EL CAMINO MÁS NATURAL
Vivimos en un mundo, me comenta Zalabardo, en el que parece que, por encima de todo, atrae ese lema circense del más difícil todavía. No tengo otro remedio que darle la razón, pues sin tener que buscar demasiado, sin separarnos en exceso de nuestro entorno, podemos presenciar a cada instante cómo no se valora tanto el resultado de una acción, sino la dificultad añadida que se le ha buscado para que las bocas de los espectadores se abran en un oh de admiración.
La sencillez, la naturalidad, la espontaneidad se ven suplantadas a cada vuelta de esquina por lo complicado, lo difícil, lo barroco y lo abigarrado. No debiera ser así, pero muchas veces lo es y, además, con gran éxito de crítica y público.
Sin embargo, continúa con su argumentación Zalabardo, hay actividades en las que el razonamiento anterior parece quedar desmentido. Así sucede, por ejemplo, con una de tanto riesgo como el montañismo. Los montañeros, al menos la mayoría de ellos, buscan siempre, como el río busca su camino hacia el mar, la más segura senda para alcanzar la cima. Es este un ejercicio que entraña tal dificultad ya de inicio que no necesita escudarse en el doble salto mortal para concitar el aplauso y el respeto públicos.
Podría parecer que esto de lo que me habla Zalabardo no sea extrapolable al uso y manejo del idioma, pero, no sé bien por qué, a mí me ha venido a la mente una anécdota que me contaba el otro día Joaquín Martínez. Me decía: ¿Sabes que hace unos días, en la clase, dije dador y los alumnos me preguntaron extrañados si esa palabra existía? Tal fue su reacción, que hasta yo, por momentos, dudé de que existiera.
Esta reacción de los alumnos, que coincide con la de otra mucha gente, es la propia de quienes, aparte de la duda sobre que una palabra exista, no se plantean nunca que pudiera existir. Por supuesto que dador existe. Pero, además, resulta que –dor es uno de los sufijos más comunes para formar nombres sustantivos de persona, instrumento y lugar a partir de verbos: educador, adaptador, exhibidor, pintor, etc. Pienso ahora en una palabra tan extraña y de tan poco uso, hasta el punto de que normalmente solo la vemos en los crucigramas, como pueda ser adir, ‘aceptar una herencia tácita o expresamente’. ¿Con qué nombre designaríamos a la persona que acepta dicha herencia? Simplemente, con adidor. Tal vocablo no aparece en el diccionario, pero ¿quién nos niega que pueda existir y que la podamos usar?
Dador se deriva de dar. Lo que pasa es que, comúnmente empleamos más donante, que se deriva también de dar, aunque a través de don (en latín donum < dare); es decir, que llega hasta nosotros por un camino más complicado, por una ruta más enrevesada. Dador, que según el diccionario significa ‘que da’ y ‘portador de una carta de una persona a otra’, es la palabra más común con que se designa a la persona cuya sangre se puede transfundir a otra. De esta forma, el individuo que posee el grupo sanguíneo 0 es considerado como dador universal. Sin embargo, a quienes de forma altruista no dudan en dar su sangre para los demás, los llamamos donantes y no dadores. O sea, lo que digo de elegir el camino menos natural.
Y como aviso para quienes buscan el camino menos natural en eso del lenguaje, le recuerdo a Zalabardo que, en una carta enviada a Carmen Laforet con motivo de la publicación de Nada, Juan Ramón Jiménez escribía: Ahora yo, que estoy repasando toda mi obra escrita para una edición definitiva (y no mirarla más), me deleito en quitar todas las palabras menos naturales, “estío” por verano; “cual”, por como; “gualdo”, por amarillo; “mas”, por pero; “albo”, por blanco; “estramuros”, por trasmuros; “calosfrío”, por escalofrío, etc. Gracias a mi destino, “empero” no lo he usado nunca.
En el lenguaje, eso es lo natural, lo espontáneo y lo sencillo.
Vivimos en un mundo, me comenta Zalabardo, en el que parece que, por encima de todo, atrae ese lema circense del más difícil todavía. No tengo otro remedio que darle la razón, pues sin tener que buscar demasiado, sin separarnos en exceso de nuestro entorno, podemos presenciar a cada instante cómo no se valora tanto el resultado de una acción, sino la dificultad añadida que se le ha buscado para que las bocas de los espectadores se abran en un oh de admiración.
La sencillez, la naturalidad, la espontaneidad se ven suplantadas a cada vuelta de esquina por lo complicado, lo difícil, lo barroco y lo abigarrado. No debiera ser así, pero muchas veces lo es y, además, con gran éxito de crítica y público.
Sin embargo, continúa con su argumentación Zalabardo, hay actividades en las que el razonamiento anterior parece quedar desmentido. Así sucede, por ejemplo, con una de tanto riesgo como el montañismo. Los montañeros, al menos la mayoría de ellos, buscan siempre, como el río busca su camino hacia el mar, la más segura senda para alcanzar la cima. Es este un ejercicio que entraña tal dificultad ya de inicio que no necesita escudarse en el doble salto mortal para concitar el aplauso y el respeto públicos.
Podría parecer que esto de lo que me habla Zalabardo no sea extrapolable al uso y manejo del idioma, pero, no sé bien por qué, a mí me ha venido a la mente una anécdota que me contaba el otro día Joaquín Martínez. Me decía: ¿Sabes que hace unos días, en la clase, dije dador y los alumnos me preguntaron extrañados si esa palabra existía? Tal fue su reacción, que hasta yo, por momentos, dudé de que existiera.
Esta reacción de los alumnos, que coincide con la de otra mucha gente, es la propia de quienes, aparte de la duda sobre que una palabra exista, no se plantean nunca que pudiera existir. Por supuesto que dador existe. Pero, además, resulta que –dor es uno de los sufijos más comunes para formar nombres sustantivos de persona, instrumento y lugar a partir de verbos: educador, adaptador, exhibidor, pintor, etc. Pienso ahora en una palabra tan extraña y de tan poco uso, hasta el punto de que normalmente solo la vemos en los crucigramas, como pueda ser adir, ‘aceptar una herencia tácita o expresamente’. ¿Con qué nombre designaríamos a la persona que acepta dicha herencia? Simplemente, con adidor. Tal vocablo no aparece en el diccionario, pero ¿quién nos niega que pueda existir y que la podamos usar?
Dador se deriva de dar. Lo que pasa es que, comúnmente empleamos más donante, que se deriva también de dar, aunque a través de don (en latín donum < dare); es decir, que llega hasta nosotros por un camino más complicado, por una ruta más enrevesada. Dador, que según el diccionario significa ‘que da’ y ‘portador de una carta de una persona a otra’, es la palabra más común con que se designa a la persona cuya sangre se puede transfundir a otra. De esta forma, el individuo que posee el grupo sanguíneo 0 es considerado como dador universal. Sin embargo, a quienes de forma altruista no dudan en dar su sangre para los demás, los llamamos donantes y no dadores. O sea, lo que digo de elegir el camino menos natural.
Y como aviso para quienes buscan el camino menos natural en eso del lenguaje, le recuerdo a Zalabardo que, en una carta enviada a Carmen Laforet con motivo de la publicación de Nada, Juan Ramón Jiménez escribía: Ahora yo, que estoy repasando toda mi obra escrita para una edición definitiva (y no mirarla más), me deleito en quitar todas las palabras menos naturales, “estío” por verano; “cual”, por como; “gualdo”, por amarillo; “mas”, por pero; “albo”, por blanco; “estramuros”, por trasmuros; “calosfrío”, por escalofrío, etc. Gracias a mi destino, “empero” no lo he usado nunca.
En el lenguaje, eso es lo natural, lo espontáneo y lo sencillo.
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