sábado, noviembre 28, 2020

VÍSTEME DESPACIO, QUE TENGO PRISA

 

 


           En el acto de presentación de Crónica de la lengua española 2020, la Real Academia de la Lengua manifiesta que su intención es difundir sus trabajos, explicar los problemas que afectan a la lengua y exponer los posibles criterios para enfrentarse a ellos y solucionarlos en la medida de lo posible. En resumen, confiesa su deseo de transparencia e información en su labor.

            La intención es muy loable, pues no pocos son los que consideran que la Real Academia es un refugio de momias, un lugar en el que los elegidos, que ocupan el cargo de forma vitalicia, acuden a rascarse la barriga, a tomar café, a contarse sus batallitas o a entablar otras con los compañeros de sillón que no les resultan simpáticos. En suma, que allí no se hace nada de provecho, creencia que es falsa de toda falsedad.

            Zalabardo y yo somos de los que creemos que en la Real Academia se trabaja y que la tarea que se les pide no es baladí. Eso de limpiar, fijar y dar esplendor no es fácil, eso de ser vigilante de lo que el pueblo habla, no para censurar o elogiar, sino solo para dar fe del estado en que el idioma se encuentra y reflejar el resultado de la observación en el Diccionario y en la Gramática es más complejo de lo que muchos creen. Hay que tener un criterio sólido para limitarse a informar lo que la palmaria realidad muestra, huyendo de imponer lo que pudiera ser una opinión particular.

            El trabajo de los académicos es, o debiera ser, abnegado y callado. Y lento, pues la lengua nunca ha mostrado prisas en su evolución. Cualquier cambio, cualquier modificación se ha ido gestando de modo pausado hasta asentarse y crear el poso suficiente para mantenerse. Observar este proceso, analizar los diferentes estadios y dar cuenta de todo ello es la misión de los académicos.

 


           Pero vivimos en una sociedad de prisas, donde se prefiere la inmediatez al análisis sereno —me parece una estupidez la actitud del jefe prepotente que lanza a su subordinado un ¡lo quiero para ayer!— y la RAE parece haberse contagiado o haber cedido a las presiones de quienes la acusan de inoperancia. Y, para que no acusen de vagos a sus miembros, se lanza a su peculiar ejercicio de visibilización, palabra muy de estas modas y prisas.

            Creo percibir lo que digo en el DLE, el diccionario canónico de nuestra lengua. Todo diccionario exige revisiones, porque, como digo, la lengua pasa por una serie de estadios sucesivos que se van imponiendo unos sobre otros de forma natural. Pero noto que los intervalos de revisión son cada vez más cortos y no se concede el tiempo necesario para que un término se asiente o no. Y la Academia, imitando a los medios que dan cuenta de ello, lanza periódicamente al aire el número de adiciones, modificaciones, aclaraciones, etc. que tienen lugar: ¡2557 nuevas palabras en el Diccionario de la Real Academia! Se diría que se comportan como esos usuarios de las redes que presumen no tanto de la calidad de lo que suben a sus cuentas sino de la cantidad de seguidores y amigos que tienen.

            Y no debiera ser así. La lengua pide calma, sosiego. Los hablantes deberíamos ser menos impulsivos y más rigurosos. Y la Academia no debería precipitarse ante la avalancha de peticiones sobre por qué no entra esta palabra o se quita aquella otra, por qué no se cambia una acepción y se pone otra y cosas así. No se trata de llegar al millón de palabras que nos dé el premio, sino de tener las justas para una comunicación fluida y eficaz.

            De esto hablamos Zalabardo y yo al mirar la lista de adiciones, rectificaciones o aclaraciones que aparecerán en la próxima versión. Porque encontramos cosas curiosas. ¿Erróneas? No, simplemente que demuestran esas prisas o esa presión del entorno. La gente debería entender que para que una palabra sea válida no tiene por qué aparecer en ningún listado; basta con que haya quien la utilice y nos entendamos con ella. Su empleo se generalizará o no, pero ahí está. Y ya digo que la lista actual no es que me parezca errónea, sino que no pasaría nada si algunas no estuvieran.

            Uno de los temas que me plantea Zalabardo es la rapidez con que se da entrada a todo el vocabulario referido a la lamentable epidemia que sufrimos. Entre ellas, vemos cuarentenear, ‘pasar la cuarentena’. La palabra se ajusta fielmente al modo en que nuestra lengua puede generar nuevas palabras; por tanto, es legítimo su uso. Pero, si le damos entrada en el Diccionario, ¿no sería justo dársela también a gripear, ‘pasar la gripe’ o jaquequear, ‘estar padeciendo jaqueca’ o tantas más parecidas? En este caso concreto, sorprende el rápido ingreso de covid y que solo ahora aparezca ébola, palabra de más larga historia.

 


           Otro caso: se añade a galdosiano —será por eso del centenario— y berlanguiano; ¿por qué no aparecen machadiano, lorquiano, juanrramoniano, valleinclanesco y todas las que hacen referencia al estilo o seguimiento de un autor? Y si se puede hablar de precipitación al dar entrada a algunas palabras, ¿por qué esa tardanza en recoger chupasangre o pegapases, que ya tienen sus añitos? Lo mismo sucede con términos arquitectónicos como naos, escena, orquesta y algún otro que hasta ahora no aparecían recogidos del modo debido.

            Podría continuar porque hay más. Pero no quiero callar lo que más ha sorprendido a Zalabardo, tal vez porque los dos somos de pueblo y, además, de un pueblo que en gran medida vive del cultivo de la aceituna y el cereal. Me pregunta mi amigo cómo hasta ahora el DLE no se había enterado de que no todas las aceitunas son iguales, sino que hay variedades: hojiblanca, verdial, cornicabra, arbequina, picual… Que les pregunten, si no, a nuestros amigos Curro Garrido o Antonio Delgado, que de esto saben un rato, si esas aceitunas existían o no antes de que el DLE recogiera sus nombres.

            En fin, bienvenidas sean las adiciones, rectificaciones y supresiones; pero que no se olvide que nunca las prisas fueron buenas y nunca ha sido mal consejo eso de que, para andar bien, es importante dar los pasos de uno en uno.

sábado, noviembre 21, 2020

¿QUIÉN ESTÁ EN LA PRIMERA BASE?



            Quien no conozca ese hilarante diálogo de Bud Abbott y Lou Costello debería buscarlo en Internet y pasar un rato verdaderamente divertido. Y si, por ser jóvenes, no saben quiénes fueron Abbott y Costello o de qué diálogo hablo, pueden pensar en la película Rain Man, en la que el personaje autista encarnado por Dustin Hoffman lo repite en algunas escenas. Zalabardo y yo disfrutamos cada vez que lo ponemos.

            Mi propuesta sería un ejercicio de desintoxicación frente a frases que, bien a nuestro pesar, nos toca soportar de vez en cuando: esa manida, fallida y lamentable nueva normalidad del presidente Sánchez, la inefable afirmación de Rajoy cuando dijo que las decisiones importantes se toman en el momento de tomarlas, la perla que nos soltó Carmen Calvo sobre que el dinero público no es de nadie. Aunque ninguna alcance la grandeza de la inolvidable definición de España como unidad de destino en lo universal que, aún a mis años trato de entender. Como quien trata de enterarse del nombre de Quién’ está en la primera base.

            Ahora nos arrojan a las narices la octava reforma educativa en cuarenta años. Se llama, creo que se nos van acabando los nombres para las próximas leyes de reforma, LOMLOE (o sea, Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación). Me acuerdo del absurdo diálogo de Abbott y Costello: “¿Qué modifica esta Ley orgánica? La Ley orgánica” y me lo tomo a risa por no llorar, pues lo cierto es que me exasperan estas ocho reformas, todas fallidas, porque ninguna nació amparada por el consenso de que la educación no es cuestión de rencillas partidistas, sino acompañadas de la amenaza de la oposición: Será derogada en cuanto gobernemos nosotros. Y, para nuestro mal y desgracia del sistema educativo, la amenaza siempre se ha cumplido.


            Es desesperante, confieso a Zalabardo, que hayamos de sufrir a unos políticos, y aquí no se salva ninguno, incapaces de comprender que un sistema educativo ha de estar desligado de las intrigas y ambiciones de cada partido. ¿No hay quien tenga el nivel de inteligencia preciso, que no es tanto, para ver que solo un gran pacto nacional, libre de fanatismos, pondrá fin a esta cuesta por la que nuestra educación se desliza dejando tras de sí generaciones cada vez peor formadas y una sociedad cada día más ignorante?

            Sin caer en el corporativismo, quiero salvar de esta debacle al profesorado (necesitado también de reformas) porque ellos, junto a los alumnos, son los primeros en sufrir tanta sinrazón. Esta ley de ahora amenaza con que removerá de sus puestos a los profesores que demuestren falta de condiciones para ocuparlos y engaña a los alumnos con el señuelo de que se podrá obtener el título aun sin aprobar. Seamos serios. ¿No han pasado esos profesores por unos años de aprendizaje y formación universitaria y no han superado un proceso de selección, una oposición regulada por la Administración que ahora dice que hay muchos que no valen? ¿Quién anima a trabajar a unos alumnos a los que se empieza diciendo que aun sin aprobar se puede alcanzar el título? ¿No sería mejor remover de sus puestos a los gobiernos, ministros y políticos incapaces de poner en marcha un sistema educativo eficaz?

            Siempre he dicho a Zalabardo que nuestro sistema educativo necesita una reforma a fondo, como también la necesita el profesorado en su formación; pero nunca de la manera tan zafia como se viene haciendo una vez tras otra. Defiendo la enseñanza pública, lo que no significa atacar a la concertada, aunque a esta hay que prohibirle prácticas que ahora se le consienten e impedir que, por estar sostenida con dinero público, convierta un derecho inalienable de las personas en negocio; creo en una educación igualitaria que no segregue por sexos ni por extracción social; creo que hay que estudiar la razón que provoca el alto índice de repetidores en nuestro sistema y poner los medios para rebajarlo, pero no me parece solución conceder los títulos aun careciendo de los conocimientos y formación precisos; creo que a las personas que presentan una discapacidad cualquiera hay que atenderlas del modo más adecuado a su situación y necesidades, integrarlas lo más que se pueda en el sistema regular, pero sin olvidar la educación especial; creo que la religión, cualquier religión, es algo que pertenece al ámbito privado de cada persona y nunca un centro educativo debiera ser lugar de catequesis ni que la solución sea que la nota cuente o no para el expediente (¿se puede calificar la religiosidad de alguien tal como se califican sus conocimientos matemáticos, por ejemplo?). Podría seguir.

            ¿Y qué piensas de ese problema de que el castellano, o español, que de las dos maneras se llama, sea o no lengua vehicular?, me pregunta Zalabardo. Me veo precisado a aclararle a mi amigo qué es eso de lengua vehicular. El Diccionario Panhispánico del Español Jurídico dice que es la usada habitualmente por la comunidad educativa en sus relaciones cuando existen diferentes lenguas maternas entre sus miembros. Y el Diccionario de enseñanza y aprendizaje de lenguas dice que es aquella empleada como medio de instrucción en la educación formal. Suele tratarse de la variedad estándar de la lengua oficial, como, por ejemplo, el italiano en Italia. En países plurilingües, la lengua empleada para este fin puede variar dependiendo de la zona: tal es el caso, por ejemplo, de España, donde se emplean, además del castellano, el gallego, el catalán, el valenciano y el euskera. En ningún caso se dice que una lengua vehicular excluya el conocimiento de ninguna otra.



            Según esto, digo a Zalabardo, si en España hubiésemos alcanzado un nivel de normalidad democrática, esta cuestión ni se plantearía. Bastaría conocer la Constitución. El punto 1 del artículo 3 dice que el castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Y el punto 2 añade: Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos. Es triste que esto no se entienda en el sentido que realmente tiene y sigamos manejando el conflicto lingüístico como moneda de cambio a la hora de dar o quitar un voto. Es una de las facetas del fanatismo, le pongamos el color que le pongamos. A quienes usan el idioma como arma arrojadiza y moneda de transacciones partidistas habría que decirles que la vía para solucionar los problemas no está en silenciar la vehicularidad del castellano, sino en el cumpliendo la Constitución y en el reconocimiento de la efectiva cooficialidad de las otras lenguas españolas en sus territorios. ¿Acaso olvidamos que el Tribunal Constitucional suprimió algunos aspectos de la Ley de Educación de Cataluña, pero avaló la constitucionalidad de los artículos referidos a la inmersión lingüística? Así que la patochada de ahora sobra, pues no es sino un hipócrita e indigno silencio sobre algo que no se puede silenciar para reconocer algo más que reconocido en una R.O. de 1979 y en una ley de 1983, reconocimiento avalado por el Tribunal Constitucional en 2019. Lo que hay es que cumplir las leyes que ya existen.

sábado, noviembre 14, 2020

ÍTACA (DOS)

 

  



  

        Al sentarme a escribir, caigo en la cuenta de que Zalabardo y yo nos lanzamos a la aventura de escribir esta Agenda hace ya catorce años y de que, en ese tiempo, llevamos superamos las novecientas entradas y hemos recibido casi trescientas mil visitas. Nos gusta, de vez en vez, revisar algunas de las viejas entradas. Anoche nos paramos en una que lleva por título Ítaca, fechada el 11 de septiembre de 2008 —o sea, que tiene ya doce años—. Su tema era el afloramiento de un recuerdo a partir de un encuentro casual. Leyéndolo, sentí ganas de volver sobre ello y rehacer lo que entonces escribí.

            Revisábamos unos libros con intención de ordenar y limpiar un poco, y Zalabardo encontró entre las páginas de una antología de poemas, justo donde aparecía Ítaca, el poema de Cavafis, un sobre amarilleado por el tiempo. Es antigua costumbre mía guardar recuerdos de momentos que han tenido un sentido especial: una entrada de cine, el programa de una exposición, algún recorte de periódico, papeletas de examen de la facultad, un billete de autobús… Los guardo en cualquier sitio, pero una razón justificaba la estancia del sobre entre aquellas páginas. Me preguntó qué contenía y le pedí que lo abriera.

 


           Dentro, una reseca hoja de ficus con un texto escrito no en su haz, sino precisamente en el envés: 25-V-64. A Anastasio para que no se le olvide el día que estuvimos en el parque Mª Luisa estudiando ‘libertad’. Con mucha simpatía Mª Isabel. Seguía una observación final que siempre me hace sonreír: Esto ahora no tiene valor pero dentro de 3 ó 4 años (D.M.) gusta leerlo y verlo. Le conté a mi amigo la historia de aquella hoja, la extravagante idea de irnos (en mayo, en Sevilla) al Parque de María Luisa con aquel tocho de manual de Filosofía cuyo autor era Antonio Millán Puelles para estudiar un examen. Nos fuimos, sí, pero no estudiamos. Éramos tres, Maribel, entrañable compañera, hermana del dramaturgo Alfonso Romero, Carmelita Olid, paisana, compañera y amiga querida desde los años de instituto, y yo.

 


           Conservo esa humilde hoja de ficus y, aunque me sé de memoria lo que hay escrito en ella, sigo sacándola de su escondrijo de vez en cuando y me quedo observándola. Siempre reacciono igual. Me río al leer lo de “tres o cuatro años”; cuando la encontró Zalabardo, habían transcurrido ya cuarenta y cuatro años y, hoy que vuelvo a aquel apunte y la rescato de la compañía del poema de Cavafis, cincuenta y seis. Releo lo que Maribel escribió y el poema junto al que reposa. Y, siempre, me detengo en los versos que aconsejan: Ten siempre a Ítaca en tu mente. / Llegar allí es tu destino. / Pero nunca vayas deprisa en tu viaje. / Que dure muchos años.

 


           Mi destino, mi Ítaca, el paraíso de mi niñez, adolescencia y primera juventud, perdidos ya niñez, adolescencia, juventud y paraíso, es Osuna, mi pueblo, que, por circunstancias familiares, abandonaría pronto. Allí quedarían, muchos amigos a quienes no he olvidado nunca, ni siquiera en la lejanía ni en tiempos en que reinó oscuro silencio entre nosotros: Pepe Zamora y José Manuel Ramírez, con quienes más sintonizaba; o Pepe Navarro, con quien, secretamente, competía porque sacaba mejores notas que yo; y Manolo Galindo, a quien los frailes del colegio solían confiar los papeles protagonistas en las veladas teatrales del colegio; y Pepe Ruiz, que vivía junto al colegio y en cuyo patío caían los balones que perdíamos jugando al fútbol durante el recreo; y Mari Pepa Márquez, pizpireta y polvorilla como nadie más; y María Medina, hacia quien sentía un loco y absurdo enamoramiento que ella miraba con desdén; y Mercedes Montes, su prima; y Pepe Núñez, Pepe Sarria, Mati Pérez, Pérez Moreno, Castañeda, Murillo, las dos Angelitas, Amador, Carmelita Ruiz y el hijo de un zapatero que vivía en la cuesta del Casino y cuyo nombre siento no recordar… Algunos, lamentablemente, ya no están con nosotros; de otros he perdido toda noticia.


            No faltaron ocasiones a lo largo de los años en que sentía el impulso de regresar para recomponer los hilos debilitados por el tiempo, aunque, al final, aplazaba la idea, tal vez pensando, como Cavafis, que es preferible el camino a la meta. El camino, el recuerdo, en mi caso, se mantuvo vivo y palpitante, sin que el tiempo lo debilitara. El camino fue siempre la constante remembranza de aquella mañana de mayo, de aquella revista que hacíamos con una vieja y desvencijada multicopista, de aquellos paseos interminables por la Plaza de España en las largas tardes de verano, o las dilatadas veladas en la terraza del Casino, de la participación en los concursos de la radio…

            Luego, un día, el azar volvió a reunirnos a todos. Pero, le digo a Zalabardo, por mucha alegría que proporcione un reencuentro, nada es comparable a caminar acompañados del recuerdo de cómo eran, de cómo éramos, obviando la degradación que sobre todas las cosas ejerce la edad. Porque todo camino es sed de vida. Y el día que alcancemos la meta, la jornada en que lleguemos ante las puertas y las plazas de Ítaca, tal vez estemos arrojando todo en el oscuro pozo del olvido y a nosotros mismos en los fríos brazos de la muerte.

sábado, noviembre 07, 2020

EL ANGLICISMO NUESTRO DE CADA DÍA

 

 


  Elena Álvarez Mellado, lingüística computacional, ha creado una herramienta llamada Observatorio Lázaro, nombre con el que pretende homenajear al ilustre filólogo Fernando Lázaro Carreter, y su objetivo es rastrear el empleo de anglicismos en la prensa española. Su campo de estudio lo forman ocho medios de comunicación de primera línea. Según ella declara no la guía ningún propósito de afear, señalar o criticar ese uso, sino solo observar, describir y analizar.

            Zalabardo me pide que le explique, antes de continuar, qué es eso de lingüística computacional. Como tampoco yo entiendo mucho del asunto, ya que la aparición de estas avanzadas tecnologías nos cogió a los dos con una edad y en unas circunstancias en las que hasta el simple lenguaje de programación basic, nos parecía un trabalenguas insalvable, recurro a palabras de Ana Torrijos: es un campo interdisciplinar que se ocupa del desarrollo de formulismos que describan el funcionamiento del lenguaje natural de modo que puedan ser transformados en programas ejecutables por un ordenador. Porque, avisa Torrijos, cuando pensamos en IA (Inteligencia Artificial) y Big Data (consideración de datos con mayor variedad, que se presentan en volúmenes crecientes y a una velocidad superior), imaginamos que en este campo trabajan ingenieros, matemáticos, científicos, informáticos y programadores, pero poca gente piensa que, a su lado, también hay bastantes lingüistas.

            Lo que importa, le digo a mi amigo, es que la herramienta creada por Álvarez Mellado analiza cada día miles de textos periodísticos españoles y localiza en ellos los anglicismos utilizados. En la reseña que de este trabajo hace Álex Grijelmo, dice que en la prensa española (en esos 8 medios que se toman como referencia) aparecen 400 anglicismos diarios, número que baja a 200 si se excluyen las repeticiones; de ellos, hay una media de 20 no han sido detectados en el análisis anterior. O sea, que nos entran 20 anglicismos por día.


            ¿Es esto motivo para preocuparse? Sí y no; no, porque durante toda su existencia nuestra lengua ha permitido la entrada de neologismos de las más variadas lenguas. Hasta de las lenguas esquimales tenemos préstamos, como muestran las palabras kayak o anorak. El problema no está en el préstamo ni en su origen —¿cuántos tenemos de procedencia árabe?—. Sí, porque son muchos y, aunque el problema no radica en el número, pudiera preocupar el criterio, o la falta de él, con que se les da entrada.

            Ya en el siglo XVIII Feijoo llamó la atención sobre este asunto y reprendía a los puristas que se oponían a la adopción de nuevas palabras. Contra ellos gritaba: ¡Pureza! Antes se deberá llamar pobreza, desnudez, miseria, sequedad. Todos los filólogos serios han sido de esta misma opinión. Lo que se censura es el uso indiscriminado y carente de criterio, la adopción de palabras por simple mimetismo, sin prestar atención a si poseemos o no término equivalente o si es palabra de adaptación fácil a nuestra lengua.

            Álex Grijelmo, en su libro Defensa apasionada del idioma español, después de una extensa exposición sobre los numerosos préstamos que nuestra lengua ha ido aceptando a lo largo de los años, se extraña solo de cómo parece que al inglés se le ha concedido una especie de salvoconducto para imponer palabras difíciles de adaptar a nuestra fonética y prosodia. Y dice: Pero el idioma sabe defenderse solo. Únicamente necesita tiempo y que lo dejen tranquilo. La mayoría de los anglicismos que recogía Ralph Penny en su Gramática histórica del español han ido claudicando ante palabras equivalentes del español. Entonces, ¿a qué tanta veneración? Sucede algo parecido a cuando, en la España de posguerra, se impuso aquella costumbre navideña de Siente a un pobre en su mesa. Hoy parece que se nos dice machaconamente Ponga un anglicismo en su vida. Y así, no hay quien se compre un televisor, porque lo que hay que adquirir es un smart tv, y no buscamos comprar o viajar por un precio barato, sino que sea low cost.



            Lo que un observador externo halla reflejado en los informes del Observatorio Lázaro, es esa veneración injustificada que denuncia Grijelmo hacia el inglés, el uso indiscriminado de palabras que pudiéramos considerar absolutamente innecesarias. Le pido a Zalabardo que echemos un vistazo a esos términos que inundan el mundo de la comunicación en nuestro país. Entonces encontramos que las redes sociales están llenas de influencers en lugar de influyentes; que muchos establecimientos anuncian take away en lugar de comida lista para llevar; que se nos alaba el buen trabajo de tal anchorman, o anchorwoman al señalar a un presentador o presentadora; que un pedido no nos lo llevará un repartidor, sino un rider; que las televisiones sitúan sus productos estrella en prime time, no en horario preferente o permiten ver una película en streaming en lugar de en emisión permanente (¡ay, como me acuerdo de aquellas sesiones continuas de los cines de antes!); que ya no se nos destripa el contenido de un libro, película o cualquier otra historia, sino que se nos hace un spoiler; que las publicaciones digitales son newsletters; que no tenemos una reunión tras el trabajo, sino que hacemos un afterwork; que no hay de éxito de ventas, sino block buster; que apenas nada es convencional o mayoritario, pues queda mejor que sea mainstream

            Aquí viene bien, le digo a Zalabardo, la reflexión de Grijelmo: habrá que dar tiempo y dejar tranquilo al idioma, que él se sabe defender bien solo. No lo atosiguemos poniéndonos intransigentes. Pero, al mismo tiempo, sigo diciéndole a mi amigo, podríamos aconsejar a esos veneradores del inglés, que pongan mayor cuidado con la lengua propia y no confundan siniestralidad con siniestro, analítica con análisis, problemática con problema o que no nos digan que en una determinada tarea han intervenido tres efectivos, ignorando que la palabra designa al conjunto de quienes integran una unidad militar o una plantilla de un determinado cuerpo, pero nunca a cada uno de sus miembros. Ese desconocimiento es más preocupante que el uso de un anglicismo de moda.