Hoy, tal vez lo adecuado sería hablar de rescate y cómo dicha palabra puede ser interpretada como
algo positivo o como algo negativo. Pero Zalabardo me convence de que para
amargar el domingo al personal ya están los periódicos, las radios y las televisiones.
Así que le hago caso y
paso palabra. Por ejemplo, hablamos de concursos televisivos. Hay momentos en
los que tanto Zalabardo como yo nos sentamos ante el televisor para verlos. A
veces coincidimos en que, en los concursos antiguos, se valoraba más el bagaje
de conocimientos de los concursantes. Se les exigía saber mucho de alguna cosa
o, al menos, saber lo suficiente de bastantes. Hoy, en cambio, parece como si
no se precisase dominar ningún tema para participar.
Nos gustan, sobre
todo, aquellos en los que se juega con palabras. Zalabardo no tiene muy buena
opinión de los concursantes de ¡Ahora
caigo! Y de La ruleta de la
suerte porque no entiende que, dada la naturaleza de tales programas,
los participantes no sean capaces de hallar con presteza la solución. Le digo
que, debido a mi radical incapacidad para participar en un concurso, me niego a
hacer juicios de valor sobre quienes sí participan. En cambio, continúa él, la
gente se admira de lo que saben los concursantes de Saber y ganar o de las palabras que conocen los de Pasapalabra. A mí, en cambio, le
digo, me gusta más Atrapa un millón.
Hablando de palabras,
dice entonces Zalabardo, ¿qué era aquello que dijiste aquí sobre la pobreza
léxica y la cantidad de vocablos que utilizamos? ¿Es verdad que las personas corrientes
no pasamos de mil términos y que muchas no pasan siquiera de doscientas cincuenta?
Me veo precisado a decirle que todo tiene su matización y que, por supuesto,
también esta afirmación. Le explico que hay diferencia notable entre saber que
existe una palabra, conocerla, y ser capaz de utilizarla en el contexto apropiado.
Que es posible que conozcamos equis número de palabras y que ignoremos su significado
o no las utilicemos jamás. Ponme un ejemplo, me pide.
Y se lo concedo: Le
digo que yo, porque mi madre era modista, conozco la palabra alforza. Pues bien, ¿quiénes la
conocen hoy?; ¿quiénes solo saben que es un vocablo que pertenece al léxico de
la confección de ropa?; y, por fin, ¿quiénes saben lo que es una alforza y pueden utilizar la
palabra en un contexto preciso? Zalabardo, que es listo, me dice: A ver si lo
he entendido; eso es como cuando hace no mucho tiempo me contabas que Javier López había preguntado durante
el desayuno, si sabíais lo que era un balate.
Algunos no habíais oído la palabra en vuestra puñetera vida; a otros, os sonaba
a léxico agrícola, de campo; pero muy pocos, por no decir ninguno, salvo él, supo explicar que es un terreno pendiente, un
ribazo, o la parte exterior de una acequia.
Lo que pasa muchas
veces es que nos limitamos a utilizar muy pocas palabras y, por ello, caemos en
un reduccionismo léxico que genera esa pobreza citada. Me interrumpe y dice:
Para el carro y pon ejemplos. Se los doy. Digo que, en ocasiones, pensamos como
si no hubiese más que la oposición nuevo/viejo y que, fuera de ellos, apenas
si utilizamos otros términos. Pero que, por referirnos solo al segundo, si lo
que queremos indicar es que algo tiene ya muchos años, podríamos hablar de antiguo; que si lo que queremos
es señalar su estado de conservación, mejor sería hablar de ajado, deslucido o manoseado;
que si queremos destacar los efectos del paso de los años en una persona,
cabría utilizar provecto. Y
si, para terminar, deseamos destacar que algo, sin considerar su edad o tiempo,
es digno de ser imitado, bastaría con calificarlo de clásico. Y aún quedan en el morral decrépito, anciano,
vetusto, ruinoso y otros. Igual sucede con nuevo.
Aún le ofrezco otro
ejemplo. Mira, le digo, ahora que pasamos por un periodo en el que la mujer,
con razón, lucha por alcanzar la plena equiparación con los individuos del otro
sexo en todas las esferas de la vida, sería conveniente que pensásemos en las
palabras para no errar el centro de la diana hacia el que se dirigen los
dardos. Zalabardo salta de improviso: ¡Júrame que no vas a empezar otra vez a
hablar del lenguaje sexista! Yo se lo juro con esa infantil fórmula de besar la
cruz hecha con los dedos pulgar e índice al tiempo que digo: Palabrita del Niño
Jesús.
En este reduccionismo
del que te hablo, continúo, parece que no hay más dualidad que la formada por hombre/mujer. Y no es así, aunque, por desgracia, hayamos
empobrecido nuestro léxico olvidando términos que no han podido ser sustituidos
por otros o alterando sus referencias. Aclaro. El latín disponía de tres
palabras bien delimitadas en sus significados: homo, vir
y mulier. La primera, nuestro
hombre, que englobaba a las
otras dos, se refería a todo el género humano. Vir fue a desembocar en varón
y mulier en mujer. Lo que sucede es que, con
el tiempo, hombre invadió el
terreno de varón sin perder
por ello su significado original. Eso explica que podamos decir el hombre es mortal o en aquella casa no había ningún hombre
sin tener problemas para entender rectamente cada frase.
El griego poseía otras
tres, equivalentes: anthropós,
áner y giné. Han perdurado en términos cultos, pero los entendemos.
Por ejemplo, no es igual decir visión
antropocéntrica que visión
androcéntrica; hay mucha diferencia. La aversión hacia cualquier
individuo del género humano es la misantropía,
mientras que la aversión hacia las mujeres o hacia los hombres es la misoginia y la misandria, respectivamente, pese
a que este último término no aparezca en el DRAE. Sí aparece androfobia,
que no es exactamente lo mismo, ya que significa ‘miedo a los hombres’, no
‘aversión hacia’ y cuya correspondencia es ginefobia. Pero resulta, además, que el griego tenía una
cuarta palabra, prósopon, traducida
al latín como persona, y que,
en realidad significa la máscara
que los actores se ponían en el teatro para fingir y reflejar el papel que representaban.
Por eso, persona, aunque haya
invadido el espacio de homo y
anthropós, sigue siendo la imagen
que queremos transmitir de nosotros a los demás, es decir, nuestra máscara. Si esa visión que
ofrecemos alcanza notoriedad, en cualquier sentido, nos convertimos en personaje. Así se explica que,
de alguien a quien desconocemos, podamos decir que “nos parece que no es persona de fiar”, porque no nos
gusta lo que creemos ver, aunque luego sea alguien más bueno que el pan.
A mayor bagaje léxico,
concluyo, mayor capacidad tendremos para manifestar cuanto haya en nuestro
interior. La pobreza léxica, por el contrario, es un obstáculo para transmitir
a los demás lo que deseamos decir.
Y del mismo modo que
ayer vino en nuestro rescate
Europa, confiemos en que hoy nos rescate
España. ¿A que no es igual una cosa que otra?
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