lunes, enero 30, 2012


GEEK (sobre el cuidado de la lengua en Internet)

    Sin ningún género de dudas, está claro que no soy un geek, le digo a Zalabardo durante un descanso en nuestro paseo matinal. ¿Qué no eres qué?, contesta Zalabardo, a quien saco de su semiletargo mientras disfrutamos de un breve descanso en nuestro paseo y tomamos el sol sentados en el chiringuito que hay en la rotonda del nuevo muelle de cruceros). Le explico entonces que un geek, término que también yo desconocía hasta hace solo unos días, es una persona fanática de la tecnología y los ordenadores. Algunos añaden al término un sentido peyorativo, pero ahí ni entro ni salgo.
    Digamos que me considero con capacidad suficiente para ponerme ante un ordenador, que me defiendo con un procesador de textos o en la elaboración de presentaciones o bases de datos y que me sirvo con frecuencia del correo electrónico; incluso voy tirando con esta Agenda que Zalabardo me cede, aunque cualquiera puede detectar mis dificultades para conseguir un diseño atractivo y variado.
    Pero hay mundos que se me resisten e incluso me producen algo de yuyu. Como el de las llamadas redes sociales; ni sé chatear ni he chateado nunca, no tengo cuenta o perfil, o como se llame, en facebook, twitter, no tengo ni puñetera idea de qué sea eso whatsapp y fenómenos semejantes. Me cuesta creer que alguien confiese tener en su cuenta miles de amigos porque siendo la amistad algo tan delicado, frágil y difícil de mantener, ¿es posible tener tantos amigos? Me viene a la memoria un momento del documental Objeto encontrado en el que Pepe Caballero Bonald, con la fina  ironía jerezana que lo caracteriza, dice algo así como que la amistad, para que perdure y sea verdadera, necesita de discontinuidades e interrupciones, de aplazamientos y lejanías, porque el continuado roce la deteriora.
    Pero, le digo a Zalabardo, lo que quería plantear al hablar de los geeks es el descuidado uso de la lengua que se observa en dichas redes. Y no me refiero ya a la utilización de abreviaturas en chats, SMS o en tuits. Las abreviaturas siempre se han usado. Y en nuestros tiempos, cuando el precio del mensaje se establece en función del número de caracteres empleados, o cuando se nos exige no sobrepasar una determinada cantidad de dichos caracteres, el recurso de la abreviación está más que justificado. Me quiero referir a solo dos grandes defectos que encuentro en una apreciable cantidad de los textos que circulan por Internet.
    Tengo que declarar, primero, que no sigo habitualmente más que tres blogs: El blog de Jofran (www.blogdejofran.blogspot.com), porque está bien escrito y es de un amigo; Generación Y (www.desdecuba.com/generaciony/), por la decidida y valiente defensa que su autora, Yoani Sánchez, hace de la libertad en un país privado de ella y El Boomeran(g). Blog literario en español (www.elboomeran.com), por el interés que me despiertan sus contenidos. Claro está que, sin ser seguidor de ellos, leo otros (deportivos, políticos, culinarios, viajeros, culturales, sobre temas mediambientales etc.), especialmente cuando los veo recomendados en algún medio de prensa.
    ¿Y qué encuentro que falte en ellos?: rigor en el tratamiento de los contenidos, unas veces, y un casi continuado desacato de las normas gramaticales. Quiero poner dos ejemplos, dos bitácoras recomendadas en la edición digital del diario SUR de hace unos días. Y vamos primero con las cuestiones de contenidos: en uno, Cyberfrancis, en solo dieciocho líneas, su autor, que se confiesa geek, cometía un sinnúmero de deslices. Ya de entrada, y ese era el núcleo de su apunte, se mostraba escandalizado porque dos personas o entidades pudiesen mantener posturas diferentes, e incluso contrarias, respecto a un tema que para él estaba claro; y, claro, arremetía contra los medios de información. Pero lo curioso del caso es que carecía de un conocimiento directo de los artículos que criticaba, pues el que tenía procedía de mensajes que le remitían amigos de twitter o de la consulta de una página de reseñas de noticias de las que no se aportaban ni fuente ni autor. En el otro, cuyo nombre no recuerdo, su autora solicitaba enardecida firmas que avalasen una solicitud, no para que no se leyera, sino para que se prohibiera la venta de un libro que ella consideraba execrable (no empleaba ese adjetivo, pero casi); ignoro las virtudes o defectos de ese libro del que ella no se recataba en declarar, muy ufana, ¡que no lo había leído! Después de la lectura de ambos apuntes, me preguntaba si algunas personas tienen conciencia clara de qué sea eso de la libertad (de opinión, de expresión, de conciencia…), al tiempo que me preguntaba, también, si no será que subsisten aún muchos resabios inquisitoriales en individuos que se proclaman liberales. Me vino entonces a la memoria la queja manifestada en EPS por Javier Marías en un reciente artículo, (http://www.elpais.com/articulo/portada/Superculpable/elpepusoceps/20111231elpepspor_111/Tes) sobre la circunstancia de que, en unos tiempos en que hay más información, puede que haya también más ignorancia. Y en otro artículo aún más reciente (http://www.elpais.com/articulo/opinion/cosas/importantes/elpepiopi/20120121elpepiopi_4/Tes) Juan Goytisolo afirmaba: Sí, sabemos hoy más y más cosas, y cada vez menos importantes. Hago partícipe a Zalabardo de mi convencimiento sobre la necesidad de reflexionar acerca de cuanto escribimos y colgamos alegremente en la Red con la esperanza de que sean atendidos por cuantos más lectores mejor.
    Y si vamos al tema de las patadas al lenguaje, me limito a reproducir, textualmente, una frase de ese blog llamado Cyberfrancis: Menos mal que el analfabetismo en los medios de comunicación tradicionales, expertos en desinformación y en intoxicación ideológica, no saben que algunos usamos otras herramientas como Google+, Google Reader, etc, sino algunos irían a piñón fijo contra nosotros. ¿Por dónde la cogemos?
    Lo que, en fin, echo en falta en esas páginas, le digo a Zalabardo, es respeto a la ortografía, a la cuidada construcción de las frases, a la atención a las concordancias y a la observancia del régimen preposicional, y pocas cosas más. Porque Internet no debe estar reñido (¿o se dice reñida?) con la corrección lingüística. En el artículo que citaba antes, Javier Marías decía también que tiene la impresión de que, entre nosotros, la lengua hablada y escrita es cada vez más pobre y confusa. Y quizá lleve razón.
    Y no será, en el caso de Internet, porque carezcamos de herramientas que nos ayuden a ser vigilantes y cuidadosos. Señalo solo algunas de las que me parecen más interesantes: en la página de la Real Academia (www.rae.es) tenemos el Diccionario de la Lengua Española y el Diccionario Panhispánico de Dudas. Además, en esa misma web, contamos con un departamento de consultas lingüísticas. Pero podemos servirnos también del diccionario Clave (www.clave.librosvivos.net) o el interesante Diccionario inverso del diccionario de la Real Academia (www.dirae.es), que nos permite buscar tanto definiciones a partir de palabras, como palabras a partir de las definiciones. En otra línea trabajan la Fundación del español urgente (www.fundeu.es), de la Agencia EFE, que, aparte del rico vademécum de que ponen a nuestro servicio, aclaran cuantas consultas léxicas, ortográficas o gramaticales les hagamos. Y para terminar, cito el proyecto en fase de elaboración, pero ya con numeroso material disponible, de un Manual de estilo pensado, entre otras cosas, para el mundo de Internet (www.manualdeestilo.com), de la misma institución. Las herramientas, pues, las tenemos; nos queda utilizarlas.

lunes, enero 23, 2012


MIGUEL

    ¿Qué es nuestra vida más que un breve día,
do apenas sale el sol, cuando se pierde
en las tinieblas de la noche fría?

        (Andrés Fernández de Andrada)

    La noticia me llegó de forma inesperada, casi a traición; inadvertidamente mientras leía El País el pasado jueves. En una de esas páginas que se pasan de manera descuidada y rápida, ante la vista se me ofreció una foto de Miguel García-Posada, la que encabeza este apunte. Era su necrológica, pues había fallecido el día anterior.
    Conocí a Miguel en Sevilla, cuando ambos llegamos a la Facultad de Letras a inicios del curso 1964-65. No voy a decir ahora que fuimos amigos, pues la amistad es otra cosa. Sin embargo, siempre fuimos compañeros francos, leales y entrañables. Ambos, junto con otros compañeros más, formábamos parte de aquellos grupos que, terminadas las clases, se reunían en la Plaza de Doña Elvira o en el Parque de María Luisa. Que yo recuerde ahora, integrábamos aquellos grupos José María Pérez Orozco, Alberto Bañuls, Carmen Romero (sí, la que sería esposa de Felipe González), Jacobo Cortines, Maribel Jiménez (hermana de aquel dramaturgo, Alfonso Jiménez Romero, que se dio a conocer con el TEU de Sevilla, el Teatro Estudio Lebrijano o el Teatro Universitario de Madrid), Emilio Escobar, otra compañera cuyo nombre me sedujo desde que la conocí, Cira del Cid, el propio Miguel García-Posada y yo.
    José María y Alberto solían ser quienes más animaban aquellas reuniones, especialmente José María, virtuoso de la guitarra, con la que acudía bastantes días a las clases. Pero Miguel, y en esto coincidía conmigo, tal vez la única coincidencia entre ambos, era un sevillano de esos que yo afirmo que no ejercen de tal. Quiero decir que ninguno nos ajustábamos a ese tópico molde de dicharachero, jaranero, pinturero, cuentachistes y capillita y, al lado de los demás, no pasábamos de ser meros comparsas que hasta para acompañar las palmas teníamos dificultades.
   Miguel era, yo lo recuerdo así, serio, sobrio y severo, más nunca huraño ni adusto. Casi adivinando lo que llegaría a ser, su figura se me representaba como aquella que Lorca describía en el Romance de San Gabriel: piel de nocturna manzana / boca triste y ojos grandes, / nervio de plata caliente.
    Concluidos los estudios comunes, cuento a Zalabardo, pues él no lo conoció, algunos marchamos juntos a Granada para seguir estudios de Filología Románica. Esto nos unió algo más, aunque nuestras conversaciones versaban casi siempre sobre los respectivos gustos literarios. Emilio era ferviente lector de Pío Baroja; yo admiraba a Valle-Inclán y Miguel ponía en primer lugar de sus preferencias a Federico García Lorca. Pero así como Emilio y yo no pasábamos de ser meros admiradores, Miguel se revelaba ya como un experto conocedor del poeta granadino. Y eso en un tiempo en el que el nombre de Federico sonaba aún con sordina en su ciudad y algunas de sus obras no se encontraban fácilmente. Un ejemplo conciso nos puede dar idea clara de lo que digo. Estábamos, creo, en cuarto curso, cuando como tarea de clase se nos impuso componer una monografía sobre cualquier aspecto de la obra de un autor. Los tres fuimos fieles a nuestros gustos. Yo me atreví con un estudio de la evolución de la adjetivación y el color en Valle-Inclán desde las Sonatas hasta los Esperpentos. Emilio se concentró en los personajes aventureros en las novelas de Baroja y Miguel abordó un análisis de la poesía de Lorca. Llegado el momento de sernos devueltos los trabajos, el catedrático, no interesa ahora decir su nombre, hizo una pausa especial al llegar a García-Posada y, tras unos instantes de elogios, dijo: Ha realizado usted un trabajo sumamente interesante, Miguel; ¿tendría inconveniente en que me quedase con él? Miguel, impertérrito y sereno, contestó con voz firme: Pues claro que lo tengo. El profesor insistió: Pero, ¿se puede saber por qué? Miguel zanjó de raíz cualquier continuación: Porque ese trabajo es mío y de nadie más. Y es que en aquella Facultad, en la que tuvimos la dicha de gozar de un elenco de profesores de primera línea (Alvar, Llorente, Orozco, Pita…) era comidilla común que aquel profesor preciso no se paraba en barras a la hora de buscar subterfugios para apropiarse de trabajos de alumnos brillantes a los que luego lavaba un poco la cara y presentaba como suyos.
   Completada la licenciatura, los tres nos separamos y no hemos vuelto a vernos. No hay duda de que el camino de Miguel, sobrepasó en gran medida el de otros muchos compañeros. En algún momento le tentaron la poesía y la novela, pero lo suyo de verdad ha sido la crítica y, siempre que he tenido oportunidad, he seguido sus artículos. Por encima de todos sus trabajos (no cumple que los alabe / pues los vieron, como dijo Manrique de los hechos de su padre), los dedicados a Lorca lo convirtieron en uno de los máximos especialistas en la obra del autor de Fuentevaqueros. Y, es necesario que se diga y que se sepa, ese conocimiento no ha necesitado nunca apoyarse en alharacas ni en pomposas demostraciones.
    Miguel García-Posada, le digo a Zalabardo, era dos meses y algunos días más joven que yo. Hoy ya no está entre nosotros. Descanse en paz.
                                                                                               (Foto tomada de elpais.es)

lunes, enero 16, 2012


LUGARES COMUNES (sobre tradición y originalidad)

    Posee Zalabardo en ocasiones esa indefinible cualidad que distingue a algunas personas que, en el momento más inesperado, te plantean una pregunta de difícil respuesta o para la que no hay respuesta tajante. Eso me ocurrió hace unos días cuando, sin venir a cuento, me soltó el escopetazo: ¿Qué es la originalidad? ¿Cuándo podemos afirmar que una obra es original? Me podía haber limitado a darle la definición del diccionario, ‘lo que resulta de la inventiva de su autor’. Pero, claro es, esa definición resulta insuficiente, pues nos remite a la idea de ‘novedad’ y hemos de considerar que el arte, a lo largo del tiempo, sigue una línea en la que temas, modos, formas y asuntos reaparecen de manera recurrente. La imposibilidad de distinguir claramente entre tradición y novedad fue, tal vez, lo que llevó a Eugenio D’Ors a afirmar que, en literatura, todo lo que no es tradición es plagio.
    Consciente de que lo dicho parece no aclararle mucho, decido continuar: ¿Recuerdas la historia de Edipo?, le digo. A su padre, el rey Layo de Tebas, el oráculo le anunció que un hijo suyo le daría muerte; aun así, Layo tuvo ese hijo, aunque, temeroso del augurio, lo entregó a un pastor para que se deshiciera de él. El cabrero no fue capaz de matarlo con sus propias manos y lo abandonó convencido de que las fieras acabarían con él; pero el azar quiso que otro pastor lo encontrase y lo entregara al rey Pólibo de Corinto, que no tenía hijos. El resto de la historia es bien conocido. Vayamos ahora a la historia de Blancanieves: tras la muerte de su madre, el padre decide contraer nuevo matrimonio. La madrastra posee un espejo mágico que le asegura que es la más bella de todas las mujeres. Hasta que un día, Blancanieves ha cumplido ya siete años, el espejo responde que ahora es la niña la más bella. La madrastra, envidiosa, ordena a un cazador que la lleve al bosque y la mate; el cazador se apiada de la hermosa e inocente niña y opta por abandonarla, pues cree que las fieras darán cuenta de ella. La pobre Blancanieves camina errante, hasta que, por azar, encuentra la casa de los enanos, que deciden adoptarla. Lo demás, como en la historia de Edipo, ya es sabido. Comparando una historia con otra, observando las similitudes que presentan, le pido a Zalabardo, que me diga qué conclusiones podríamos obtener sobre la originalidad.
    Mi buen amigo duda; quiero ayudarlo a salir del aprieto y le cuento una experiencia antigua. Cuando estaba en la Facultad de Letras allá en Granada, tuve que leer un ensayo de Dámaso Alonso titulado Gonzalo de Berceo y los topoi. En él, el entonces director de la RAE, partía de unos estudios del insigne romanista Ernst Robert Curtius para comentar el peso de los topoi en la obra del poeta riojano. Estos topoi son lo que en nuestra lengua se designa con la expresión lugares comunes o tópicos. Un lugar común, le explico a Zalabardo, es un tema o motivo nacido en un lugar y época determinados que se va repitiendo en lugares y épocas posteriores (la incitación a gozar del momento, el consuelo ante la muerte, la aceptación del destino ineludible, la consideración de la vida como río, la oposición campo/ciudad, etc.). Es una corriente que discurre escondida o disimulada y que de vez en vez aflora a la superficie con un matiz diferente, con un enfoque nuevo, dotado de un rasgo que le aporta singularidad. Porque nuevo, lo que se dice nuevo, hay poco.
    Y durante mucho tiempo, le digo a Zalabardo, ningún escritor renegó de las fuentes en que bebía y no sentía empacho en reconocerlas. Berceo no dudaba en dar fe de que seguía una tradición anterior en lo que él escribía. Por ejemplo, hablando de los padres de Santa Oria, afirma: si les dió otros fixos non lo diçe la leyenda; o, narrando la vida de Santo Domingo, escribe: De qual guisa salió decir non lo sabría, / ca fallesçió el libro en que lo aprendía; / perdióse un quaderno, mas non por culpa mía, / escribir aventura seríe grant folía. Y durante el Renacimiento, el Barroco, e incluso el Neoclasicismo tampoco hubo inconveniente en señalar cuáles debían ser los modelos. Más. Incluso en el periodo que comúnmente se señala como defensor de la libertad creadora del artista, el Romanticismo, Mary W. Shelley, titula la novela que la hizo famosa Frankenstein o el moderno Prometeo, dando con ello cuenta de su débito con la tradición; en la introducción declara que la invención no consiste en crear de la nada.
    Continúo diciéndole que mi creencia, que no es dogma de fe, es que la tradición es perenne y que continuamente bebemos de sus aguas. Lo que pasa, añado, es que hoy parece existir una cierta vergüenza a declarar en qué aguas bebemos, como si temiésemos que al hacerlo se resintiesen nuestras ansias de originalidad, como si no fuésemos conscientes de que esta no es la simple novedad. Porque la originalidad, y la novedad, no están tanto en el tema, sino más en la forma en que lo presentemos, en el desarrollo que le demos y en la manera en que lo adecuemos al momento. Es decir en la capacidad de ajustarlo a nuestra propia visión del mundo que nos ha tocado vivir. Unas veces, el original mejora; otras, no.
    Como no sé si he logrado mi objetivo, le proporciono un último ejemplo. Le digo a Zalabardo que yo, de Las mil y una noche, no conocía más que algunas de esas narraciones que de la obra se han ido desgajando: la historia de Simbad, la de Aladino y algunas otras. Pero ahora he decidido zambullirme algo más en el libro. Y el resultado es que, al final de la noche quinta, oigo de boca de Sherezade la Historia del rey Yunán y el médico Ruyán. Un médico que ha prestado grandes servicios a su rey, que ahora pretende deshacerse de él, decide castigarlo: le regala un libro en el que, afirma el médico, encontrará grandes maravillas. Pero las hojas están muy pegadas y es necesario mojar la yema del dedo con la lengua para ayudarse a pasarlas. El hecho es que las hojas están impregnadas de veneno y el rey acaba muriendo.
    Sí, la clave de toda la intriga de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, donde una serie de personajes mueren misteriosamente, precisamente por leer las páginas envenenadas de un libro, resulta que procede de un cuento de Las mil y una noches. Ayer mismo, en la página de la Defensora del lector en El País, leía la historia acerca de un artículo de Rosa Montero, escrito en 2005, que ha vuelto a la actualidad porque se la acusa de plagio. Como no lo conocía, busqué el artículo y lo leí (http://www.elpais.com/articulo/ultima/negro/elpepiult/20050517elpepiult_2/Tes); sorpresa: esa historia, con variantes, yo la había leído en la novela Solar (2010), de Ian McEwan que, a su vez, me entero ahora, también fue acusado de plagiario por haberla tomado de un libro de un novelista inglés anterior, Douglas Adams. Y, a lo mejor, la historia es incluso anterior.
    ¿Merma esto la calidad de las novelas de Eco y McEwan o del artículo de Rosa Montero? ¿Menoscaba su originalidad? Por supuesto que no (pienso yo), siempre que ellos reconozcan su deuda con la tradición anterior. Ignoro si el italiano y el inglés lo han hecho en algún momento. Por lo que respecta a la articulista española, la gravedad de su actuación es patente porque da la historia como auténtica y (por cómo empieza el artículo) presenciada por ella.
    Rebuscando un poco en Internet, el tema del libro envenenado lo encontramos también en el Libro de los dichos y hechos del rey Alfonso de Aragón, que compuso en 1455 el italiano Antonio Beccadelli y en La reina Margot, novela que Alejandro Dumas publicó en 1845 y que yo desconozco. Y si sentimos curiosidad por la historia del otro ejemplo, el de Montero, podemos leerla en ‘El negro’ y sus mil avatares (http://www.elpais.com/articulo/opinion/negro/mil/avatares/elpepiopi/20120115elpepiopi_5/Tes), que este apunte ya se alarga en demasía.

lunes, enero 09, 2012


CALLEJEROS

Cuando llegará el momento
que las agüitas vuelvan a sus cauces;
las esquinas con sus nombres,
sin reyes ni roques, ni santos ni frailes

                                        (José Menese)

    Quienes me lean saben bien, son muchas las veces que lo he repetido, de mi afición por los largos paseos, ya sea por la ciudad o por el campo. Sin abandonar por ello la visita de los pueblos, donde siempre hay algo que ver o que hacer. O, por qué no decirlo, alguna comida de la que disfrutar. En Canillas de Aceituno podemos saborear el chivo al horno de leña en La Sociedad; En Casarabonela, en La Parada, te reciben con chorizo y morcilla a la brasa y preparan un rico conejo también a la brasa; en Casabermeja no debe excusarse disfrutar de las migas o la berza que cocinan en La Posada. Y no hace demasiado tiempo, aprovechamos un sábado para ir a Ardales, aunque fuera con la excusa de comer el sabrosísimo gazpachuelo de Casa Juan Vera. Como veréis, en casi todos los lugares ofrecen menús adecuados para el colesterol.
    Pero, en este último pueblo, lo primero que hicimos fue dar una vuelta por sus calles. Y fue, como tantas otras veces, Zalabardo quien reclamó mi atención. Mira los rótulos, me dijo. Y yo miré: calle de los Carros, calle Real, calle de la Iglesia, calle del Cerrillo, camino de la Muralla… De inmediato, me acordé de mi pueblo: la Carrera, calle de la Cilla, cuesta de la Cárcel, calle de la Cruz; solo que allí, entonces, aquellos nombres que todos conocíamos quedaban velados por otros rótulos, en los que se leían otros nombres, casi todos de generales que ganaron la guerra civil.
    No sé, le digo a Zalabardo, cuándo se inició esa fea costumbre de poner a las calles nombres que no dicen nada a la gente o que traen malos recuerdos a muchos. Porque los pueblos siempre tuvieron calles con nombres fáciles, bellos en su simpleza, que no herían a nadie, que no había que interpretar para saber a qué aludían: calle de la Fuente, calle de la Era, cuesta del Castillo, calle de Cantarranas… En España, por desgracia, pasó lo que pasó y la mayoría del callejero cambió y se uniformizó (en sentido recto y figurado): plaza de España, calle del general Franco, de Queipo de Llano, del 18 de julio. Pero no creáis que eso fue cosa de un tiempo y de una circunstancia; hay feas costumbres que perduran. Dictaduras las ha habido siempre, de todos los colores, de todos los signos y de todas las calañas, aunque disimulen y se oculten tras falaces denominaciones. En un pueblo sevillano tan pequeñito como Marinaleda, esa Cuba de Andalucía como le gusta decir a su alcalde Rafael Sánchez Gordillo, este tiranuelo soñador que ejerce su poder desde hace más de treinta años no se ha limitado a rotular sus calles con nombres tan utópicos como avenida de la Libertad, calle de la Fraternidad o calle de los Jornaleros, sino que en ellas aparecen también nombres como calle de Ernesto Che Guevara, calle del sargento Jurado o calle de Salvador Allende. Por si no hubiera ya suficientes nombres de héroes patrios en el callejero, algunos todavía van a buscarlos a otras tierras. Afortunadamente, otros pueblos han optado por soluciones distintas: Moguer, en Huelva, emprendió un proceso de recuperación de los nombres de siempre tomando como referencia los empleados por Juan Ramón en su librito Platero y yo.
    Zalabardo sabe que a mí me gustan los nombres tradicionales en las calles y, si hay un nombre antiguo, lo prefiero al moderno. Aunque soy consciente de que no es igual crear el nomenclátor de calles en una ciudad que en un pueblo. Aun así, no me negaréis que es más encantador vivir en una calle del Aire, en el Albaicín granadino, que en otra que se llame, por ejemplo, calle de la lexicógrafa María Moliner, como hay una en Málaga, con todos mis respetos hacia doña María.
    Porque los nombres antiguos de las calles no son solamente sonoros y poéticos; muchos están, también, cargados de historia, menor si se quiere, pero historia al fin, y nos revelan bastante sobre cómo eran las cosas en otra época. En Málaga quedan aún algunos de estos bellos nombres: calle del Huerto de las monjas, camino de los Almendrales y otros más. La plaza de la Cruz del Humilladero nos dice que aquello, alguna vez, fue punto de entrada a la ciudad, porque los humilladeros eran zonas, creo que la costumbre se inició con los Reyes Católicos, donde los viajeros se arrodillaban, se humillaban, para dar gracias por haber completado el camino sin incidencias y se aprestaban para entrar en la población. Por eso en tales sitios se erigían unas gradas culminadas con una cruz (de ahí el nombre). Desde ahí se entraba a Málaga por el paseo de los Tilos, nombre que aún conserva lo que ahora es calle y donde ya no es posible ver ninguno de esos bellos árboles y sí las sosas brachichitas que tanto abundan en la ciudad.
    Pero, como le digo a Zalabardo, hay calles que nos remiten a bellas y curiosas historias. En Sevilla, por ejemplo, hay dos calles, confluyentes la una con la otra, que se llaman, respectivamente, del Candilejo, la una, y Cabeza del rey don Pedro, la otra. Toda la ciudad conoce la leyenda e incluso el Duque de Rivas la desarrolló en su serie de romances titulada Una antigualla de Sevilla. A veces, los ayuntamientos, que son lugares en los que se arraciman muchos ignorantes, tratan torpemente de romper el encanto de estos nombres proponiendo nuevas denominaciones. Pero no lo consiguen. En Granada, si preguntáis por el paseo del Padre Manjón, nombre moderno, puede que alguien os dirija hacia allá; pero si preguntáis por el paseo de los Tristes, que así es como se ha conocido siempre, tened la seguridad de que cualquier granadino os dirá dónde está.
    Pero, para mí, la palma de calles con nombre lleno de duende y misterio se la gana la calle de las Cinco bolas, en pleno centro de Málaga. Si preguntáis el porqué del nombre, os podrán contar hasta tres historias diferentes. O tres son las que yo conozco. Las tres bellas, las tres verosímiles, pero las tres, según creo, faltas de suficiente demostración, que es lo que alienta el misterio.
    Me dice Zalabardo que lo que no termina de gustarle es que lo deje con la miel en los labios, porque insinúo historias que no cuento. Le respondo que todas son historias fáciles de encontrar y este apunte va resultando largo. Pero que, a lo mejor, si hallo ocasión, reuniré algunas de ellas y las iré contando aquí.