viernes, febrero 24, 2023

DE MURCIA A SEVILLA, PASANDO POR ANTEQUERA

 

Raro es el pueblo al que no se aplica un dicho o refrán con el que se pretende hacer burla o expresar la animadversión que hacia él sienten, por lo común, los pueblos colindantes. Son la consecuencia de rivalidades entre vecinos. En ocasiones, el uso se generaliza y pasa a ser de conocimiento más amplio. Así, no sé cuántas personas conocerán que de mi pueblo se dice De Osuna, ni la luna; y mujeres, ninguna; pero estoy seguro de que son más los que han dicho u oído alguna vez lo de Cordobés y hombre de bien no puede ser.

            Pero no quiero hablar de estos dichos malintencionados (me parece bastante despreciable el que se aplica a Loja), sino de otros que, aun siendo posible que tengan una base real, histórica, han pasado a la conciencia general con un sentido, si no diferente, al menos más amplio del que pudiera tener en su origen.

            Le digo a Zalabardo que el otro día escuché a Juan Benítez, experto como pocos en esto de recopilar dichos y tradiciones orales, comentar ante un nutrido auditorio que nadie ha podido leer la leyenda de la Peña de los Enamorados antequerana por la sencilla razón de que esa historia se sustenta no sobre una leyenda, sino sobre numerosas leyendas, separadas incluso por el tiempo y el espacio. Si no lo dijo así, pido de antemano perdón y ruego que se tome como error mío y no de mi amigo Juan Benítez.

            Digo esto porque pienso en lo de Que salga el sol por Antequera. Pero vamos a empezar por el más próximo ejemplo, el que afecta a esta ciudad en que resido desde hace tantos años que ya me considero tan natural de ella como de mi pueblo natal. ¿Quién no ha oído el refrán Mata al rey… y vete a Málaga?

            Cuándo nació exactamente la frase es difícil de determinar. Pero hay muchas noticias que avalan su sentido; referirse a un lugar en que uno se siente libre de dar cuenta de sus tropelías. Tenemos el caso de un viajero inglés, George Vivian, autor en 1883 de un libro titulado Paisajes españoles en cuya portada aparecía, sobre el fondo de la alcazaba y catedral malagueñas, un grupo de bandoleros. Pero es que otros viajeros daban una imagen muy parecida de la ciudad: «El barrio del Perchel es muy peligroso. Lo habitan terribles bandidos salteadores de caminos», escribió el francés P. L. Imbert. Un marino norteamericano, Alexander Slidell afirmaba en 1827 que en Málaga habita «la canalla más camorrista, fullera y rencorosa del mundo». Y otro viajero, Charles Davillier escribió en 1862 que «el baratero es un hombre de la hez del pueblo, que ha adquirido una habilidad extraordinaria en el manejo de la navaja y explota el terror que inspira». Se creó la idea de que en esta ciudad había tantos bandoleros, contrabandistas, charranes y guapos que la ciudad terminó por ganarse la fama de ser cuna de la delincuencia y nido de impunidad. Málaga, pues, era refugio para cualquier tipo de malhechor.

            Pero es que llegamos a finales del siglo XIX y comienzos del XX y nos encontramos con una figura, la del cordobés José Estrada y Estrada. Diplomado en leyes, llegó a ser concejal y teniente de alcalde en Málaga e incluso diputado en Cortes por los distritos de Vélez-Torrox y Ronda-Campillos. Destacado abogado criminalista, haría con sus actuaciones famosa la frase Mata al rey… y vete a Málaga, que, por la mala fama de la ciudad y por sus actuaciones, acabó siendo Mata al rey, vete a Málaga… y que te defienda Estrada.


            Y sin embargo, casi siempre hay un sin embargo, pudiera ser que el origen del refrán no estuviera en nuestra ciudad, sino más arriba, en Murcia. Leo un artículo de Olaya López Munuera en el que se cuenta que, en los albores de la creación del Reino de Murcia, cuando esta tierra fue conquistada a los musulmanes que la ocupaban y era todavía una región fronteriza, y peligrosa en la que pocos querían vivir, para afianzar el terreno conquistado, el rey Alfonso X decidió firmar un decreto en el que se perdonaba cualquier delito cometido, incluso si era de sangre, a quienes se avinieran a repoblar el territorio recién conquistado. Esto atrajo hacia Murcia un número alto de delincuentes y maleantes de la peor calaña que hizo de la zona una tierra sumamente peligrosa. Tanto que Jaime I, suegro del rey llamado el Sabio, llegó a pedir a su yerno que anulara tal decreto porque podía darse el caso de que cualquiera «matase al propio rey y se refugiara en Murcia sin que se le pudiese castigar».

            Pudiera ser, no lo niego; pero leo en un artículo de Pedro María Egea Bruno, Mata al rey y vete a Murcia. La corrupción en la España de la Restauración, que en tierras murcianas la corrupción alcanzó tal calibre que el dicho Mata al rey… y vete a Málaga se trasladó a Murcia dada la situación. La cosa es que ese Mata al rey y… se aplica a numerosas poblaciones de la costa mediterránea. Y como esto parece que se alargaría demasiado, sugiero a Zalabardo dejar Antequera y Sevilla para el apunte próximo.

sábado, febrero 18, 2023

SALIR RANA

 

Conoce Zalabardo mi admiración y respeto hacia Gonzalo de Berceo, el monje riojano a quien se atribuye lugar preeminente en el mester de clerecía. Hay que elogiar su deseo de ser veraz y sus esfuerzos para no perder la confianza de sus lectores. En la Vida de santo Domingo de Silos, afirma desconocer el nombre de la madre del santo porque no está escrito en el material que él maneja. Y, más adelante, contando uno de los milagros que el santo realizó, no puede darnos el final porque «…dezir non lo sabría / ca fallesçió el libro en qui lo aprendía, / perdiose un cuaderno, mas non por culpa mía». Este dezir no sabría se repite bastante en sus obras; cada vez que carece de argumento en que apoyar lo que escribe. Por eso podemos pensar que Berceo nunca nos saldrá rana.

            Salir alguien o algo rana. El DLE dice que es ‘defraudar’. El modismo está bien claro y lo utilizamos con frecuencia, conscientes de que decimos que alguien o algo ha defraudado las expectativas puestas. Pero esa sencillez que reconocemos en la expresión se diluye cuando queremos indagar en su origen. ¿Por qué cuando algo nos sale mal o cuando sentimos que alguien traiciona la confianza que en él pusimos decimos que nos ha salido rana? Tendría que emular a Berceo y escribir aquí dezir non lo sabría. Cuando repaso los refraneros que conozco, los libros de modismos y locuciones usuales, encuentro Salir algo rana, Salir el pez rana o Salga pez o salga rana; pero ninguna explicación sobre su origen.

            Donde solo encuentro algo es en Un paquete de cartas, obra de Luis Montoto publicada en 1888. Allí leo dos expresiones. Una, El pez me ha salido rana: ‘Dícese de la persona a quien se tiene en buena opinión, y en el momento de dar a conocer su capacidad o competencia en un asunto, se acredita de incapaz o de incompetente’. Y la otra, Salga pez o salga rana dice: ‘Reprende la codicia de los que recogen aquello que salga, aunque valga poco’. Justifica ambas en la existencia de un refrán que se da como antiguo: Salga pez o salga rana, ¡a la capacha!


            Comento a Zalabardo que se me viene a la cabeza lo de salir rana por el convencimiento que se va instalando en mí de que, entre nuestros políticos, tenemos más ranas que peces. Hace unos días, una persona amiga me decía que entre nosotros había bastantes coincidencias y bastantes discrepancias. No sé si creía eso bueno o malo. Le respondí, más o menos, que una sociedad en la que todos coincidiéramos sería aburridísima, porque las personas somos diferentes; pero que, puestos a valorar, apreciaba más más las discrepancias porque de ellas nace el debate que puede aclarar si la idea que mantenemos está errada o no. Y le recordaba que Machado, en Juan de Mairena, más o menos decía, porque cito de memoria: «Desconfiad de todo cuantos os digan. Desconfiad incluso de lo que os digo yo».

            Llevamos un tiempo, sigo diciéndole a Zalabardo, inmersos en una discusión sobre una ley sobre la violencia contra las mujeres y otra que pretende resolver parte del problema del llamado procés catalán. Aun aceptando la buena intención de los legisladores, la realidad nos viene demostrando que estas leyes han salido con deficiencias: la primera porque da lugar a efectos indeseados de rebajar penas y delitos que antes se castigaban más; sobre la segunda, por una parte los magistrados del Tribunal Supremo advierten al Gobierno de que tiene lagunas que dejan impunes posible delitos secesionistas, y por la otra, hay políticos catalanes que dicen sentirse engañados ‘en lo pactado’. O sea, que son leyes que pueden habernos salido ranas porque no ponen remedio a lo que pretendían solucionar.

            Eso en sí no sería tan malo si no viésemos estas leyes como productos que se han elaborado con prisas y sin tener demasiado en cuenta las opiniones de los expertos juristas que avisaban sobre las posibles fallas. Lo correcto, si vemos lo ocurrido, sería sentarse, debatir, contraponer las discrepancias y ver cómo se llega a coincidencias válidas para todos y, en especial, que supongan la solución al problema que se desea resolver. Pero nos encontramos con que nos cuesta demasiado reconocer que hemos errado y no digamos ya lo que nos cuesta dar nuestro brazo a torcer. ¿Qué hacemos?: echar la culpa a otros. De ahí saco la conclusión de que más que esas leyes fallidas quienes nos han salido ranas son los políticos que las han llevado adelante sin tener, usando las palabras de Montoto, «la acreditada capacidad y competencia» y quienes se oponen a su reparación.

 

           Hago saber a Zalabardo que esta idea se me refuerza tras leer, cuando me levanté esta mañana, El misterio de los trenes fantasma, un artículo de Antonio Muñoz Molina en el que dice que, entre nosotros, «los anatemas prevalecen sobre los argumentos». Copio este fragmento: «…nuestro modelo político preferido ha sido durante siglos, y hasta ahora mismo, más el monólogo encendido desde la tribuna o el púlpito que el debate bien argumentado entre posiciones distintas». Todos acusan a todos; todos echan en cara a todos su incapacidad y mala disposición. ¿Pero quién hace algo para reconducir los desajustes o los equívocos?

            O sea, que, tanto si miramos a nuestra derecha o a nuestra izquierdas, se nos revuelve el estómago sintiendo que nos defraudan, que aquellos a quienes se tenía en buena opinión, llegado el momento no han demostrado la capacidad y competencia que les suponíamos. Total, que nos han salido rana.

domingo, febrero 12, 2023

PARA QUÉ LA ORTOGRAFÍA

Muchas veces he contado a Zalabardo la anécdota de un compañero, profesor de Matemáticas, mi querido Carlos Rodríguez, a quien un alumno preguntó: «Profe, ¿las matemáticas sirven para algo?». Y mi amigo se lo quedó mirando, serio, durante el tiempo suficiente para crear el necesario ambiente de tensión en el resto de la clase. «Mira ―contestó al fin―, por lo pronto sirven para que mi familia y yo comamos todos los días gracias a lo que intento que tú aprendas. Si quieres, te sigo dando otras razones».

            Cuando yo aún ejercía como profesor, aunque tuviera fama de serio, procuraba tomarme todos los asuntos con calma y humor para no agobiar a los alumnos. Así, me decían: «Profe, yo no sé hacer esto», respondía: «Por eso estás aquí; si lo supieras, yo estaría sobrando». O si alguien me espetaba: «Profe, tengo una duda», fingía gran sorpresa y contestaba: «¡Menuda suerte, con la de dudas que tengo yo!».

            Si hablábamos de ortografía, acudía a chistes, aunque siempre he sido mal contador de chistes. Por ejemplo, contaba el del empresario que, dictando una carta, decía: «…así que nos veremos el jueves» y, al ser interrumpido por la secretaria: «¿Jueves se escribe con v?», reaccionaba: «Bueno, ponga que nos veremos el miércoles».

            ¡Ay, la ortografía, qué descuidada está!, le digo a Zalabardo. Y lo está porque olvidamos la necesidad de tener criterio coherente para cualquier asunto. Vivimos una época en que mucha gente anda preocupada con que si la palabra tal o cual es válida atendiendo solo al argumento de si la recoge o no la Academia en su diccionario, sin pensar que la esencia y validez de las palabras nace de que nos sirvan para comunicar nuestros sentimientos, no de que aparezcan en un diccionario. No hace mucho, escuchaba a Aurora Luque defender este criterio cuando le preguntaban sobre su tendencia a formar palabras nuevas. No recuerdo si era a propósito de afrodisiar, que usa en su libro Gavieras. Pero es que, mucho antes, ya Vicente Huidobro nos hablaba en su libro Altazor de la golonrisa, la golonbrisa, la golonniña o de la violondrina y el goloncelo.


            Esta misma naturalidad deberíamos manifestar al hablar del sentido de la ortografía. Que la característica más notable del lenguaje es la oralidad nadie debería discutirlo. Nos comunicamos hablando. La escritura vino mucho después. Pero, como podemos leer en la Ortografía de la Academia, la lengua oral presenta limitaciones según la sociedad va creciendo y haciéndose más compleja. Una, que la memoria humana es frágil e incapaz de retener toda la información que recibe; y otra, que la comunicación oral exige la cercanía de los individuos. Quizá no sea necesario citar más.

            La invención de la escritura salvaba la fragilidad de la memoria y no hacía necesaria la proximidad física para acceder a la comunicación. La escritura traduce a términos visuales los signos vocales que emitimos al hablar. Ese código escrito era, y sigue siendo una convención. Las normas ortográficas nos ayudan a saber cuándo y cómo esos signos gráficos deben utilizarse para que su interdependencia con la oralidad no se resienta porque «la función esencial de la ortografía es garantizar y facilitar la comunicación escrita entre los usuarios de una lengua mediante el establecimiento de un código común para su representación gráfica».

            Y esa norma debe ser coherente, debe servir para que no se interrumpa ni altere el contacto entre los hablantes. Algunos culpan a las redes sociales de que se escriba mal. Zalabardo sabe que no creo tal cosa. Escribir xk (‘por qué’), bss (‘besos’), wapa (‘guapa’), kiero (‘quiero’) no debiera escandalizarnos porque son muestras de un  registro que busca brevedad e inmediatez. El problema surge si no somos capaces de cambiar ese registro por el apropiado para una situación diferente que exige una escritura más formal.

 

           Me preocupa más, y me enfada, que un profesor de Física o de Historia, pongo por caso, diga que él no corrige los fallos ortográficos de sus alumnos; o que un profesor universitario disculpe las deficiencias ortográficas y expresivas. Y casi me indigna que se cometan fallos de ortografía en un texto periodístico o en los rótulos de una televisión. Que no se sepa en qué se distinguen a ver y haber o qué diferencia hay entre porque y porqué, o cuándo hay que usar por que o por qué, etc. Hablo de indignación porque todos los libros de estilo que conozco de los principales medios se esmeran en explicar los usos de porque / porqué / porque y por qué. Claro que esa indignación se torna desesperación cuando leo en el Libro de estilo de ABC: «No hay que confundirlos con la combinación ocasional de la preposición por y el relativo que: Ya te he dicho por que no me voy». Quien redactó tal cosa debería saber que, para ser relativo, que necesita un antecedente. Así, el ejemplo debería haber sido Ya te he dicho la razón por que no me voy, o algo semejante. Tal como aparece, lo que corresponde es por qué.

            En nuestro tiempo, Zalabardo lo recuerda bien, la ortografía se estudiaba con muchos dictados que recogían ejemplos del tipo Vaya tras esa valla y tráigame una baya o Ahí hay un hombre que dice ay. No voy a decir que solo los dictados sean el camino para aprender ortografía, aunque la verdad es que los echo de menos en determinados niveles. La ortografía se aprende leyendo mucho, sin duda. Pero sin desdeñar ningún tipo de lectura y sin someter los libros a esa lamentable costumbre de simplificación, en vocabulario y en sintaxis con la que se dice «se los acerca a una mejor comprensión». Así, solo se consigue que nuestros alumnos tengan cada día un léxico más reducido y un nivel de expresión más pobre.

sábado, febrero 04, 2023

MARIO VARGAS LLOSA

Conversación en La Catedral, La ciudad y los perros, La fiesta del Chivo, Pantaleón y las visitadoras, La guerra del fin del mundo, La tía Julia y el escribidor, El sueño del celta, La civilización del espectáculo, los cuentos recogidos en Los jefes y Los cachorros, la innumerable cantidad de artículos y ensayos escritos en su larga vida… Me pregunto, y le pregunto a Zalabardo, si estos remedos de periodistas (ser periodista es algo más que tener un título expedido por una Facultad Universitaria) que pululan hoy en las redes, en ciertos programas de radio y de televisión conocen (han leído) algo del escritor peruano, una de las glorias de la literatura en lengua española, si les ha llegado la noticia de que en 2021 fue elegido, sin haber escrito ni una sola obra en francés (lengua que habla a la perfección), miembro de la Academia Francesa, si saben que es el único escritor no francés cuya obra ha sido publicada en la colección La Pléiade estando todavía vivo… Me pregunto también (y pregunto a Zalabardo) qué saben de Zavalita, de Alberto el Poeta, de Ricardo el Esclavo, de Pichulita…, de tantos personajes inolvidables como pueblan sus libros.

Me hago todas esas preguntas, y se las hago a Zalabardo, porque llevamos un tiempo en que no es posible encontrar plataforma ni programa televisivo (¡ay, cuánta información y qué poco conocimiento!) en cuyas tertulias no ocupe importante espacio la figura de Mario Vargas Llosa. Pero no se habla de su obra, ni de su ingreso en la Academia Francesa, ni de que sea ese único escritor vivo ante quien se rinde La Pléiade… Se habla de su ruptura con Isabel Preysler, la reina de la prensa rosa, la embajadora de Porcelanosa… ¿Qué explicación podríamos dar a tal asunto? Entonces, imitando la pregunta que abre Conversación en La Catedral, pregunto a Zalabardo: ¿en qué momento se nos jodió esto?

Durante la crisis de 2008, esto lo recuerda el propio Vargas Llosa en La civilización del espectáculo, un cronista de El País contaba que había en Nueva York fotógrafos que hacían guardia a la espera de que algún bróker se arrojase al vacío desde el último piso de un banco. No importaba la tragedia; importaba el espectáculo. Hoy hay un enjambre de reporteros en la puerta de la vivienda del escritor peruano aguardando su salida para preguntarle qué tiene que decir de su separación de la Preysler. Ni les interesa Preysler ni les interesa Vargas Llosa; solo quieren chismorreo. Posiblemente no entiendan de otra cosa. Él, con mucha elegancia, no dice absolutamente nada. Lógico. ¿A quién sino a él puede importarle el asunto? Si le preguntasen sobre sus obras, sobre Francia, sobre literatura, sobre política…, respondería, pues siempre lo ha hecho. Pero de esto no tiene nada que decir, no quiere hablar. Y hace muy bien.


Hace años, precisamente en ese ensayo titulado La civilización del espectáculo, denunciaba los aspectos negativos de esta situación a la que me refiero. Así, muestra su desencanto frente a una sociedad que va perdiendo el interés hacia lo intelectual y dice que esa es la razón de que en una civilización que todo lo convierte en espectáculo tenga tan poca vigencia el pensamiento. «Hoy vivimos la primacía de las imágenes sobre las ideas. Por eso los medios audiovisuales, el cine, la televisión y ahora Internet han ido dejando rezagados los libros», denuncia. Pero él, que nunca ha sido intransigente ni fanático no ve mal esta propensión al espectáculo. Lo que ve mal es que «convertir esa natural propensión a pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias inesperadas: la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo». Él mismo es ahora víctima de esa chismografía.

Es una pena que hayamos caído en esto, en la proliferación de un falso periodismo (con la de buenos y decentes periodistas que hay y que deben sufrir las culpas de otros) en que se impone el chismorreo, el dato banal frente a lo importante, el interés en despellejar a quien sea porque eso crea audiencia. Se desprecia el interés formativo e informativo en pro del interés por el espectáculo. Lo mismo da (a esos) que hablemos de Isabel Preysler que de Mario Vargas Llosa. Y no acepto el argumento; con todos mis respetos hacia todo el mundo, hay mucha distancia entre ellos. Como personas, nada los diferencia; como personajes, los separa un abismo.

Por eso no dejo de preguntarle a mi amigo: «Zalabardo, ¿cuándo se nos jodió esto?»

[La foto de Vargas Llosa pertenece a El País]