jueves, mayo 27, 2010


HABLAR PULIDO

Bien sabe Zalabardo, porque no en vano llevamos muchos años juntos, que yo no soy tiquismiquis ni mojigato en esto de expresarme, ya sea hablando o escribiendo. Sí es verdad que me gustaría poder aplicarme la norma que exponía Juan de Valdés cuando decía aquello de que el estilo que tengo me es natural, y sin afectación ninguna escribo como hablo, etc., aunque la mayoría de las veces no lo consigo, que yo bien lo quisiera.
Hoy quiero traer aquí, a cuento de eso que digo, dos cuestiones de estilo de habla (da lo mismo que sea oral que escrita, aunque se da más en la primera) frente a las cuales mi posición es diferente. Por un lado está lo que viene en llamarse palabras malsonantes y, por otra, lo que algunos dan en llamar, de un tiempo a esta parte, expresiones hirientes u ofensivas.
Respecto a las primeras, nunca he sido de la idea de que aporten nada a los mensajes que emitimos y, muchas veces, aparte de ser manifestación de poca elegancia, lo que suponen es pobreza expresiva. Debo decir que no suelo emplear tacos ni comulgo con esa idea que algunos defienden de que “nada es más expresivo que un ¡coño! bien colocado”. Pero en nuestro tiempo, el taco parece haberse democratizado y circula por más canales de los debidos. Sobre todo en radio y en televisión, porque la prensa parece librarse por el momento de tan fea moda. Los tres libros de estilo que consulto coinciden en considerar inadecuado el empleo de palabras malsonantes y solo admiten su inclusión cuando tienen un auténtico valor informativo. Eso sí, dan por sentado que, si hay que usarlas, se escribirán completas y nunca de forma disimulada, porque no hay cursilería mayor que la de escribir lo llamó hijo de p. o lo llamó hijo de las cuatro letras o cosas por el estilo, cuando lo que se dijo fue hijo de puta.
No tengo ya las ideas tan claras con aquellas expresiones que, según el libro de estilo de El País, son “frases ofensivas para una comunidad”. Lo primero de todo es que no me resulta tan patente el carácter ofensivo de las mismas, aunque vivimos en una etapa de corrección política en el comportamiento y en la expresión y eso es harina de otro costal, ya que a veces se ven intenciones donde no las hay. Pongo un ejemplo: una cuñada mía, hablando de cuando tuvo a sus hijas, decía que, frente a lo que sucedió con las otras, “a su Anita la parió como una gitana”. Quería decir, ni más ni menos, que fue un parto natural, sin ninguna otra ayuda que la de simplemente una comadrona. Y lo decía con orgullo. ¿Se puede considerar ofensiva la expresión parir como una gitana?
Sucede que, según la interpretación que yo hago de estas frases, en ellas intervienen, al menos, tres factores. El uno es que su aparición casi siempre responde a una situación social, e incluso histórica, concreta que, una vez superada, deja su rastro en una forma de hablar. Así se explica que digamos que hay moros en la costa cuando queremos dar a entender que ‘existe peligro de que alguien no deseado vea o escuche algo’.
Otro, puramente lingüístico, que por lo general son construcciones lexicalizadas en las que el significado de la expresión no supone la suma de los significados de sus componentes. Es lo que sucede en la expresión engañar como a un chino, que supone ‘engañar con suma facilidad’. Y pregunto yo: ¿quién dice que sea fácil engañar a un chino? Aparte de que a los chinos recurrimos para otras expresiones que denotan admiración (trabajar como un chino, ‘con laboriosidad’ o ser tarea de chinos, ‘que exige una dedicación y esfuerzo pacientes’) o total neutralidad (sonar a chino, ‘ser difícil de interpretar o incomprensible’). ¿O qué sentido ofensivo puede haber en una frase tan fosilizada como hablar como un carretero, ‘ser muy mal hablado’? A veces nos encontramos incluso con que un posible afectado le da la vuelta a la frase para convertirla en favorable a sus intereses. ¿Quién no recuerda aquello que dijo E’tóo de que estaba dispuesto a correr como un negro para vivir como un blanco?
Y el tercer factor que considero es aquel por el que se pretende, erróneamente, que, cambiando el lenguaje, se modifica la realidad. Se evita o se destierra una palabra para así alterar nuestra visión de las cosas. Según esta postura, no se debería emplear la expresión no ser manco alguien, ‘ser digno de consideración por su calidad e importancia’. Por la misma razón, no debiera utilizarse coger antes a un mentiroso que a un cojo ni mear fuera del tiesto, ‘actuar de manera improcedente’, porque no hay mancos ni cojos, sino discapacitados físicos o mear es un tabú que debe excluirse de nuestro léxico.
Algunos argüirán que siempre habrá posibilidad de buscar alternativas (haber ropa tendida en lugar de haber moros en la costa, o ser una olla de grillos en lugar de ser una merienda de negros). Pero esa posibilidad se da en pocas ocasiones. Así que mejor es no ver fantasmas donde no los hay. O al menos eso creo yo.

martes, mayo 25, 2010


GUADAMECÍ

Como el tiempo parece que ya lo va pidiendo, gozábamos Zalabardo y yo de una cervecita bien fresca mientras hablábamos de cosas por lo general insustanciales, de acuerdo a como deben ser la mayoría de nuestras conversaciones. Le contaba yo que, cuando estaba en activo, tenía la costumbre de decir a mis alumnos que la que más admiraba entre las posibles virtudes de un estudiante era la de la curiosidad, por ser esta, a mi parecer, la madre de todo conocimiento.
Y a propósito de tal tesis, le contaba también que, días atrás, durante un viaje con alumnos a Córdoba, uno de ellos, tras leer el Hermana Marica de Góngora, preguntó a José Manuel Mesa qué significaba guadamecí, pregunta de lo más oportuna porque para cualquier persona de hoy dicha palabra debe sonar a chino. “Mejor a árabe”, me repuso de inmediato Zalabardo, “porque tal término designa un tipo de cuero adobado y adornado con dibujos de pintura o relieve, procedente de la ciudad libia de Gadames y que ya hoy se lleva poco”. Me asombró la presteza de su respuesta y así se lo dije, a lo que añadió: “La verdad es que a mí también se me da muy bien eso de acumular conocimientos inútiles o cuasi inútiles”. Y me quedé dudoso, pues ignoraba si eso lo decía con alguna aviesa intención.
“A propósito del guadamecí...”, iba a proseguir yo, y él me interrumpió: “Vas a hablar hoy de los epónimos”. Desde luego que hay días en que Zalabardo está sembrado y no solo es ocurrente e ingenioso sino que parece adivinarme el pensamiento.
Y es que las formas de enriquecimiento del léxico, los modos de inventar nuevas palabras son casi ilimitados. Uno muy usual es el de recurrir a la eponimia, que no es sino una modalidad algo más restringida de la metonimia: llamamos a una cosa con el nombre de otra. Específicamente, la eponimia consiste en que un nombre propio deviene o da origen a un nombre común o a un adjetivo. Del tipo de guadamecí, podríamos citar damasco, muselina o satén (tejidos procedentes de la capital siria, de Mosul o de Tse-Thung, llamada por los árabes Zaitún, respectivamente). O cuero de tafilete, porque es originario de la región marroquí de Tafilalt.
La ciencia y la técnica usan profusamente este recurso, como vemos en las unidades físicas julio o amperio (de James Prescott Joule y André-Marie Ampère), en diésel (por R. Diesel) y en zepelín (por F. von Zeppelin). La medicina nos ofrece, como ejemplos más conocidos, down, alzhéimer o párkinson. Y en las matemáticas hallamos guarismo (que procede de Al Huwarismi). Entre las prendas de vestir podemos citar la rebeca (por la prenda que usaba la protagonista de la película del mismo nombre de Hitchcock), las manoletinas (por el torero Manolete), los leotardos (por el acróbata francés Jules Leotard), los pantalones bermudas (por las islas de ese nombre) o el cárdigan (por J. T. Brunnell, duque de Cardigan).
La literatura, sin salirnos del ámbito español, nos presenta los casos de donjuán, quijote, lazarillo y celestina.
Y hay algunos casos cuya historia resulta realmente curiosa. Así, silueta proviene de Etienne de Silhoutte, político francés apoyado por Mme Pompadour que quiso imponer un impuesto sobre ventanas por lo que fue pronto destituido. Para burlarse de él, se dio su nombre a todo dibujo que estuviera inacabado. John Montagu, IV conde de Sandwich, no quiso levantarse de una partida de cartas y pidió para comer que le sirvieran unos emparedados que, desde entonces, recibieron el nombre de sándwich. La guillotina debe su nombre al cirujano francés J. I. Guillotin, que inventó su artilugio para evitar sufrimientos a los ajusticiados. O el nombre que se da a los aficionados violentos en el deporte, hooligan, debido a Patrick Hooligan, matón londinense del siglo XIX cuyo nombre apareció en una reseña del The Times.
Y se podría seguir, pues la lista es casi inacabable. Pero me parece que ya es más que suficiente con los ejemplos aportados.

viernes, mayo 21, 2010


SAMBENITO

En estos tiempos de penuria económica, conversamos Zalabardo y yo de las medidas adoptadas por el Gobierno para paliar la grave situación, se oyen comentarios para todos los gustos. Parece que, casi de modo general, la decisión más aplaudida por el personal ha sido la de bajar el sueldo de los funcionarios. Quede claro, ha sido aplaudida por quienes no son funcionarios, como es de suponer.
De siempre, los funcionarios han tenido (hemos tenido, pues yo, aunque ya jubilado, lo he sido) mala prensa. Y digo yo que en este colectivo, como en cualquiera, hay de todo, pues ese refrán que dice que en todas partes cuecen habas es bastante certero, como casi todos los refranes. Pero siempre es bueno tener alguien a quien echar las culpas, en quien descargar las responsabilidades para desahogar las conciencias de las culpas propias.
Mira que hay, le digo a Zalabardo, formas de atajar la crisis, maneras de recortar gastos y sistemas para generar ingresos (se pueden aumentar los impuestos sobre las rentas más altas, se puede intentar poner coto a los desmanes de los bancos, se puede meter mano y otorgar otra regulación tributaria a las sicav, se puede cortar de raíz la economía sumergida, etc., que de eso sabe cualquiera más que yo), pero, mira por dónde, se les mete mano a los sueldos de los funcionarios y a las pensiones, que es lo más fácil, y parece que todo está resuelto.
No voy a defender aquí a los funcionarios. Si en época de vacas flacas hay que ser solidarios, habrá que serlo, pero digo yo que lo podríamos ser todos. Y es que por ahí hay sueldos muy rumbosos y más apetitosos que los de los funcionarios, que, al fin y al cabo, llevamos no sé cuánto tiempo ya con nuestras retribuciones “cuasi” congeladas. Pero, ya digo, a nosotros se nos ha echado el sambenito y se nos ha cargado con el muerto de la crisis.
Pero ya está bien, que no quería insistir hoy sobre reducciones de sueldo ni sobre congelación de pensiones (ya lo hice hace unos días), sino precisamente sobre estos dichos: echar a alguien el sambenito y cargarle el muerto a alguien. Ya sabemos que ambas cosas significan ‘hacer recaer las culpas sobre alguien’. Pero veamos el origen de cada una de ellas.
Sambenito procede, como bien explica Covarrubias, de saccus benedictus, ‘saco bendito’; en la Iglesia primitiva, los que hacían penitencia pública se colocaban en la puerta de los templos vestidos con unos sacos o cilicios bendecidos por un obispo o un sacerdote hasta que cumpliesen el tiempo de su penitencia. De allí, la Inquisición vistió con estos mismos sacos, especies de escapulario de los hábitos eclesiásticos, a sus condenados, aparte de colocarles una coroza o capirote. Por contagio con la vestimenta de los frailes de San Benito, el nombre de este saco derivó en sambenito. El sambenito llevaba, por lo común, una cruz de San Andrés, aparte de algunos otros motivos dibujados que servían para indicar a la gente cuál era la culpa del reo que lo portaba. De ahí que echar, poner o colgarle el sambenito a alguien sea culparlo de algo.
La historia de cargar el muerto a alguno es también bastante antigua y la cuenta el gaditano José María Sbarbi en su Gran Diccionario de Refranes. Ya en la Edad Media, cuando dentro del término de una población aparecía el cadáver de alguien muerto con violencia, si no era posible indagar quién había sido el autor de aquella muerte, todo el pueblo era considerado responsable, por lo que se le imponía una caloña o pena pecuniaria a la que se daba el nombre de homicidio.
Esta era la razón por la que cuando se cometía una muerte violenta y se desconocía al causante, los habitantes del pueblo, antes de que interviniera la justicia, procuraban trasladar la víctima a otro lugar para así librarse de la multa. Con su acción, cargaban o echaban el muerto a otros.
Lo malo del caso es que ahora se conoce quiénes son los causantes y culpables del desaguisado que vivimos. Sin embargo, siempre será bueno que haya funcionarios a los que culpar. Veremos en qué queda todo.

martes, mayo 18, 2010

CUANDO EL DIABLO NO TIENE QUÉ HACER...

Con aire socarrón y un tanto provocador, eso es lo que me suelta Zalabardo cuando le insinúo el tema que pretendo tratar en este apunte. Prefiero no hacerle caso porque sé que, al final, y después de todo, a él le gusta mirar lo que escribo y apostillar cualquier cosa a lo que resulte. Y como sé, también, que sus comentarios, por lo general, son acertados y me orientan, procuro evitar las discusiones.
El caso es que, en uno de mis recorridos diarios, pasaba el otro día por la calle Mefistófeles, el mismo diablo, cercana al Palacio de Ferias, a espaldas del Centro Comercial Bahía. Más de uno me dirá que Mefistófeles no es propiamente Satanás, pero para el caso es como si lo fuera. Bueno, pues a mí me dio por pensar que, aunque no reparemos en ello, el diablo tiene una íntima relación con nuestras vidas. Si, como algunos sostienen, el lenguaje muestra la percepción que tenemos del mundo, no hay que más que ver la de nombres con los que citamos a este personaje para dejar constancia de la importancia que le concedemos. Junto a los nombres propios más o menos bíblicos-esotéricos que usamos, Satanás, Satán, Lucifer, Luzbel, Mefistófeles, Belcebú, Leviatán, y alguno popular, como Pedro Botero, no hay sino echar mano de aquellos otros comunes que también usamos a diario: diablo, demonio, diaño, demongo, diantre, mengue, o los apelativos el maligno, el tentador, el maldito, el patas, la serpiente, el malo...
Y si vamos al terreno de los refranes, ya mejor sería no hablar, porque se empieza y no se acaba: A quien Dios no le dio hijos el diablo le dio sobrinos; el diablo, antes de ser diablo fue abogado; en arca de avariento, el diablo yace dentro; al que no tiene faena el diablo se la da... Ya digo, los que queramos.
Mas, pese a cuanto parece deducirse de estos nombres y dichos, a lo que quiero llegar es a que, en esta mixtura que todos somos, en esta mezcla de bien y mal que nos constituye y que no podemos evitar, acabamos por entablar una relación amistosa con el diablo y por sentir una cierta admiración hacia su figura, y no diré ya hacia su persona, pues ignoro si podemos decir que sea persona.
Que hay una fusión tal vez indisoluble en esta amalgama Jekill/Hyde que somos es posible verlo en ese refrán que admite que detrás de la cruz está el diablo o aquel otro que afirma que donde Dios tiene un templo, el diablo monta una capilla. Y nuestra admiración hacia él queda patentizada en ese más sabe el diablo por viejo que por diablo, que refleja el valor que concedemos a la experiencia acumulada en el largo cómputo de sus años. Y si no, pensemos que, cuando queremos expresar nuestra simpatía por la manera en que alguien solventa cualquier asunto más o menos complicado, solemos decir aquello de ¡diablo de hombre! o, cuando deseamos manifestar nuestro cariño y comprensión por las travesuras de nuestros pequeños, los calificamos de diablillos.
Pero, volviendo al paseo diario y a la calle Mefistófeles, que de ahí viene todo esto, lo que en un principio pensé es que, estando este individuo tan ligado a nosotros, son, sin embargo, pocos los casos en que mostramos tal afecto en forma de manifestaciones externas. Y ya sabemos que una de las formas de honrar que los humanos tenemos es la de dedicar calles o erigir monumentos.
Vamos a lo de las calles. Pensaba yo: ¿cuántas calles tiene dedicadas el diablo en nuestros pueblos? Y me puse a buscar. El resultado de la búsqueda da que, aparte de la calle de Málaga, hay una calle Mefisto en Zaragoza. Y como calle, callejón o puente de los diablos, creo que existen en Toledo, Bilbao, Ontinyent, Montemayor y en una aldeíta de Burgos y otra de Granada. Y pare usted de contar. Nadie me negará que ocho calles en todo el país es muy poco. Sobre todo si comparamos, por ejemplo, con los Reyes Católicos, que a su modo también fueron unos diablos, y vemos que en una muy somera búsqueda en Google maps nos aparecen no menos de treinta (que sin duda serán más) calles, plazas, y avenidas a ellos consagradas.
Aunque de lo que peor andamos es de estatuas. Todo el mundo está lleno de esculturas que honran a generales, santos, inventores, descubridores, fundadores y yo qué sé más. Muchos de ellos son totalmente desconocidos para quienes pasan a su lado y, sin embargo, ahí están. Pues bien, las erigidas en honor del diablo son mínimas y el resultado es que encuentro solamente tres. El ángel caído, en el Parque del Retiro de Madrid, que representa el momento de su vencimiento y su hundimiento en los abismos. El ángel rebelde, en el Capitolio Nacional de Cuba, que nos ofrece el momento en que Lucifer, soberbio, proclama su rebeldía frente a Dios, y El poder brutal, o El diablo de Tandapi, enorme rostro de Satán esculpido sobre una roca a orillas de la carretera que conduce de Guayaquil a Quito, en Ecuador.
¿No parece poca cosa para tan entrañable personaje?, le pregunto a Zalabardo. Me mira, se queda pensativo y, tras unos instantes de reflexión, se limita a exclamar: “¡Psss. Lo que yo decía!” No es que anime mucho, pero ya que tengo completado el apunte, lo dejo tal como está.

jueves, mayo 13, 2010

SI TÚ ME DICES VEN...

Obama ha llamado por teléfono a Zapatero. Y, ¡oh, milagro!, el presidente, el nuestro, como nuevo Saulo en el camino de Damasco, ha caído del caballo, si no del burro, y ha visto la luz, ha comprendido, al fin, que estamos en crisis y que hay que hacer algo que no sea simplemente hablar y marear la perdiz.
Parece mentira la fuerza que tienen las palabras y lo que se puede hacer y deshacer con ellas. Hay quienes juegan con las palabras tratando no de reflejar la realidad, sino se amoldar esta a lo que les interesa, aunque eso que parece interesar pueda no ser lo deseable para el conjunto. Zalabardo me dice que comprende que Zapatero, como todos los políticos, se escude tras las palabras para tratar de convencernos de aquello que a él le interesa. Pero Zalabardo, que en política se ha vuelto un descreído, afirma que el común de los políticos, cuando hablan, priman el interés de sus partidos sobre el de los ciudadanos. Por eso, difícilmente un político dirá que lo ha hecho mal, aunque su gestión haya sido un desastre.
¿Recordáis cuando el actual problema mundial estaba en sus comienzos y todo el mundo hablaba de la crisis que nos envolvía? Todo el mundo menos Zapatero, para quien, si acaso, lo que había era una desaceleración del crecimiento. ¿Desaceleración? Frenazo tan en seco que, por fuerza de la inercia, nos ha hecho salir lanzados hasta quedar sentados de culo y maltrechos en mitad de la carretera.
Pero ha bastado que llame Obama, bueno y otros, para darle un tirón de orejas y nuestro presidente hablaba ayer, miércoles, en el Parlamento, de la crisis tan dura y compleja que estamos viviendo desde el verano de 2008. Por fin se ha dado cuenta y ha comprendido que lo que él creyó simple desaceleración era una crisis en toda regla. Y en su discurso del miércoles, que Zalabardo y yo hemos leído detenidamente, ha utilizado, si no me equivoco, seis veces la palabra. Vaya, hombre, dirá alguno, Zapatero le ha perdido por fin el miedo a la palabra crisis. Algo es algo.
Pero comento con Zalabardo que al presidente le siguen dejando en evidencia sus palabras, y parece como si quisiera disimular la realidad en que estamos y valerse de la tramoya, como en el teatro, para sugerir otra diferente. De todo su discurso, nos hemos quedado con dos perlas que nos han parecido merecedoras de reflexión, puesto que no son, ni más ni menos que un intento de justificar quiénes, en último extremo, van a ser los paganos de la crisis.
Dice la primera perla: Los empresarios que han visto frustradas o reducidas sus aspiraciones han pagado con creces su peaje a esta crisis. No es a ellos a los que quepa demandar solidaridad, sino a la inversa, ofrecérsela. Magnífico. En tiempos de bonanza, los empresarios son los que se forran. Pero cuando llegan las vacas flacas y los poderosos ven frustradas sus aspiraciones (de beneficios) ahí están el veinte por ciento de población activa en paro, o los funcionarios a los que se recortan sus ingresos, o los jubilados a quienes se les congela la pensión, o las futuras madres, o los afectados por la ley de Dependencia para asumir el peaje de la desaceleración devenida en crisis. Y, qué porras, aquí estamos para echar una mano, y lo que haga falta, a empresarios, banqueros y especuladores, que, los pobres, ganan menos de lo que pretendían
Y dice la segunda perla: Soy consciente de que los ciudadanos no entenderán que, ... cuando estamos empezando a salir de la crisis, precisamente ahora se les pida más esfuerzos. Naturalmente que no lo entenderemos; si, según sus palabras, hemos capeado la crisis sin apenas haber tomado medidas, ¿a qué tomarlas ahora que estamos saliendo de ella?
Y todo esto, lo digo al principio, por una llamada de Obama. ¡Con las ganas que Zapatero tenía, tal vez envidioso de la amistad Aznar-Bush (¡menuda pareja!), de echarse por amigo a un presidente americano! Y ahora que el amigo americano ha llamado, Zapatero se ha apresurado a tomar medidas. Solo que estas, frente a lo que no paraba de prometer, sí tendrán unos costes sociales. Esperemos que, al menos, sirvan para que no sigamos el camino de Grecia.

lunes, mayo 10, 2010


LIDERESAS

Hay días en que las palabras nos saltan a la cara como si quisieran llamar nuestra atención y nos pidieran que abogásemos por ellas en pro de conseguir siquiera una mínima concesión en el uso que de ellas hacemos. El otro día fue eso precisamente lo que me pasó. Durante la lectura de un periódico fueron no menos de cuatro las veces que me topé con el término líder. Pero me quedaré, para lo que me interesa, con solo dos ejemplos.
Ahí va el primero: Una docena de Damas de Blanco encabezadas por su líder, Laura Pollán.
Y aquí está el segundo: “He cortado todas las cabezas de los implicados”, presume la líder madrileña.
En los dos casos, vemos que el sustantivo designa a mujeres, lo cual no tiene nada de extraño porque ya sabemos que los sustantivos acabados en –ar (militar), en –er (mercader), en –ir (faquir) o en –ur (augur), así como otros muchos, son comunes en cuanto a su género, es decir se utilizan indistintamente para masculino y para femenino con la sola diferencia de anteponerles el artículo el o la.
Sin embargo, siendo esto tan claro que no admite discusión, le informo a Zalabardo de que quisiera que la cuestión no se quedara ahí. Algo así como aquello del Estoy de acuerdo y el No me convence de Agamenón y su porquero en el muy repetido texto de Antonio Machado. Quiero decir, en resumidas cuentas, que, pese a todo, no sé si habría que plantearse ir abriendo camino a una forma, no ya tan rara, como lideresa para designar a la mujer ‘a la que un grupo sigue reconociéndola como jefe u orientadora’. Pudiera parecer esto que digo un sinsentido, un ir contra la norma; pero no es así, pues me fundamento en lo siguiente:
1. El Diccionario Panhispánico de Dudas, cuando explica qué es un sustantivo común en cuanto al género, no deja de reconocer que en algunos casos se utilizan femeninos de esta palabras. Y cita juglaresa, choferesa y lideresa.
2. La Nueva Gramática académica dice que el sufijo –esa da lugar, aunque con distinta extensión geográfica a pares como (y cita entre otros muchos) chófer/choferesa, diablo/diablesa, jeque/jequesa o líder/lideresa.
3. La propia Gramática reconoce más adelante que el género en los nombres que designan profesiones o actividades desempeñadas por mujeres está sujeto a cierta variación y que la lengua ha acogido en ciertos medios voces como bedela, coronela, edila, jueza o plomera, no para designar a la esposa de quien ejerce tales cargos, sino a la mujer que pasa a ejercerlos. ¿Por qué no hacer lo mismo, pues, con lideresa?
4. Me pongo a buscar en el DRAE, avance de la 23ª edición, determinados sustantivos afectados por este caso y encuentro que, mientras el Panhispánico y la Gramática tratan las voces sumiller, ujier y linier como comunes en cuanto al género, el Diccionario dice que son formas masculinas, lo que nos permitiría interpretar como posibles los femeninos sumillera, ujiera o liniera.
¿Se puede interpretar, según lo anterior, como signo de veleidad o poca firmeza de criterio lo que se dice en las obras académicas? Por supuesto que no. Lo que ello viene a demostrar, a mi humilde juicio, es algo que se ha dicho aquí repetidas veces: que la lengua es un organismo vivo que evoluciona y cambia y que los cambios sociales producidos en los últimos años, sobre todo aquellos que afectan al papel desempeñado por la mujer, habrán de tener su reflejo en el lenguaje.
Cuidado, que no hablo de esa pretendida reparación sexista que busca la feísima e incorrecta duplicidad genérica en el habla y en la escritura (los profesores y las profesoras, los andaluces y las andaluzas, etc.). Hablo de que hubo un tiempo en que ser juez, chófer, ujier, médico, etc. se consideraba algo privativo de hombres; una vez que las mujeres acceden a estas profesiones, creo que debería hablarse también de juezas, choferesas, ujieras o médicas. Y, naturalmente, de lideresas.

martes, mayo 04, 2010

EL CAMINO MÁS NATURAL

Vivimos en un mundo, me comenta Zalabardo, en el que parece que, por encima de todo, atrae ese lema circense del más difícil todavía. No tengo otro remedio que darle la razón, pues sin tener que buscar demasiado, sin separarnos en exceso de nuestro entorno, podemos presenciar a cada instante cómo no se valora tanto el resultado de una acción, sino la dificultad añadida que se le ha buscado para que las bocas de los espectadores se abran en un oh de admiración.
La sencillez, la naturalidad, la espontaneidad se ven suplantadas a cada vuelta de esquina por lo complicado, lo difícil, lo barroco y lo abigarrado. No debiera ser así, pero muchas veces lo es y, además, con gran éxito de crítica y público.
Sin embargo, continúa con su argumentación Zalabardo, hay actividades en las que el razonamiento anterior parece quedar desmentido. Así sucede, por ejemplo, con una de tanto riesgo como el montañismo. Los montañeros, al menos la mayoría de ellos, buscan siempre, como el río busca su camino hacia el mar, la más segura senda para alcanzar la cima. Es este un ejercicio que entraña tal dificultad ya de inicio que no necesita escudarse en el doble salto mortal para concitar el aplauso y el respeto públicos.
Podría parecer que esto de lo que me habla Zalabardo no sea extrapolable al uso y manejo del idioma, pero, no sé bien por qué, a mí me ha venido a la mente una anécdota que me contaba el otro día Joaquín Martínez. Me decía: ¿Sabes que hace unos días, en la clase, dije dador y los alumnos me preguntaron extrañados si esa palabra existía? Tal fue su reacción, que hasta yo, por momentos, dudé de que existiera.
Esta reacción de los alumnos, que coincide con la de otra mucha gente, es la propia de quienes, aparte de la duda sobre que una palabra exista, no se plantean nunca que pudiera existir. Por supuesto que dador existe. Pero, además, resulta que –dor es uno de los sufijos más comunes para formar nombres sustantivos de persona, instrumento y lugar a partir de verbos: educador, adaptador, exhibidor, pintor, etc. Pienso ahora en una palabra tan extraña y de tan poco uso, hasta el punto de que normalmente solo la vemos en los crucigramas, como pueda ser adir, ‘aceptar una herencia tácita o expresamente’. ¿Con qué nombre designaríamos a la persona que acepta dicha herencia? Simplemente, con adidor. Tal vocablo no aparece en el diccionario, pero ¿quién nos niega que pueda existir y que la podamos usar?
Dador se deriva de dar. Lo que pasa es que, comúnmente empleamos más donante, que se deriva también de dar, aunque a través de don (en latín donum < dare); es decir, que llega hasta nosotros por un camino más complicado, por una ruta más enrevesada. Dador, que según el diccionario significa ‘que da’ y ‘portador de una carta de una persona a otra’, es la palabra más común con que se designa a la persona cuya sangre se puede transfundir a otra. De esta forma, el individuo que posee el grupo sanguíneo 0 es considerado como dador universal. Sin embargo, a quienes de forma altruista no dudan en dar su sangre para los demás, los llamamos donantes y no dadores. O sea, lo que digo de elegir el camino menos natural.
Y como aviso para quienes buscan el camino menos natural en eso del lenguaje, le recuerdo a Zalabardo que, en una carta enviada a Carmen Laforet con motivo de la publicación de Nada, Juan Ramón Jiménez escribía: Ahora yo, que estoy repasando toda mi obra escrita para una edición definitiva (y no mirarla más), me deleito en quitar todas las palabras menos naturales, “estío” por verano; “cual”, por como; “gualdo”, por amarillo; “mas”, por pero; “albo”, por blanco; “estramuros”, por trasmuros; “calosfrío”, por escalofrío, etc. Gracias a mi destino, “empero” no lo he usado nunca.
En el lenguaje, eso es lo natural, lo espontáneo y lo sencillo.