Vencida de la edad sentí mi
espada (Quevedo)
Me enviaron el otro
día un artículo para que lo corrigiera. Se contenía en él, entre otras cosas,
un cuadro estadístico en uno de cuyos apartados se podía leer: jóvenes de 18
a 29 años. Recordé entonces uno de los apartados del Libro de estilo de El
País en el que, hablando de la edad, se dan las siguientes normas para
cuando se da la edad de las personas: bebé, menos de un año; niña o niño, de
1 a 12 años; adolescente y joven, de 13 a 18 años; hombre o mujer, más de 18
años; anciana o anciano, más de 65 años. Solo se hace la recomendación de
que este último término, anciano, se utilice más como exponente de decrepitud
física que como un estadio de edad. Se lo hice llegar al autor, en este
caso autora, por si consideraba procedente hacer alguna rectificación.
Zalabardo me avisó de que se iba a enfadar; en efecto, la respuesta que recibí
fue esta: ¡Me estás diciendo que no soy joven!
¿Ves que te lo
advertí?, me dice mi buen amigo. Y entonces empezamos a hablar de que, hoy,
la gente se resiste a aceptar que el tiempo pasa inexorablemente, de que ya se
hace difícil encontrar en los relojes aquel antiguo aforismo latino que tanto
solía aparecer en otras épocas y que afirmaba Vulnerant omnes, ultima necat (Todas hieren, la última mata) y que casi nadie está
dispuesto a aplicarse a sí mismo el verso de Quevedo con que introduzco el apunte. Por el contrario, la
tendencia es la contraria. Todos buscan disimular, si hace falta mediante
cirugía, los efectos de la edad no ya sobre nuestra persona, sino específicamente
sobre nuestro físico. Y a los hechos nos remitimos, decía Zalabardo.
Recordé en ese momento
que había leído en un suplemento de ayer sábado una palabra que me llamó la
atención, viejóvenes, con la
que se pretendía señalar a aquellas personas que han alcanzado una edad más que
respetable y se empeñan por todos los medios en actuar y presentarse como lo
que ya nunca serán. El artículo venía ilustrado con dos fotografías, una de Julio Iglesias y otra de Silvio Berlusconi. No son malos ejemplos de viejóvenes, me contestó Zalabardo.
Y, de aquí, sin saber cómo, saltamos a
comentar algunas cuestiones de léxico. Mejor dicho, salté yo, puesto que
Zalabardo no hizo sino encogerse de hombros como diciendo: Si no hay más
remedio… Le comenté a mi amigo que en ese mismo suplemento había hallado
otras dos palabras que llamaron mi atención: londiñoles y ecolofascistas.
La primera se utiliza para señalar a españoles que han conseguido imponer su
marca o trabajan para una firma de renombre en Londres y, la segunda, para
designar, especialmente, a los ecologistas radicales. Viejóvenes y ecolofascistas
encierran un cierto matiz peyorativo que no creo advertir en la otra. En
principio, imaginé que las tres, estas dos y la anterior, eran términos
inventados por los autores de los artículos y reportajes. Pero, consultando Internet, encuentro que los tres
son términos que ya andan rodando por ahí y, si no de dominio público, son de uso algo
frecuente, aunque ninguno de ellos figura en el diccionario.
Coincide conmigo
Zalabardo en que este sistema de creación de neologismos, echando mano de los
recursos y elementos del idioma propio, son muy de alabar, prosperen luego o
no, que eso es harina de otro costal. No pasa como lo que criticaba semanas
atrás, concretamente en el apunte del 16 de abril, sobre el desacertado, para
mí, sistema de recurrir en el lenguaje de las redes sociales a términos
foráneos. Así, me causó un raro malestar este reprobable sumario o destacado
que insertaba hace unos días El País
en un reportaje: El ‘hashtag’
#lodeayer se convirtió en un ‘trending topic’. ¿Cree el autor que todos los lectores lo entenderán? ¿Acaso no hay otra forma
de decir eso? ¿No se podía haber escrito La
etiqueta #lodeayer se convirtió en el asunto más comentado? Y eso que dicha
publicación presume en su cabecera de ser El
diario global en español. Pues muy bien.
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