domingo, febrero 12, 2023

PARA QUÉ LA ORTOGRAFÍA

Muchas veces he contado a Zalabardo la anécdota de un compañero, profesor de Matemáticas, mi querido Carlos Rodríguez, a quien un alumno preguntó: «Profe, ¿las matemáticas sirven para algo?». Y mi amigo se lo quedó mirando, serio, durante el tiempo suficiente para crear el necesario ambiente de tensión en el resto de la clase. «Mira ―contestó al fin―, por lo pronto sirven para que mi familia y yo comamos todos los días gracias a lo que intento que tú aprendas. Si quieres, te sigo dando otras razones».

            Cuando yo aún ejercía como profesor, aunque tuviera fama de serio, procuraba tomarme todos los asuntos con calma y humor para no agobiar a los alumnos. Así, me decían: «Profe, yo no sé hacer esto», respondía: «Por eso estás aquí; si lo supieras, yo estaría sobrando». O si alguien me espetaba: «Profe, tengo una duda», fingía gran sorpresa y contestaba: «¡Menuda suerte, con la de dudas que tengo yo!».

            Si hablábamos de ortografía, acudía a chistes, aunque siempre he sido mal contador de chistes. Por ejemplo, contaba el del empresario que, dictando una carta, decía: «…así que nos veremos el jueves» y, al ser interrumpido por la secretaria: «¿Jueves se escribe con v?», reaccionaba: «Bueno, ponga que nos veremos el miércoles».

            ¡Ay, la ortografía, qué descuidada está!, le digo a Zalabardo. Y lo está porque olvidamos la necesidad de tener criterio coherente para cualquier asunto. Vivimos una época en que mucha gente anda preocupada con que si la palabra tal o cual es válida atendiendo solo al argumento de si la recoge o no la Academia en su diccionario, sin pensar que la esencia y validez de las palabras nace de que nos sirvan para comunicar nuestros sentimientos, no de que aparezcan en un diccionario. No hace mucho, escuchaba a Aurora Luque defender este criterio cuando le preguntaban sobre su tendencia a formar palabras nuevas. No recuerdo si era a propósito de afrodisiar, que usa en su libro Gavieras. Pero es que, mucho antes, ya Vicente Huidobro nos hablaba en su libro Altazor de la golonrisa, la golonbrisa, la golonniña o de la violondrina y el goloncelo.


            Esta misma naturalidad deberíamos manifestar al hablar del sentido de la ortografía. Que la característica más notable del lenguaje es la oralidad nadie debería discutirlo. Nos comunicamos hablando. La escritura vino mucho después. Pero, como podemos leer en la Ortografía de la Academia, la lengua oral presenta limitaciones según la sociedad va creciendo y haciéndose más compleja. Una, que la memoria humana es frágil e incapaz de retener toda la información que recibe; y otra, que la comunicación oral exige la cercanía de los individuos. Quizá no sea necesario citar más.

            La invención de la escritura salvaba la fragilidad de la memoria y no hacía necesaria la proximidad física para acceder a la comunicación. La escritura traduce a términos visuales los signos vocales que emitimos al hablar. Ese código escrito era, y sigue siendo una convención. Las normas ortográficas nos ayudan a saber cuándo y cómo esos signos gráficos deben utilizarse para que su interdependencia con la oralidad no se resienta porque «la función esencial de la ortografía es garantizar y facilitar la comunicación escrita entre los usuarios de una lengua mediante el establecimiento de un código común para su representación gráfica».

            Y esa norma debe ser coherente, debe servir para que no se interrumpa ni altere el contacto entre los hablantes. Algunos culpan a las redes sociales de que se escriba mal. Zalabardo sabe que no creo tal cosa. Escribir xk (‘por qué’), bss (‘besos’), wapa (‘guapa’), kiero (‘quiero’) no debiera escandalizarnos porque son muestras de un  registro que busca brevedad e inmediatez. El problema surge si no somos capaces de cambiar ese registro por el apropiado para una situación diferente que exige una escritura más formal.

 

           Me preocupa más, y me enfada, que un profesor de Física o de Historia, pongo por caso, diga que él no corrige los fallos ortográficos de sus alumnos; o que un profesor universitario disculpe las deficiencias ortográficas y expresivas. Y casi me indigna que se cometan fallos de ortografía en un texto periodístico o en los rótulos de una televisión. Que no se sepa en qué se distinguen a ver y haber o qué diferencia hay entre porque y porqué, o cuándo hay que usar por que o por qué, etc. Hablo de indignación porque todos los libros de estilo que conozco de los principales medios se esmeran en explicar los usos de porque / porqué / porque y por qué. Claro que esa indignación se torna desesperación cuando leo en el Libro de estilo de ABC: «No hay que confundirlos con la combinación ocasional de la preposición por y el relativo que: Ya te he dicho por que no me voy». Quien redactó tal cosa debería saber que, para ser relativo, que necesita un antecedente. Así, el ejemplo debería haber sido Ya te he dicho la razón por que no me voy, o algo semejante. Tal como aparece, lo que corresponde es por qué.

            En nuestro tiempo, Zalabardo lo recuerda bien, la ortografía se estudiaba con muchos dictados que recogían ejemplos del tipo Vaya tras esa valla y tráigame una baya o Ahí hay un hombre que dice ay. No voy a decir que solo los dictados sean el camino para aprender ortografía, aunque la verdad es que los echo de menos en determinados niveles. La ortografía se aprende leyendo mucho, sin duda. Pero sin desdeñar ningún tipo de lectura y sin someter los libros a esa lamentable costumbre de simplificación, en vocabulario y en sintaxis con la que se dice «se los acerca a una mejor comprensión». Así, solo se consigue que nuestros alumnos tengan cada día un léxico más reducido y un nivel de expresión más pobre.

1 comentario:

siroco-encuentrosyamistad dijo...

Me alegro de coincidir en la querencia de mi querido Carlos Rodríguez, es un placer leerle. Un abrazo