sábado, noviembre 14, 2020

ÍTACA (DOS)

 

  



  

        Al sentarme a escribir, caigo en la cuenta de que Zalabardo y yo nos lanzamos a la aventura de escribir esta Agenda hace ya catorce años y de que, en ese tiempo, llevamos superamos las novecientas entradas y hemos recibido casi trescientas mil visitas. Nos gusta, de vez en vez, revisar algunas de las viejas entradas. Anoche nos paramos en una que lleva por título Ítaca, fechada el 11 de septiembre de 2008 —o sea, que tiene ya doce años—. Su tema era el afloramiento de un recuerdo a partir de un encuentro casual. Leyéndolo, sentí ganas de volver sobre ello y rehacer lo que entonces escribí.

            Revisábamos unos libros con intención de ordenar y limpiar un poco, y Zalabardo encontró entre las páginas de una antología de poemas, justo donde aparecía Ítaca, el poema de Cavafis, un sobre amarilleado por el tiempo. Es antigua costumbre mía guardar recuerdos de momentos que han tenido un sentido especial: una entrada de cine, el programa de una exposición, algún recorte de periódico, papeletas de examen de la facultad, un billete de autobús… Los guardo en cualquier sitio, pero una razón justificaba la estancia del sobre entre aquellas páginas. Me preguntó qué contenía y le pedí que lo abriera.

 


           Dentro, una reseca hoja de ficus con un texto escrito no en su haz, sino precisamente en el envés: 25-V-64. A Anastasio para que no se le olvide el día que estuvimos en el parque Mª Luisa estudiando ‘libertad’. Con mucha simpatía Mª Isabel. Seguía una observación final que siempre me hace sonreír: Esto ahora no tiene valor pero dentro de 3 ó 4 años (D.M.) gusta leerlo y verlo. Le conté a mi amigo la historia de aquella hoja, la extravagante idea de irnos (en mayo, en Sevilla) al Parque de María Luisa con aquel tocho de manual de Filosofía cuyo autor era Antonio Millán Puelles para estudiar un examen. Nos fuimos, sí, pero no estudiamos. Éramos tres, Maribel, entrañable compañera, hermana del dramaturgo Alfonso Romero, Carmelita Olid, paisana, compañera y amiga querida desde los años de instituto, y yo.

 


           Conservo esa humilde hoja de ficus y, aunque me sé de memoria lo que hay escrito en ella, sigo sacándola de su escondrijo de vez en cuando y me quedo observándola. Siempre reacciono igual. Me río al leer lo de “tres o cuatro años”; cuando la encontró Zalabardo, habían transcurrido ya cuarenta y cuatro años y, hoy que vuelvo a aquel apunte y la rescato de la compañía del poema de Cavafis, cincuenta y seis. Releo lo que Maribel escribió y el poema junto al que reposa. Y, siempre, me detengo en los versos que aconsejan: Ten siempre a Ítaca en tu mente. / Llegar allí es tu destino. / Pero nunca vayas deprisa en tu viaje. / Que dure muchos años.

 


           Mi destino, mi Ítaca, el paraíso de mi niñez, adolescencia y primera juventud, perdidos ya niñez, adolescencia, juventud y paraíso, es Osuna, mi pueblo, que, por circunstancias familiares, abandonaría pronto. Allí quedarían, muchos amigos a quienes no he olvidado nunca, ni siquiera en la lejanía ni en tiempos en que reinó oscuro silencio entre nosotros: Pepe Zamora y José Manuel Ramírez, con quienes más sintonizaba; o Pepe Navarro, con quien, secretamente, competía porque sacaba mejores notas que yo; y Manolo Galindo, a quien los frailes del colegio solían confiar los papeles protagonistas en las veladas teatrales del colegio; y Pepe Ruiz, que vivía junto al colegio y en cuyo patío caían los balones que perdíamos jugando al fútbol durante el recreo; y Mari Pepa Márquez, pizpireta y polvorilla como nadie más; y María Medina, hacia quien sentía un loco y absurdo enamoramiento que ella miraba con desdén; y Mercedes Montes, su prima; y Pepe Núñez, Pepe Sarria, Mati Pérez, Pérez Moreno, Castañeda, Murillo, las dos Angelitas, Amador, Carmelita Ruiz y el hijo de un zapatero que vivía en la cuesta del Casino y cuyo nombre siento no recordar… Algunos, lamentablemente, ya no están con nosotros; de otros he perdido toda noticia.


            No faltaron ocasiones a lo largo de los años en que sentía el impulso de regresar para recomponer los hilos debilitados por el tiempo, aunque, al final, aplazaba la idea, tal vez pensando, como Cavafis, que es preferible el camino a la meta. El camino, el recuerdo, en mi caso, se mantuvo vivo y palpitante, sin que el tiempo lo debilitara. El camino fue siempre la constante remembranza de aquella mañana de mayo, de aquella revista que hacíamos con una vieja y desvencijada multicopista, de aquellos paseos interminables por la Plaza de España en las largas tardes de verano, o las dilatadas veladas en la terraza del Casino, de la participación en los concursos de la radio…

            Luego, un día, el azar volvió a reunirnos a todos. Pero, le digo a Zalabardo, por mucha alegría que proporcione un reencuentro, nada es comparable a caminar acompañados del recuerdo de cómo eran, de cómo éramos, obviando la degradación que sobre todas las cosas ejerce la edad. Porque todo camino es sed de vida. Y el día que alcancemos la meta, la jornada en que lleguemos ante las puertas y las plazas de Ítaca, tal vez estemos arrojando todo en el oscuro pozo del olvido y a nosotros mismos en los fríos brazos de la muerte.

No hay comentarios: