo y que, fuera de ellos, apenas si utilizamos otros términos. Pero que, por referirnos solo al segundo, si lo que queremos indicar es que algo tiene ya muchos años, podríamos hablar de antiguo; que si lo que queremos es señalar su estado de conservación, mejor sería hablar de ajado, deslucido o manoseado; que si queremos destacar los efectos del paso de los años en una persona, cabría utilizar provecto. Y si, para terminar, deseamos destacar que algo, sin considerar su edad o tiempo, es digno de ser imitado, bastaría con calificarlo de clásico. Y aún quedan en el morral decrépito, anciano, vetusto, ruinoso y otros. Igual sucede con nuevo.
            Aún le ofrezco otro ejemplo. Mira, le digo, ahora que pasamos por un periodo en el que la mujer, con razón, lucha por alcanzar la plena equiparación con los individuos del otro sexo en todas las esferas de la vida, sería conveniente que pensásemos en las palabras para no errar el centro de la diana hacia el que se dirigen los dardos. Zalabardo salta de improviso: ¡Júrame que no vas a empezar otra vez a hablar del lenguaje sexista! Yo se lo juro con esa infantil fórmula de besar la cruz hecha con los dedos pulgar e índice al tiempo que digo: Palabrita del Niño Jesús.
            En este reduccionismo del que te hablo, continúo, parece que no hay más dualidad que la formada por hombre/mujer. Y no es así, aunque, por desgracia, hayamos empobrecido nuestro léxico olvidando términos que no han podido ser sustituidos por otros o alterando sus referencias. Aclaro. El latín disponía de tres palabras bien delimitadas en sus significados: homo, vir y mulier. La primera, nuestro hombre, que englobaba a las otras dos, se refería a todo el género humano. Vir fue a desembocar en varón y mulier en mujer. Lo que sucede es que, con el tiempo, hombre invadió el terreno de varón sin perder por ello su significado original. Eso explica que podamos decir el hombre es mortal o en aquella casa no había ningún hombre sin tener problemas para entender rectamente cada frase.
            El griego poseía otras tres, equivalentes: anthropós, áner y giné. Han perdurado en términos cultos, pero los entendemos. Por ejemplo, no es igual decir visión antropocéntrica que visión androcéntrica; hay mucha diferencia. La aversión hacia cualquier individuo del género humano es la misantropía, mientras que la aversión hacia las mujeres o hacia los hombres es la misoginia y la misandria, respectivamente, pese a que este último término no aparezca en el DRAE. Sí aparece androfobia, que no es exactamente lo mismo, ya que significa ‘miedo a los hombres’, no ‘aversión hacia’ y cuya correspondencia es ginefobia.  Pero resulta, además, que el griego tenía una cuarta palabra, prósopon, traducida al latín como persona, y que, en realidad significa la máscara que los actores se ponían en el teatro para fingir y reflejar el papel que representaban. Por eso, persona, aunque haya invadido el espacio de homo y anthropós, sigue siendo la imagen que queremos transmitir de nosotros a los demás, es decir, nuestra máscara. Si esa visión que ofrecemos alcanza notoriedad, en cualquier sentido, nos convertimos en personaje. Así se explica que, de alguien a quien desconocemos, podamos decir que “nos parece que no es persona de fiar”, porque no nos gusta lo que creemos ver, aunque luego sea alguien más bueno que el pan.
            A mayor bagaje léxico, concluyo, mayor capacidad tendremos para manifestar cuanto haya en nuestro interior. La pobreza léxica, por el contrario, es un obstáculo para transmitir a los demás lo que deseamos decir.
            Y del mismo modo que ayer vino en nuestro rescate Europa, confiemos en que hoy nos rescate España. ¿A que no es igual una cosa que otra?